Capítulo 12

Las dependencias de Virginia incluían una sala de estar, dormitorios, una pequeña cocina y un cuarto de baño tapizado era una alegre cretona inglesa y la alfombra cubría el suelo de la sala de estar era de colores crema y celeste. Las largas ventanas se abrían sobre el jardín del fondo. Las cortinas, con su estampado floral de color sobre fondo amarillo intenso, cubrían las ventanas. Virginia, que llevaba una bata de satén rosado, estaba reclinada en una pequeña tumbona tapizada. Una manta azul le cubría las piernas. Había estado leyendo a la luz de una lámpara de pie, y cuando Maggy entró volvió los ojos hacia su arriba. El resto del apartamento era un lugar oscuro y silencioso.

—¿Se ha acostado David? — preguntó Maggy, mirando alrededor.

Que su hijo fuese a la cama antes de las nueve era tan extraño que bien valía la pena preocuparse. Virginia meneó la cabeza y pareció sorprendida

—Pasa la noche con los Trainor. Supuse que lo sabías.

Mitchell Trainor era el mejor amigo de David. Mag no se oponía a que durmiese en su casa, pero le desagradó que no la hubieran consultado.

—No, no lo sabía.

—Mitchell llamó y lo invitó cuando David volvió a casa del club. Lyle lo autorizó.

—Lyle olvidó comentármelo. — Virginia miró a Maggy.

—Los hombres son descuidados. — Maggy emitió una risa sin alegría. — ¿No es cierto? — preguntó.

Virginia frunció el ceño. Volvió la mirada hacia el libro después clavó de nuevo los ojos en Maggy.

—Has vuelto muy temprano. ¿Dónde está Lyle? ¿Ha sucedido algo?

Durante un instante Maggy miró a su suegra y estuvo tentada de destruir el velo de ficción que había existido siempre entre ellas y decir la verdad exacta y sin rodeos. Las palabras asomaron a su lengua pero evitó decirlas. Virginia era una anciana de escasa salud y en realidad no deseaba saber nada. Además, nada podía hacer por ayudar a Maggy. No controlaba a su hijo y aunque quizá lamentara ciertos aspectos de Lyle, en definitiva lo apoyaría a costa de quien fuera. Maggy conocía a su suegra y sospechaba que las graves acusaciones que podía formular contra Lyle le serían transmitidas, probablemente en tono de broma, al tiempo que preguntaría si el relato se ajustaba a la verdad, sin duda con la mejor intención, pero el daño que iba a provocar podía ser enorme. El tono de Maggy fue ligero.

—Me sentí mal. No deseaba echar a perder la fiesta y decidí volver a casa. Como no está David, creo que tomaré un somnífero y me acostaré. Dígaselo a Lyle cuando vuelva para que no se moleste en despertarme.

Lyle pasaba siempre a saludar a su madre cuando volvía por la noche. Al principio, Maggy había creído que era un hábito encantador, y más tarde, cuando le demostraba una indiferencia tan brutal, había experimentado un sentimiento de desagrado. Ahora se limitaba a aceptar la situación, y a veces incluso le parecía conveniente. Le permitía comunicarse con su esposo a través de su madre sin necesidad de establecer un diálogo directo. Virginia la miró un momento.

—Se lo diré. ¿Cómo está tu muñeca?

—Mejor, gracias.

—Maggy...

—¿Qué?

—Nada.

De pronto pareció que Virginia se sentía vieja y muy cansada. Las manchas oscuras bajo sus párpados inferiores parecían más acentuadas que de costumbre y le rodeaban los ojos como dos cardenales grisáceos. A la luz implacable de la lámpara de pie, su piel demasiado blanca era una plantación de arrugas. Tenía la boca tensa y casi descolorida. El cuello que asomaba por el hueco de la bata era tan delgado que parecía huesudo. Maggy vio la clavícula y le impresionó observar cuánto se destacaba bajo la piel de Virginia. Experimentó cierta inquietud.

—Virginia, ¿se encuentra bien?

Virginia movió una mano en el aire como desechando la pregunta.

—Estoy bien. Un poco cansada. ¿Por qué no te acuestas? ¿No venías para eso? Quiero continuar mi lectura.

Su tono rozaba la brusquedad. Maggy no se ofendió. Sabía que Virginia, que durante la mayor parte de su vida había sido una deportista robusta, detestaba reconocer la debilidad física que le imponía su estado de salud. Por eso sonrió cálidamente a su suegra.

—Eso haré, si está segura de que no necesita nada.

—No necesito nada. Si algo, llamaría a Lou — El tono de Virginia se suavizó cuando su mirada encontró la de su nuera—. Gracias por preguntar. Buenas noches, Maggy.

—Buenas noches.

Maggy alzó una mano en un gesto de despedida, se volvió y salió. Cuando cerró la puerta experimentó cierta insatisfacción. Siempre sentía un atisbo de pesar en relación con Virginia. Si su matrimonio hubiese seguido otro rumbo, habrían podido ser amigas, pero dadas las circunstancias, no había nada que pudiera hacer, del mismo modo que Virginia nada podía hacer por ella. Mientras volvía por los interminables corredores en dirección al centro de la casa, consiguió apartar de su mente a su suegra.

Mientras ascendía la ancha escalera que llevaba al segundo piso, los pasos de Maggy se agilizaron. Un poco más y sería libre. De pronto se sintió aturdida por el sentimiento de expectativa, como un prisionero que se dispone a abandonar el calabozo. Disponía de un par de horas. Después habría de regresar. Y tarde o temprano tendría que hacer frente a Lyle. Tal pensamiento le provocó cierto temor, pero se negó a permitir que el miedo paralizara su espíritu. Gozaría del momento y se preocuparía del futuro a su debido tiempo.

Si Lyle llegaba a descubrir lo que Maggy hacía las noches en que decía acostarse temprano con un somnífero, se pondría lívido de cólera; pero con suerte era posible que no lo descubriese. Casi nunca se acercaba a su habitación. Incluso si, como consecuencia de la mala suerte, acudía a verla y ella no respondía, esperaba que diese media vuelta al ver que nadie contestaba. Pero esa noche estaba encolerizado y era posible que acudiese a su habitación, por lo que se proponía estar en su dormitorio con la puerta cerrada cuando él regresara. No se le ocurriría montar un escándalo para que le abriese, aunque con Lyle nunca había una segundad absoluta. Por suerte, Maggy había conseguido volver sola. Si la hubiese acompañado él, habría sido imposible evitar su cólera.

Tarde o temprano volvería a verlo, pero podía evitar que se encontraran a solas. Así pues, las próximas horas le pertenecían. Alrededor de diez noches en el curso del año, ella aseguraba la puerta, apagaba las luces y se deslizaba por la ventana. Ya estaba contando los minutos hasta el momento de la fuga. Esa noche tenía que cumplir una misión: desenterrar el paquete que le había dado Nick y llevarlo al único lugar del mundo en que estaría seguro, el único lugar donde la apoyaban: la casa de tía Gloria.

Maggy había comprado la casa para su padre. Incluso ahora, casi nueve años después de su muerte, la reconfortaba pensar que al margen de otros efectos de su desastroso matrimonio, la unión con Lyle le había permitido facilitar a su padre cierta comodidad durante los dos últimos años de su vida. Poco después del nacimiento de David, mediante adelantos de sus tarjetas de crédito y a impulsos de la euforia de Lyle por el evento, Maggy consiguió reunir los fondos necesarios para comprar una casa pequeña y deteriorada en el puerto de Indiana, un lugar que, como bien sabía ella, encantaría a su padre.

Con el título de propiedad en mano, había ido a buscarlo a la vivienda donde había crecido y donde vivía él todavía. Su padre lloró cuando le entregó el título de propiedad, y no volvió más a su antiguo habitáculo. Así, Jorge Luis García, miembro de la primera generación de la familia que nacía en Estados Unidos, se convirtió propietario.

Hijo de peones agrícolas itinerantes que se habían infiltrado a través de la frontera de México en busca de trabajo, la madre de Maggy había vivido toda su vida en condiciones de suma pobreza. Su familia se había desplazado constantemente, y al compás de las estaciones había pasado de los naranjales de Florida a los cultivos de cacahuete de Georgia y los tabacales de Kentucky. Con el paso de los años, los padres dejaron hijos que alcanzaron la edad adulta y formaron sus propias familias en diferentes lugares del país.

Cuando fallecieron en Georgia con tres meses de diferencia, los padres de Jorge fueron sepultados en la arcilla roja de ese Estado. Después de su desaparición, Jorge, el menor de los hijos, continuó viajando de Estado en Estado al compás de las cosechas hasta que una temporada, trabajando en los tabacales de Kentucky, se enamoró de la menor de las cinco hijas del dueño de la explotación. Mary Kr tenía sólo diecisiete años cuando huyeron los dos y se casaron. Jorge tenía veinticinco. Si los Kramer hubiesen echado el guante a Jorge, lo habrían linchado. Magdalena Rosa fue el resultado de esa unión. Nació antes de cumplirse un año de la fuga.

Repudiada por sus padres, impresionada por la dureza de la pobreza terrible que apareció pisando los talones al romance vertiginoso, Mary Kramer García había luchado de todos modos y después de arremangarse, había hecho lo que imponían las circunstancias. La vida trashumante no le sentaba bien, y después de una temporada desplazándose de un lado a otro, insistió en que Jorge modificase su existencia.

La pequeña familia se trasladó a Louisville — las raíces de Maggy en Kentucky eran muy hondas — y con el incentivo de mujer e hija, Jorge trabajó en una fábrica de productos lácteos por la noche y de día barriendo la calle. Mary lavaba la ropa y atendía a Magdalena. El único recuerdo visual que tenía Maggy de su madre evocaba a una mujer pelirroja, de piel muy clara, que se inclinaba fatigada sobre una secadora retorciendo sin descanso las sábanas blancas que pasaban por el artefacto, un día tras otro.

Era suficiente que Maggy oliese a detergente para la ropa para que recordase a su madre. Su madre murió atropellada cuando Magdalena tenía cuatro años. Jorge enloqueció de dolor y entonces empezó a beber. En el lapso de un año perdió sus dos empleos y los expulsaron de la casita por falta de pago. Gracias a un bondadoso sacerdote, su padre y ella no habían acabado en el arroyo. El padre John se había compadecido de los dos y les había procurado una vivienda subvencionada.

Demasiado orgulloso para aceptar la caridad, su padre había cambiado de actitud con el fin de que Magdalena tuviese un techo sobre su cabeza. Más tarde, con el orgullo ahogado en la bebida, el padre John les consiguió también ayuda de otras organizaciones de bienestar social. Nunca se recuperó de la pérdida de su esposa. Maggy no recordaba dos días consecutivos en que se hubiese mantenido sobrio; pero lo amaba y no dudaba que él la quería, pero no podía soportar su sufrimiento. Maggy no sabía cómo habrían sobrevivido de no haber sido por Nick.

—¡Eh, niña, apártate de la basura! ¿No sabes que hay ratas?

Estaba oscuro, sobre las once de la noche, porque la fonda de la calle donde vivían acababa de cerrar, si bien las luces de neón rojas y amarillas en forma de M gigantesca permanecían iluminadas. Era verano y hacía calor. El vestido rosa demasiado pequeño que usaba le alcanzaba apenas rodillas y sentía las mangas cortas apretadas e incómodas alrededor de los antebrazos. Estaba encaramada precariamente sobre una pila de cajas en un oscuro rincón del aparcamiento, casi boca abajo, mientras apartaba los envases de plástico buscando algún resto comestible. Ya había descubierto un bocadillo que parecía encontrarse en buenas condiciones y medio paquete de patatas fritas. Era suficiente para ella, pero tenía que encontrar algo más si deseaba alimentar a su padre, acostado en el suelo del apartamento ese momento, recuperándose de una borrachera que había durado una semana entera.

—¡Ocúpate de tus asuntos! — replicó ásperamente desde una rápida mirada, al principio temerosa, que le dijo que la amenaza no era tal sino un delgado muchacho de cabeza de rizos negros no mucho mayor que ella. Maggy volvió a su actividad dándole la espalda y examinando la basura con absoluta concentración.

—¡Tienes un agujero en las bragas! ¡Te veo el trasero a través del orificio! — fue la agria respuesta.

El ataque a su pudor y a su dignidad fue demasiado. La mano de Maggy se cerró sobre el primer proyectil que encontró apropiado, un gran envase casi lleno de Coca Cola con la tapa todavía cerrada y con un grito de rabia se volvió y lo arrojó a su torturador. Dio de lleno en el blanco. El niño lanzó un grito cuando el envase le alcanzó la frente y se rompió empapando con el frío líquido.

Maggy, que se sintió vencedora pero que sabía cuándo estaba en dificultades, saltó al suelo y trató de escapar. El niño consiguió derribarla al arrojándosele a las piernas. Maggy se dio con el cemento y vio las estrellas. Pero en la necesidad había aprendido a cuidarse. Mordiendo, arañando y descargando puntapiés y gritando, consiguió revolverse y luchó como una pequeña tigresa. Él se impuso al fin. Sentado sobre ella y sujetando las manos contra el suelo, los cabellos negros húmedos aplastados contra el cráneo donde se había mojado, arañado y sangrando en la mejilla izquierda, de pronto sonrió.

—Peleas bastante bien para ser una niña.

—¡Vete a la mierda!

—Vives en Parkway Place, ¿verdad? Nosotros también, mi madre, mi hermano y yo. Te he visto por allí.

—No te importa dónde vivo.

—¿Tienes hambre?

—No, no tengo hambre. Rebuscaba en la basura solamente por esto.

—En casa tengo espaguetis y sé prepararlos. No hay nadie. Mi madre está trabajando. Es camarera, trabaja por la noche, y mi hermano ha salido por ahí. ¿Quieres comer?

Al oír la palabra espaguetis, el estómago de Maggy gruñó. No había comido desde la noche anterior y los espaguetis le encantaban.

—Tendría que llevarle algunos a mi padre.

—¿Qué dices?

—Mi padre. Está enfermo y tengo que cuidarlo.

—Es ese viejo borracho que se cae siempre por la escalera, ¿verdad? Una vez tuve que saltar por encima porque estaba durmiendo a la entrada de nuestro edificio.

—¡Mi padre no es un borracho!

Ella endureció el cuerpo y miró hostil al niño, dispuesta a pelear de nuevo. En un instante, todos los buenos sentimientos originados por la idea de los espaguetis se esfumaron.

—Mi madre también bebe, aunque no tanto como tu padre. Tengo muchos espaguetis, puedo hacer también para él. ¿Quieres o no?

—¡Si retiras lo que has dicho de mi padre!

—Está bien, lo retiro.

Maggy se relajó. Él se apartó de ella. La pequeña se incorporó y permaneció de pie mirando al niño mientras el gran cartel de neón los bañaba con sus oleadas rojas y amarillas. No sabía si permanecer allí o escapar.

—Entonces, ¿quieres comer espaguetis?

La atracción ejercida por los espaguetis fue demasiado intensa y no pudo resistirse.

—Sí — contestó.

—En ese caso, vamos.

El niño comenzó a caminar hacia el grupo de edificios que se levantaba al fondo de la calle. Miró a su alrededor para ver si lo seguía ella. Sí, allí estaba.

—¿Cómo te llamas? — preguntó él.

—Magdalena. ¿Y tú?

—Nick.

Nick. Desde aquella noche, la había cuidado siempre hasta que lo dejó para casarse con Lyle. Seguramente la odiaba. Si él le hubiese hecho lo mismo a ella, lo habría odiado.

Había vuelto. Sin que lo invitasen, apareció en el recuerdo de Maggy: sombrío, peligroso, sugerente, un poco endurecido. Era un extraño, aunque mantuviera una semejanza superficial con el niño a quien había amado ella. Aquel había desaparecido para siempre, exactamente como se había desvanecido Magdalena en las brumas del tiempo: había matices de aquel niño en el hombre, aspectos que evocaba, del mismo modo que había todavía en ella elementos de la pequeña Magdalena García. La memoria podía ser un factor peligroso. Más valía que no lo olvidase.