CAPÍTULO II

LA FURIA DE LA MULTITUD

DOC Savage bajó del palco de un salto y corrió hacia el lugar en que yacían los jóvenes en el suelo. Parecía no realizar grandes esfuerzos y, sin embargo, lograba abrirse paso entre la multitud con una facilidad que en otro hombre hubiera sido increíble.

Sumaban varios cientos los soldados caídos. Sus cuerpos seguían alineados como cuando un instante antes desfilaban ante el palco ocupado por Doc Savage.

Pero aquellos jóvenes ya no podrían andar nunca más. Habían quedado inválidos para siempre.

Parecía como si sus piernas se hubiesen derretido hasta las rodillas. Sus pies y piernas habían desaparecido. Llenaba el ambiente un olor nauseabundo.

Doc Savage arrodillóse ante el cuerpo del militar más próximo. Era un oficial.

De pronto escuchóse un sonido extraño, me no podía precisarse de dónde salía y que sin embargo, se escuchaba perfectamente. Era la exclamación característica que lanzaba siempre el Hombre de Bronce cuando algo le sorprendía o cuando preveía un gran peligro.

En aquel momento su exclamación era de asombro.

En efecto, no alcanzaba a descubrir ningún detalle que permitiese poner en evidencia la razón de que aquellos soldados hubiesen quedado inválidos. Los muñones de sus piernas parecían estar cauterizados por el fuego. Esta circunstancia impedía que los heridos se desangrasen. Lo sucedido parecía ser una consecuencia de la acción de una ola de fuego que hubiese barrido la calle. Pero Doc Savage sabía que una ola fuego no había existido. Era fácil de comprender por qué los soldados estaban silenciosos. Los desdichados se hallaban todavía bajo la impresión recibida y los dolores que sentían los habían privado del conocimiento.

Por todas partes se escucharon gritos y órdenes de los gendarmes. Las ambulancias trataban de abrirse paso a través de la multitud, aun cuando tenían poco éxito en su intento.

Los soldados corrían serio peligro de ser pisoteados por sus aterrorizados compatriotas. Un cuerpo de caballería trató de adueñarse de la situación, abriéndose poso a través de los curiosos mediante sus caballos.

La multitud, enloquecida, no sabía qué hacer. El caos era indescriptible. Sólo Doc Savage conservaba la calma.

El Hombre de Bronce se incorporó. En su rostro no se alteró su habitual expresión. Sus ojos de color de oro recorrieron la multitud con la mayor calma.

Monk y Ham —este último llevando a Chemistry— también se habían aproximado a los soldados caídos. Los compañeros de Doc Savage comprendieron, al igual que su jefe, que no había ya nada que hacer en favor de aquellos hombres.

Los soldados habíanse convertido en inválidos. Sus heridas estaban cauterizadas. La mayor parte de ellos seguirían viviendo, pero su existencia seria tan desagradable como la pérdida que acababan de sufrir.

—Pero si no hoy guerra, ¿qué puede haber causado esto? —preguntó Monk, consternado.

Ham no contestó. Las facciones del abogado estaban tensas. Miraba por encima de la cabeza de los presentes, tratando de localizar a Doc.

Los ojos del Hombre de Bronce despidieron extraños fulgores. Habían descubierto lo que buscaban.

Un hombre de reducida estatura y de facciones enjutas trataba de escurrirse entre la multitud. Ya no tenía debajo del brazo los panes que momentos antes llevaba.

Los compañeros de Doc conocían perfectamente la prodigiosa memoria de éste, y sabían que en ella registraba todos los detalles con la precisión de una cámara fotográfica. El Hombre de Bronce estaba en condiciones de ver y recordar pequeños incidentes que para todos los demás mortales pasaban inadvertidos.

Un momento antes de producirse el horrible suceso, el pequeño individuo, con los panes debajo del brazo, había estado en el cordón de la acera. Junto a las hileras de soldados que iniciaban el desfile. Cuando dichos soldados pasaron delante del palco que ocupaba Doc Savage, aquel sujeto había llevado a cabo un movimiento extraño.

Había quitado los extremos de los panes, lanzándolos delante de los soldados. Doc Savage se lanzó hacia adelante. El hombre de rostro enjuto observó ese movimiento y, lanzando una exclamación de terror, trató de escurrirse sin pérdida de tiempo. Pero Monk y Ham se encontraban a corta distancia de él.

De los labios de Doc Savage brotaron algunas palabras en un idioma desconocido.

Varios curiosos le miraron con un gesto de sospecha. Las palabras pronunciadas pertenecían a algún idioma que, sin duda, no era el francés.

Monk y Ham comprendieron enseguida la orden de su jefe. Doc Savage acababa de emplear el idioma de los mayas, que utilizaba siempre cuando quería impartir órdenes a sus compañeros y no quería que fuesen comprendidas por los presentes.

Instantáneamente, el químico simiesco y el valiente abogado se lanzaron en pos del individuo.

El rostro del sujeto reveló entonces claramente el terror que le embargaba. La saliva escapaba de sus comisuras labiales. Comprendió que estaba perdido.

Dos hombres, que vestían el uniforme de los gendarmes, sonrieron irónicamente, sus uniformes bastaron para abrirles el camino.

—Ahora —gritó uno de ellos.

El otro asintió y ambos avanzaron, colocándose uno a cada lado del Hombre de Bronce, a quien tomaron del brazo.

—¡Alto! —ordenaron.

Los que se hallaban más próximos dejaron de gritar para prestar atención. Jamás hubiesen pensado que el famoso Doc Savage pudiese ser detenido por los gendarmes.

—Doc Savage —exclamó uno de los hombres— está usted arrestado.

El gendarme pareció gritar aún más fuerte de lo necesario. Su voz fué claramente escuchada por los que se encontraban cerca. El agente prosiguió:

—Sabemos que fué usted quien preparó este espectáculo. Estábamos cerca cuando usted dio la orden para que se produjese este incidente horroroso. En este mismo, instante estaba usted dando órdenes en un idioma desconocido a sus cómplices.

Prodújose un momento de silencio. Monk y Ham se detuvieron al punto, con la boca abierta y sin poder creer lo que estaban oyendo.

—Debe haber alguna equivocación, señores —dijo Doc Savage, con lo más absoluta calma.

Uno de los gendarmes señaló entonces el bolsillo de Doc, llevó la mano hasta él y, al levantarla nuevamente, mostró un tubo de vidrio. Acto seguido sacó el corcho y dejó caer un chorro de líquido a suelo.

El citado liquido tenía un olor nauseabundo, idéntico al que rodeaba a los soldados caídos.

—Aquí está la prueba —gritó el hombre.

Una exclamación de ira partió de la multitud. La ferocidad pintóse en todos la semblantes. La sospecha había hallado eco en aquellos corazones y la culpabilidad del Hombre de Bronce parecía evidente, aquella sospecha era lo único que necesitaba la multitud para buscar su desahogo.

—Háganle pedazos —gritó alguien.

—Muera el monstruo —exclamó otro.

—Matémosle —opinó otro, en alta voz.

—Muera... Muera... —gritaron todos al unísono.

Cien pechos clamaron venganza al mismo tiempo. Aquello parecía un volcán en erupción. Los gendarmes fueron violentamente separados del lado del Hombre de Bronce.

Monk y Ham habían sido testigos de esa escena, sin poder dar crédito a sus oídos. Sabían que los gendarmes habían mentido Y, en consecuencia, no ignoraban que esos hombres no eran, seguramente, verdaderos agentes de policía. Pero, al mismo tiempo no dejaron de reconocer las graves consecuencias que podían derivarse de la acusación, que acababa de formularse contra Doc Savage.

Monk soltó una exclamación gutural. Vio que Doc caía al suelo y el químico pareció volverse loco.

El rostro de Ham mostraba una seriedad mayor de la que tuviera en cualquier otro momento de su vida. Codo contra codo, dos hombres trataron de abrirse paso través de la multitud enfurecida y llegar hasta el lugar en que cayera Doc Savage.

Pero si un momento antes la escena había sido de indescriptible confusión, ahora el caos era mayor aún.

Con la rapidez de un rayo, la acusación contra Doc Savage se difundió entre la multitud. Los soldados de caballería, tratando de proteger a sus camaradas derribados fueron lanzados de sus caballos. Los mismos caballos fueron tirados al suelo.

Y los soldados que, un momento antes, eran inválidos, muy pronto se convirtieron en cadáveres, aplastados por los caballos y pisoteados por sus compañeros.

Aullidos semejantes a los de fieras salvajes partieron de los labios de los que estaban más próximos a Doc Savage. Trozos de género arrancados de los trajes volaron por el aire como impulsados por el hervor de una inmensa caldera.

Desde su observatorio, al otro lado de la calle, Carloff Traniv asistía a aquella escena con una sonrisa en los labios. Con manos firmes, sostenía los prismáticos sobre sus ojos.

—El famoso Doc Savage —murmuró con ironía— ha conquistado su prestigio antes de conocer a Carloff Traniv.

En sus labios apareció una sonrisa cuanto vio a Monk y Ham que no lograban abrirse paso a través de la multitud, para aproximarse a su jefe. También observó al mono Chemistry, quien luchaba desesperadamente al lado de los compañeros de Doc Savage sin mayor éxito que sus amos. Ham utilizó su bastón con estoque, pero fue solamente por corto tiempo, porque dicha arma no tardó en serle arrancada de las manos.

Un gesto de satisfacción se pintó en el semblante de Traniv cuando distinguió el sujeto de los panes, escurriéndose por entre los revoltosos. Esa satisfacción aumentó aún más, cuando, pocos segundos más tarde, observó a dos individuos, luciendo uniformes de gendarme, que se hacían a un lado, saliendo del foco del desorden.

Si Doc Savage es realmente tan hábil como dicen, también logrará escapar —murmuró Traniv— y, si lo lograse...

Sus ojos se posaron en una pareja, formada por un hombre joven y una muchacha elegante, que se mantenían alejados del eco del desorden. La muchacha era delgada y habría merecido el calificativo de hermosa. Su figura era muy popular en los cabarets, y, sobre todo, en los que eran frecuentados por los ofíciales del ejército y funcionarios públicos.

El hombre que la acompañaba era, probablemente, su compañero de baile. Era alto y delgado y, seguramente, joven aún, a pesar de las profundas huellas que le dejaron debajo de sus ojos las noches perdidas y que le daban un aspecto de hombre de mayor edad.

La muchacha tenía su cartera entreabierta y mantenía una de sus manos en su interior, empuñando una pistola automática de pequeño calibre.

Su compañero llevaba una pistola en el bolsillo lateral de su americana y empuñaba con determinación la culata del arma. Sus ojos estaban fijos en el montón informe de cuerpos humanos entrelazados que se veía en el lugar donde cayera Doc Savage un momento antes.

Y en aquel instante las estaciones radiodifusoras de varios países propalaban el siguiente mensaje:

«Ampliando la escueta información de hace pocos minutos, pronto estaremos en condiciones de proporcionar mayores detalles acerca del horroroso suceso ocurrido en Francia, suceso semejante a otro, ocurrido recientemente en China» —anunciaba la voz del locutor de una estación Inglesa.»

«Es realmente increíble, pero las informaciones parecen ser auténticas» —informaba una radiodifusora norteamericana, y, después de pocos segundos, agregaba:— «El hecho, cuya naturaleza exacta desconocemos aún, sabiendo tan sólo que, de pronto, los soldados quedaron privados de sus piernas, sin que, al parecer, se empleasen armas, ha sido atribuido a un ciudadano norteamericano a quien todos reverenciamos.»

«Ese ciudadano ha sido considerado siempre por nosotros como un verdadero genio inventivo, un aventurero y un héroe, un caballero sin tacha. Pero algo debe haber trastornado a este gran hombre. De todos modos, señoras y caballeros, lamento tener que informar a ustedes que, según las autoridades francesas, es responsable del luctuoso suceso un ciudadano norteamericano.»

«Numerosos testigos confirman la acusación policial.»

«El ciudadano a que nos referimos es Mr. Clark Savage Jr, conocido entre sus amigos con el nombre de Doc Savage.»

«Se cree que el culpable ha sido despedazado por la multitud enfurecida. A pesar de ello, continúan los desórdenes en París y resulta imposible a las agencias obtener mayores informaciones sobre lo ocurrido.»

«Si Doc Savage ha sido realmente el autor de tan horroroso crimen, mereció haber sido despedazado por la multitud. Pero es preciso esperar la confirmación de la noticia para formar un juicio definitivo sobre el particular. A pesar de ello cabe afirmar que las fuerzas del mal han entrado en acción en una proporción mayor de la conocida hasta la fecha. Debemos pedir calma, porque el mundo entero está hecho un volcán, pues las naciones se arman febrilmente...»