CAPÍTULO VII

UN INCRÉDULO CONVENCIDO

UN hombre delgado, de facciones pálidas, se irguió. Long Tom observó que los demás ocupantes del avión mostraban una extraordinaria tensión en sus rostros.

El operador radiotelegrafista penetró en la cabina y se dirigió al oficial de uniforme azul, que se hallaba sentado frente a Long Tom.

—No puedo darle la dirección, capitán —manifestó el radiotelegrafista, lacónicamente.

Las facciones del comandante del avión se pusieron intensamente pálidas. También en el rostro de Long Tom apareció una expresión de consternación.

—¿Qué ha podido escuchar usted? —inquirió el comandante.

—Sintonicé la onda del «Georgia» —respondió el interpelado— para pedirle nuestra posición exacta. Eran las cuatro en punto. Alcancé a escuchar una S... Después, todo fué silencio.

—¿Alguna otra estación quiso comunicarse con el «Georgia»?

—El éter está lleno de llamadas. Al parecer, ese Doc Savage comunicó radiotelefónicamente desde París que tenía el propósito de hundir al «Georgia».

El cuerpo de Long Tom pareció encorvarse. En su rostro se observó una expresión de profunda consternación.

El capitán del avión se dirigió al oficial de navegación.

—¿Conoce usted la posición del «Georgia»? —preguntó.

—Ya la he calculado, capitán. A las cuatro debía hallarse el buque justamente a una distancia de una hora de vuelo desde el lugar en que nos encontramos en este momento.

—Ordene a los pilotos que se dirijan hacia allí.

El capitán del avión se volvió a Long Tom. Su rostro era severo y decidido.

—Mayor Roberts —dijo,— hemos sido amigos desde hace muchos años. Pero si algo ha ocurrido al «Georgia» y si Doc Savage es el responsable, yo...

—No ha sido Doc —contestó Long Tom, pero en aquel momento su voz no expresaba ya la ciega confianza de antes. Había en ella una cierta duda.

En cuanto a Doc Savage, se encontraba en el interior de un amplio cajón herméticamente cerrado y en el que la temperatura era tan baja como en una heladera. Había sido colocado en ese cajón por Traniv y Allbellin.

Cuatro hombres llevaron el cajón hasta la calle, colocándolo sobre un camión cerrado. Después subieron ellos mismos al camión y partieron rápidamente.

En la parte posterior del camión, un chico andrajoso salió de detrás de unas cuerdas, donde se había ocultado algunos minutos antes. Pierre era uno de esos típicos pilluelos que abundan en todas las capitales. Los objetos sueltos o no muy vigilados pasaban con frecuencia a sus manos. Y es que Pierre sentía la imperiosa necesidad de comer.

Aquel cajón de grandes dimensiones debía contener, sin duda, alguna carga valiosa, a juzgar por el cuidado con que lo habían llevado los cuatro hombres que lo colocaron en el interior del camión.

Pierre trató de levantar la tapa, que estaba provista de goznes, pero la encontró demasiado pesada. Al principio todos sus esfuerzos alcanzaron apenas para levantar la tapa una pulgada y después tuvo que dejarla caer nuevamente.

Revisó atentamente todo el interior del camión y encontró varios tacos de madera. Volvió a levantar un poco la tapa y colocó debajo de ella un taco y luego un segundo, y así sucesivamente.

Pierre miró al interior del cajón, pero no pudo ver absolutamente nada. Era demasiado oscuro.

Registrando prolijamente sus bolsillos, encontró una cerilla, la encendió y colocó en el interior del cajón, y asomó la cabeza.

Enseguida lanzó un grito de terror. La cerilla se apagó, pero no antes de que Pierre hubiese reconocido lo que contenía el cajón.

El muchacho recordó haber visto esa cara anteriormente y pronto comprendió que estaba solo en el interior de aquel camión con Doc Savage, el más grande de los criminales del mundo.

Pierre lanzó una exclamación de terror, que fué oída por los individuos que manejaban el camión, quienes aplicaron inmediatamente los frenos para ver lo que ocurría.

Entonces comprendió el muchacho que había cometido una torpeza al no dominarse. Oyó que los hombres se acercaban a la puerta trasera del camión. Tan pronto como abrieron la puerta, Pierre saltó del camión y se alejó a toda prisa.

El camión ya estaba en las afueras de París, en las proximidades de un aeródromo. La calle estaba desierta. Uno de los cuatro hombres lanzó un grito y sacó un revólver del bolsillo.

Pierre corrió con la mayor velocidad que le fué posible, describiendo zigzags.

De pronto, una bala pasó rozando su cabeza. El chico se alejó del camino, penetrando en un campo sembrado. A corta distancia se veían unos árboles y Pierre corrió hacia ellos, interponiéndolos entre él y el sujeto que estaba haciendo fuego.

El hombre del revólver mostróse preocupado. Rápidamente volvió a cerrar el camión.

—Adelante —ordenó.— Debemos llegar cuanto antes al aeródromo, y si alguno de nosotros dice una palabra de lo ocurrido al jefe, ya sabemos lo que nos espera.

El camión prosiguió su marcha. Los cuatro hombres estaban muy pálidos.

Pierre comprendió que había obtenido una información valiosa. Pero al principio estaba demasiado asustado como para saber en qué forma debía emplear dicha información.

Oyó que el camión se alejaba, pero, a pesar de ello, regresó al camino con el mayor cuidado. Uno de los hombres podía estar allí, esperándole. Pierre estaba hambriento, pero no por eso dejaba de ser patriota. No se le ocurrió siquiera sacar provecho material, vendiendo la información que había logrado, sino que, sobre todo, quería ponerla cuanto antes en conocimiento de las autoridades.

Cuando llegó al camino, se puso a recorrerlo con paso rápido. A una milla de distancia se encontraba la carretera principal, por la que pasaban numerosos automóviles, pero ninguno de ellos se detuvo para recogerle. En los ojos del chico aparecieron gruesas lágrimas de decepción.

De pronto vió que se acercaba un automóvil en el que viajaban varias personas que vestían uniforme.

Pierre decidió arriesgar su vida. Cuando el coche estuvo cerca se colocó delante de él levantando los brazos. Se oyó un chirrido de frenos y el automóvil se detuvo.

El muchacho se acercó rápidamente al costado del vehículo y comenzó a dar cuenta de lo que sabía, hablando empero con tanta rapidez que los oficiales del ejército que viajaban en el coche no llegaron a comprenderle en los primeros momentos, recomendándole un poco de calma para poder entenderle.

Cuando el chico les dijo, finalmente, que había visto a Doc Savage en el interior de un cajón, convertido en un helado, los militares estuvieron un momento a punto de creer que Pierre había perdido el juicio.

—Y estaba con vida. Yo le vi los ojos y no eran los de un cadáver —gritaba Pierre.

Los oficiales se serenaron:

—A corta distancia de aquí hay un aeródromo abandonado —dijo uno de ellos—; podríamos ir hasta allá y efectuar una pequeña investigación.

El coche dio vuelta, dirigiéndose al campo de aviación, Pierre tomó asiento entre ellos.

Cuando llegaron observaron la presencia de dos aviones que estaban a punto de levantar el vuelo. Uno de ellos era un aparato de transporte de grandes dimensiones y el otro un pequeño avión de reconocimiento.

Los militares se acercaron con su automóvil a este último aparato, en tanto que se ponían en pie dentro del coche, haciendo señas a los pilotos de los aviones para que detuviesen la marcha.

Pero en lugar de acatar esta orden, los pilotos imprimieron mayor velocidad a los motores y los dos aparatos levantaron el vuelo.

Por su parte, Pierre llamó la atención de los militares sobre un costado del campo de aviación. El camión en que había viajado el chico ya no estaba allí, pero en el suelo veíase el cajón en que había estado encerrado Doc Savage.

Los militares se dirigieron rápidamente hacia un puesto telefónico y, pocos minutos después, desde todos los campos de aviación militares subían aviones con la orden de encontrar y hacer descender los dos aparatos misteriosos; aunque fuese recurriendo a la violencia.

Carloff Traniv se hallaba sentado frente a los controles del avión de reconocimiento. A su lado se encontraba Pecos Allbellin.

—Hemos sido descubiertos —dijo Traniv, con toda calma.

Allbellin se encogió de hombros. En su rostro observábase nuevamente aquella mirada indolente.

—Ya sé que usted sabrá esquivar cualquier peligro —manifestó—; pero, en verdad, lamento haber tenido que alejarme de París y de Mary Standish. Hubiese deseado que ella nos acompañase.

—Nos seguirá en breve —declaró Traniv.

Por un momento observóse en la cara de Allbellin un gesto de asombro.

—¿Tiene usted noticias de ella? —preguntó.

—Más amplias de lo que usted pueda suponer —contestó Traniv, con una sonrisa.

Allbellin estuvo a punto de hablar nuevamente, pero guardó silencio Por su parte, Traniv fué tomando cada vez mayor altura, colocándose encima del aparato de transporte.

A alguna distancia observábanse unos puntos cuyo tamaño aumentaba rápidamente. Eran aviones que se acercaban. A través de sus anteojos de larga vista Traniv distinguió que se trataba de aviones militares. Todos ellos se dirigían en línea recta al avión de transporte.

Monk, Ham y Chemistry estaban tendidos en el suelo del avión de transporte. Cerca de ellos, rodeado aún por una capa de hielo y encerrado en una caja transparente, se encontraba Doc Savage. Por medio del aire condensado se lograba mantener la temperatura inferior al punto de congelación en el interior del envase transparente.

Monk vigilaba atentamente los ojos de Doc. En alguna forma, el Hombre de Bronce había logrado mover los párpados. Con ellos pestañeaba rápidamente.

—Dice que los hombres que tripulan el otro avión son los verdaderos criminales —leyó Monk.

Doc le estaba refiriendo lo ocurrido, empleando el código Morse al pestañear.

—Dice que si en algún momento tenemos posibilidad de desatarnos y de atacar a los individuos que tripulan este aparato, deberemos tener especial cuidado en evitar que puedan hablar, porque llevan cintos que contienen aparatos transmisores de radiotelefonía —siguió interpretando Monk informando en voz baja a su compañero.

De pronto, el químico levantó la cabeza y escuchó con atención.

—Tiene razón —dijo.

—¿Acerca de qué? —inquirió Ham.

—A pesar de hallarse en el interior de ese trozo de hielo, Doc ha oído que otros aviones se aproximan y opina que se trata de aparatos militares.

El abogado se movió ligeramente, a fin de poder mirar a través de una de las ventanas del avión.

Media docena de aviones militares se acercaban a ellos. Al parecer no vieron el aparato de reconocimiento, que volaba por encima del de transporte, a gran altura.

El abogado abrió la boca y profirió una exclamación de terror y asombro.

Los aviones militares acababan de convertirse en verdaderos meteoros. Hasta de sus alas metálicas escapaban grandes llamas. Simultáneamente, todos ellos caían vertiginosamente, en tirabuzón.

—Es una combinación de termita que quema cualquier metal con que entra en contacto —explicaba en aquel instante Traniv a Allbellin.— Nuestras naves están cubiertas de una preparación especial que las protege. Lo único, que debe hacerse para obtener el efecto deseado es poner en libertad el polvo, como si fuese una nube de humo, y dejar que los demás aviones penetren en ella.

Allbellin asintió. El aire estaba completamente libro. Sólo seguían en vuelo el aparato de transporte y el de reconocimiento que ellos ocupaban. Sin ser nuevamente molestados, los dos aparatos prosiguieron su vuelo y cruzaron la frontera.

En aquel momento el avión de pasajeros llegaba al lugar en que se había producido el naufragio del «Georgia».

Desde la aeronave numerosas miradas de angustia registraban las aguas, en las que se veían flotar ahora algunos restos del naufragio, que habían vuelto a la superficie. En el rostro de Long Tom se dibujó una profunda amargura.

Sabía perfectamente que aquella no era la obra de Doc Savage, pero a él se le responsabilizaba por ella. Long Tom era un hombre que generalmente no se dejaba dominar por la ira, pero en aquel momento la indignación le venció.

Lo mismo ocurrió con los demás ocupantes del avión, quienes dirigían a Long Tom una mirada de odio, como si él también fuese un criminal.

—Mayor Roberts, le prometí... —exclamó el capitán del avión, con vehemencia, pero se detuvo al ver que el oficial radiotelegrafista le llamaba urgentemente.

—Hay un superviviente —gritaba el oficial.— He visto algo que se mueve en el agua.

Todos guardaron silencio. Era peligroso descender en aquel lugar, cubierto de restos del naufragio y donde fácilmente podía producirse una avería en el tren de aterrizaje. Pero, a pesar de ello, el capitán no vaciló, sino que, tomando personalmente la dirección, amaró cerca del lugar en que se encontraba el único náufrago, sujeto a una tabla y nadando, ya casi sin fuerzas.

Un momento más tarde el oficial de marina Phelps fué izado a bordo del avión, semidesnudo. Tenía una herida de bala a través del brazo y otra que le perforaba el hombro. Estaba débil por la sangre perdida y sus nervios hallábanse alterados por las escenas de que había sido testigo.

Se le suministraron bebidas calientes y ropa seca y sus heridas fueron convenientemente curadas.

Refirió toda la tragedia, mencionando el fuego de ametralladoras que había barrido la superficie del mar, matando a los pocos supervivientes e hiriéndolo a él.

Todos los que le escuchaban estaban it tensamente pálidos.

—Nunca pensé que Doc Savage sería capaz de semejante acción —terminó diciendo el marino.

—Y, realmente, no fué la obra de Doc Savage —afirmó Long Tom.

—Si, fué él —gritó Phelps—: yo mismo leí en las alas de sus aviones la inscripción: «Doc Savage, Rey del Mundo».

Todos, incluso Long Tom, quedaron callados.