CAPÍTULO X

LOS MUERTOS QUE ANDAN

A bordo del gigantesco avión de transporte, el Hombre de Bronce trabajaba activamente. Los cadáveres de los dos hombres seccionados fueron echados al vacío y los guardianes sobrevivientes, así como el copiloto sólidamente atados.

Traniv había dicho la verdad. El copiloto no sabía nada acerca de la forma en que Carloff dirigía el avión desde distancia. Solamente tenía conocimiento de que en el aparato se encontraba instalado un dispositivo que permitía a Traniv desconectar todos los controles.

Dicho dispositivo estaba oculto detrás del tablero de los instrumentos. Hallábase en el interior de una caja de acero, que parecía formar parte del cuerpo del avión. Doc Savage lo examinó cuidadosamente.

El avión volaba a una altura que hubiese producido zumbidos en los oídos de cualquier aviador novicio. Debajo de él, las nubes impedían ver la tierra. Ninguno de los instrumentos del avión funcionaba y Doc Savage y sus compañeros tenían solamente una idea aproximada de la dirección en que volaban.

—Quisiera saber hacia dónde vamos —gruñó Monk.

Oyóse un ruido en los auriculares. Doc Savage se los colocó y escuchó la voz de Carloff Traniv que decía:

—En momento oportuno sabrán ustedes hacia dónde vuelan. Mientras tanto quiero advertirle, Doc Savage, que no le conviene estar manipulando el dispositivo de dirección a distancia. Los pernos que sujetan su caja al motor sostienen también a los motores si usted los afloja, esos motores se desprenderán destruyendo el avión. Por último, si usted lograse descubrir el secreto de ese aparato, tampoco conseguiría escapar, aun cuando yo me vería obligado a matarle, lo cual no le agradaría. Usted ha oído Hablar de los rayos térmicos dirigidos Yo dispongo en mi avión de un aparato transmisor de ellos y reduciré a pedazos el que ustedes ocupan antes de permitir que se escapen.

Doc Savage se quitó los auriculares y permaneció un momento en pie. Después habló rápidamente en el idioma de los mayas a sus compañeros. Estaba seguro de que aun oyéndole, Carloff Traniv no comprendería aquel idioma, casi desconocido en la actualidad Doc dio instrucciones a sus ayudantes.

Sin pérdida de tiempo, el Hombre de Bronce entregó a sus compañeros varios objetos de su equipo permanente, que llevaba siempre encima.

Después pasó un brazo por la ventanilla de observación del piloto y, con un martillo y un pequeño cortafríos practicó un agujero en el fuselaje metálico del avión. Un momento después, volvió a retirar la mano y en ella se veía un aparato de radiotelefonía.

Rápidamente Doc Savage desarmó el aparato y volvió a armarlo en dos pedazos Monk sonrió con satisfacción. Creía comprender lo que estaba haciendo su jefe.

El químico había estado confeccionando rápidamente un pequeño aparato, que tenía el aspecto de un soplete de soldar. Había disuelto dos pastillas en un líquido. Doc tomó el soplete de sus manos y abrió una pequeña válvula.

Por el pico del soplete escapó una lengua de fuego silenciosamente. Doc apuntó con la llama a uno de los refuerzos de acero de la cabina observando que comenzaba inmediatamente a torcerse.

—Dentro de pocos segundos habremos quitado la tapa a esa caja de acero que contiene el dispositivo de dirección a distancia —declaró Doc a sus compañeros, hablando siempre en el idioma de los mayas.

Las facciones de Monk se iluminaron. Ham también sonrió con satisfacción. Ninguno de los dos se mostraba muy sorprendido. Ambos estaban acostumbrados a que Doc venciese todas las dificultades que le presentaban.

El Hombre de Bronce dirigió la llama contra la tapa de la caja de acero. Sus movimientos fueron rápidos y precisos. La tarea era sumamente delicada, pues en el caso de cortar con el soplete alguna de las conexiones, podía precipitarse el aparato al suelo, antes aún de que Doc tuviese tiempo necesario para efectuar las conexiones que le permitieran manejar el aparato con sus propios controles.

El Hombre de Bronce se detuvo un segundo y volvió a colocarse los auriculares A sus oídos llegó la voz de Carloff que le llamaba con urgencia:

—Doc Savage... Doc Savage...

—¿Qué Ocurre? —preguntó, el Hombre Bronce, en Inglés.

Escuchóse un suspiro de alivio, lanzado por Traniv.

—Creí que estaba usted desarmando dispositivo de dirección a distancia. No me gustaría tener que matarle, porque le necesito, pero le repito que, en el caso de que usted lograse descubrir el secreto de ese dispositivo, no vacilaría en aniquilarle inmediatamente.

Doc no contestó. En sus manos el soplete movíase como si hubiese sido un ser dotado de vida propia. Finalmente, pudo quitar la tapa de la caja.

Monk se hizo cargo del soplete y lo apagó.

Los dedos ultrasensibles de Doc Savage revisaron las conexiones del dispositivo. El Hombre de Bronce parecía conocer exactamente los cables y las conexiones que buscaba.

Sus manos se apoderaron de los controles del avión y los hicieron funcionar.

Instantáneamente el aparato respondió a la maniobra. La dirección a distancia había sido desconectada.

Un grito de ira escuchóse por los auriculares.

—Se lo advertí —gritó Traniv.— Muera ahora.

Se escuchó un estampido formidable en el interior de la cabina.

Desde el pequeño avión de reconocimiento, que volaba por encima del de transporte, Carloff Traniv miraba hacia abajo con evidente asombro. Había esperado que el otro aparato se deshiciera, incendiándose inmediatamente.

Pero no ocurrió así, sino que el aparato prosiguió serenamente su vuelo.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó Allbellin, al escucharse el estampido también en el avión de reconocimiento.

En las facciones de Traniv se reflejó la admiración.

—Doc Savage es un genio —dijo.— Le he enviado un rayo térmico dirigido, tan pronto como tuve conocimiento de que había desconectado el dispositivo de dirección a distancia. Creí que el aparato se desharía en pedazos, pero no ocurrió así. Ese diablo debe haber recurrido al único medio de que disponía para defenderse: hizo funcionar otro aparato, que neutralizó los efectos del rayo térmico.

—¿Quiere decir que podrán escapar ahora con todo lo que Doc sabe de nosotros? —preguntó Allbellin.

—Probablemente podrán hacerlo, aun cuando confío en que podríamos destruirlos aún. Además, como creo conocer suficientemente el temperamento de Doc Savage, estoy en condiciones de asegurarle que no tratará de escapar.

Monk y Ham razonaron en la misma forma. Ambos observaron en silencio cómo Doc Savage volvía a poner en funciones el dispositivo de dirección a distancia, una vez más el avión de transporte fué conducido por el de reconocimiento que volaba encima de él.

—Será más fácil para nosotros dejar que Traniv nos guíe hasta su escondite —declaró con toda calma Doc Savage.

Monk asintió con un movimiento de cabeza.

—Así es —manifestó.— Indudablemente debemos llegar hasta allí para poder poner un punto final a esta aventura, Pero eso no impide que siga abrigando deseos de saber dónde estamos.

Doc señaló con un movimiento de cabeza los dos aparatos receptores de radio que había armado un momento antes.

—Yo conozco nuestra posición —declaró.

Monk quedó perplejo. Ham lanzó una carcajada.

—Es evidente —dijo.— ¿Acaso no ha estado Doc sintonizando simultáneamente dos estaciones transmisoras? Con ese procedimiento no es difícil conocer nuestra posición exacta.

—Estamos sobre África y será conveniente que refresquen ustedes sus conocimientos del dialecto de los Yoruba —dijo Doc Savage— Es posible que tengamos que hablar en ese idioma si Traniv nos permitiese aterrizar con este aparato, lo que ciertamente pongo en duda, teniendo en cuenta que sabe ahora que estoy en condiciones de manejar el avión de acuerdo con mi propia voluntad cuando lo desee.

—¿Pero qué encontraremos al final del viaje? —Inquirió Ham.

Doc no contestó inmediatamente. Con pequeños trozos de tubo de bronce estaba armando un cañón, que colocó a un lado de un aparato que parecía un pequeño receptor de radio.

Terminado el instrumento, miró por el tubo hacia tierra y dijo en voz alta, pero empleando siempre el idioma de los mayas:

—A cinco millas de distancia se encuentra una gran construcción metálica, que se asemeja a una fábrica y que está pintada exactamente igual que el color de la selva. No se desprende humo de ese establecimiento, razón por la cual cabe suponer que en ella se emplea alguna forma de la energía, de carácter químico o eléctrico.

En los ojos de Monk apareció una expresión de asombro.

—Yo estoy en condiciones de ver hasta una distancia de cinco millas con mis propios ojos y sin ayuda de ningún instrumento —dijo.— pero no observo ese establecimiento de que nos estás hablando, Doc.

—Es que yo estoy mirando a través de un telescopio radioactivo —explicó el Hombre de Bronce.

Monk comprendió enseguida. La construcción a que se refería Doc Savage había sido enmascarada con tanta perfección que solamente con ayuda de un instrumento del tipo empleado por el Hombre de Bronce se llegaba a identificarla.

—¿Pero de qué se trata? —preguntó Ham.

—De una fábrica de municiones que es, probablemente, la más grande y más moderna del mundo entero —explicó Doc.— Además, es un establecimiento secreto.

—Perfectamente, entonces yo... —comenzó Monk.

Pero no pudo terminar su frase. Doc Savage había corrido rápidamente hacia una de las ventanas de la cabina, soltando momentáneamente su instrumento de observación. Con los puños el Hombre de Bronce rompió el cristal de la ventana y tiró al exterior unas bolitas blancas. En el mismo instante, se produjo el ataque...

En el cielo, por encima de ellos, había aparecido una nube oscura. En pocas fracciones de segundo, dicha nube reveló estar formada por una gran cantidad de pequeños aviones, llevando ametralladoras, con las que abrieron el luego contra el aparato de transporte.

Se trataba de aparatos totalmente dirigidos por radio, carentes de piloto o de oficial artillero.

Sin que Doc Savage y sus compañeros tuviesen siquiera tiempo para respirar, aquellos pequeños aviones se colocaron encima del transporte y su fuego, certeramente dirigido, comenzó a cortar las alas del avión. Indudablemente, Traniv no quería herir a los ocupantes de la máquina, limitándose solamente a producir la caída de ésta para obligar a Doc Savage y a sus compañeros a lanzarse al vacío con sus paracaídas.

Un momento más tarde, el aparato descendió vertiginosamente y se destrozó en el suelo.

—Idiotas —exclamó Traniv al observar la caída.— No se han lanzado al vacío con los paracaídas. No pude suponer que Doc Savage no pensase en ello...

Pero aun cuando Carloff Traniv lo ignoraba, Doc Savage y sus compañeros, lo mismo que los guardianes, habían saltado al espacio. Sólo que, por medio de las bolitas que el Hombre de Bronce había lanzado anticipadamente por la ventana, había producido una nube de humo que los sustrajo a al vista de Traniv.

Descendieron en un claro del bosque. Inmediatamente, Monk y Ham ataron de nuevo a los guardianes, quienes no opusieron la menor resistencia. En cuanto a Doc, llevaba en la mano un pequeño disco. Era un instrumento de gran sensibilidad, capaz de reconocer inmediatamente los rayos ultravioletas... Porque Doc no podía creer que Traniv no hubiera dispuesto la instalación de guardianes eléctricos en las proximidades de su gran fábrica de municiones.

La aguja del instrumento permaneció absolutamente inmóvil. Nada indicaba la presencia de ondas o rayos que pudiesen poner en función cualquier dispositivo eléctrico de alarma al acercarse personas extrañas al establecimiento.

En los ojos de Doc Savage brilló una mirada de satisfacción.

También Monk, mirando por encima de sus hombros, demostró estar del mejor humor.

—Cualquiera apostaría que aquí no nos mira nadie —dijo.

Doc movió la cabeza, pero no dijo nada.

Cautelosamente iniciaron el avance, dejando a los guardianes atados en las proximidades de un árbol corpulento. La vegetación de la selva era enmarañada y el paso de Doc y sus compañeros se hacia sumamente difícil.

De pronto penetraron en una zona cubierta de niebla.

Doc Savage lanzó inmediatamente su zumbido de advertencia, a la vez que recomendaba a sus compañeros:

—Media vuelta... Escapen... Corran...

Monk y Ham giraron sobre sus talones para obedecer a la orden. Chemistry lanzó un quejido y se sujetó al árbol mas próximo.

Al mismo tiempo la selva pareció despertar a la vida. Por todas partes, alrededor de ellos, aparecieron hombres.

Monk se dijo mil cosas a un tiempo. Como siempre, Doc había estado en lo cierto. Traniv disponía de aparatos de alarma automáticos. Pero no había empleado para ellos los rayos ultravioletas.

Por el contrario, recurrió a una niebla artificial, que solamente podía ser atravesada por ciertos rayos luminosos. Vigías, ya fuesen automáticos o humanos, mirando a través de vidrios del color apropiado, estaban en condiciones de observar la presencia de cualquier intruso.

Monk echó mano inmediatamente de su revólver.

Ham permaneció como paralizado, con los ojos muy abiertos, por efectos de la sorpresa. Tenía toda su atención concentrada en los hombres que se acercaban.

Y, realmente, aquellos hombres eran dignos de una observación minuciosa.

Todos ellos llevaban uniformes militares y estaban armados con fusiles automáticos y granadas de mano, al igual que cualquier ejército moderno. Avanzaban con paso acompasado en línea recta. Pero no tenían el aspecto de seres vivientes.

Ham recordaba un caso criminal a que asistiera en cierta ocasión en Haití. Pensó en todas las cosas que conocía acerca de las leyendas de los Zombi, referentes a los muertos que andaban como verdaderos autómatas. Los soldados que se aproximaban respondían a esa descripción.

Sus cuerpos indicaban que estaban con vida, pero en sus ojos se veía que su alma había muerto. Se escuchó una orden. Los hombres avanzaron con las armas en alto. Fué entonces cuando Ham comprendió lo que ocurría, aunque la explicación parecía increíble.

Aquellos hombres habían sido transformados en forma tal, que estaban dispuestos a cumplir cualquier orden que se les diese, sin poder pensar siquiera en lo que estaban haciendo. Les había sido quitado e1 raciocinio.

Un militar sin escrúpulos les hubiese calificado probablemente con el nombre de soldados perfectos.

Monk y Ham sacaron sus revólveres, que para ese momento estaban cargados con balas verdaderas y no con las del tipo de gracia que los compañeros de Doc Savage empleaban generalmente. Sus pistolas de gracia les habían sido quitadas y las únicas armas que tenían eran las que habían arrebatado a los guardianes.

Pero en el momento en que sus compañeros levantaban sus revólveres, Doc les dió una orden enérgica.

—No tiren —gritó, mientras lanzaba al suelo su propia arma.— Nos rendimos.

Ham quedó boquiabierto. Monk miró a su jefe como si dudase de su sano juicio.

—Pensé que obraría usted así —dijo en ese momento la voz de Traniv, que provenía desde la niebla.— Estaba seguro de que usted comprendería que esos hombres son muertos que andan.

Traniv soltó una carcajada, como si el asunto le divirtiese en grado sumo y, enseguida, prosiguió:

—En recompensa por la deferencia que usted ha tenido con ellos, le convertiré en un hombre así, mi estimado gigante de bronce.