EL TIOVIVO
¡Ay, Ariel, Ariel!… y pondré en angustias a Ariel, y habrá llanto y gemido…
Pues ira tiene el Señor contra todas las naciones, y cólera contra todas sus mesnadas. Las ha anatemizado, las ha entregado a la matanza.
ISAÍAS 29,34
No se puede decir que sea más agradable ver una batalla que un tiovivo, pero no hay duda de cuál de los dos atrae más gente.
GEORGE BERNARD SHAW
La luz del sol despedía brillos negros al reflejarse en los conos volcánicos de los cráteres de la región llamada Moon National Monument. Lechos de lava, retorcidos y revueltos, se extendían por el suelo del valle mientras el coche avanzaba por la carretera vacía en dirección a Sun Valley.
Habíamos cogido mi coche porque el de Oliver aún estaba en el taller, pero conducía él. Jason permanecía sentado o apoyaba las patas delanteras sobre el salpicadero para controlar la vista panorámica y no perder detalle de la dirección que seguíamos. Yo ya tenía el brazo lo bastante bien como para conducir, por lo que Oliver se sorprendió cuando le pedí que llevara el coche los casi doscientos cincuenta kilómetros de trayecto, para poder sentarme detrás y leer la Biblia. Debió de pensar que mis problemas recientes me habían conducido a encontrar consuelo en las Sagradas Escrituras, pero no era eso lo que buscaba en el Cantar de los Cantares, que yacía abierto en mi regazo, y de todas formas tampoco parecía un relato capaz de proporcionar mucho consuelo. Me pareció extraño que Sam eligiera la Biblia para ocultar un mensaje. Ninguno de los dos dominaba demasiado el tema religioso y este capítulo concreto, que no había leído antes, era de lo más erótico que se podía encontrar en un libro que no se vendiera como tal. La tórrida narración del romance entre el rey Salomón y Sulamita, una mujer joven que trabajaba en los viñedos, se situaría más o menos al mismo nivel que el Kama Sutra. Hacia el capítulo siete, el rey bebe licor del ombligo de la muchacha. Al más puro estilo de la morbosa novela gótica.
Costaba imaginarse que esos versos se leyeran en voz alta desde un púlpito, sobre todo porque si se sigue la secuencia bíblica, se encuentran situados entre lo de polvo eres y en polvo te convertirás del clesiastés y el fuego eterno de Isaías, libros ambos a los que había echado una ojeada con la esperanza de conseguir la perspectiva que me ayudara a entender lo que Sam trataba de decirme. Ni por ésas.
Cuando llegamos a Sun Valley, Oliver descargó unas cuantas bolsas y los esquís y nos registramos en recepción. Luego fui con Jason a la habitación y llamé a Laf para avisarlo de que habíamos llegado. A principios de semana había dejado un recado en el hotel para Laf, donde le informaba que quizás iría con dos amigos. Laf me había mandado un telegrama diciendo que esperaría nuestra llegada y nos invitaría a todos a comer. Pero en un mensaje posterior, Wolfgang me comunicaba que le habían entretenido en Nevada, así que hoy estaríamos sólo tío Lafcadio, Oliver y yo, o al menos eso creía.
Después de dejar el equipaje arriba, en nuestras respectivas habitaciones, Oliver y yo nos encaminamos juntos al comedor del hotel para reunirnos con Laf.
La enorme chimenea de piedra del comedor, las paredes con ricos paneles, los techos altos con arañas de cristal, los manteles de damasco con cubiertos de plata maciza y cafeteras humeantes, y las amplias ventanas que mostraban los prados nevados del exterior atestiguaban una época de tranquila elegancia del período de entreguerras, cuando el ferrocarril construyó Sun Valley parar atraer a los ricos y famosos al poco conocido y, por lo tanto, exótico paisaje de las Rocosas de Idaho.
El maitre del hotel nos acompañó hasta una gran mesa circular que habían reservado para nuestro grupo, situada en un lugar privilegiado, delante de las ventanas. Un centro de rosas rojas decoraba la mesa, la única que disponía de tal adorno en la sala. Unos cuantos comensales nos observaron con discreción mientras nos encaminábamos a nuestros asientos, nos llenaban las copas de agua de inmediato y aparecía como por arte de magia un cestito con panecillos recién hechos. El maitre en persona cogió el Dom Pérignon de la champanera situada al lado de la mesa y nos llenó las copas altas de champán.
—Nunca me habían tratado así aquí. Normalmente, el recibimiento es frío y la comida, aún más —comentó Oliver cuando estuvimos solos.
—¿Te refieres a la aparición instantánea del vino y a las rosas? —pregunté—. Es por el tío Lafcadio; es el príncipe de la pompa y la ostentación. Eso es un avance para que el público se anime.
En ese instante, con una sincronización impecable, Laf cruzó la puerta doble para adentrarse en el comedor. Le rodeaban el maitre, su ayuda de cámara, una mujer desconocida y varios camareros. Se detuvo para quitarse los guantes, dedo por dedo, antes de acercarse a nosotros. Su característica capa hasta el suelo formaba olas que absorbían a su paso la atención del resto de comensales. Al tío Laf no le gustaba confundirse con la multitud, ni era probable que lo hiciera: gozaba de gran fama y reconocimiento público favorecidos por el hecho de que su foto aparecía en muchas fundas de disco como la de Franz Liszt.
Avanzó por la sala a grandes zancadas, mientras movía ante él el bastón con empuñadura de oro como si apartara aves de caza de su camino. Me levanté para recibirlo. Cuando alargó los brazos para abrazarme, le resbaló la capa de los hombros. Detrás de él, Volga Dragonoff, su impecable ayuda de cámara transilvano, la cogió (con un dedo, antes de que el dobladillo tocara el suelo), acto seguido la hizo oscilar en el aire y finalmente la dejó caer en su brazo, una coreografía ejecutada con tal maestría que no me cupo duda de que había sido ensayada.
Laf no prestó atención a ese aparte y me abrazó.
—¡Gavroche, qué agradable vista para mis cansados ojos! —dijo sonriendo, y me separó un poco para verme mejor.
Al unísono, los camareros apartaron las sillas y esperaron, sin soltar el respaldo, a que nos sentáramos. Lo cual significaba que nos íbamos a quedar de pie un rato porque a Laf no le gustaba que la servidumbre le dijese lo que tenía que hacer, aunque fuera en lenguaje corporal. Se sacudió hacia atrás los cabellos blancos, largos hasta los hombros, y me miró con esos escrutadores ojos azules.
—Eres todavía más bonita que tu madre en su día —me dijo.
—Gracias, tío Laf. Tú también estás espléndido —le comenté—. Me gustaría presentarte a mi amigo Oliver Maxfield.
Antes de que Oliver pudiera hablar, la mujer joven que acompañaba a Laf se separó del grupo situado tras él. Como si le brindara ayuda para vadear un arroyo, Laf le ofreció el brazo doblado, donde ella apoyó una mano larga y elegante; una mano que, casi de forma ostentosa, carecía de pintura y de joyas, y nos sonrió.
—Encantado —dijo el tío Laf—. Gavroche, te presento a mi acompañante: Bambi.
¿Bambi? Quiero decir, la chica era todo un ejemplar, como ya había observado todo el mundo en la sala.
Se lo tenía que reconocer al tío Laf. No era la decoración exótica normal y corriente para llevar colgada de la manga, del tipo al que el tío Laf daba de comer en su establo desde que Pandora, la gran pasión de su vida, había muerto. Antes al contrario, se trataba de una de las mujeres más bonitas que había visto en mi vida, un pura sangre que quitaba el aliento. Tenía un rostro que conseguía ser escultural a la vez que sensual: ojos de mirada lánguida, labios carnosos y pómulos altos, enmarcados por una larga cabellera rubia. Llevaba un traje aterciopelado de una pieza, muy ajustado, de escote suficiente para revelar mucho de lo que había debajo, ya de por sí impresionante. Pero no era sólo su belleza voluptuosa lo que había dejado la sala en silencio. Tenía una cualidad aún menos frecuente: emanaba una especie de luminiscencia esplendorosa, como si estuviera hecha de oro puro. Sus cabellos resplandecían como una cascada cuando se movía; su piel tenía el brillo de una fruta madura y apetitosa; los ojos grandes le centelleaban desde las profundidades con un mar de destellos de oro. Sí, era sin duda un rostro que conseguía que mil barcos zarparan al mar y que las torres legendarias de Ilion ardieran en llamas.
De acuerdo, puede que fuera envidia, pero era inevitable que tuviera algún defecto. Entonces, abrió la boca y habló.
—Grüss Gott, Fraulein Behn —dijo—. Su Onkel me ha hablado mucho de usted. Conocerla era el sueño de mi vida.
Humm: el sueño de su vida. Nada del otro mundo en cuanto a objetivos se refiere. Y a pesar del acento hochdeutsch, sus modales rezumaban la insignificancia vacua de un niño no demasiado inteligente. Me ofreció los dedos como si fueran un trapo de cocina colgando; los ojos, que un minuto antes parecían poseer una profundidad impenetrable, ahora sólo parecían impenetrablemente ausentes. Eché un vistazo a Oliver, que se encogió de hombros y me lanzó una vacua sonrisa algo triste. ¡Qué desperdicio de espacio en la azotea!
—Espero que os llevéis como hermanas —comentó Laf, mientras apretaba el brazo de Bambi.
Laf se volvió hacia la mesa donde esperaban los camareros, dispuesto por fin a sentarse, la señal para que el resto de nosotros le imitara. El factótum transilvano, Volga Dragonoff, capaz de adivinar el menor antojo de Laf como si estuvieran conectados por el lóbulo frontal, se hizo con una silla en el otro extremo de la sala, al lado de la puerta, y se sentó con la capa de Laf en el regazo. No había visto nunca comer a Volga con mi tío ni con nadie de la familia, ni siquiera cuando permanecieron dos días aislados en un cobertizo, en el Tirol, sin nada más que frutos secos y pasas que llevarse a la boca. Me toqué la frente con dos dedos para saludar a Volga y él hizo un gesto con la cabeza, sin sonreír. Volga no sonreía jamás.
—Bambi es una violoncelista de mucho talento —contaba Laf a Oliver, lo que atrajo mi atención. Sabía lo que quería decir con eso—. Todo el mundo sabe que la destreza con los dedos y la acción de la muñeca que sostiene el arco son distintivos de todos los grandes intérpretes de cuerda. Pero pocos se dan cuenta de que cuando se trata del violoncelo…
—Es la forma de sujetarlo con los muslos lo que de verdad cuenta —terminé la frase.
Oliver me miró, se atragantó y cogió el agua.
—Sí, claro. El cuerpo del músico tiene que convertirse en el instrumento, envolver por completo la música en un abrazo cálido y circundante de pasión —estuvo de acuerdo el tío Laf, mientras el maitre llegaba con las cartas.
—Ya veo —consiguió pronunciar Oliver que, asombrado, no quitaba los ojos de encima del cuerpo de diosa olímpica que tenía Bambi.
—Tomaré los oeufs Sardou —indicaba el tío Laf al maitre—. Pero con salsa bearnesa y mucho limón.
Oliver se inclinó hacia mí y me susurró:
—Está a punto de salirme una erupción.
—Quizás a los jóvenes os gustaría salir a esquiar esta tarde, después de comer, ¿qué me dices, Gavroche? —preguntó el tío Laf cuando terminó de pedir el almuerzo para Bambi como si fuera una niña.
Sacudí la cabeza y señalé el brazo herido.
—Pues entonces, tú y yo podremos tener una charla privada mientras los demás esquían. Pero por el momento, mientras comemos, podría contar una historia de interés más general.
—¿Una historia de la familia? —pregunté, con lo que esperaba fuera un tono de cauta reserva. ¿No me había dicho tío Laf por teléfono que lo que me tenía que contar era confidencial?
—No de la familia exactamente —respondió con una sonrisa, y me dio unas palmaditas en la mano—. De hecho, es mi propia historia, una historia que estoy seguro de que nunca has oído, porque tu padre no la sabe, como tampoco la sabía mi hermanastro Earnest. Ni Bambi tampoco, a pesar de que cree conocer todos los secretos sombríos que se ocultan tras mi vida pública y transparente.
Era una extraña caracterización para la belleza insulsa de Bambi, cuya actitud insinuaba la incapacidad de interesarse por ningún tema mucho rato seguido.
—A pesar de haber tenido una vida larga y plena, Gavroche —prosiguió Laf—, todavía recuerdo cada suspiro, cada sabor, cada fragancia. Algún día tendré que explicar mi teoría de que los aromas son la llave que abre los recuerdos más tempranos. Pero los recuerdos más poderosos son los asociados con la mayor belleza o la mayor amargura. El día que conocí a Pandora, tu abuela, se produjo una combinación de ambas circunstancias.
Varios camareros llegaron en procesión, pusieron los platos en la mesa y, de forma simultánea, levantaron las tapas con un movimiento airoso. Laf me sonrió y continuó con su relato.
Pero para explicar cómo empezó todo, primero tengo que hablar sobre la amargura y, después, sobre la belleza.
—Nací a finales del 1900, en la provincia de Natal, en la costa este de Sudáfrica. El nombre se lo puso cuatrocientos años antes Vasco da Gama para conmemorar la Navidad, porque fue ese día cuando lo avistó. Los augurios astrológicos en el momento de mi nacimiento eran extraordinarios: había cinco planetas en el signo de Sagitario, el arquero. El más importante de ellos era Urano, el portador del nuevo orden mundial, el planeta que tenía que marcar el principio de la nueva era de Acuario, que ya se nos venía encima. O se podría decir, de un nuevo desorden mundial, puesto que, desde tiempos remotos, se profetizó que la era de Acuario se iniciaría con la violenta destrucción del viejo orden, que sería aplastado y arrastrado hacia el mar como por una ola gigante. Para mi familia, en Natal, las dificultades ya habían comenzado: nací en el momento más álgido de la guerra de los bóers, el acontecimiento que bautizó este siglo con fuego y sangre.
»Durante los dos años posteriores a mi nacimiento, la guerra fue cruenta entre los colonos ingleses que llegaron más tarde y los descendientes de los anteriores inmigrantes holandeses que se llamaban a sí mismos bóers, de la palabra alemana Bauer, o granjero (lo que nosotros los ingleses denominaríamos palurdos o ceporros).
—¿Nosotros los ingleses, tío Laf? —le interrumpí, sorprendida—. Tenía entendido que nuestra familia descendía de afrikáners.
—Quizá mi padrastro, tu abuelo Hieronymus Behn, tuviera derecho a reclamar ese «palurdismo» —asintió Laf, con una sonrisa irónica—. Pero mi padre verdadero era inglés y mi madre, holandesa. La mezcla de mi ascendencia y mi nacimiento en un país desgarrado por esa guerra, alcanza a explicar la amargura que sentía hacia los malditos bóers. Esa guerra era la cerilla que iba a hacer estallar una cadena de eventos que pronto envolvería al mundo, y empujaría a nuestra familia al centro mismo del caos. Sólo con pensar en esos acontecimientos, me resulta imposible subyugar la rabia y sofocar el odio implacable, violento e insondable que sentía por esos hombres.
Me cago en dios. ¿Odio implacable, violento e insondable? Hasta ese momento, como todo el mundo, consideraba a Laf un violinista de talento pero aun así superficial, cuyos problemas eran tan apremiantes como decidir qué pieza tocar con la lira mientras se quemaba Roma o en qué circunstancias sociales era adecuado que un caballero conservara puestos los pantalones. Ese cambio de tono exigía modificar tal impresión.
Observé que Oliver y Bambi también lo miraban sin apenas tocar la comida. Laf había cogido el limón, envuelto en estopilla, y le clavó el tenedor, para añadir su zumo a la salsa bearnesa. Sin embargo, tenía los ojos fijos en la nieve que empezaba a escurrirse del cielo, al otro lado de las ventanas.
—Resulta difícil comprender la profundidad y amargura de tales sentimientos, Gavroche, si no conoces la historia del extraño país donde nací —dijo—. Y digo extraño porque no empezó como país, sino como negocio, como una empresa. Recibía el nombre de la Compañía, y esa compañía creó desde el principio un mundo propio, privado y totalmente separado, en un continente oscuro y poco conocido. Creó un aislamiento tan impenetrable como el que produce la cascara espinosa de la almendra amarga, que se convirtió en el símbolo de los bóers y de su deseo de vivir separados del resto del mundo…
LA CASCARA DE LA ALMENDRA AMARGA
Durante cientos de años, desde que la Compañía neerlandesa de las Indias Orientales estableció las primeras plazas a lo largo del cabo de Buena Esperanza, muchos bóers se dedicaron a la cría de animales, con rebaños de ganado bovino y vacuno, una ocupación que les daba mayor movilidad que a los granjeros que trabajaban la tierra. Si se cansaban de la avaricia y los caprichos tiránicos de la Compañía, sólo tenían que trasladarse a pastos más verdes, como pronto prefirieron hacer, sin importarles quién estuviera ya en las nuevas tierras que codiciaban. Y que no tenían la menor intención de compartir.
En menos de un siglo, estos bóers acabaron ocupando la mayoría de tierras que antes habitaban los hotentotes, los esclavizaron a ellos y a sus hijos, y dieron caza a los bosquimanos como si fueran animales salvajes hasta casi extinguirlos. Cuando los bóers se asentaban en un lugar durante bastante tiempo, puesto que se creían una raza superior elegida por la Divina Providencia, tenían por costumbre encerrarse en complejos residenciales, cercados con matorrales de espinas afiladas del almendro amargo, el primer símbolo evidente de apartheid, diseñado para impedir que los nativos entraran y se mezclaran con ellos.
La historia podía haber seguido de ese modo. Pero en 1795, los británicos conquistaron El Cabo. A petición del exiliado príncipe de Orange (Países Bajos había caído en manos del gobierno revolucionario francés), los británicos compraron la colonia de El Cabo a los neerlandeses por seis millones de libras. Los colonos bóer que residían en ella no fueron nunca consultados; no era práctica habitual en esa época. Pero, de todos modos, se sintieron ultrajados porque a partir de ese momento iban a ser tratados como una colonia sujeta al cumplimiento de las leyes de la metrópolis, lo que no concordaba con su anterior estilo de vida.
Por otra parte, empezaron a llegar más pobladores, procedentes de Gran Bretaña: colonos y hacendados con sus esposas e hijos, y los misioneros que se adentraban en la selva para atender a los nativos.
Los misioneros no tardaron en protestar e informar a Inglaterra por el tratamiento que recibían las tribus locales. Pasados menos de cuarenta años de gobierno británico, en diciembre de 1834, la Ley de Abolición de la Esclavitud concedió la libertad a todos los esclavos del imperio británico, incluidos los que poseían los bóers, una acción que era del todo inadmisible por su parte. Y así se inició el Gran Trek.
Miles de bóers participaron en esta migración a través del río Orange, a través de Natal y hacia la selva del norte de Transvaal para huir del dominio británico, y reclamaron como suyo todo el territorio de Bechuanalandia, para lo que se enfrentaron a los belicosos zulúes. Esos bóers existían como campamento armado, siempre al borde de la anarquía pero siempre con la creencia de ser los elegidos de Dios.
La fe de los bóers en su superioridad racial era un concepto avivado con fuerza por la iglesia reformada separatista, o «Dopper», uno de cuyos partidarios más fervientes era el joven Paulus Kruger, quien más adelante, como presidente de Transvaal, fomentaría la guerra de los bóers. Los líderes de este tipo de iglesias calvinistas estaban decididos a garantizar que la hegemonía de los bóers se impusiera y mantuviera: elegidos para siempre, puros para siempre, blancos para siempre.
Para conservar la pureza racial, la misma iglesia organizaba saqueos en Países Bajos a orfanatos de chicas jóvenes que no tuvieran perspectivas de futuro. Barcos cargados de adolescentes, muchas de ellas apenas unas niñas, zarpaban hacia las colonias de El Cabo para convertirlas en esposas de bóers desconocidos en la selva del veld. Entre ellas, a finales de invierno de 1884, se encontraba una muchacha huérfana llamada Hermione, que iba a convertirse en mi madre.
Mi madre tenía sólo dieciséis años cuando le anunciaron que la enviaban al continente africano, junto con otras chicas, para casarlas con hombres de quienes ni siquiera les dijeron los nombres.
No se sabe nada de los padres de Hermione, aunque lo más probable es que fuera ilegítima. Abandonada en la infancia, creció en un orfanato calvinista de Amsterdam, y solía rezar a Dios para que alguna casualidad singular del destino, alguna aventura, se cruzara en su camino y la liberara de una existencia estricta y anodina. Pero no sospechaba que la respuesta de Dios implicaría que la llevaran al otro lado del mundo y traficaran con ella como si fuera una res. Y su formación calvinista no le proporcionaba el menor dato de lo que el vínculo matrimonial conllevaba. Lo que captaba de los susurros de otras chicas sólo servía para aumentar sus temores.
Cuando las muchachas llegaron al puerto de Natal, sacudidas por un viaje tempestuoso, mal alimentadas y enfermas por la ansiedad de dejar atrás lo poco que conocían de la realidad, fueron recibidas por una muchedumbre de granjeros bóer borrachos, los futuros maridos, que no querían esperar a que los ancianos de la iglesia les eligieran una pareja concreta. Habían ido a captar sus presas y llevárselas a casa.
En cubierta, Hermione y el resto de chicas se apretujaron como animales asustados, al ver aterrorizadas el mar de rostros vociferantes que se agolpaban en la plancha de subida. Los pastores de a bordo gritaban a la tripulación del barco que volvieran a subir la rampa, pero sus voces quedaron ahogadas por la multitud. Hermione cerró los ojos y rezó.
Estalló el caos. Los bóers borrachos e indisciplinados irrumpieron en el barco. Las chicas fueron levantadas del suelo y cargadas sobre hombros fornidos como si fueran sacos de harina. Una niña que se agarraba a Hermione fue arrancada de ella y desapareció en silencio entre el remolino rugiente de cuerpos. La propia Hermione se acercó desesperada hacia la borda, pensando que quizá podría seguir su primera intención y casarse con el mar en lugar de con uno de esos brutales hombres apestosos.
Entonces, dos brazos la aferraron por detrás y la levantaron del suelo. Intentó lanzar patadas y defenderse a mordiscos pero su agresor invisible la llevó a través de la muchedumbre, sujetándola con mucha fuerza, mientras le gritaba obscenidades al oído. Empezó a sentirse mareada cuando la bajaba por la pasarela hacia las calles enlodadas del puerto, y empezó a perder el sentido. Entonces, algo golpeó en la cabeza a su agresor y ella cayó al suelo. Libre de su atacante, se apoyó en el suelo y se puso de pie para huir corriendo, aunque no tenía idea de hacia dónde, cuando notó una mano que le aferraba las suyas. Era una mano fría y firme, con una fuerza llena de seguridad, muy distinta de las garras ásperas que la habían sujetado antes. Por algún motivo, en lugar de soltarse y lanzarse hacia la libertad, se detuvo y miró al propietario de la mano que la asía.
Sus ojos tenían el mismo color azul claro que los de ella, y se le formaron arrugas en las comisuras cuando le sonrió con un tipo de expresión que nunca había visto antes: una sonrisa de posesión, casi de propiedad. Le apartó un mechón de cabello que le caía por la cara, un gesto íntimo, como si estuvieran solos o se conocieran desde hacía años.
—Ven conmigo —le dijo.
Eso fue todo. Ella lo siguió sin una sola pregunta, pasando con delicadeza por encima del cuerpo de su atacante. El desconocido la sentó a lomos de su caballo, montó tras ella y la estrechó con fuerza.
—Me llamo Christian Alexander, lord Stirling —le dijo al oído—. Y llevo esperándote mucho, mucho tiempo.
Mi madre, Hermione, tuvo la suerte de ser una de las bellezas más sorprendentes de su época. Los cabellos rubios plateados le sirvieron para empezar con buen pie en las costas de África. Mi padre, sin embargo, no tenía nada del noble lord por el que se hacía pasar, algo que muy pocos, incluida mi madre, sabían entonces.
Christian Alexander era el quinto hijo de un vasallo rural de Hertfordshire y sin derecho a heredar nada de nada. Pero, cuando era joven fue a Oriel, en Oxford, junto con un amigo de la infancia, el hijo de un clérigo. Y cuando su amigo zarpaba hacia África todos los años por motivos de salud, mi padre tenía la ocasión y la previsión de seguirlo. Con el tiempo, mi padre acabó convirtiéndose en su socio de más confianza. El nombre de ese amigo de la infancia era Cecil John Rhodes.
Cecil Rhodes había padecido una grave enfermedad cuando era joven, tan grave, que en su segundo viaje a África creía que le quedaban menos de seis meses de vida. Pero el trabajo al aire libre en ese clima cálido y seco le fue devolviendo poco a poco la salud con cada año que pasaba. Durante su primer viaje, a finales de la primavera de 1870, cuando ambos muchachos contaban diecisiete años, se encontraron diamantes en las granjas De Beers, mientras ellos trabajaban en la tierra. Y Cecil Rhodes tuvo visión de futuro.
Lo mismo que Paulus Kruger creía en la Divina Providencia de los bóers, Cecil Rhodes llegó a creer en el Destino Manifiesto de los británicos en África. Rhodes quería que los campos de diamantes se consolidaran bajo una compañía británica. Quería que se construyera un ferrocarril británico «de El Cabo a El Cairo» para unir los estados africanos de Gran Bretaña. Más adelante, cuando se descubrieron las enormes reservas de oro sudafricanas, también las reclamó para el imperio británico. En el ínterin, Rhodes se volvió poderoso y mi padre, gracias a su amistad, rico.
En 1884, cuando la joven Hermione de dieciséis años llegó de Holanda, mi padre tenía treinta y dos años y era rico desde hacía más de diez gracias a los diamantes. Cuando yo nací, en diciembre de 1900, mi madre había cumplido los treinta y dos. Mi padre había muerto en la guerra de los bóers.
Todo el mundo creyó que la guerra había terminado cuando se levantaron los sitios de Mafeking, Ladysmith y Kimberley. Los británicos se anexaron Transvaal y Paulus Kruger huyó a Holanda, apenas dos meses antes de mi nacimiento. Muchos británicos hicieron las maletas y volvieron a casa. Pero las guerrillas siguieron luchando en las montañas durante otro año más; los ingleses reunieron a las mujeres y a los niños de las colonias bóer insurrectas y los encarcelaron en los primeros campos de concentración mientras duró la guerra. Mi padre murió debido a las complicaciones de una herida que sufrió en Kimberley, mientras que Rhodes falleció dos años más tarde, al perder la salud en ese mismo sitio. Kruger murió en Holanda sólo dos años después. Se trataba del fin de una era.
Pero como sucede con todo final, implicaba también un principio. En este caso estuvo marcado por el inicio de una guerra terrorista y de guerrilla, campos de concentración y prácticas de genocidio: el albor de una brillante nueva era, que tenemos que agradecer a los bóers, si bien los ingleses pronto se pusieron al mismo nivel, con muchas contribuciones nefastas de su propia cosecha.
Cuando mi padre murió, Cecil Rhodes estableció un enorme patrimonio en efectivo y derechos auxiliares en minerales a favor de mi madre, a cambio de las participaciones e intereses de mi padre en la construcción de la concesión de diamantes de De Beers. Por otra parte, le proporcionó también una generosa cantidad de su inmensa fortuna para mi educación, en agradecimiento a la muerte de mi padre en defensa de una Sudáfrica bajo control británico.
Al establecer todo eso para la desconsolada viuda Hermione Alexander, el señor Rhodes no tuvo en cuenta algunas consideraciones de peso: que mi madre no era la mujer inglesa sensata y distinguida que el nombre de lady Stirling podía sugerir, sino una pobre holandesa abandonada de niña y educada en un orfanato calvinista; que su experiencia posterior de la vida había consistido en ser mantenida en la abundancia por un marido bastante mayor que ella y que la adoraba; que sólo tenía treinta y dos años y una gran belleza, con sólo un hijo recién nacido (yo) que dependiera de ella, y que en ese momento era una de las mujeres más ricas de África y tal vez del mundo, detalle que no podía más que aumentar su atractivo.
El señor Rhodes no tuvo en cuenta estas circunstancias, ni tampoco creo que lo hiciera mi madre, porque no era de naturaleza codiciosa. Pero habría otros que, muy pronto, se preocuparían de estas cuestiones por ella. El que reaccionó con mayor rapidez fue, por supuesto, Hieronymus Behn.
Hoy en día, es imposible que los que conocen a Hieronymus como magnate industrial y negociante implacable se imaginen que, el año posterior a mi nacimiento, 1901, entró en la vida de mi madre bajo la forma de un pobre pastor calvinista que la Iglesia había enviado, en secreto, incluso cuando la guerra era encarnizada, para consolar a mi madre del dolor y volverla a encauzar al camino de su propia gente y de su fe.
Mi madre volvió al redil, según parece, en cuanto se levantaron después de rezar arrodillados la primera oración. No al redil seguro y protector de ninguna iglesia, sino a los brazos de Hieronymus Behn.
Se casaron tres meses después de haberse conocido, cuando yo tenía menos de seis meses.
Debo añadir que, religión aparte, el atractivo de Hieronymus Behn para una viuda afligida era palpable. Los daguerrotipos de la época no hacen justicia al hombre que conocí de niño. Solía intentar comparar las fotografías de mi padre, a su favor, con las de mi padrastro, pero era en vano. Mi padre me miraba desde el marco con ojos claros y pálidos, un bigote atractivo y, tanto si llevaba el uniforme militar como las ropas de un caballero, irradiaba un aire romántico y aventurero. Hieronymus Behn, en cambio, era lo que hoy llamaríamos un semental. Era el tipo de hombre capaz de desnudar a una mujer con la mirada. No tengo la menor duda de que Hieronymus Behn sabía dónde y cómo usar las manos: las utilizaría a menudo y con eficacia para llegar a los bolsillos de los demás y amasar su inmensa fortuna. ¿Cómo iba yo a sospechar entonces que había empezado por la nuestra?
Cuando se acabó la guerra y yo tenía dos años, mi madre dio a luz a mi hermano Earnest. Cuando Earnest contaba dos años y yo, cuatro, me enviaron a una Kinderbeim, un internado, en Austria, un país al que me habían dicho que mi familia se trasladaría pronto. Cuando cumplí seis años, tuve noticia en mi escuela, en Salzburgo, de que había tenido una hermanita llamada Zoé.
No fue hasta que tenía doce años que recibí aviso de ir a ver a mi familia, junto con un billete para Viena. Era la primera vez que vería a mi madre en ocho años. Ignoraba que también sería la última.
Supe que mi madre se estaba muriendo antes de verla.
Estaba sentado frente a una puerta enorme del salón, en una silla tapizada de cuero con el respaldo recto, esperando.
Junto a mí, a mi izquierda, esperaban dos personas que acababa de conocer: mis hermanastros Earnest y Zoé. La niña, Zoé, se agitaba inquieta en la silla y se tiraba de los tirabuzones rubios a la vez que intentaba quitarse las cintas que llevaba muy bien colocadas en los cabellos.
—¡A mamá no le gusta que lleve cintas! —se quejaba—. Está muy enferma y le rascan la cara cuando la beso.
La extraña personalidad de esa criatura no era propia de una niñita de seis años. Era más bien la de un soldado prusiano. Así como el serio Earnest conservaba algo del deje sudafricano que yo había perdido en los años de internado austríaco, ese pequeño monstruo hablaba en un autoritario y patricio alto alemán y poseía la autosuficiencia de Atila.
—Estoy seguro de que tu niñera no te pondría las cintas si arañaran a su señora —respondí para sosegarla y que se estuviera quieta.
Aunque parecía algo fuera de lugar llamarla «su señora», me costaba referirme a la mujer que yacía en cama al otro lado de esa puerta como a mi «madre». No estaba seguro de lo que sentiría cuando por fin la viera. Apenas la recordaba.
Nuestro hermano Earnest no decía gran cosa; permanecía sentado al lado de Zoé con las manos juntas en el regazo. Era una versión pálida y atractiva, casi sin defectos, del perfil mucho más rudo de su padre, combinada con el esplendoroso cabello rubio ceniza de nuestra madre. Era realmente hermoso, como el ángel de un cuadro, una conjunción que, en una escuela de chicos duros como la mía, no le habría resultado beneficiosa.
—Se está muriendo, ¿sabes? Puede que sea la última vez que la veamos, de modo que lo mínimo que podrían hacer es dejarle darme un beso de despedida —me informó Zoé, mientras señalaba con la manita hacia la puerta que había al otro lado del salón.
—¿Muriéndose? —le dije, y la palabra resonó en el pasillo en sombras.
Noté que se me formaba una especie de peso en el pecho. ¿Cómo podía morirse mi madre? ¡Era tan joven la última vez que la había visto! Todas las fotos que tenía en el tocador de la escuela mostraban una mujer bonita y joven. Una enfermedad, quizá sí. Pero la muerte era algo que me pillaba totalmente desprevenido.
—Es horrible —siguió Zoé—. De lo más asqueroso. Se le desparraman los sesos. No sólo los sesos; tiene algo horrendo y repugnante que le crece escondido dentro de la cabeza. Le tuvieron que hacer un agujero en el hueso de la cabeza para que no la aplastara…
—Ya basta, Zoé —dijo Earnest en voz baja. Luego me miró con tristeza, con esos ojos suyos gris pálido tras unas pestañas largas y tupidas.
Yo estaba estupefacto. Antes de que tuviera tiempo de reponerme, las puertas grandes se abrieron y Hieronymus Behn salió al pasillo. No lo había visto antes esa tarde, cuando me habían venido a recoger a la estación. Apenas si lo reconocía con aquellas patillas tan anchas que entonces estaban de moda, pero bajo ellas, los rasgos de su rostro escultural y atractivo seguían siendo viriles y fuertes, carentes de la complacencia suave que solía caracterizar en Austria a las clases más altas. Parecía dominar la situación por completo, indiferente ante los horrores que, según la descripción de Zoé, se ocultaban tras esas puertas.
—Lafcadio, ahora puedes entrar a ver a tu madre —me comunicó Hieronymus. Pero al levantarme, me temblaron las piernas y el peso frío del pecho me subió a la garganta donde se me atragantó como si fuera un bloque de hielo.
—Voy contigo —anunció Zoé.
Se levantó a mi lado y puso su mano en la mía. Avanzó hacia las puertas llevándome a remolque, sin que mi padrastro se apartara de nuestro camino. Tenía el ceño algo fruncido y parecía a punto de decir algo. Pero entonces, Earnest se puso de pie y se unió a nosotros.
—No, entraremos todos los niños juntos —dijo con clama—. Sé que a padre le parecerá bien, ya que así como mínimo no cansaremos tanto a nuestra madre.
—Por supuesto —dijo Hieronymus tras una pausa tan breve como el latido de un corazón, y dejó espacio para que todos los niños cruzáramos las altas puertas con paneles.
Era la primera vez, pero no la última, que vería cómo la serenidad de Earnest se imponía a las intenciones claras y obstinadas de Hieronymus Behn. Nadie más lo conseguía.
A pesar de la riqueza de mi difunto padre, la grandiosidad de nuestras plantaciones en África o la excelencia de las muchas propiedades que había visto por Salzburgo, en mi joven vida no había puesto nunca los pies en una habitación tan espléndida como la que había tras esas puertas. Era tan impresionante como el interior de una catedral: el alto techo; los magníficos muebles, complementos, cortinas y tapices; los colores ricos, como si fueran joyas, de las lámparas de importación; las suaves y transparentes líneas de los jarrones de cristal, llenos de flores; el brillo tenue de las piezas pulidas de costoso Biedermeier.
Zoé me había contado, mientras esperábamos en el salón, que en los pisos inferiores de la casa ya se había instalado esa nueva fuente de energía, la electricidad, que Thomas Alva Edison en persona había colocado hacía diez años en el Palacio Schónbrunn, ahí mismo, en Viena. Pero la habitación de mi madre estaba alumbrada por el suave resplandor amarillento de las lámparas de gas y caldeada por un fuego que parpadeaba tras los paneles de una pantalla de cristal colocada frente a la chimenea, al otro lado de la habitación.
Espero no volver a ver nunca nada como esa imagen de mi madre, echada en la inmensa cama con dosel, con la cara más blanca que el cubrecama de encaje. Casi no pesaba nada. Era como una cascara vacía, a punto de convertirse en polvo y desaparecer. La cofia que llevaba no conseguía esconder que le habían afeitado la cabeza pero, gracias a Dios, ocultaba el resto de sus penalidades.
Nunca la hubiese reconocido. En mi recuerdo infantil, era una mujer bonita que me arrullaba con una voz encantadora para que me durmiera hasta que cumplí los cuatro años. Cuando entonces dirigió hacia mí esos lagrimosos ojos azules, quise cubrirme los míos y salir corriendo llorando de la habitación; quise no volver a pensar en mi infancia perdida, en un abandono que ahora ya no podría ser reparado ni remediado.
Mi padrastro se apoyó con los brazos cruzados en los paneles de madera, al lado de la puerta, y se quedó mirando fijamente la cama. Un pequeño grupo de criados se retiró hacia la chimenea; algunos lloraban en silencio o se cogían de los brazos entre sí, al vernos cruzar la habitación hacia el lecho de nuestra madre. Que Dios me perdone, pero yo sólo quería que aquella mujer se desvaneciera como si se la tragara la tierra. Como para darme apoyo, la manita de Zoé estrujó la mía y oí la voz de Earnest a mi lado cuando llegamos a la cama.
—Lafcadio está aquí, madre —dijo—. Le gustaría recibir tu bendición.
Los labios de nuestra madre se movían y Earnest volvió a ayudar, esta vez subiendo a la pequeña Zoé a la cama. Luego, llenó un vaso de agua y se lo entregó a Zoé, quien humedeció gota a gota los labios resecos de nuestra madre. Ésta intentaba susurrar algo y Zoé se encargó de traducirlo. Me resultaba espeluznante y poco natural oír lo que quizá fueran las últimas palabras de una mujer moribunda emergiendo de la boquita de una niña de seis años.
—Lafcadio —pronunció mi madre a través de Zoé—, te bendigo de todo corazón. Quiero que sepas que siento un terrible dolor por haber estado separados durante tanto tiempo. Tu padrastro pensó… ambos pensamos que era lo mejor para tu… educación.
Incluso susurrar a través de Zoé le costaba un trabajo enorme y yo rogaba con toda mi alma que no tuviera fuerzas para continuar. De los muchos reencuentros con mi madre que había imaginado a lo largo de esos años, ninguno había sido así: ese adiós delante de espectadores, entre una familia de completos desconocidos. Era macabro; sólo deseaba que se terminara. Estaba tan consternado que estuve a punto de perderme las palabras más importantes:
—… por lo tanto, tu padrastro se ha ofrecido con gran generosidad a adoptarte y a encargarse de tu bienestar y educación, como si fueras uno de sus propios hijos. Espero que os aceptéis y os queráis como tales. Hoy mismo he firmado los papeles. Ahora eres Lafcadio Behn, hermano de Earnest y Zoé.
¿Adoptado? ¡Dios mío! ¿Cómo podía convertirme en el hijo de un hombre al que apenas conocía? ¿No tenía derecho a opinar en el asunto? ¿Iba ese oportunista infame, que había embaucado a mi madre hasta meterse en su lecho, a controlar ahora mi educación, mi vida y el patrimonio de mi familia? Aterrorizado, de repente caí en la cuenta que, cuando mi madre muriese, ya no me quedaría familia. Me invadió la ira, una ira sombría y desesperante que quizá sólo puedan sentir con tal intensidad los niños, impotentes ante su propio destino.
Iba a salir a toda prisa de la habitación en medio de lágrimas, cuando una mano me tocó con suavidad el hombro. Pensé que sería mi padrastro, que unos instantes antes estaba detrás de mí. En lugar de ello, me encontré con una criatura asombrosa, que me miraba con unos ojos verdes, claros y profundos, en cuyo interior ardía el fuego cambiante de un animal salvaje. Los cabellos oscuros y sueltos enmarcaban su rostro, que recordaba los que aparecen en la representación de las ondinas, criaturas surgidas de los reinos mágicos y centelleantes del mar. Era arrebatadora. Y a pesar de mi juventud, estaba preparado para que me arrebatara, de modo que lo olvidé todo acerca de Hieronymus Behn, de mi futuro y mi desesperación, incluso de mi madre moribunda que yacía en la cama.
Habló con un extraño acento extranjero y una voz tan musical que parecía enriquecerse de campanas ocultas.
—Así que éste es el inglesito, lord Stirling. —Me sonrió—. Soy Pandora, amiga y compañera de tu madre.
¿Eran imaginaciones mías o había recalcado la palabra «madre»? No parecía lo bastante mayor como para ser su compañera, quizá quería decir que era su dama de compañía. Pero también había dicho amiga, ¿no? Cuando Hieronymus avanzó para dirigirse a ella, Pandora pasó de largo como si no se hubiera dado cuenta y se acercó a la cama donde yacía mi madre.
Cogió a Zoé como si fuera una almohada y se la llevó al hombro sin esfuerzo aparente. Zoé volvió la cabeza para mirarme desde lo alto y arqueó una ceja con aire de sabelotodo, como si compartiéramos un secreto interesante.
—Frau Hermione —dijo Pandora a mi madre—. Si fuera un hada y le dijera que puede pedir tres deseos antes de morir, uno para cada uno de sus hijos, ¿qué pediría?
Los criados murmuraron entre sí, estupefactos sin duda como yo ante la forma tan poco ceremoniosa en que la recién llegada prescindía por completo del dueño de la casa y trataba la muerte inminente y las últimas voluntades de la señora como si fueran poco menos que un juego de salón.
Pero mucho más sorprendente fue el cambio que experimentó mi madre. Esa palidez sepulcral quedó imbuida de color, y sus mejillas adquirieron un brillo rosado. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Pandora, una sonrisa beatífica le iluminó la cara. Aunque puedo jurar que ninguna de las dos mujeres emitió una sola palabra, fue como si se hubiesen comunicado algo. Después de un buen rato, mi madre asintió. Cuando cerró los ojos, todavía sonreía.
Pandora, que seguía teniendo a Zoé colgada al hombro como si fuera una estola de pieles, se volvió hacia el resto de nosotros.
—Como sabéis, niños, trae mala suerte lanzar los secretos al viento: se rompe el hechizo —anunció—. Así que os revelaré el deseo de vuestra madre a cada uno en secreto.
Puede que Pandora fuera el hada o la hechicera que parecía. Hizo bajar a Zoé de su hombro a la cama y tiró de las cintas almidonadas que le adornaban el pelo, mientras sacudía la cabeza.
—Pobrecita mía, te han preparado y engalanado como a un pavo de Navidad —le dijo a Zoé, como si hubiera oído nuestra anterior conversación en el salón. Le quitó las rígidas cintas mientras le susurraba el deseo de nuestra madre al oído. Luego, añadió:
—Ve y dale un beso a tu madre para agradecerle el deseo.
Zoé gateó por la cama y obedeció.
Luego, Pandora se dirigió hacia Earnest, le susurró del mismo modo y se siguió un procedimiento idéntico.
Me costaba creer que, en lo concerniente a mí, hubiera mucho que decir en el capítulo de deseos. ¿Cómo podía mi madre desearme nada, si acababa de admitir que, a mis espaldas, me había vendido como si fuera un mueble a Hieronymus Behn, a quien le iba a faltar tiempo para destruir mis esperanzas futuras tan a fondo como había hecho con mi presente y mi pasado?
Quizá fuesen imaginaciones mías, pero diría que mi padrastro, que seguía cerca de mí, se puso tenso cuando Pandora se nos acercó con su vestido de seda gris. Por primera vez desde que había entrado en la habitación, ella no sólo pareció darse cuenta de su presencia, sino que lo miró directamente a los ojos, pero con una expresión que no alcancé a entender.
Me volvió a apoyar la mano en el hombro y se me acercó al oído, de modo que su mejilla rozaba la mía. Podía oler el aroma cálido de su piel y sentí el mismo hormigueo excitante que antes. Pero sus siguientes palabras, pronunciadas con gran énfasis, me helaron la sangre.
—No muestres ninguna reacción por lo que voy a decirte —susurro con urgencia—. Estamos todos en gran peligro debido a tu presencia aquí, tú más que nadie. No puedo explicártelo hasta que salgamos de esta casa llena de espías, de mentiras y de dolor. Intentaré arreglarlo para mañana, ¿de acuerdo?
¿Peligro? ¿Qué tipo de peligro? No entendía nada, pero asentí con la cabeza para indicar que no reaccionaría de ninguna manera. Pandora me apretó con fuerza el hombro y volvió hacia la cama para estrechar la mano de mi madre mientras se dirigía a los criados.
—Frau Behn está muy contenta de ver a sus hijos por fin reunidos —les informó—. Pero incluso una visita tan corta la ha fatigado. Será mejor que la dejemos descansar.
Antes de que los criados se marcharan, Pandora llamó a mi padrastro.
—Herr Behn, a su esposa le gustaría que ordenara el carruaje para mañana a primera hora, para que pueda llevar a los niños de excursión por Viena antes de que Lafcadio vuelva a la escuela.
Los ojos de mi padre centellearon un momento mientras permanecía ahí de pie, a mi lado, a medio camino entre la cama y la puerta. Pareció dudar antes de inclinar ligeramente la cabeza en dirección a Pandora.
—Con mucho gusto —dijo, aunque su voz no lo expresaba. Se volvió y dejó la habitación.
Cuando salimos a la mañana siguiente, estaba nevando, pero el cielo oscuro y las inclemencias del tiempo no arredraban a Zoé, que estaba encantada de participar en algún tipo de misterio, en especial si en él estaba envuelto su nuevo hermano, a quien podía mandar e intimidar. Apenas podía esperar a que los criados terminaran de abrigarla para llevarme a los establos donde los niños, según descubrí, contábamos con nuestro propio vehículo, un coche de cuatro caballos. Ya estaba dispuesto por instrucciones de mi padre, los caballos con los arreos puestos, a punto para la marcha, y el cochero sentado en el pescante. Los compartimientos cercanos contenían landos y cabriolés y el flamante automóvil nuevo de la familia.
Me había pasado toda la noche despierto, dando vueltas, lleno de interrogantes acerca del críptico mensaje de Pandora.
Esa mañana, en el calor del coche cerrado, mientras los cascos de los caballos golpeaban los adoquines de las calles y observaba Viena por primera vez con detalle, vi cómo Earnest se volvía varias veces para lanzar miradas a la espalda erguida del conductor a través del cristal de moscovita que nos separaba de él. Así que me mordí la lengua y esperé, mientras me iba alterando más a cada instante que pasaba. Pero, por mucho que lo intentaba, no podía imaginarme qué clase de peligro real podía acechar a un niño de doce años en un ambiente enrarecido como el de la casa Behn, rodeada de criados y riquezas.
Pandora interrumpió esos pensamientos.
—¿Habéis ido alguna vez a un parque de atracciones? —preguntó con una sonrisa—. El Volksprater, o parque del pueblo, había sido la reserva de caza del emperador José II, el que fue hermano de María Antonieta y también mecenas de Mozart. Hoy en día tiene muchas atracciones interesantes. Está el carrusel, un tiovivo que da vueltas en reuniones o de viaje, por negocios importantes. No estamos nunca a solas con madre tampoco: mi tutor, la niñera de Zoé o los criados siempre revolotean por ahí, como ayer por la noche.
—Tu madre vive casi como una prisionera en su propia casa —corroboró Pandora. Luego, al ver mi expresión añadió—: No quiero decir que la tengan encadenada en la buhardilla. Pero desde que se trasladó a Viena hace ocho años, no le han permitido estar sola. La vigila todo un ejército de criados, que le leen la correspondencia. Nunca recibe amigos ni visitas, y nunca sale de la casa sin ir acompañada.
—Pero tú dijiste que eras amiga suya —señalé.
Todos estos años le había estado dando vueltas a la cabeza para comprender el abandono de mi madre, un abandono todavía más amargo puesto que sus otros dos hijos permanecían con ella. Creía, o quería creer, que mi padrastro era el culpable de mi situación. ¿Era pues un canalla tan ruin como había imaginado? Pero las revelaciones de Pandora no habían hecho más que empezar.
—Después de casarse con tu madre hace doce años —dijo—, Hieronymus Behn invirtió la fortuna de tu padre, incluidos los intereses en minería que tu madre conservaba, en un consorcio internacional mineral e industrial con participaciones tan amplias que ya no podía dirigirse desde un lugar tan provinciano como África, sino desde una capital mundial como Viena. Tu padrastro pronto averiguó que en Viena no bastaba con poseer una esposa bella y rica, cuyos activos podía explotar con impunidad. Para introducirse en los mejores salones era preciso contar con unas credenciales sociales impecables. En la próspera Austria católica, cualquier origen holandés pobre y calvinista tenía que ser rápidamente ocultado, junto con las historias de la ascendencia desconocida de tu madre y su educación en un orfanato. Por otra parte, se esperaban ciertas aptitudes culturales de una mujer de la posición de Hermione: un dominio de las bellas artes y de la música que ella no poseía.
»Pero esa situación resultó de agradecer. Porque, si bien en la casa siempre había alguien vigilando, Hermione podía participar en la selección de los maestros que habrían de impartirle lecciones a ella y a los niños; lecciones que le supondrían la primera oportunidad de estar a solas, aunque sólo fuera por poco tiempo, con alguien que no estuviera sometido a un control total de su marido. Así fue como nos conocimos tu madre y yo: había entrevistado a muchos instructores antes que a mí. Pero después de pasar unos minutos con cada uno de ellos, uno tras otro, no encontraba a nadie que se ajustara a los criterios que en secreto quería.
—¿En secreto? —pregunté, sorprendido.
Pandora me miró directamente a los ojos con una expresión extraña.
—Verás, tu madre estaba convencida de que sólo la satisfaría un instructor que fuera de Salzburgo.
—¡Salzburgo! —exclamé, al comprender la verdad—. ¿Mi madre quería encontrarme, pero él no la dejaba?
Pandora asintió y prosiguió.
—Yo tenía un amigo llamado August, o Gustl para abreviar, un joven intérprete de viola que estudiaba en el Conservatorio de Viena y, aparte, daba lecciones de música para pagarse el alquiler. Gustl es de una ciudad que no queda lejos de Salzburgo y sabía que yo tenía familia ahí. Cuando tu madre entrevistaba a los instructores y sacó a relucir el tema de Salzburgo, Gustl me mencionó y así fue como me convertí en profesora de música de la casa Behn.
—Y así fue como Pandora te encontró en Salzburgo —metió baza Zoé—. Por eso madre, Earnest y yo sabemos tantas cosas de ti.
—Pero nunca viniste a verme a Salzburgo —señalé.
—¿Ah, no? —dijo Pandora, arqueando una ceja.
Habíamos llegado al centro del parque. Ahí, en la confluencia de los caminos, se encontraba la noria Ferris que Earnest había mencionado. Parecía hecha de oropel, con sillitas plateadas que se balanceaban, y tan alta que desaparecía por encima de las nubes. Estaba seguro que desde allá arriba, en un día claro, podría verse todo el Ringstrasse, el círculo mágico que rodeaba la ciudad de Viena. Un poco más adelante estaba el carrusel: avestruces, jirafas y ciervos acrobáticos que parecían incongruentes en aquel lúgubre paisaje nevado. Se movía en silencio, de forma misteriosa: el círculo daba vueltas y más vueltas sin que nadie lo empujara, como si los animales nos hubieran estado esperando.
No muy lejos, sentado en un banco de piedra, había un hombre con un chaquetón y una gorra de marinero, de espaldas a nosotros. Echó a correr, como si nos esperara. Agarré a Pandora por el brazo en medio del camino.
¿Por qué me ha tenido mi padrastro alejado de mi madre durante tantos años? —pregunté—. ¿Qué madre lo permitiría? Aunque fuera una prisionera, como dices, seguro que podría haber enviado a escondidas una carta o dos en todo ese tiempo…
Calla —dijo Pandora, impaciente—. Ayer por la noche te dije que corrías peligro. Todos lo corremos, incluso en este lugar solitario, si nos oye alguien. Es por el dinero, Lafcadio, por el dinero de tu padre: el equivalente a cincuenta millones de libras esterlinas en krugerrands sudafricanos de oro y valiosos intereses en minería. Lo dejó todo a tu madre en fideicomiso para que viviera de las rentas hasta su muerte y que pasara a tus manos después. ¿No te das cuenta?, ¡se está muriendo! Él se hizo con el dinero, la obligó a firmar esos papeles de adopción, con la amenaza de dejar de proveer a los tres niños si se negaba. Ahora los remordimientos la atormentan, pues no sabe lo que será de ninguno de vosotros…
—Y Earnest y yo queremos escaparnos contigo. —Zoé terminó la frase por ella.
—¿Conmigo? —objeté, mientras las ideas se me agolpaban en la cabeza—. Pero si yo no me voy a ninguna parte. ¿Adonde podría ir? ¿Qué haría?
—Creía que podías guardar un secreto —riñó Pandora a Zoé. Le arregló un mechón de cabello que le salía del gorrito ribeteado con pieles. Luego, se dirigió a mí y dijo—: Me gustaría presentarte a mi primo Dacian Bassarides, quien te explicará el plan que tenemos en mente. En invierno, es el conservador del Prater. En verano…
Pero yo ya no atendía a sus palabras. El joven con el chaquetón se acercó, me cogió la mano enguantada con las suyas y me sonrió afectuosamente como si compartiéramos un secreto íntimo, ¡como de hecho era el caso! Yo estaba totalmente atónito. Entonces, poco a poco, las piezas empezaron a encajar en su sitio por entre la bruma que envolvía el bosque de mis pensamientos.
No le había contado a nadie mi obsesión privada, que había alimentado como una llama a lo largo de esos solitarios días de mi infancia. Desde que llegué a la escuela en Salzburgo, todos los días iba después de las clases a un bosque que había cerca y tocaba durante horas un pequeño violín, casi un juguete, que me habían regalado de niño. Ni siquiera los profesores de la escuela lo sabían.
Pero existen límites a lo que incluso el más ardiente deseo puede lograr con un instrumento tan precario, por no mencionar el limitadísimo alcance de mi instrucción, que había obtenido escuchando a hurtadillas tras las puertas del Mozarteum. Todo eso cambió un día, hacía casi un año, cuando un hombre joven y atractivo se me acercó por el bosque tocando su propio violín, con compases tan dulces y conmovedores que uno olvidaba que hubiera un violín, como si los sonidos que emitía su alma se mezclaran con el aire en un abrazo largo y apasionado. Le hacía el amor al viento.
Ese mismo día, el joven que me acababan de presentar como el primo de Pandora, Dacian Bassarides, cuyo nombre desconocía hasta ese momento, se había convertido en mi profesor. Nos encontrábamos en el bosque varias veces a la semana y en pocas palabras me enseñó a tocar. Así que ése había sido el mensajero que Pandora y mi madre habían enviado a Salzburgo para que me encontrara.
—Tu madre tiene un «último deseo» para ti, Lafcadio —dijo Pandora mientras subía a Zoé a la plataforma del tiovivo—. Cuando le informamos de tu talento, fue su propósito que te convirtieras en un eran violinista, el mejor del mundo a ser posible. Con ese objeto, ha conservado un fondo privado que tu padrino, el señor Rhodes, había dispuesto para ti de forma separada, un fondo del que tu padrastro no sabe nada. No se trata de una suma demasiado cuantiosa, pero servirá para sufragar tu educación musical cuando estés preparado. Dacian ha aceptado ayudarte los próximos años a prepararte para el conservatorio. Si tu padrastro interrumpiera tu estancia en la escuela, te encontraríamos un lugar para vivir. ¿Te parece bien este plan de tu madre?
¿Que si me parecía bien? En un solo día, mi mundo se había invertido por completo: de un futuro que parecía un campo de prisioneros con mi padrastro como carcelero había dado paso a un fragante lecho de rosas y narcisos donde todas mis fantasías se convertirían pronto en realidad.
Se me hizo muy corto, pero debimos de pasar una hora o más dando vueltas en el tiovivo nevado. Dacian tocaba fragmentos al violín con dedos fríos (no había vapor, explicó, para tocar el órgano de vapor) y Pandora tarareaba el contrapunto a través de la bufanda, de donde su aliento surgía en forma de nubéculas. Zoé bailaba y retozaba por el círculo mientras éste giraba, y Earnest y yo cabalgábamos orgullosos en las monturas que habíamos elegido, un lobo para mí y un águila voladora para él. Mientras tanto, mis dos hermanos me hablaban en susurros de cómo podría ser la vida sin nuestra madre, una cuestión interesante desde mi punto de vista, puesto que describía todo mi pasado.
En cuanto al papel de Pandora en todo ello, o el motivo por el que había elegido a nuestra familia para dispensarle su magia de hada, seguía constituyendo un misterio. Estaba tan eufórico ante la perspectiva de ver mi sueño hecho realidad que no se me ocurrió pensar que habían de transcurrir años antes de que averiguara las respuestas a estas preguntas tan trascendentales.
Mi primera excursión familiar se vio interrumpida por la llegada de otra persona, que se acercó por el camino opuesto al que habíamos recorrido nosotros.
—Dios mío, es Afortunado. Pero cómo nos habrá encontrado aquí —dijo Pandora, que se bajó la bufanda y asió a su primo del brazo.
Esta intrusión en mis sueños no tenía nada de afortunada para mi gusto. Quizás había venido a recogernos y llevarnos a casa. Desde mi posición privilegiada, a lomos del lobo, lo observé mientras se acercaba.
Era delgado, de cara larga y pálida, sin barba ni bigote, y mayor que Pandora; tendría unos veinte años o más. Vestía un traje raído pero bien planchado y una bufanda larga con flecos, tipo artista, e iba sin abrigo a pesar del clima. Llevaba los sedosos cabellos castaños cortados al estilo «romántico», muy a la moda, así que tenía que retirárselos de la cara de vez en cuando. Se golpeaba el pecho con las manos enguantadas para entrar en calor y su aliento dejaba una breve estela tras él. Cuando se acercó, le distinguí los ojos, de un azul tan intenso que resultaba difícil desviar la mirada.
—Te he estado buscando tanto rato que por poco me convierto en un bloque de hielo, Fráulein —gritó hacia Pandora.
—Ven, Afortunado, sube al tiovivo y baila conmigo, por favor —soltó Zoé. Fue cuando comprendí que Afortunado era su nombre.
La miró con un gesto de burla.
—Los hombres de verdad no bailan, Liebchen —le dijo—. Además, tengo que enseñaros algo importante a todos. Lo tenemos que ver hoy. La semana que viene cerrarán el museo Hofburg para limpiarlo y efectuar reparaciones, y estos vieneses son tan gemütlich que, ¿quién sabe cuándo volverá a abrir? Yo ya me habré ido por entonces. Pero tengo entradas para que vayamos todos al Hofburg hoy, ¿qué os parece?
—Siento que hayas salido con este frío, Afortunado —se excusó Pandora—. Pero le prometí a Frau Behn que hoy le mostraría Viena a su hijo. Muy pronto volverá al internado.
—Así que éste es el otro hijo de Behn, el inglés medio bóer —supuso Afortunado.
Aunque no lo corregí sobre mi origen bóer, me extrañó que una persona de clase tan baja que no tenía ni abrigo, ni tan sólo chaquetón como Dacian, conociera a mi familia en Viena.
—Afortunado compartía la habitación con Gustl, Lafcadio —me explicó Pandora—. Gustl es el músico de quien te hablé, el que nos presentó a tu madre y a mí. Se conocen desde la escuela superior y han escrito una ópera juntos.
—Pero hace muchísimo tiempo que no veo a Gustl —comentó Afortunado con una sonrisa. Se montó en el tiovivo en marcha y se abrió paso hasta mi lobo, para añadir de forma casi privada, como si compartiéramos un secreto—: Nuestros caminos son distintos. Gustl se ha desviado hacia lo mundano y yo, hacia lo divino.
Ahora que lo tenía cerca, vi que los ojos de Afortunado eran realmente extraordinarios. Me tenían casi hipnotizado. Me examinó como si su apreciación fuera a decidir el valor total de mi vida y asintió para sí mismo como si le hubiera satisfecho, lo que me hizo sentir feliz por alguna extraña razón. Entonces se volvió hacia Pandora, le cogió las manos entre las suyas y se llevó las puntas de sus dedos a los labios. Pero finalmente se besó el dorso de sus propias manos, una costumbre extraña y muy austriaca que había visto alguna vez en Salzburgo.
—Ya no escribo libretos —prosiguió—. He vuelto a pintar; mis acuarelas han conseguido cierto éxito. Por la festividad de san Miguel, estuve trabajando en unos retoques en las decoraciones doradas de la galería de Rubens, en el museo Kunsthistosches, y una noche pasé por la calle del Hofburg justo antes de que cerraran. Allí fue donde encontré algo de un interés enorme. Desde entonces, he dedicado muchas horas todas las noches a estudiarlo en la biblioteca. He remontado el río hasta Krems y he ido a la abadía de Melk, donde he consultado también la biblioteca, que contiene unos manuscritos muy interesantes, e incluso viajé a Salzburgo para efectuar más investigaciones.
Se volvió hacia mí.
—No creo en las coincidencias, jovencito —me dijo—. Sólo creo en el destino. Por ejemplo, me parecen interesantes los animales que habéis elegido entre todo este surtido inmenso. Águila es Earn en alto alemán antiguo, y Earnest está montado sobre un águila, mientras que el animal que tú has elegido es un lobo. El nombre del primo de Pandora, Dacian, procede de daci, los hombres lobo de la antigua Dacia, una de las primeras tribus cazadoras de Europa. Ya lo ves, el estudio no sólo potencia nuestro intelecto sino el modo en que nos percibimos a nosotros mismos y a nuestra historia. Mi mote, Afortunado, es una especie de broma entre mis amigos y yo. Mi nombre de pila en alto alemán antiguo es Athalwulf, que significa lobo de alta alcurnia, o afortunado, Afortunado Lobo, ¿te das cuenta? Y, originariamente, mi apellido debía de significar lo mismo que bóer: Heideler, «hombre del monte», igual que Bauer, «el que vive de la tierra»…
—Un momento, para el carro, amigo… ¿estás diciendo que ese chico era Adolf Hitler? —grité e interrumpí de lleno la historia de tío Laf con un gesto de la mano, mientras permanecíamos sentados en el comedor del hotel de Sun Valley.
Cuando Laf se limitó a sonreír, miré a Oliver y a Bambi, quienes mostraban una expresión petrificada, como una trucha que acaba de darse cuenta de que ya no respira en el agua.
—Casi había acabado la historia, Gavroche —me reprochó tío Laf.
—Para mí se acabó del todo —le dije, y tras apartar la tortilla de salmón ahumado que había dejado a medias, me dispuse a levantarme.
—¿Adónde vas? —preguntó tío Laf en tono amable.
Oliver se estaba peleando con la servilleta mientras intentaba decidir si era mi invitado o el de tío Laf. Le indiqué que permaneciera sentado.
—Afuera, a dar un paseo —respondí—. Necesito respirar un poco de aire fresco antes de que me pidas que me trague nada más.
—No te pido que te tragues nada, excepto un poco de champán —dijo, todavía sonriente y dándome palmaditas en el brazo sano—. Luego te acompañaré a dar un paseo, ¿o te apetece más un baño? Mientras, tu amigo podría mostrarle a Bambi la montaña. Eso es, si no te importa.
Laf arqueó las cejas a modo de pregunta hacia Oliver, que se puso de pie como un rayo.
Después de una tromba de camareros, abrigos, agradecimientos y abrazos, Bambi y Oliver desaparecieron hacia las laderas, mientras que Laf y yo nos encaminamos hacia la pared externa de cristal de la piscina termal, rodeada de montañas y con el cielo por techo. Volga Dragonoff nos estaba esperando con los trajes de baño.
Cuando por fin estuvimos solos, gozando de las relajantes y humeantes aguas termales, pregunté:
—¿Cómo nos has podido contar una historia tan ridícula como ésa en la comida, tío Laf? Oliver no sólo es amigo mío, sino que también es un compañero de trabajo. A partir de ahora, se imaginará que mis familiares están aún más locos de lo que estáis en realidad.
—¿Locos? Yo no le veo nada de loco a mi historia —objetó Laf—. Era todo la pura verdad, hasta la última sílaba.
Sumergió la cabeza en el agua. Al salir, llevaba los cabellos plateados aplastados hacia atrás, lo que acentuaba la fenomenal estructura ósea de su cara y esos penetrantes ojos azules. Pensé lo atractivo que debió de ser en su juventud. No era de extrañar que Pandora se hubiera enamorado de él. ¿Pero no era eso parte del problema?
—Todo lo que has contado es un mito —indiqué a Laf—, sobre todo en lo concerniente a nuestra familia. Es la primera vez que oigo que tu padre fuera inglés, y mucho menos que tuviera una fortuna que ascendiera a unos cien millones de dólares. Y si Pandora odiaba tanto como dices a mi abuelo Hieronymus, ¿por qué acabó casándose con él ese mismo año, cuando tú tenías sólo doce, y siguió con él el tiempo suficiente para darle un hijo?
—Me imagino la versión que contará Augustus de esta historia —dijo Laf, con la primera nota de cinismo hasta entonces—. Ya que estamos solos, te seré franco. Aunque no me gusta ser yo quien te revele lo de tu abuelo, Gavroche, me has hecho una pregunta, y muy pertinente: por qué Pandora se caso con un hombre tan despreciable.
»Cuando esa tarde volvimos a la casa de Viena, nos comunicaron que mi madre había fallecido en nuestra ausencia. Los dos más pequeños estaban desolados, fuera de sí, y los enviaron pronto a la cama. A la mañana siguiente, antes del amanecer, varios criados me condujeron hasta el tren y me llevaron por la fuerza de vuelta a Salzburgo.
Ese día fue el último que vería a Pandora en mucho tiempo, porque se la llevaron de Viena y luego estalló la Primera Guerra Mundial. Hasta cinco años más tarde no supe que mi padrastro la había violado esa misma noche, más de una vez. Que la había obligado a casarse con él, amenazándola de revelar cosas que la pondrían en grave peligro tanto a ella como a su familia.
—¿Qué estás diciendo? —exclamé—. ¿Te has vuelto loco?
—No, pero es cierto que en ese momento temí perder el juicio —respondió con una sonrisa agridulce. Y por el modo en que lo dijo supe que era verdad, y me pregunté por qué nadie me lo había contado antes.
—¿Por qué no terminas la historia, tío Laf? Siento lo que dije antes. De verdad que me gustaría saberlo todo —le pedí, tras moverme por el agua para ponerle una mano en el hombro.
—Déjame que empiece de nuevo: Afortunado estaba sentado con nosotros en el carruaje hacia Hofburg para ver las colecciones de armas y el descubrimiento de un tesoro antiguo, misterioso y fascinante…
LA ESPADA Y LA LANZA
A lo largo de muchos siglos, los Habsburgo de Austria habían formado un imperio inmenso gracias a una serie de brillantes matrimonios con mujeres que eran herederas de países como España, Hungría y otros. El palacio de invierno de los Habsburgo, que ahora forma parte del Hofburg, fue convertido en museo para mostrar al público las joyas, la plata y las muchas colecciones acumuladas durante siglos por la casa real.
Esa colección, una de las más extensas del mundo, tenía un interés especial para Afortunado. Había dicho que creía en el destino, y en el carruaje, de camino hacia el museo, nos recalcó a los niños que el destino del pueblo de habla alemana nunca debería haber estado sujeto al gobierno de esta dinastía de matrimonios mixtos, que había generado la población variopinta que veíamos por las calles de la capital. Pero eso forma parte de otra historia sobre Adolf que, por desgracia, todo el mundo conoce.
Lo que viene más al caso, Afortunado había descubierto en el Hofburg dos reliquias que le habían fascinado: una espada y una lanza.
Estos dos objetos, que consideraba tan antiguos y valiosos, estaban relegados de forma sorprendente a un rincón, en una simple vitrina de cristal, casi como abandonados. La espada era larga y curva, con una empuñadura con aspecto más medieval que antiguo. La lanza era pequeña, negra y discreta, con una rudimentaria cazoleta del color del latón, que mantenía unido el mango y el asta. Los niños las contemplamos un rato, hasta que Earnest le pidió a Afortunado que nos contara su importancia.
—Estas piezas —dijo en una voz casi de ensueño— se remontan a dos mil años como mínimo, puede que mucho más. Es de sobra conocido que ya existían en tiempos de Cristo y es muy probable que las manejaran sus propios discípulos. Se cree que la espada es la que blandió san Pedro en el huerto de Getsemaní para cortar la oreja al guardia del templo. Jesús le dijo que la envainara porque «quien a hierro mata a hierro muere».
»Pero la lanza es todavía más interesante —prosiguió Afortunado—. La llevaba un centurión romano llamado Cayo Casio Longino, que se encontraba bajo las órdenes de Poncio Pilatos. Longino atravesó el costado de Cristo con esta misma lanza, para asegurarse de que estaba muerto y vieron cómo le manaba el líquido de la herida…
Contemplé la cara larga y pálida de Afortunado reflejada en el cristal de la vitrina ante nosotros. Seguía como en sueños, con la mirada perdida en aquellas armas. Tenía las pupilas dilatadas, lo que exageraba la cualidad hipnótica de esos intensos ojos azules tras las pestañas tupidas y oscuras. Pero Pandora, que estaba en el lado opuesto de la vitrina, rompió el hechizo.
—En la tarjeta que hay aquí dentro —nos informó con frialdad— dice que se supone que la espada perteneció a Atila rey de los hunos, y la lanza a Federico I Barbarroja, personajes destacados de la historia germánica y el mito teutón. También pone que según dice la leyenda, cuando esas armas han obrado en poder de un solo guerrero, como al parecer fue el caso de Carlomagno, ese guerrero se ha convertido en el líder de todo el mundo civilizado.
—¿Es por eso que los Habsburgo gobiernan en tantos países? Porque ahora les pertenecen las dos, ¿no? —pregunté a Pandora, entusiasmado por ese pequeño apunte de los misterios de la antigua leyenda.
Pero Afortunado, cuyo trance al parecer también se había roto, respondió por ella.
—Dice que debe poseerlas un guerrero —soltó—. Los llamados Habsburgo hacen honor a su nombre: una percha de halcón, pero no un halcón. Se posan siempre que pueden y despluman a otros para preparar su nido. No son cazadores, ni líderes de un pueblo valiente y orgulloso. Por lo que he averiguado, no basta con poseer estos dos objetos para el tipo de poder del que habláis. Existen muchas otras reliquias, antiguas como el polvo de los eones, y sólo cuando estén todas reunidas en las manos de un hombre se transformará el mundo entero. Creo que ese momento se acerca.
Los niños observamos con respeto renovado las dos armas de la vitrina. Pero en mi fuero interno me preguntaba cómo podría tener lugar tal transformación si el resto de «tesoros antiguos» era tan frágil, estaba igual de deteriorado y tenía un aspecto tan poco importante como esos dos objetos.
—Si se acerca el momento —dijo una voz baja desde detrás de mi hombro—, entonces seguro que sabes cuáles son los otros objetos que andas buscando.
Nos volvimos y vimos que quien hablaba era el primo joven de Pandora, mi profesor de violín, Dacian Bassarides, que había permanecido tan silencioso durante todo el viaje que casi lo habíamos olvidado.
Afortunado asintió con la cabeza, entusiasmado.
—Creo que hay trece en total. Unos son platos, otros prendas de vestir, útiles o implementos bélicos, hay una piedra preciosa y una especie de juego de azar. A pesar de que mis estudios me han indicado cómo pueden haber sido encubiertos a través de los años, estoy seguro de que la última vez que estuvieron juntos fue en la época de Cristo: en otras palabras, en la última nueva era. Por ese motivo proseguí mis estudios en Melk y en Salzburgo, porque aquí en el río y en la parte alta de las montañas de Salzkammergut se sitúan los lugares de nuestra tierra donde habitaron los pueblos antiguos, y sabía que el mensaje que buscaba no podía andar lejos. Y encontré información escrita en las runas…
—¿Las runas? —dije, incómoda. Vi que Laf no sólo se había detenido, sino que parecía haberse desplazado a otro mundo.
—Un manuscrito en runas. Supongo que es «algo» que Sam te dejó en su testamento —dijo Laf, regresando del mar de sus terribles recuerdos—. Afortunado, o Adolf, quería recopilarlo y descifrarlo ya entonces, en vísperas de la Primera Guerra Mundial en Viena, una tarea que yo esperaba que no consiguiera nunca. Pero otra persona lo hizo.
—Me parece que no lo tengo gracias a Sam —dije, aunque no podía desvelar que Sam seguía vivo ni que había hablado con él—. En cambio he recibido un documento escrito en runas de manos de un amigo tuyo, aunque todavía no he tenido ocasión de…
—¿Un amigo mío? —preguntó Laf—. ¿Qué amigo?
—Wolfgang Hauser, es de Viena…
—¿Qué me estás diciendo, Gavroche?
A través del vapor vi que la cara de Laf palidecía bajo su bronceado.
—Wolfgang Hauser no es amigo mío —prosiguió—. ¿Cómo ha podido conseguir ese manuscrito? ¿De dónde lo habrá sacado?
No sé si mi expresión reveló hasta qué punto me sentía aturdida, pero cuando miré a Laf, me preguntó:
—Oh, Gavroche, pero ¿qué has hecho?
Esperaba que la respuesta no acabara siendo «meter la pata hasta el fondo», aunque empezaba a tener toda la pinta.
—Tío Laf, quiero que me digas quién es exactamente Wolfgang Hauser, y cómo lo conociste —dije, seleccionando con mucho cuidado las palabras a pesar de que estaba del todo segura de que no quería oír la respuesta.
—No lo conozco —me informó Laf—. Sólo lo he visto un par de veces. Es un favorito de Zoé, uno de esos jóvenes atractivos que le gusta llevar como adornos colgados de la muñeca.
Me aplaudí a mí misma por mantenerme impasible ante esta cruel descripción de la última gran pasión de mi vida, así como por pasar por alto el hecho evidente de que se podría hacer el mismo comentario acerca de tío Laf y Bambi.
—Conozco a tu tía Zoé, sin embargo —continuó Laf—. No fue nunca la reina de la noche que le gustaba aparentar, muy al contrario. Eso fue una forma inteligente de venderla, un programa de propaganda concebido a la medida de Zoé, la bailarina más famosa de su época, por el vendedor más inteligente de nuestro siglo. Ella y su benefactor se pasaron décadas intentando conseguir el manuscrito de Pandora, quien de verdad lo había reunido. Quizá ya hayas adivinado que el mentor de Zoé, su mejor amigo y confidente más próximo durante veinticinco años, no fue otro que Adolf Hitler.
Laf se detuvo y me observó. Para entonces ya tenía el corazón en un puño y comprendí que tenía que salir del calor de la piscina o acabaría desmayándome. Las siguientes palabras de Laf parecieron retumbar a través del agua.
—Es imposible que Zoé o Wolfgang Hauser tengan una copia de ese manuscrito. Cualquier cosa que perteneciera a Earnest, él la protegió toda su vida. —Luego, tras una pausa, añadió—: Espero que no se lo hayas confiado a Hauser, Gavroche, o que siquiera lo hayas dejado sin vigilancia en la misma habitación que él. Si lo has hecho, has puesto en peligro todo aquello por lo que Pandora y Earnest arriesgaron sus vidas, y que puede habérselas costado, como a tu primo Sam.