FUEGO E HIELO

DISCÍPULO: Tenemos muchas leyendas sobre la Gran Piedra, Lama… Desde los remotos tiempos druídicos, muchas naciones recuerdan esas leyendas de verdad sobre las energías naturales ocultas en ese extraño visitante a nuestro planeta.

LAMA: Lapis exilis… la piedra mencionada entre los viejos Meistersingers. El este y el oeste se entrelazan en muchos principios. Nosotros no necesitamos ir a los desiertos para oír cosas de la Piedra… Todo está indicado en el Ka–lacakra, pero sólo unos cuantos lo han comprendido.

Las enseñanzas del Ka–lacakra, el uso de la energía primaria, ha recibido el nombre de Enseñanza del Fuego. El pueblo hindú sabe que el gran Agni, una enseñanza ancestral, será la nueva enseñanza para la nueva era. Tenemos que pensar en el futuro.

NICHOLAS ROERICH,

Shambala

Algunos dicen que el mundo acabará por el fuego,

otros dicen que será por el hielo.

Por lo que he probado del deseo

me inclino por los que creen en el fuego.

Pero si tuviera que morir dos veces,

Conozco bastante el odio

para afirmar que ser destruido por el hielo

es también adecuado

y sería suficiente.

ROBERT FROST,

Fire and Ice

Todavía no era medianoche cuando llegamos, pero el aeropuerto Charles de Gaulle estaba casi desierto. Los cambistas habían cerrado los puestos y se habían ido a casa, y las escaleras mecánicas estaban paradas para la noche dentro de sus tubos de cristal transparente. Por fortuna, no habíamos quedado con Zoé hasta el día siguiente por la mañana.

Pero que aquí fuera medianoche quería decir que en el elegante ático de Jersey en Nueva York era antes de las seis de la tarde, bastante pronto en el horario del cóctel para que fuera capaz de concentrarse si la llamaba de inmediato. Se me ocurrió también que sería mejor telefonear desde una cabina en el aeropuerto que intentar hacerlo desde el hotel que Wolfgang hubiera reservado. Una semana atrás mi pensamiento principal había sido cuándo y dónde podríamos pasar otra larga y apasionada noche delante de la chimenea del castillo, pero ahora traté de borrar todo eso de mi mente.

Averigüé cómo usar la tarjeta telefónica en la cabina. Wolfgang esperaba el equipaje en las cintas de recogida internacional de al lado, donde lo veía a través de la pared de cristal. Tras unos cuantos timbrazos, Jersey descolgó. Su voz sonaba tan clara como si estuviera a sólo unos metros de distancia y sonaba sobria, lo que no era nada habitual.

Bon soir desde París, madre —la saludé con educación pero no demasiado afectuosa—. Laf insistió en que te llamara en cuanto llegara de Viena. Estoy en una cabina en medio de Charles de Gaulle, es algo más tarde de la medianoche y no estoy sola. Pero ya te habrás imaginado lo que me ha traído aquí, un pequeño asunto familiar que por lo visto olvidaste mencionarme a lo largo de estos veinticinco años. ¿Te gustaría ahorrarnos tiempo y esfuerzo y contarme lo que consideres necesario?

Jersey guardó silencio tanto rato que llegué a pensar que se le habría caído el auricular.

—¿Madre? —pregunté por fin.

—Ariel, cariño, no sabes cuánto lo siento —respondió en un tono de auténtica contrición, aunque por supuesto, no se me olvidaba que las divas son también actrices—. Verás, esperaba que si te mantenía al margen, quizá podrías disfrutar de una vida normal a pesar de todo.

Se rió y luego añadió con cierta amargura:

—Sea lo que sea eso.

—No quiero que me expliques los motivos de todo lo que has hecho o dejado de hacer todos estos años. Eso puede esperar —le aseguré.

«A mucho después —pensé—. De hecho, si tenía suerte podía llegar a ahorrarme el placer de oír esa confesión».

Así que sugerí:

—Lo que me gustaría son algunos hechos desnudos sin más. Un breve resumen, una pista aquí y allá de lo que pasa en tu familia, en nuestra familia. ¿Te parece que es pedir demasiado?

—No sé por qué esperaba que nunca llegaría este día —soltó Jersey, casi irritada—. Pero no me había imaginado que mi propia hija me tendería una emboscada a larga distancia antes de haber tenido tiempo de tomarme una bebida preparatoria. ¿Esperas que me disculpe por toda una vida en tres minutos?

—De acuerdo, tómate el tiempo que necesites —acepté—. Laf quería que hablara contigo antes, lo que nos deja toda la noche, porque no veré a mi queridísima abuelita hasta por la mañana.

—Muy bien. ¿Qué tipo de «hechos desnudos sin más» tienes en mente? —me preguntó con frialdad.

—Por ejemplo, por qué tu madre fue a Francia y te abandonó durante la guerra y por qué te casaste o viviste con no sólo uno, sino sus tres hermanos…

—Para eso necesito un trago —interrumpió Jersey con brusquedad y me dejó colgada de la línea a cinco mil kilómetros de distancia, pagando yo.

Cuando volvió un momento después, se oía el tintineo de los cubitos en el vaso como diminutos signos de puntuación mientras hablaba. Quizá fuera el alcohol, pero su voz adquirió un tono férreo, como si acabara de colocarse una armadura.

—¿Qué te han contado exactamente? —me preguntó Jersey.

—Demasiado para mi gusto, te lo aseguro —dije—. No hace falta que vayas con miramientos a estas alturas.

—Así ya sabes lo de Augustus —sugirió.

—¿Augustus? —me extrañé.

Aunque parecía evidente que debía de referirse a que el padre de Augustus era Dacian Bassarides, ¿no era yo quién debía hacer las preguntas? Tampoco estaba segura de que tuviera que soltar todo lo que sabía a una mujer, por muy madre mía que fuera, que me había mantenido en la ignorancia sobre sus ascendientes durante tanto tiempo. Al siguiente comentario inesperado de Jersey me alegré de haber tenido por una vez el sentido común de morderme la lengua.

—Me refiero a si Lafcadio te ha explicado por qué dejé a tu padre —prosiguió Jersey, todavía capaz de articular las palabras con cuidado a pesar de la bebida.

Bueno, pues aunque no tenía ni idea de hacia dónde se dirigía la cosa, en cambio estaba segura de una cuestión: fuera lo que fuese lo que se me venía encima, era fundamental que no metiera la pata.

—¿Por qué no me das tu versión? —sugerí. Era lo único que se me ocurrió para no responder ni sí ni no.

—Está claro que no lo sabes —adivinó Jersey—. Y para serte sincera, si lo tengo que decidir yo, no sé qué hacer. Sería mucho mejor no contarte nada. Pero si tenemos en cuenta que acabas de decir que has estado en Viena y ahora te encuentras en París, mantener más tiempo el secreto podría colocarte en un grave peligro…

—¡Ya estoy en grave peligro, madre! —estallé indignada. ¡Dios mío, me habría lanzado a su cuello!

Wolfgang me echó un vistazo con una ceja levantada a través de la pared de cristal de la cabina. Me encogí de hombros como si no pasara nada e intenté sonreír.

—Me doy cuenta de que tienes todo el derecho del mundo a saberlo —comentó Jersey.

Sin embargo volvió a sumirse en el silencio como si ordenara los pensamientos. Lo único que oía era el tintineo de los cubitos de hielo a miles de kilómetros. Había pensado que ya estaba preparada para lo que me echaran. Pero cuando por fin habló, como me pasaba siempre con la familia, deseé que no lo hubiera hecho.

—Ariel, tengo una hermana… —empezó y, al ver que yo no decía nada, prosiguió—: Sería más correcto decir que tenía una hermana. No estábamos nada unidas, no la había visto en años y ahora está muerta. Pero debido a una infidelidad imperdonable de tu padre, todos esos años…

Al llegar a este punto, se le ahogaron las palabras, ¡y no era de extrañar!

—Tú también tienes una hermana, de casi tu misma edad —finalizó.

No me lo podía creer. ¿Por qué nadie me lo había dicho? Todas esas generaciones de mentiras y engaños que emergían por la garganta operística de mi diva madre me ponían enferma, aunque la culpa no era sólo suya, desde luego. Augustus había encubierto también a la perfección el asunto.

Habría hecho bien en colgar y simular que se había cortado la línea. Pero presentía que ése era sólo el gancho de izquierda y que ahora se me acercaba con rapidez el directo a la mandíbula. Contuve la respiración y esperé. Sabía que la madre en cuestión, la «partenaire» en la infidelidad de mi padre, no podía haber sido su actual esposa, Grace. Habría sido demasiado joven hacía unos veintipocos años, cuando Jersey dejó a mi padre. Pero Jersey seguía hablando.

—Sé que tu padre y yo te lo tendríamos que haber contado hace tiempo…

Se detuvo como si tuviera que tragarse una gran cantidad de la bebida antes de proseguir. Miré en dirección a Wolfgang, cerca de la cinta transportadora, y di gracias a Dios de que el sistema de recogida de equipajes francés fuera uno de los más lentos de Europa, lo que me daría tiempo para llegar al fondo del asunto, aunque no sabía muy bien si quería hacerlo.

—Me preguntaste por qué mi madre me abandonó —explicó Jersey—. No fue exactamente así. Zoé fue a Francia a buscar a mi hermana Halle, a quien su padre había llevado a París. Eran tiempos de guerra y…

—¿Su padre? —la interrumpí—. ¿El padre de tu hermana no era el tuyo, el piloto irlandés?

No entiendo por qué me sorprendía tanto, dada la reputación de Zoé.

—Mi madre estuvo casada con otro hombre, o tal vez debería decir que tuvo un hijo con él, mi hermana. Como nuestros padres estaban en bandos opuestos durante la guerra, resulta comprensible que Halle y yo creciéramos separadas; llevamos vidas separadas. Pero cuando me dijiste que habías estado en Viena, pensé que tu tío Lafcadio te la habría presentado…

—¿A quién? —pregunté.

Noté un nudo en la boca del estómago. ¿Los padres de ambas hijas estaban en bandos opuestos durante la guerra? Pero si la hermana de Jersey estaba muerta, ¿qué mujer podría haberme presentado Laf en Viena? Entonces, Jersey me lanzó el directo que había estado esperando.

—Nunca perdonaré a tu padre Augustus, ni a mi hermana, por su traición —sentenció—. Pero la niña que tuvieron juntos, tu hermana, se ha convertido en una chica preciosa y de un talento excepcional. Durante los últimos diez años, Lafcadio ha sido su protector y una especie de Svengali. Por eso suponía que la habrías conocido: viajan juntos a todas partes.

Me puse el teléfono contra el pecho y empecé a respirar con dificultad al tiempo que deseaba que se me derrumbara el aeropuerto encima o algo por el estilo. No me podía creer lo que estaba pasando. Despacio, me volví a llevar el aparato al oído, justo a tiempo de oír cómo Jersey decía:

—El nombre de tu hermana es Bettina von Hauser.

Laf había dicho: «Espero que os llevéis como hermanas», cuando Bettina Brunhilde «Bambi» von Hauser y yo nos conocimos, ¿no? Después, esa misma noche, cuando vino a mi habitación en el hotel, Bambi habló del «peligroso interés» de su hermano Wolfgang por mí, aunque si no recordaba mal dijo que nos podía poner en peligro a todos. ¡Dios mío! ¿Significaba eso que Wolfgang era también mi hermano?

Por fortuna, no. La madre de Wolfgang, Halle, se casó con un austríaco que murió poco después de que Wolfgang naciera, pero felizmente antes de que ella intimara con mi padre, Augustus. Pero eso no simplificaba la complejidad de la familia.

Cuando por fin colgué el teléfono, unos veinte minutos más tarde, sabía muchas más cosas sobre asuntos familiares. A mi muy trillada frase «en mi familia las relaciones son bastante complicadas» se le podría añadir con toda tranquilidad la coletilla «y no lo sabía ella bien». Pero esta vez, cuando el caldo hervía, gracias a aplicarle un poco de calor a Jersey, flotaba algo más que aire caliente en la superficie.

Según Jersey, su madre Zoé Behn, la menor de los hijos y única chica de Hieronymus y Hermione, se marchó con Pandora y, a los quince años, se había convertido en una excelente bailarina. Al igual que Isadora Duncan, una generación mayor que ella, que fue su amiga, tutora y protectora, Zoé creó pronto su estilo personal de actuación. Cuando se produjo la trágica muerte de Isadora en 1927, Zoé sólo contaba veinte años y ya era una estrella del Folies Bergére, la Opera Comique y muchos otros locales. Fue el año en que conoció a Hillmann von Hauser.

Hillmann von Hauser rondaba los cuarenta y era rico, poderoso, caballero de la Orden Teutónica, miembro de varios grupos nacionalistas alemanes clandestinos como la Thulegesellsckaft y la Armanenschaft y ya en 1927 proporcionaba un importante apoyo financiero al Partido Nacionalsocialista de Adolf Hitler. Era rubio como Zoé, atractivo, corpulento y llevaba diez años casado con una mujer que pertenecía a una familia tan noble y respetada como la suya propia en Alemania; un matrimonio que tendría más adelante un hijo.

La joven Zoé era una exhibicionista casquivana. Durante cinco años había bailado desnuda en escena ante el público, como se narraba en su autobiografía, el escandaloso espectáculo de unos años veinte ya de por sí desenfrenados. Por lo visto, Zoé se mostró muy satisfecha al demostrar de forma empírica que la esterilidad del matrimonio de Ritter von Hauser no se debía al marido. Zoé dio a luz a la hermana mayor de mi madre, Halle von Hauser, en 1928.

En la década que siguió a la Primera Guerra Mundial, Hillmann von Hauser y los de su clase fueron objeto de algunas de las expoliaciones que sufrieron la mayoría de alemanes. Pero un grupo que capeó muy bien la tormenta del período de entreguerras estaba formado por vanos industriales y productores de armas como los Krupp, los Thyssen y, por supuesto, el propio Ritter von Hauser. La hija de Zoé, Halle, fue adoptada en Alemania por su padre y su esposa legítima, y enviada a estudiar a las escuelas más elitistas de Francia. Por lo que Jersey sabía, su madre Zoé partió pronto hacia la isla de Jersey donde conoció y se casó impulsivamente con un joven ganadero de ovejas dedicado a la producción de lana irlandesa, y ambos permanecieron ahí con su hija Jersey hasta que, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, él se convirtió en un piloto heroico y Zoé regresó a Francia.

A pesar de que esta época «pastoral» del pasado de Zoé no cuadraba demasiado bien con su leyenda, alimentada por ella misma, sí que coincidía con algo de cariz histórico que me dio escalofríos. Recordaba lo que sucedió en 1940, la misma semana que Jersey me comentó que Zoé había partido de forma inesperada hacia Francia: era la semana de la ocupación alemana. No sólo Ritter von Hauser estaba en París, como Jersey afirmó, con su hija de doce años Halle, sino que también estaba presente un conocido de Zoé.

Me acordaba también de la tarde que pasé con Laf en la piscina caliente en Sun Valley, cuando me contó que Zoé no había sido nunca «la reina de la noche como le gustaba describirse», que todo había sido un programa de propaganda diseñado por «el vendedor más inteligente de nuestro siglo», el compatriota austríaco de Zoé, Adolf Hitler, que había acudido a París esa misma semana para que le sacaran una foto delante de la torre Eiffel sonriendo como un turista, como el conquistador largo tiempo esperado de los descendientes de esos francos salios borgoñones del Nibelungenlied.

Tanto si la abuela Zoé resultaba ser una mujer de vida alegre o una simple bailarina, si había trabajado para la OSS o la Resistencia francesa durante la guerra como aseguraba Wolfgang, o si como aseguraba Laf había sido una colaboradora nazi, al día siguiente yo tendría oportunidad de valorar en persona a la Zoé Behn de carne y hueso por primera vez.

Dado el entorno de secretismo, por no decir traición, en que operaba mi familia, quizá Wolfgang no supiera que nuestras dos madres, Jersey y Halle, eran hermanastras. También era posible que ignorara que la rubia explosiva de ochenta y tres años que había encontrado tan encantadora era en realidad su abuela. Al fin y al cabo, yo no lo había descubierto hasta esa misma noche.

Pero una de las cosas que Jersey me explicó ponía de manifiesto que Wolfgang había mentido al menos en una cuestión. Estaba relacionado con la semana del entierro de Sam. Y confería mayor fuerza a los malos augurios del último mensaje de mi primo.

Antes del funeral, al igual que Augustus y Grace, Jersey había hablado con el albacea sobre la lectura del testamento; pero a diferencia de mi padre y su mujer, Jersey tenía buenos motivos para hacerlo. Conocía al señor Leo Abrahams, que había sido el abogado y albacea testamentario de tío Earnest cuando Jersey enviudó de él. Teniendo en cuenta que Sam había fallecido también, era comprensible que Jersey quisiera saber cómo iba a recibir en el futuro los pagos del patrimonio que su hijastro había administrado durante los últimos siete años. Pero eso no era todo.

Cuando Jersey descubrió que probablemente yo iba a ser la principal beneficiaria de Sam, quiso averiguar si yo comprendía lo que esa responsabilidad conllevaba, por una razón excelente. Tenía algo más que sospechas bien fundadas de lo que Sam había heredado de su padre. Tal vez mi madre no estaba tan borracha como parecía ese día en el cementerio. Visto en perspectiva, su sorprendente comportamiento nos había concedido un respiro de la compañía de Augustus y Grace y nos permitió comer a solas. Pero cuando Jersey se percató de que yo no sabía nada de nada, decidió que en cuanto el resto de la familia se fuera de la ciudad, me cogería por banda y me pondría al corriente de todo.

Jersey había llevado algo suyo al entierro y aunque no podía contarme mucho ahora, lo poco que me comunicó fue suficiente. Tenía la intención de dármelo después de nuestra charla, pero desaparecí. De modo que tras pensárselo mucho, preparó un paquete envuelto en papel marrón y me lo mandó por correo con una nota en el interior del papel. Por desgracia, tiré el envoltorio sin verlo. Pero la breve descripción de Jersey, lo más precisa que podía permitirse en nuestra conferencia transatlántica, bastó para convencerme de que se trataba del manuscrito rúnico que yo había escondido en los manuales de la Normativa del Departamento de Defensa en el complejo nuclear, justo antes de recibir esos manuscritos más mortíferos de Sam, que ahora se ocultaban en la Biblioteca Nacional de Austria, en Viena. De modo que el documento de Jersey era el manuscrito rúnico que Wolfgang afirmaba haber recibido de manos de Zoé y haberme enviado él mismo, un manuscrito que después Laf me había asegurado que ni Wolfgang ni Zoé podían haber poseído.

Mi madre y yo acordamos que, por prudencia, comentaríamos el resto a mi regreso. Cuando colgué el teléfono, Wolfgang esperaba fuera de la cabina con las maletas y nos dirigimos juntos hacia la parada de taxis del aeropuerto. Mientras nos adentrábamos en la noche aterciopelada parisiense, me di cuenta de que, como Laf me había advertido repetidamente, podía estar metiéndome en la jaula del león sin el látigo.

De hecho, como ahora consideraba con tristeza, era muy posible que Wolfgang no hubiera visto jamás el manuscrito rúnico hasta esa noche que pasó en mi habitación en Idaho, tras el alud, mientras yo estaba sedada y fuera de combate. Y si eso era cierto, comprendí con un escalofrío terrible lo que significaría: que el hombre que viajaba a mi lado en el taxi, en una autopista francesa en plena noche, me había engañado en todo lo que me había dicho o hecho desde el mismo momento en que nos conocimos.

El coche se detuvo en una callejuela de la orilla izquierda, delante del Reíais Christine; Wolfgang bajó, pagó al conductor y tocó el timbre en la entrada.

—Nuestro avión llegó bastante tarde —explicó Wolfgang al recepcionista en un francés impecable—. Todavía no hemos cenado. ¿Podría darnos la llave de la habitación y guardarnos el equipaje mientras vamos a tomar algo?

El hombre aceptó, Wolfgang le ofreció una buena propina por la llave de la habitación y bajamos una manzana hasta donde había aún luces encendidas en un restaurante elegante y acogedor con numerosas mesas llenas de lo que parecían ser personas que cenaban después de una velada en el teatro.

Nos trajeron las coqmiles con un surtido exquisito de marisco sazonado con especias mediterráneas. Una buena comida y un vino con cuerpo tenían alguna característica especial que siempre lograba relajarme y apaciguarme, y reducir mi instinto de supervivencia cuando más agudizado lo necesitaba.

—Menuda conversación tan larga con Estados Unidos —comentó Wolfgang al llegar después la ensalada verde—. ¿Hablas muy a menudo con tu madre?

—Por lo menos una vez cada pocos años, sin falta, llueva o truene —le dije.

—¿Guarda quizá relación esta llamada con la que hiciste antes a tu tío? —sugirió—. Has estado muy callada desde que salimos de Viena y eso no es normal en ti.

—Suelo hablar más de la cuenta —corroboré—. Pero respecto a mi familia, me suelo mostrar reticente. Claro que, ahora que resulta que tú y yo somos parientes, supongo que apenas hay nada que no podamos comentarnos. Es decir, si ambos decidiéramos decir la verdad, para variar.

—Ah —dijo Wolfgang con calma, mirando el plato.

Cogió un panecillo crujiente, lo partió por la mitad y se dedicó a observarlo como si esperara que contuviera la clave de algún misterio. Por fin, me miró con esos increíbles ojos turquesa que siempre me hacían temblar las rodillas. Pero esta vez sabía que debía concentrarme en la mente y no en la materia.

—Te toca —le indiqué—. Pero te advierto que se acabó el juego.

—Está claro que te han dicho algo que me ha hecho quedar en mal lugar —dijo Wolfgang con calma—. Pero antes de que trate de darte mi versión de la historia, me gustaría preguntarte qué sabes exactamente.

—¿Por qué es eso lo primero que me pregunta todo el mundo? —exclamé, mientras clavaba el tenedor en la ensalada unas cuantas veces. Después dejé el tenedor, lo miré a los ojos y afirmé—: Creo que aunque conocieras a Zoé Behn el año pasado, sabías que era tu abuela, lo que convierte a sus hijas, tu madre y la mía, en hermanastras. Y sé que ni tú ni Zoé me remitisteis ese manuscrito rúnico. Mi madre acaba de informarme de que me lo envió ella. Me ha escondido la verdad mucho tiempo pero no es una mentirosa. Ojalá pudiera decir lo mismo de ti. Lo único que tengo que agradecerte es que me salvaras la vida en un alud. En lo demás, tal como lo veo, me has engañado desde el momento en que nos encontramos en la cima de esa montaña y te exijo que me digas por qué, esta noche.

Wolfgang me observaba con asombro. Admito que unos cuantos camareros y otros comensales habían dirigido la vista en nuestra dirección a pesar de que había conseguido controlar bastante bien el tono de voz. Entonces, cuando menos me lo esperaba, Wolfgang sonrió.

—¿Lo único? —mencionó, con una ceja arqueada, prescindiendo del resto de mi discurso—. Yo en cambio tengo muchas cosas que agradecerte. La primera, que nunca me había enamorado. La segunda, algo que no me esperaba, que sería de una fierecilla como tú. De modo que tengo que darte las gracias por, ¿cómo lo diría un americano?, por «abrirme los ojos a la realidad».

Dejó la servilleta en la mesa y pidió la cuenta. Pero yo estaba fuera de mí y no iba a dejar que me diera largas otra vez, aunque fuera con ese mordaz retrato, por muy exacto que fuera. Indiqué al camarero que se alejara y tomé la copa de vino para darle mayor énfasis.

—Todavía no he terminado —solté con firmeza.

—Ya lo creo que sí —me aseguró en el mismo tono de voz—. ¿No se te ha ocurrido pensar que si no te comenté antes nuestro parentesco es porque todo el mundo me advirtió de la hostilidad que sientes hacia la familia Behn? ¿De que te has mantenido distante de todos excepto de tu primo Sam desde que eras una niña? ¿No ves que sabía de antemano cuál sería tu reacción si llegaba sin avisar, justo tras la muerte de ese primo, y te decía: «Hola, soy yo, tu primo Wolfgang, del que no habías oído hablar en tu vida; he venido para conducirte al seno de tu peligrosa familia a la que llevas tanto tiempo evitando»? Y en cuanto al manuscrito rúnico sobre el que afirmas que te mentí, Zoé sabía que tu madre te lo había mandado porque habían comentado el asunto. Pregúntaselo mañana, si no me crees. Lo siento, pero cuando te dije que te lo había enviado yo, fue lo único que se me ocurrió para ganarme deprisa tu confianza…

—¿Por qué no se te ocurre ninguna otra forma de «ganarte mi confianza» que no sea mentirme? —interrumpí la confesión demasiado tardía de Wolfgang.

Pero en el fondo debía admitir que mucho de lo que había dicho era cierto. Encontré a Wolfgang muy atractivo y apetecible la primera vez que puse los ojos en él, pero había dedicado mucho tiempo y esfuerzos a evitar la proximidad a toda costa, y por una razón que no podía revelarle, ni entonces ni en ese momento: que Sam seguía con vida y en peligro desde todos los lados salvo el mío, y que no me podía permitir confiar en nadie en absoluto.

Sin embargo, no se me escapó que había un diente que no encajaba en el engranaje que Wolfgang había montado.

—Aunque todo lo que dices fuera cierto —añadí—, eso no explica por qué me mentiste sobre el Tanque.

—¿El… tanque? —pregunto Wolfgang, confundido.

—Mi jefe, Pastor Owen Dart —expliqué—. ¿Por qué tenía tantas ganas de enviarme a esa misión en Rusia y nos siguió después hasta Viena? ¿Por qué merodeaba esa noche en el viñedo junto a tu casa? ¿De qué hablasteis, que no podíais comentarlo delante de mí?

No sé si fueron imaginaciones mías pero diría que Wolfgang palideció. Iba a hablar pero se detuvo. Esperé que no intentara convencerme de que el hombre del viñedo era el padre Virgilio, pero eso me sugirió una pregunta más.

—¿Quién es Virgilio Santorini? —pregunté—. Tío Laf lo conoce y afirma que es un hombre peligroso. ¿Por qué concertaste esa cita con él en la biblioteca de Melk?

—No es el momento ni el lugar que habría elegido para esta conversación, pero por lo menos no nos oye nadie —suspiró Wolfgang contrariado—. Y ahora ya casi se ha acabado todo, así que puedo contarte todo lo que quieras, si con eso consigo que por fin confíes en mí. La vida es muy compleja, Ariel, y la gente lo suele ser tanto que se escapa a nuestra comprensión…

—Por el amor de Dios, Wolfgang, son casi las dos de la madrugada. Vayamos al grano, ¿quieres? ¿Quién es Virgilio y por qué nos siguió Pastor Dart a Viena?

—Muy bien —suspiró Wolfgang, mirándome directamente a los ojos con una expresión de «tú lo has querido»—. Virgilio Santorini es un experto en textos medievales que se licenció en la Sorbona y en la Universidad de Viena. Es cierto que es sacerdote, pero no bibliotecario en la abadía de Melk. Sin embargo, goza de acceso total a sus archivos desde que su familia en Trieste donó una gran parte de su colección de libros únicos. Están pagando muchas de las restauraciones que se llevan a cabo en estos momentos en la abadía.

Nada de eso era sorprendente. Pero pronto agradecí el ruido de fondo de los platos que manejaban los camareros y algunas risas y bromas jocosas en francés procedentes de una mesa cercana porque no estaba demasiado preparada para lo que seguía.

—La familia de Virgilio Santorini figura entre los trancantes de armas más importantes de Europa del Este, en concreto en Yugoslavia y Hungría, donde han acumulado su fortuna durante generaciones —prosiguió—. Cuando mencionó que era peligroso, tu tío debía de referirse a que se afirma que la familia de Virgilio está relacionada con un grupo mafioso llamado Estrella, un consorcio que, según se cree, trafica con materiales nucleares de uso militar. Ya lo ves, como te dije antes, las personas y las situaciones son a veces más complejas de lo que se puede explicar en una simple conversación durante la cena.

De acuerdo, estaba sorprendida por esta revelación sobre el padre Virgilio, que parecía un erudito medievalista encantador, si bien algo torpe. Pero antes de seguir con el tema, procuré concentrar la atención el tiempo suficiente para oír el resto de la respuesta a mi pregunta.

—La función de Pastor Dart es aún más compleja —contó Wolfgang—. Se precisa algo más de información previa. Al llegar a Idaho, me preocupó averiguar que tu compañero de trabajo Oliver Maxfield era también tu casero, de modo que gozaba de una situación privilegiada para pincharte el teléfono y espiarte prácticamente veinticuatro horas al día. ¿Cómo podía asegurarme de que no fuera agente de nadie? Por ese motivo, en cuanto regresaste del funeral, pedí a Pastor Dart que enviara a Maxfield a interceptarte en la oficina de correos, donde yo mismo me dirigí en coche. De tu comportamiento se desprendía que Maxfield, que había llegado antes que tú, había hecho algo para levantar tus sospechas. Cuando recogiste el paquete, vi que te alejabas de Maxfield y salías a toda velocidad de la ciudad. Por eso te seguí hasta Jackson Hole.

»Sabía que tu madre te había enviado un manuscrito rúnico, pero por tu actitud de miedo y sospecha desde que nos encontramos en la montaña, resultaba evidente que a tu entender el documento que obraba en tu poder era la herencia de tu primo. Tuve la oportunidad de verificar que se trataba de las runas de tu madre más tarde esa misma noche, mientras dormías. Deduje que ése era el único documento que habías recibido hasta entonces, lo que significaba que no tenías aún la herencia de tu primo y que la seguías esperando. Eso era muy peligroso si mis sospechas de que Maxfield intentaba conseguir los documentos eran ciertas.

»Aunque nuestro viaje a Rusia estaba planeado, Pastor Dart y yo decidimos adelantar la fecha de salida para alejarte de la vigilancia constante de Maxfield. Dart iba a quedarse en Idaho para interceptar el segundo paquete cuando llegara y asegurarse así de que no caía en malas manos. Pero tras todos esos planes preparados con tanto cuidado, llegaste tarde al vuelo de enlace hacia Salt Lake. Me quedé estupefacto cuando te vi. Por el aspecto de tu bolso (tres veces más pesado que el día anterior) y también porque mencionaste que habías hecho “un recado” entre la oficina y el aeropuerto, estaba seguro de que habías ido de nuevo a la oficina de correos y que, esa vez, habías recogido los documentos.

»¿Qué podía hacer sino llamar desde el aeropuerto de Salt Lake mientras tú estabas en los servicios, para que Pastor Dart sacara un billete de inmediato en el siguiente avión con dirección a Viena? Le di instrucciones para que nos viéramos en mi casa, en Krems, donde supuse que estaríamos a salvo de oídos indiscretos. Esperaba encontrar un modo de conseguir que dejaras los manuscritos en Austria, en lugar de correr el riesgo de llevarlos a Rusia, donde sin duda los habrían confiscado. Contacté con Dacian Bassarides y le pedí que viajara desde Francia y que se reuniera con nosotros en el restaurante de Viena. Le insinué que habías recibido la herencia y que necesitabas que te aconsejaran qué debías hacer con ella. En el restaurante, no había previsto que querría que me marchara y os dejara a solas. Pero por lo menos Virgilio permanecía atento para que Dacian no se te llevara y evitara que os reunierais conmigo en la esquina donde habíamos quedado…

Wolfgang se detuvo por primera vez y sacudió la cabeza, para añadir después:

—No sabes lo desesperado que he estado estas dos últimas semanas tratando de defenderte de ti misma. «¿De mí misma?», casi grité.

Miles de gongs sonaban en mi cerebro. Me esforcé en razonar. Veamos si lo había entendido: ese individuo acababa de confesar que desde que nos conocimos había estado adornando la verdad con bordados hasta que su versión pareció un tapiz de los Gobelinos; que me había hecho vigilar toda una tarde por un sacerdote sospechoso de traficar con armas y de tener contactos con la mafia, y que había conseguido que mi propio abuelo me convenciera de abandonar mi herencia en una biblioteca pública. ¿Me había dejado algo?

Pues la verdad es que sí: había un pequeño detalle más.

—¿Por qué tú, Pastor Dart y todos los demás queréis esos manuscritos, Wolfgang? —pregunté—. Sé que son valiosos pero ¿qué es tan importante para que el Tanque viaje a través de medio mundo para verte unos minutos por la noche en ese viñedo? ¿De qué teníais que hablar que sólo podíais comentar ahí y entonces?

Wolfgang me miró como si la respuesta fuera tan obvia que la pregunta resultara ridícula. Por segunda vez, pidió la cuenta al camarero.

—Respecto al contenido, sólo sé parte, no todo, y aun eso es difícil de explicar —dijo—. Pero en lo que se refiere a Pastor Dart, tenía que decirle dónde estaban escondidos los manuscritos en cuanto yo lo supiera, y por descontado, antes de que nos marcháramos hacia Rusia. ¿Cómo si no iba Dart a recuperarlos de la Biblioteca Nacional de Austria antes que nadie?

La palabra que me vino a la cabeza fue el famoso oy de Oliver. Por lo visto, Virgilio nos había seguido desde el Café Central y cuando Wolfgang entregó esas tarjetas por la puerta de nuestra sala en la Biblioteca Nacional de Austria, copió uno a uno todos los títulos. Para eso, no conseguí encontrar ninguna palabra.

Mientras regresábamos por la callejuela, bastante cerca del río como para oler el aire húmedo de la noche, tenía ganas de llorar.

Wolfgang me había cogido la mano como si no hubiera pasado nada y me la estrujaba.

—Vamos a pasear junto al río un rato, ¿te parece? —sugirió.

Al final de la calle vi las luces brillantes de la íle de la Cité, que parecía encontrarse bajo el agua.

«¿Qué demonios? —pensé desesperada—. Siempre puedo lanzarme al agua, o incluso echarlo a él también, sí no empieza a darme pronto respuestas como Dios manda».

No era ni mucho menos la idea que tenía de un fin de semana con Wolfgang en París. En ese momento sentía deseos de matarlo. Al no seguir el consejo de Laf acerca de «resistirte a los hombres hasta que sepas exactamente en qué tipo de situación te has metido», había destruido todo aquello por lo que Sam había arriesgado la vida.

Bueno, ahora ya sabía en qué tipo de situación me había metido, aunque no tenía ni idea de qué tenía que hacer. Tenía ganas de gritar como una loca. ¡Seguía sin saber nada de esos dichosos manuscritos! Con sólo pensar lo que me habían costado se me revolvían las tripas. Pero la noche no se había acabado, y me prometí que obtendría algunas repuestas directas antes de que se terminara.

Caminamos por el muelle hasta donde se veía, al otro lado del agua, la fachada iluminada de Nótre Dame, que sobresalía por detrás de su famosa pared de hiedra parcialmente sumergida en el río.

—Dices que si te miento te sientes desdichada. Pero si te cuento la verdad, también lo eres. Te quiero, ¿qué puedo decir o hacer para que estés contenta? —dijo Wolfgang, mientras me volvía la cara hacia él.

—Wolfgang, me acabas de explicar que tú, un mafioso y mi jefe Pastor Dart me habéis manipulado y traicionado, que has traicionado todo aquello por lo que luchó Sam, lo que puede que le costara la vida, ¿y esperas que esté contenta? —solté—. Estaría contenta si por una vez me dijeras la verdad por adelantado para variar, en lugar de obligarme a que te sonsaque o de tenerme en la ignorancia «por mi propio bien». Quiero que me digas ahora lo que sabes de los manuscritos de Pandora, qué relación guardan con Rusia, Asia central y las investigaciones nucleares, como sin duda la hay, y qué función desempeñáis tú y los demás en todo lo anterior.

—No has entendido nada de lo que te acabo de decir —comentó Wolfgang, contrariado—. En primer lugar, no he dicho que Virgilio fuera un mañoso, sino que procedía de una familia de traficantes de armas, lo que es distinto. Mencioné que tu tío podía haber oído hablar de contactos con la mafia: la gente como Virgilio tiene que mantener muchas veces esas relaciones para protegerse. También en mi campo, si tratáramos a todos los traficantes de armas como enemigos, toda la actividad se produciría bajo mano y perderíamos el posible control sobre el contrabando, nos cerraríamos todas las puertas.

»Cuando hablas de traición —añadió—, prescindes de una cuestión. Existe un grupo que, por lo que sé, había investigado a Samuel Behn durante muchos años, desde la muerte de su padre Earnest. Lo habían contratado a veces para ganarse su confianza. Pero al final, creo que fueron ellos quienes lo mataron.

»Esa gente afirmaba que trabajaba para el Gobierno de Estados Unidos pero de hecho se trataba de una multinacional, controlada por un hombre con un largo expediente; un hombre llamado Theron Vane. Durante el tiempo que pasé fuera esa semana antes de ir a Sun Valley a buscarte, averigüé unos cuantos datos sobre ese hombre. El primero, que estaba en San Francisco la semana en que murió tu primo Sam. Trabajaban juntos en una misión. La segunda, que Vane se escondió de inmediato tras la muerte de Sam y no ha vuelto a aparecer. La tercera, y tienes que creerme, es que Oliver Maxfield ha sido desde que lo conoces un esbirro de Theron Vane. Maxfield fue a Idaho, consiguió ese trabajo, y entabló amistad contigo por una sola razón: porque eras la única forma que se les ocurrió de cruzar las defensas de tu primo Sam.

Me quedé de piedra. Sam me había contado que había trabajado con Theron Vane durante diez años. Ese hombre lo debió de contratar al acabar la universidad, igual que el Tanque había hecho conmigo. Sabía también que Theron Vane estaba con Sam cuando «murió» porque, según Sam, lo habían matado en su lugar. Y en ese mensaje enigmático que Olivier había dado a Laf, admitía que trabajaba para Theron Vane.

Visto con calma, era extraño que el currículum de Oliver se ajustara tan bien al mío desde el primer día, hacía cinco años, en que nos habían asignado la dirección conjunta del mismo proyecto. Sin olvidar cómo me había conquistado para que le alquilara el piso del sótano por un precio muy barato, las comidas originales, el ofrecimiento de cuidar a mi gato y eso del extraño sueño en que yo como la Virgen María vencía al profeta mormón Moroni jugando a la máquina del millón.

Todo lo que había afirmado Wolfgang, tomado desde una perspectiva algo distinta, encajaba a la perfección. Theron Vane podía haber engañado a Sam sobre el estamento para quien trabajaba. Alguien podía haber querido terminar con Theron Vane y no con Sam. Y Wolfgang y el Tanque podían haber intentado ofrecer mayor protección a los documentos de la que Sam y yo habíamos sido capaces con nuestros torpes intentos.

Estaba hecha un lío: tenía aún millones de preguntas sin respuesta. Pero Wolfgang me estrechó entre sus brazos, ahí, junto al río, y me besó con cariño los cabellos. Luego, me separó un poco y me observó con una expresión seria.

—Te contestaré a todo lo que me has preguntado, es decir, si sé la respuesta —anunció—. Pero son más de las dos de la madrugada y, aunque no hemos quedado con Zoé hasta las once, confieso que me gustaría pasar por lo menos parte de la noche compensándote por toda la tristeza que te he causado.

Sonrió de forma irónica y añadió:

—¡Por no decir nada de lo que me ha costado a mí pasar todas las noches a solas en esos barracones rusos!

Avanzamos por el muelle, donde las luces iluminaban desde abajo las hojas nuevas que cubrían los castaños y les conferían el aspecto de velos vaporosos de orugas. El aire estaba cargado con la humedad de la primavera. Notaba que me ahogaba y sabía que tenía que soltarlo.

—¿Por qué no empiezas por Rusia? —sugerí.

—Antes que nada —empezó Wolfgang, mientras me volvía a coger la mano—, quizá te resultara extraño que durante toda nuestra estancia en la Unión Soviética, a pesar de nuestros extensos comentarios sobre la seguridad y la limpieza de los residuos nucleares, no se mencionara en ningún momento el «accidente» de Kyshtym.

En el desastre de Kyshtym de 1957, un vertedero de residuos nucleares había alcanzado la masa crítica, como un reactor sin barras de control, y expulsó residuos en una área de seiscientos kilómetros cuadrados, más o menos, lo que ocuparía Manhattan, Jersey City, Brooklyn, Yonkers, Bronx y Queens, con una población de unas ciento cincuenta mil personas.

Los soviéticos habían encubierto este «error» durante casi veinte años, a pesar de que tuvieron que evacuar a la población de la región, cambiar el curso de un río para rodearla y cerrar todas las carreteras. El asunto no salió a la luz hasta que un científico soviético expatriado en la década de los setenta hizo sonar el silbato. Pero con el nuevo ambiente actual de glasnost en cooperación nuclear, cabía preguntarse por qué, cuando querían empezar de cero en todo lo demás, Kyshtym ni siquiera asomó en nuestra semana de diálogos intensivos. De repente comprendí que Wolfgang estaba hablando de un asunto importante.

—¿Crees que el «accidente» de Kyshtym no fue tal accidente? —pregunté.

Wolfgang se detuvo y me sonrió en la casi surrealista luz de la noche de la primavera parisiense.

—Excelente —dijo mientras asentía con la cabeza—. Pero es posible que ni siquiera aquellos que pusieron al descubierto el percance sospecharan la terrible realidad. Kyshtym se encuentra en los Urales, cerca de Yekaterinburg y de Cheliabinsk, dos lugares que en la actualidad siguen dedicados activamente al diseño y montaje de cabezas nucleares, y donde tú y yo, por supuesto, no fuimos invitados por motivos de seguridad. ¿Pero qué pasaría si Kyshtym no hubiera sido un vertedero de residuos de esos dos emplazamientos? ¿Qué sucedería si no se hubiera llegado a la masa crítica por accidente como todo el mundo cree? ¿Y si en cambio el incidente fuera el resultado de un experimento controlado que había concluido de forma muy distinta a la planeada?

—No es posible que te imagines que ni en los días de mayor represión los soviéticos habrían realizado una prueba nuclear en una zona poblada —objeté—. ¡Habrían estado locos de remate! No me refiero a una prueba de armas nucleares —sentenció Wolfgang de forma enigmática, con la mirada fija al otro lado del río. Alargó un brazo hacia las negras aguas del Sena—. Hace más de cien años, el joven Nikola Tesla solía venir a nadar a este lugar del río. Había venido a París desde Croacia en 1882 para trabajar para la Continental Edison; luego partió hacia Nueva York para trabajar para el mismo Edison, con quien pronto tuvo un enfrentamiento atroz.

»Sin duda sabrás que Tesla poseía la patente original de muchos inventos, cuyo mérito y beneficios más adelante se adjudicaron otros —añadió Wolfgang, mientras caminábamos—. Fue el primero en concebir, diseñar y muchas veces construir inventos como la radio sin hilos, la turbina sin palas, el amplificador telefónico, el cable transatlántico, el mando a distancia y las técnicas de energía solar, por mencionar sólo algunos. Hay quien sostiene que también inventó artefactos “antigravedad” que poseían las propiedades superconductoras conocidas actualmente, así como un muy controvertido “rayo de la muerte” que podía barrer aviones del cielo mediante ondas sonoras. Y se afirma que en sus famosos experimentos secretos de Colorado Springs, en 1899, era capaz de cambiar las pautas climáticas.

—Conozco la historia —aseguré a Wolfgang con sequedad. Era el debate eterno entre ingenieros «prácticos», que atribuían a Tesla la invención de las técnicas de cualquier cosa, desde resucitar a los muertos hasta caminar sobre el agua, y los físicos «conceptuales», que señalaban que el autodidacta Tesla había rechazado las teorías modernas, desde la relatividad a la física cuántica. La canción de siempre sobre la dicotomía espíritu–materia.

—Pero Tesla murió antes de que se inventara la bomba atómica. Y se negaba a creer que, aun en el caso de conseguir la división del átomo, la energía liberada pudiera llegar a controlarse —señalé, y pregunté incrédula—: ¿Cómo puedes pensar, pues, que el terrible desastre de Kyshtym de la década de los cincuenta fuera algún tipo de versión chapucera del experimento Tesla?

—No soy el único que lo cree —insistió Wolfgang—. Tesla estableció una nueva ciencia llamada telegeodinámica, cuyo objetivo consistía en desarrollar una fuente de energía ilimitada a través del dominio de las fuerzas naturales latentes en el interior de la Tierra. Creía que podría enviar información subterránea por todo el globo. Solicitó muy pocas patentes en este campo concreto, a diferencia del resto de sus descubrimientos, y sólo reveló descripciones muy vagas sobre cómo funcionarían dichos inventos. No obstante, experimentó de forma exhaustiva con los armónicos e inventó osciladores tan pequeños que cabían en el bolsillo, pero cuyas vibraciones, al aplicarlas a una estructura como el puente de Brooklyn o el Empire State Building, provocaban que oscilaran y se hicieran añicos en cuestión de minutos.

—Aclaremos las cosas —comenté—. ¿Estás diciendo que en 1957 los soviéticos habrían intentado una reacción en cadena controlada invocando de algún modo esta fuerza tipo Tesla, y que la cosa se les fue de las manos? Pero si Tesla no escribió nada sobre ello, ¿cómo sabían lo que tenían que hacer?

—Que no lo publicara no implica que no lo escribiera —aclaró Wolfgang—. De hecho, es posible que esas especificaciones se encontraran entre sus documentos, muchos de los cuales desaparecieron de forma misteriosa cuando murió en Nueva York a la edad de ochenta y siete años, curiosamente en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, una vez iniciada la carrera para conseguir un nuevo tipo de arma. El caso es que justo después Hitler anunció a sus confidentes que los científicos estaban a punto de desarrollar una fabulosa «superarma» que en poco tiempo pondría fin a la guerra a favor de Alemania.

Tenía el cerebro inundado de pensamientos deshilvanados: Nikola Tesla de Yugoslavia, Virgilio de Trieste, Volga Dragonoff, que recibió ese nombre de Pandora debido a las «fuerzas del dragón» de la tierra y que procedía del Cáucaso.

—¿Qué relación guarda eso con los manuscritos de Pandora? —quise saber, dudando de si estaría preparada para la respuesta.

Pero Wolfgang se había detenido en seco en el camino para observar a través de la niebla que se elevaba en el campo de Marte hacia donde la torre Eiffel se mostraba como una aparición frente a nosotros. A ambos lados, se leía un mensaje en letras de neón: Deux Cents Ans («doscientos años»).

¡Dios mío! Miré enseguida a Wolfgang, que se había echado a reír.

—Aunque te lo mencioné la semana pasada, se me había olvidado —me dijo—. Este año, 1989, es el doscientos aniversario de la revolución francesa. El mismo año de ese hecho histórico Klaproth descubrió en Sajonia un nuevo elemento: el uranio. Lo bautizó con el nombre del planeta Urano, que otro alemán, Herschel, había descubierto junto con su hermana en su observatorio de Inglaterra menos de diez años antes. Estos tres acontecimientos señalaron el principio del fin del anterior eón del que nos habló tu abuelo, y se empezó a considerar a Urano como el planeta que regía la nueva era: la de Acuario. Creo que los manuscritos de Pandora tratan de eso. ¿Ves la conexión?

Iba a decir que no pero de repente me pareció que sí.

—¿Prometeo? —pregunté.

Wolfgang, apartó los ojos de las luces de neón y los dirigió hacia mí con una expresión de sorpresa.

—Exacto —corroboró—. En el mito, Prometeo robaba el fuego de los dioses y se lo entregaba a los hombres, del mismo modo que en la era entrante, como dijo Dacian Bassarides, el portador de agua vierte una fuerza fantástica de vida a la humanidad. Estos regalos suelen dejar de ser bendiciones para convertirse en maldiciones. En el mito de Prometeo, Zeus nos dio a Pandora. Ella abrió una caja, en realidad un frasco, y liberó todos los males al mundo. Pero hay quien cree que la historia de Prometeo y Pandora no fue sólo un mito. Sospecho que tu abuela Pandora figuraba entre ellos.

—¿Crees que los manuscritos que recogió Pandora indican cómo construir un reactor nuclear, o cómo dar con las fuerzas de energía de la Tierra? —pregunté—. Tenía entendido que sus documentos eran antiguos o por lo menos muy anteriores a la tecnología o los inventos modernos.

—La mayoría de los inventos se definirían mejor como descubrimientos, o mejor aún, redescubrimientos —dijo Wolfgang—. No sé si los antiguos poseían esos saberes, pero sé que existen lugares en el planeta donde los componentes de reacciones en cadena sostenibles (materiales radiactivos, agua pesada y otros ingredientes) se presentan juntos de forma natural. Se ha comentado a menudo que la Biblia y otros textos de épocas remotas describen escenas muy parecidas a explosiones atómicas, como la destrucción de Sodoma y Gomorra, por mencionar alguna, del mismo modo que existen lugares específicos en la superficie terrestre que constituyen excelentes conductores de los vórtices de poder de Tesla, la creación artificial de truenos y relámpagos y las oscilaciones armónicas. En la mayoría de esos sitios, los antiguos habían construido monumentos, erigido grandes piedras o dejado arte rupestre de importancia chamanística, mucho antes de la historia escrita.

—Pero aunque alguien reuniera todos los documentos de Pandora, los tradujera, descifrara, interpretara y comprendiera, ¿qué podría hacer ese alguien con los conocimientos? —solté contrariada—. ¿Por qué sería tan peligroso?

—Puesto que sólo he ojeado los documentos un momento, no sé todas las respuestas —afirmó Wolfgang—. Pero sí sé dos cosas. Ante todo, que los primeros filósofos, desde Pitágoras hasta Platón, creían que la Tierra era una esfera suspendida en el espacio a través del equilibrio y en sintonía con la armonía de las esferas. Sin embargo, los detalles de las fuentes de poder siempre se mantuvieron ocultos, puesto que se consideraba que eran un elemento clave de los misterios.

»En su lecho de muerte, antes de beberse la cicuta, Sócrates dijo a sus discípulos que la Tierra, vista desde arriba, “recordaba una de esas pelotas confeccionadas con doce trozos de piel de distintos colores”. Ésa no es la descripción de una esfera sino del mayor polígono pitagórico, el dodecaedro, una figura de doce lados, donde cada cara es un pentágono. Se trataba de la forma más sagrada para Pitágoras y sus seguidores. Imaginaban la Tierra como un cristal gigantesco (hoy en día seguimos hablando de receptores por cristal), un transmisor que controlaba la energía celeste o de las profundidades terrestres. Estaban convencidos de que se podía usar para el control psíquico a gran escala a partir de la manipulación de los puntos clave de presión. Aún más, imaginaban que las fuerzas del interior de la Tierra, sí se “sintonizaban” de forma adecuada, vibrarían como un diapasón en correspondencia armónica con el cielo.

—Muy bien —comenté—. Digamos que la Tierra es un entramado gigantesco de energía, como todo el mundo parece creer. Entonces entendería por qué cualquiera que persiga el poder, quiera apoderarse de ese mapa de puntos que lo desencadenan. Pero en cuanto nos referimos a los «misterios», no podemos olvidar que Sócrates y Pitágoras, a pesar de todos los secretos que sabían, o quizá debido a ellos, fueron eliminados a petición popular. Esos «conocimientos ocultos» no los salvaron a la larga.

»En cualquier caso —añadí—, dijiste que sabías dos cosas sobre los documentos de Pandora, ¿cuál es la segunda?

—La segunda es lo que creía Nikola Tesla, que no difiere demasiado de lo que acabo de describirte —respondió Wolfgang—. Tesla pensaba que la Tierra contenía una forma de corriente alterna que se expandía y contraía continuamente a un ritmo que era difícil pero no imposible de medir, algo así como el ritmo de la respiración o de los latidos cardíacos. Afirmaba que si colocaba una carga de TNT en el lugar adecuado y en el momento oportuno, cuando se iniciaba una contracción, podría dividir la Tierra en fragmentos del mismo modo que «un chico podría partir una manzana». Y que al dar con esa corriente, ese entramado de energía, podría controlar un poder ilimitado. Según palabras de Tesla: «Por primera vez en la historia, el hombre posee los conocimientos con los que puede interferir en los procesos cósmicos».

Me cago en dios.

Wolfgang levantó por unos instantes la mirada hacia la torre Eiffel, con su pequeña señal luminosa de la cima perdida entre la niebla plateada. Luego, me rodeó con el brazo mientras permanecíamos ahí de pie, en silencio.

—Si Tesla, como Prometeo, entregó a la humanidad una nueva forma de fuego —sentenció Wolfgang—, quizá lo que sabía Pandora resulte ser a la vez el regalo y el castigo del mundo.