LA VERDAD
Si las circunstancias me conducen a ello, encontraré donde se oculta la verdad, aunque esté oculta en el centro.
SHAKESPEARE,
Hamlet
JESÚS: Para esto nací, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es discípulo de la verdad, me escucha a mí.
PILATOS: ¿Qué es la verdad?
Evangelio según san Juan 18, 37–38
Por lo tanto, el esfuerzo de llegar a la verdad y, en especial, a la verdad sobre los dioses, es una nostalgia de lo divino.
PLUTARCO
Obras morales
Es una especie de hobby que tengo: la verdad.
CARY GRANT, en el papel del experto ladrón
John Robie en Atrapa a un ladrón
Judea: primavera del año 33 d. C.
EL PRIMER APÓSTOL
Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena… y ellos [sus discípulos], al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron.
Evangelio según san Marcos 16, 9–10
—¿Pero qué es la verdad? ¿Cómo pretende José de Arimatea que recordemos algo que pasó hace más de un año? —preguntó Juan Zebedeo a su hermano mayor Santiago.
Los hermanos habían dejado atrás el puerto de Joppa y el barco en el que Santiago acababa de regresar de su misión de un año en Celtiberia. Tomaron la carretera rocosa que abandonaba la ciudad.
—Cuando visité las islas de Britania con José —afirmó Santiago—, me comentó que a su entender había algún elemento clave que faltaba en la historia de los últimos días del Maestro. Ya sabes que el Maestro decía siempre que su legado consistiría en compartir sus «misterios» con sus discípulos más verdaderos. A José se le ocurrió que quizás el Maestro, al darse cuenta de que el tiempo que le quedaba con nosotros era corto, impartió esos secretos, pero como hablaba en parábolas, ninguno de nosotros captó el significado que se escondía en sus palabras.
»Por eso me he apresurado a venir desde Celtiberia para traer la carta en que José pide a Miriam de Magdala que investigue este asunto. Y espera que nosotros, tú, Simón Pedro y yo, como los tres sucesores elegidos del Maestro, le ofrezcamos nuestro apoyo.
Santiago y su hermano menor, Juan Zebedeo, junto con sus asociados Simón Pedro y su hermano Andrés, habían sido los primeros discípulos que el Maestro reclutó para su misión. Cuando los encontró por las costas del lago Galilea, les pidió que dejaran las redes y lo siguieran: él les enseñaría a convertirse en «pescadores de hombres». Así que los hermanos Zebedeo, los primeros elegidos, esperaban recibir un trato especial. Y en efecto, siempre lo habían recibido, al menos hasta hacía poco tiempo.
Ese año le había costado un alto precio, pensó Juan con amargura. Su hermano mayor había estado fuera demasiado tiempo y a él todavía le quedaba mucho que aprender.
—¿Podrías explicarme qué tiene que ver Miriam de Magdala en todo esto? —preguntó Santiago—. ¿Por qué tiene que ser ella el mensajero oficial?
—José siempre ha apoyado a Miriam en su reivindicación de ser el primer apóstol: la primera en ver al Maestro tras su muerte, resucitado de la tumba esa mañana en el huerto de José, en Getsemaní —respondió Santiago—. Siempre que José se refiere a Miriam, la sigue llamando el Primer Mensajero, apóstol de los apóstoles. Y tanto si creemos que el Maestro honró de tal modo a Miriam, como si no lo hacemos, a fuer de honestos debemos admitir que ese tipo de cosas no era contraria a su carácter. Lo cierto es que no se diferenciaría demasiado de los honores que el Maestro dispensó constantemente a Miriam a lo largo de su vida.
—¡Honores y besos! —saltó Juan—. Todo el mundo sabe que yo era el discípulo más querido del Maestro. Me trataba como si fuera su hijo y me abrazaba más a menudo incluso que a Miriam. ¿No me encomendó a mí el cuidado de su madre cuando él muriese, como si fuera su propio hijo?
»Y el Maestro dijo que tú y yo beberíamos de su cáliz cuando llegara el reino de los cielos, un honor tan grande como cualquiera de los que concedió a Miriam.
—Me da miedo esa copa, Juan —dijo Santiago en voz baja—. Quizás harías bien en temerla también.
—Todo ha cambiado desde que te fuiste de Judea, Santiago —dijo el hombre más joven—. Incluso nuestro triunvirato ha dejado de existir. Pedro afirma que sólo una «roca» puede ser la piedra angular y que él fue el elegido por el Maestro. Existen facciones, celos, resentimientos, el amigo se enfrenta al amigo. Si este último año te hubieras quedado aquí, en Jerusalén, puede que las cosas no hubieran alcanzado esta situación deplorable.
—Lamento oír eso —afirmó Santiago—. Pero seguro que las cosas no han cambiado tanto que no se puedan remediar.
Puso las manos en los hombros de su hermano menor, tal como solía hacerlo el Maestro. Una oleada de pesar invadió a Juan. ¡Como echaba de menos la simplicidad y la fortaleza del Maestro!
—No lo entiendes, Santiago —dijo Juan—. Miriam se ha convertido en la espina particular de Pedro. Lleva muchos meses recluida en Betania, con su familia, y no la ve nadie. Pedro se siente más molesto que nunca con ella, por la relación especial que la unía al Maestro. Lo ha cambiado todo por su causa: las mujeres no predican ni curan, ni siquiera van de misión al extranjero, a no ser que las acompañe un apóstol varón.
»Y deben llevar los cabellos cubiertos, porque se dice que la tentación de la falta de recato y las libertades permitidas cuando el Maestro estaba vivo eran demasiado grandes y llevarían a la mayoría de mujeres a la lascivia.
—Pero ¿acaso intentas decirme que Simón Pedro ha creado estas normas por decisión propia? —le interrumpió Santiago.
—Con el apoyo de otros, aunque te aseguro que yo no figuro entre ellos. Santiago, tienes que comprender que mientras tú y José buscáis la verdad, otros se consideran en posesión de ella. Se está hilando una saga para explicar cada palabra y cada acción del Maestro y, muchas veces, lo hacen precisamente aquellos que nunca lo comprendieron o incluso ni tan sólo lo conocieron.
»Esas historias crean confusión, son contradictorias y, a veces, mentiras descaradas. Se ha llegado a sugerir, por ejemplo, que los siete demonios que el Maestro expulsó de Miriam no eran meros castigos de orgullo o vanidad por su educación o belleza, sino que eran algo mucho peor, algo corrupto…
—¿Pero, cómo pueden permitirlo? —exclamó Santiago—. ¿Cómo puede Pedro permitirlo? ¿No teme que el Maestro le prohíba la entrada en el reino?
—Recuerda que Simón Pedro es quien tiene las llaves del reino —dijo Juan con una sonrisita amarga—. Se las dio el Maestro, tal como él se encarga de recordar a todo el mundo. Como ves, hermano, has llegado en el momento preciso.
Brigantium: verano del año 34 d. C.
LAS PALABRAS
Se levantará nación contra nación, y reino contra reino… surgirán falsos cristos y falsos profetas… el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, y las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas.
Es menester que el evangelio sea predicado a todas las naciones… El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
JESÚS DE NAZARET
Evangelio según san Marcos 13, 8–31
José de Arimatea se encontraba en lo alto de un acantilado, sobre la bahía de Brigantium, observando la última luz del ocaso occidental, mientras el barco de Santiago Zebedeo avanzaba hacia la niebla y se desvanecía en el mar. Brigantium, antes el centro de culto de la gran diosa celta Brígida, era el último puerto celta del continente que seguía existiendo desde tiempos remotos. Gran parte de Iberia había obrado en poder de los romanos durante cientos de años, desde las guerras púnicas. Pero esta alejada sección noroccidental no fue tomada hasta la reciente época de Augusto, en medio de gran amargura y derramamiento de sangre, y el coraje de los nativos distaba mucho de haber sido reducido.
Daba lo mismo que se les llamara celtas, keltoi, gallegos, gálatas, galli o galos: estas tribus paganas, como los romanos los consideraban, habían dejado su huella en civilizaciones desde ahí hasta la lejana Frigia, muchas de ellas fundadas por ellos mismos. Los excelentes artesanos celtas seguían influyendo en los menestrales desde Escandinavia a Mauritania; los gallardos guerreros celtas habían hostigado el continente con tantas invasiones a lo largo de los años, que los romanos habían diseñado, sólo para contenerlos a ellos, el sistema de legiones que controlaba la mayor parte del mundo. Y la función de conservar su historia y su fe, de mantener vivas sus palabras, recaía sobre los druidas, hombres como el que en ese momento se encontraba junto a José en el acantilado.
La niebla fría y oscura que siempre envolvía esa costa, incluso en verano, engulló el barco. Pero desde ahí arriba, José distinguía aún la playa, con la superficie sólo hollada por los embates de las olas, cuyas líneas finas desaparecían las unas bajo las otras, de modo muy parecido a las palabras del Maestro, pensó.
Aunque el Maestro les había pedido siempre que no grabaran sus palabras en piedra sino que las conservaran en sus pensamientos, cabía en lo posible que esas palabras hubieran desaparecido de la mente de los hombres, porque no había ningún drui, como su acompañante, preparado para mantenerlas vivas en su corazón.
Si ése era el caso, tal vez lo único que quedara de las palabras del Maestro fueran las que Miriam de Magdala había reunido durante el año anterior y que ahora yacían selladas dentro del ánfora de arcilla en la red de pescar que tenía a los pies: los recuerdos de aquellos que habían visto y oído al Maestro durante su última semana en la tierra.
José y el drui habían ascendido bajo la niebla fría y húmeda de verano hasta este mirador aislado para observar la partida del barco antes de comentar su propia misión. José se volvió por primera vez hacia su acompañante.
A la luz sesgada del ocaso, la cara angulosa y ruda del drui poseía el tinte del cobre bruñido. Llevaba los cabellos de color rojizo peinados en muchas trenzas de gran complejidad que le caían sobre los anchos hombros y el corpulento pecho. Aunque vestía la túnica celta holgada, al igual que José, sobre un hombro llevaba sujeto con un broche dorado un manto elaborado por completo con pieles de zorro, la insignia de una persona importante del clan del zorro. Su cuello y brazos musculosos estaban rodeados por los gruesos e intrincados torques de oro labrado que siempre lucía y que indicaban la condición de un príncipe o de un sacerdote: como drui, se le consideraba ambas cosas.
Era Lovernios, príncipe de los zorros, un hombre en quien José había confiado a lo largo de toda su vida y, a excepción del Maestro, el más sabio que había conocido. José esperaba que su gran sabiduría les permitiera superar la crisis que se les avecinaba.
—Ya casi se ha acabado, Lovern —dijo José.
—Acabado, quizá —respondió Lovernios—. Pero cada final implica un inicio, como Esus de Nazaret me indicó cuando lo trajiste a vivir con nosotros, de niño. Dijo que durante sus viajes contigo había aprendido que todo el mundo se resiste a los cambios. —Y con una sonrisa inquisitiva añadió—: Me gustaría saber si entiendes lo que eso significa.
Supongo que significa —respondió José—, que al igual que Miriam de Magdala, eres de la opinión que el Maestro está vivo: que experimentó la transformación de la muerte pero, aun así, sigue de algún modo entre nosotros.
—Recuerda esta frase: «Siempre estaré con vosotros, hasta el fin del mundo» —se limitó a decir el drui, encogiéndose de hombros.
—En espíritu, sí, es posible —concedió José—, pero no que eche a andar y se ponga la carne como si fuera una capa, como afirman algunos. No, mi sabio amigo, no es una superstición primitiva lo que me ha traído hasta aquí. Voy en pos de la verdad.
—Lo que buscas, amigo mío —dijo Lovernios, sacudiendo la cabeza—, no lo encontrarás nunca en esas vasijas de arcilla que están a tus pies: sólo contienen palabras.
—Pero fuiste tú mismo el primero en enseñarme la magia que los druidas confieren a las palabras —objetó José—. Dijiste que las palabras poseen en sí mismas el poder de matar o de curar. Rezo para que alguno de estos recuerdos revele el último mensaje que nos transmitió el Maestro, al igual que él rezaba para que sus palabras no cayeran en el olvido.
—La escritura no facilita la memoria, sino que la destruye —afirmó Lovernios—. Ése es el motivo de que nuestro pueblo limite el uso del lenguaje escrito a las funciones sacramentales: proteger o santificar un lugar, destruir a un enemigo, invocar a los elementos, o realizar magia. Las grandes verdades no pueden ponerse por escrito, ni grabar las ideas en piedra. Puedes abrir tus vasijas de arcilla, amigo mío, pero sólo encontrarás recuerdos de recuerdos, sombras de sombras.
—Ya en su infancia, el Maestro contaba con la memoria de un drui —dijo José—. Se sabía la Tora de memoria y era capaz de recitarla sin descanso. En los viajes largos por mar, solía leerle historias y también las memorizaba. Su favorita era las Odas Píticas de Píndaro, en especial la frase: «Kairos y la ola no esperan a nadie». En griego, hay dos palabras para «tiempo»: chronos y kairos. La primera alude al tiempo, según el sol cruza los cielos. Pero kairos significa el «momento necesario», el instante crítico en que uno debe subirse a la ola o ser arrasado por ella y quedar totalmente destruido. Era este segundo significado el que el Maestro consideraba tan importante.
»La última vez que lo vi, cuando fui a decirle que le había preparado un asno blanco como me había pedido para que lo montara en su entrada en Jerusalén al domingo siguiente, me dijo: “Así pues, está todo hecho, José, y yo iré a encontrarme con mi kairos”. Ésas fueron las últimas palabras que me dijo antes de morir.
José parpadeó para hacer caer las lágrimas de los ojos y tragó con fuerza. Luego, añadió en un susurro:
—Le echo mucho de menos, Lovernios.
El príncipe celta se volvió hacia José. A pesar de que los dos eran de la misma edad y casi de igual estatura, lo rodeó con los brazos y lo meció como a un niño, igual que el Maestro solía hacer cuando las palabras parecían insuficientes.
—Entonces sólo nos cabe esperar que esos destellos de palabras, aunque no todos sean ciertos, sirvan al menos para aliviar el dolor de tu corazón —dijo Lovernios por fin.
José miró a su amigo y asintió. Luego se agachó hacia la red y extrajo el ánfora que Miriam había marcado como la primera de la serie. Rompió el sello del recipiente de arcilla, sacó el rollo, lo abrió y empezó a leer en voz alta:
A: José de Arimatea
en Glastonbury, Britania
De: Miriam de Magdala
Mi muy amado José:
Muchas gracias por tu carta, que Santiago Zebedeo me trajo tras visitarte. Lamento haber tardado un año entero en cumplir tu petición, pero como sin duda Santiago ya te habrá contado, por aquí todo ha cambiado, todo.
¡Oh, José, cómo te echo de menos! Y qué agradecida te estoy por haberme encomendado esta tarea. Pareces ser el único que recuerda lo mucho que el Maestro confiaba en las mujeres. ¿Quiénes si no las mujeres, financiaron su misión, le ofrecieron cobijo, viajaron, enseñaron, curaron y velaron a su lado? Junto con su madre Miriam, lo seguimos en su camino hacia Gólgota, lloramos bajo la cruz hasta que murió y fuimos al sepulcro a lavar su cuerpo y amortajarlo con hierbas especiales y con el delicado lino de Magdala. En resumen, las mujeres fuimos las únicas que permanecimos con el Maestro hasta el fin. Incluso más allá del fin, hasta que su espíritu ascendió a los cielos.
José, perdona que te revele estos sentimientos turbulentos. Pero cuando llegaste hasta mí a través de las aguas con tu carta, me sentí como una mujer que se ahoga y es rescatada en el último instante. Estoy de acuerdo contigo en que algo importante sucedió durante los últimos días del Maestro y todavía lamento más no poder acudir a Britania de inmediato como deseas. Pero esta demora podría resultar una bendición, porque he descubierto algo que no se menciona en ninguno de los recuerdos que he recuperado para ti: está relacionado con Efeso.
La madre del Maestro, que ha sido como una madre para mí, está tan inquieta como el resto de nosotros al ver en lo que se ha convertido el legado de su hijo en tan poco tiempo. Está decidida a trasladarse a Éfeso, en la costa jónica, y me ha pedido que la acompañe y me quede con ella este año hasta que se haya establecido totalmente.
Su protector, el joven Juan Zebedeo, a quien el maestro solía llamar parthenos, o «virgen que se sonroja», parece un hombre adulto.
Nos ha construido una casita de piedra en Ortigia, en la montaña de la Codorniz, en las afueras de la ciudad: ¿quizá lo recuerdas de tus viajes? Estoy segura de que el Maestro sí, porque él mismo eligió ese lugar y se lo dijo a su madre poco antes de morir. Es extraño que escogiera ese sitio: me han dicho que la casa está sólo a un tiro de piedra del pozo sagrado que, según creen los griegos, señala el punto donde nació su diosa Artemisa (o Diana, como la llaman los romanos). Pero aún hay más.
Todos los años, en la fiesta de Eostre, el equinoccio de primavera, cuando se celebra el nacimiento de la diosa, Ortigia se convierte en centro de peregrinación de todo el mundo griego. Los niños recorren la montaña en busca de los legendarios huevos rojos de Eostre, símbolos de suerte y fertilidad, consagrados a la diosa. Resulta irónico que esta festividad se celebre durante nuestra Pascua: la misma semana en que hace dos años murió el Maestro. Así que esta diosa pagana y sus ritos parecen estar relacionados con el recuerdo de la muerte del Maestro y también con lo único que, como te dije, falta en todos los otros relatos: una historia que el Maestro nos contó en la montaña, el día que viniste a mi casa hace dos años, cuando regresaste después de haber pasado un año en el mar.
—Cuando era joven —nos contó el Maestro esa mañana, en lo alto del prado floreado—, viajé a muchos países y conocí muchos pueblos extranjeros. Aprendí que las personas del norte poseen una palabra para lo que consideran cierto: «dru», que también significa creencia, y «troth», promesa. Así que, como en nuestra tradición judaica, la verdad, la justicia y la fe son una misma cosa, y los sacerdotes son también los legisladores. Del mismo modo que nuestros antepasados en épocas remotas, cuando uno de sus sacerdotes imparte justicia, se sitúa bajo el duru, el árbol que nosotros llamamos roble. Sus sacerdotes reciben el nombre de D’rui o D’ruid, en plural, que significa «el que revela la verdad».
»Al igual que los antiguos hebreos, estos hombres del norte consideran sagrado el número trece, el número de meses que tiene un año según el calendario lunar. Como la decimotercera luna señala el fin del año, ése es el número que identificamos con el cambio, el número de un nuevo ciclo, el número del renacimiento y la esperanza. Este número en sí es la esencia de la verdad en la historia de Jacob, que luchó con el ángel de Dios y fue transformado en “Israel”. Como todo el mundo tiende a olvidar, nuestro antepasado Jacob no tuvo doce hijos, sino trece.
Luego, como si lo hubiera explicado todo con gran claridad y la sesión hubiera finalizado, el Maestro pareció retirarse a un reino interior, y se volvió, dispuesto a partir.
—Pero, Maestro —gritó Simón Pedro—. Debe de haber algún error. Admito que desconozco por completo estos hombres del roble de quienes hablas. Pero entre nuestro propio pueblo, la Tora establece que hay doce tribus de Israel, no trece como has dicho. ¡Es algo que jamás ha sido puesto en duda!
—Pedro, Pedro, Dios te dio orejas. ¡Deberías recompensárselo usándolas! —dijo el Maestro, que reía a la vez que estrujaba el hombro de Pedro.
Al ver a Pedro cabizbajo, el Maestro añadió:
—No he dicho nada de trece tribus; sólo he mencionado trece hijos. Escucha la historia con nuevos oídos: pregúntate por qué ese hecho debería representar la esencia de la verdad que yo estaba buscando.
El Maestro se dirigió hacia donde yo estaba sentada con los demás, en el amplio círculo de hierba, me puso una mano en la cabeza y me sonrió.
—Puede que un día Miriam halle la respuesta —dijo el Maestro a Pedro—. Siempre he considerado a Miriam el decimotercer discípulo. Pero un día ella será mi primer apóstol: trece y uno, la finalización de un ciclo. Alfa y omega, el primero y el último. —Y finalmente añadió, como si se le ocurriera en el último momento—: El hijo olvidado de Jacob, del que os he hablado, se llamaba Dina. A mi entender, Dina encarna en ella misma la esencia de la verdad en la historia. Su nombre, como el de su hermano Dan, significa juez.
El Maestro adoptó esa sonrisa extraña, se volvió y bajó la montaña, y nosotros lo seguimos.
José, sabes tan bien como yo que el Maestro nunca usaba una parábola o una paradoja para confundir e impresionar: su método siempre tenía un motivo. Creía que sólo si buscábamos la verdad y llegábamos a ella por nuestros propios medios, comprenderíamos del todo la verdad que encontráramos, la absorberíamos y formaría parte de nosotros.
Esa mañana el Maestro dejó claro que el número trece estaba relacionado con el calendario lunar hebreo y, por lo tanto, con el concepto de cambio estacional. ¿Pero por qué no mencionó también lo que sin duda sabía: que el nombre romano de Dina es Diana? ¿Y por qué no nos contó el plan que te he comentado: que quería que su madre viviera un día en un robledo famoso de Ortigia? ¿Que su casa se alzaría junto a un pozo en el punto exacto donde nació la diosa de la luna, Artemisa, llamada también Diana de los efesios, patrona de las fuentes y los pozos, cuyos ritos se realizan en robledos en todo el mundo griego? No, no puede ser casualidad que fuera la última historia que el maestro contó a su rebaño en lo que resultó ser el último día en que estuvimos todos reunidos. El único error fue mío, al no darme cuenta antes.
José, sé que esta historia y los informes que te mando proporcionarán forraje abundante a tu mente y que, antes de que nos volvamos a ver, ya lo habrás digerido por completo. Yo, por mi parte, procuraré averiguar más cosas sobre los motivos privados del Maestro, porque estoy convencida de que los tuvo, al enviar a su madre al hogar de esta famosa diosa efesia. Quizá tú y yo juntos podamos encontrar la parte del nudo que falta para atar entre sí estos acontecimientos, aparentemente diversos y diseminados, de los últimos días del Maestro.
Por ahora, José, esperó que Dios te acompañe y te envío mis ojos, mis oídos, mi corazón y mi bendición, para que puedas ver, oír, amar y creer como el Maestro deseaba que hiciéramos.
MIRIAM DE MAGDALA
Cuando José levantó los ojos de esta carta, el sol había descendido bajo el horizonte, manchando el mar del color rojo de la sangre. La niebla se arremolinaba sobre las aguas como vapores sulfúricos que se elevaran de las profundidades. Lovernios estaba a su lado, en silencio y con la mirada puesta en la impresionante vista, como perdido en sus pensamientos.
—Hay algo en ese relato que Miriam no menciona —dijo José—. Si bien es cierto que Dina era uno de los trece hijos de Jacob, no fue la decimotercera en nacer. En la Tora, la secuencia de nacimiento, por lo menos entre los hijos de una tribu, es muy importante. Dina fue la última hija nacida de la esposa de mayor edad de Jacob, Lía, pero no la decimotercera.
—Así pues, ¿tu antepasado tenía más de una esposa? —preguntó Lovernios con interés. La poligamia entre los keltoi era poco frecuente, e inaceptable en la clase de los druidas.
—Jacob tuvo dos esposas y dos concubinas —explicó José—. Ya te dije que la memoria del Maestro era notable, en especial en lo que concierne a la Tora. Todos los números de la Tora son importantes, porque el alfabeto hebreo, como el griego, se basa en números. Estoy de acuerdo en que el Maestro quería que viéramos la historia de Dina desde muchos ángulos.
—Cuéntamela entonces —pidió Lovernios.
Anochecía y la niebla cubría la playa. Pronto oscurecería, de modo que Lovernios recogió algunos arbustos y unas cuantas ramas, e hizo chocar el sílex que había sacado de la bolsa para preparar con rapidez una hoguera improvisada. Los dos hombres se sentaron en una roca cercana y José empezó su relato.
LA DECIMOTERCERA TRIBU
La historia se inicia cuando nuestro antepasado Jacob era un hombre joven. Por dos veces, Jacob había robado a su hermano gemelo Esaú, mayor que él, su derecho de primogenitura. Cuando supo que Esaú había amenazado con matarlo en cuanto su padre muriera, Jacob huyó de la tierra de Canaán y partió rumbo al norte, hacia el país de la tribu de su madre. Al llegar a las montañas cercanas al río Eufrates, lo primero que vio fue a una hermosa pastora que llevaba las ovejas a un pozo, y se enamoró de ella. Se trataba de su propia prima, Raquel, la hija menor del hermano de su madre, Labán. Sin demora, Jacob pidió la mano de la chica en matrimonio. Jacob tuvo que trabajar siete años para su tío para ganarse a Raquel como esposa. Pero al amanecer siguiente a la noche de su boda, descubrió que lo habían engañado: la mujer con la que había yacido esa noche había sustituido a Raquel aprovechando la oscuridad; se trataba de su hermana bizca, Lía, que según la costumbre del norte, debía casarse antes por ser la mayor. Cuando su tío Labán le ofreció a Raquel como segunda esposa, Jacob accedió a pagar su dote trabajando siete años más en los campos de Labán. El número siete constituye también un número importante en la historia de nuestro pueblo. Dios creó el mundo y descansó al séptimo día. El número siete señala el cumplimiento y la finalización de todas las empresas creativas, el número de la sabiduría divina. Por lo tanto, es importante que el número siete corresponda a la secuencia de nacimiento de la única hija de Jacob, como también lo son los eventos clave que llevaron a su nacimiento:
Mientras Dios desoía el deseo de Raquel de tener hijos, su hermana Lía dio a luz a cuatro varones. Raquel ofreció a Jacob su criada Bilhá, quien le dio dos hijos varones más. Puesto que Jacob ya no acudía a la cama de Lía, ésta le ofreció su propia criada Zilpá, que también tuvo dos hijos de Jacob, mientras que la infeliz Raquel seguía estéril. Pero las cosas iban a cambiar.
Un día, el hijo mayor, Rubén, encontró unas mandrágoras en los campos de trigo y se las llevó a su madre, Lía. Las mandrágoras favorecen la concepción y están asociadas a la tentación de Eva. Raquel le pidió a Lía que las compartiera con ella, pero Lía sólo accedió con la condición de recuperar los favores de Jacob como esposo. La desesperada Raquel consintió, tras lo cual Lía dio a luz a dos hijos varones más. Y entonces fue cuando se produjo el acontecimiento crucial. El séptimo y último hijo de Lía, el decimoprimero de los hijos de Jacob, fue una niña, que recibió el nombre de Dina.
Al nacer Dina, la fertilidad de Lía y la esterilidad de Raquel tocaron ambas a su fin. El primer hijo de Raquel, José, más adelante virrey de Egipto, se convirtió por tanto en el duodécimo hijo de Jacob. Y su último hijo fue Benjamín, cuyo alumbramiento provocó la muerte de Raquel y significó el final del ciclo familiar. Su número era el trece.
La secuencia en que nacieron los niños, el modo en que Jacob los bendijo antes de morir e incluso el modo en que, más adelante, Moisés bendijo a las tribus en el desierto son importantes, como bien es sabido, en la historia de nuestro pueblo. Pero Dina no vuelve a aparecer en la narración hasta que su padre Jacob regresa de su exilio voluntario en el norte y lleva de nuevo a su familia a Canaán.
Jacob compró tierras de un príncipe local, Hamor, construyó un pozo —que hoy todavía se conserva— a los pies del monte sagrado de Garizim y se estableció con su familia en la tierra de Canaán. Un día, cuando Dina atravesaba los campos de trigo para reunirse con algunas de las chicas locales, el hijo de Hamor, Siquem, la vio y la quiso, y la deshonró allí mismo, en el campo. Pero cuando Siquem se dio cuenta de que estaba enamorado de Dina, la llevó a casa y le pidió a su padre, Hamor, que dispusiera lo necesario para que pudieran casarse.
Hamor fue a ver al padre y a los hermanos de Dina y les ofreció la mitad de sus propiedades si permitían el matrimonio. Jacob y sus hijos accedieron, pero sólo si todos los varones del clan cananeo aceptaban ser circuncidados como establece el rito judío. Sin embargo, dos de los hermanos de Dina mintieron, porque en cuanto los varones cananeos se hubieron sometido a esta operación, Simeón y Leví se abatieron sobre sus hogares, mataron a todos los hombres, se llevaron a Dina por la fuerza de casa de sus captores, saquearon y destruyeron las viviendas, y partieron con las mujeres y los niños, las ovejas y los bueyes, y las riquezas materiales. La familia de Jacob se vio obligada a huir de Canaán por miedo a un castigo por ese engaño y esa masacre sangrienta.
Sabemos dos cosas más respecto a este relato:
Jacob y su familia abandonaron Canaán para no regresar nunca más. Cerca del pozo que cavaron, el pozo de Jacob, creció el roble de Siquem, donde un día Moisés ordenaría a los hebreos que erigieran su primer altar al regresar de Egipto a la tierra prometida. Bajo ese árbol, ahora famoso, Jacob enterró todas las ropas, joyas y tesoros, incluidos ídolos y estatuas, todas las pertenencias de sus esposas, concubinas, criados y cautivos de Canaán, para que todos ellos pudieran ponerse ropas limpias y empezar una nueva vida antes de entrar en la tierra del pueblo de su padre.
Entre la tierra de Canaán que dejaron atrás y la tierra de Judea, que se extendía ante ellos, cerca de Belén, Raquel dio a luz al duodécimo y último hijo, a quien ella llamó Ben–Oní pero Jacob denomino Benjamín y, después, murió.
—¿Y qué fue de Dina, la causa de todos esos cambios de fortuna, de esos principios y finales e inversiones de destino? —quiso saber Lovernios, cuando José hubo terminado su relato.
—No sabremos nunca lo que sintió respecto a la traición cometida por sus hermanos en su nombre, porque es la última vez que se la menciona en la Tora —explicó José—. Pero los objetos que fueron enterrados bajo el roble suelen recibir el nombre de «legado de Dina», puesto que cambiaron el sino del pueblo hebreo y le arrancaron su pasado e incluso su identidad. Desde ese día de hace casi dos mil años en que abandonó Canaán, la actual Samaría, y entró en Hebrón, la actual Judea, renació a una vida nueva y diferente.
—¿Crees que ése era el mensaje oculto de Esus de Nazaret? —le preguntó Lovernios—. ¿Arrancarnos nuestro pasado y renacer a un nuevo modo de vida?
—Eso es lo que espero averiguar con el contenido de esos cilindros —respondió José.
—Me parece que, a partir de la carta de esta mujer ya puedo adivinar lo que pensaba Esus de Nazaret y por qué contó ese relato a sus discípulos —afirmó el príncipe—. Está relacionado con el pozo de Jacob que mencionaste, y con el árbol.
José observó esos ojos azules, que casi parecían lagunas negras a la luz de la hoguera.
—Mi gente también tiene robles, amigo mío —comentó Lovernios—, arboledas que poseen sin excepción un pozo sagrado, alimentado por una fuente sagrada. Y en cada uno de esos lugares santos rendimos tributo a una diosa especial. Su nombre no es ni Dina ni Diana, sino Danu. Mi propia tribu, por ejemplo, los Tuatha De Danaan, es el pueblo de Danu, lo que parece demasiado relacionado para ser una simple casualidad. Danu es la gran virgen, madre de todas las «aguas encontradas», es decir, del agua dulce como la de esas fuentes y pozos. Su nombre significa «el regalo», porque esa agua es vida en sí. Y le rendimos tributo de forma muy similar a como lo hacía tu antepasado Jacob, sólo que nosotros no enterramos nuestro tesoro bajo un roble, sino que lo lanzamos en el pozo cercano al roble, donde es recibido por los brazos abiertos de la diosa.
—¿De verdad crees que el mensaje final del Maestro era…? —empezó a decir José.
—¿Lo que podría decirse infiel o pagano? —Lovernios terminó por él la frase con una sonrisa irónica—. Me parece que nunca llegaste a comprenderlo; ninguno de vosotros, ni siquiera en su infancia. Lo veíais como un gran filósofo, un profeta poderoso, un rey salvador.
—Pero yo lo veía como un fili, un profeta, ve a otro, con los ojos descubiertos: como quien dice, desnudo. Desnudo como cuando llegamos a este mundo y desnudo como cuando morimos. Un fili puede ver el alma del otro y el alma de tu Esus de Nazaret era antigua. Pero había algo más…
—¿Algo más? —dijo José, aunque le daba cierto temor preguntar.
El príncipe de los zorros miró fijamente el fuego y observó las chispas que se movían como seres vivos por el suelo antes de deslizarse en silencio hacia el cielo oscuro de la noche. José tuvo una sensación extraña antes de oír las palabras que le susurró el drui:
—Hay un dios en él.
José soltó el aire de repente, como si le hubieran dado un golpe fuerte.
—¿Un dios? —masculló—. Pero Lovernios, sabes que para nuestro pueblo no existe más que un Dios: Rey de Reyes, Señor de lo Sagrado, el Único cuyo nombre no se pronuncia, cuya imagen no se reproduce nunca, cuyo aliento creó el mundo y quien se creó a Sí mismo diciendo simplemente «Yo soy». ¿Sugieres que ese Dios podría haberse introducido en un ser humano vivo?
—Me temo que vi su parecido con otro dios —afirmó el príncipe despacio—. Porque incluso su nombre es el del gran dios celta Esus, señor del más allá, de la riqueza surgida de la tierra. Los sacrificios humanos, o dicho de forma más precisa, los que se sacrifican a sí mismos a Esus deben colgar de un árbol para adquirir la sabiduría verdadera y el conocimiento de la inmortalidad. Wotan, un dios del lejano norte, colgó nueve días de un árbol para conseguir el secreto de las runas, el misterio de todos los misterios. Tu Esus de Nazaret colgó nueve horas, pero la idea es la misma. Creo que era un chamán del más alto grado, que se sacrificó a sí mismo para entrar en el círculo mágico donde radica la verdad, con objeto de conseguir la sabiduría divina y la inmortalidad espiritual.
—¿Que se sacrificó a sí mismo? ¿Por la sabiduría? ¿Por alguna clase de inmortalidad? —gritó José de Arimatea, que se levantó agitado. Era cierto que entre los romanos se comentaba que los keltoi celebraban sacrificios humanos, pero era la primera vez que un drui lo mencionaba ante él—. No, no. Es del todo imposible. Jesús tal vez era un Maestro pero yo lo crié, lo consideraba como mi único hijo. Lo conocía mejor que a nadie. No le habría dado nunca la espalda a la humanidad, ni se habría alejado de la misión de su vida, que consistía en buscar la salvación de sus congéneres a través del amor aquí mismo, en la tierra. Siempre persiguió la vida y la luz. No me pidas que crea que el Maestro pudo emprender algún ritual bárbaro y sombrío para invocar a los dioses sanguinarios de nuestros antepasados.
Lovernios también se había levantado. Apoyó las manos en los hombros de José y le miró fijamente a los ojos antes de hablar.
—Pero eso es exactamente lo que tú crees, amigo mío —dijo. Cuando José retrocedió y protestó, Lovernios añadió—: Es lo que has estado temiendo, ¿no? ¿Por qué si no esperaste hasta que Santiago Zebedeo se hubo marchado para abrir esos cilindros de arcilla? ¿Por qué me hiciste venir desde las islas para estar a tu lado cuando los abrieras?
Sin esperar la respuesta de José, el príncipe se agachó, cogió la red llena con ánforas de arcilla y la acercó a la hoguera para examinarlas.
—La única cuestión que nos queda por resolver es si debemos leerlo o quemarlo —dijo a José—. Tu Maestro ha tomado un camino que conozco bien. Entre nuestra gente, sólo aquellos que han sido elegidos por el destino pueden seguir el camino de un drui, o mensajero de los dioses. Es un camino que prepara para el autosacrificio que, a mi parecer, tu Esus siempre quiso hacer por la humanidad. Ese camino, como he dicho, confiere también al mensajero la sabiduría y la verdad esenciales para la consecución de ese objetivo. Pero existe otro camino, un camino mucho más peligroso que, si se sigue con éxito, conlleva un conocimiento y un poder mucho mayores.
—¿Qué tipo de poder? —preguntó José.
Lovernios dejó la red en el suelo y miró a José con tristeza.
—Tenemos que descubrir cuáles fueron con exactitud esos objetos que tus antepasados enterraron bajo las raíces del roble en Samaría y dónde están ahora: si han permanecido sepultados bajo tierra durante estos últimos dos milenios, porque mucho me temo que no. Sospecho que la historia que Esus de Nazaret trataba de contarnos no es tan sencilla como la violación de Dina y la venganza que llevaron a cabo sus hermanos. Creo que la esencia de la verdad de su historia se relaciona con una transformación de tipo mucho más importante y que los objetos que Jacob enterró pueden ser la clave del misterio.
—Pero fui yo quien te habló de esas cosas —objetó José—. El Maestro no habló nunca de ellas. Además, sólo eran ropas, joyas, tesoros personales y los dioses de los criados de la casa, y han permanecido enterrados durante dos mil años. ¿Cómo podrían estar relacionados con ninguna transformación y menos aún explicar las acciones del Maestro?
Dijiste que el lugar donde estaban enterrados se situaba junto a un pozo sagrado y bajo un roble sagrado, y que fueron enterrados precisamente para cambiar la identidad de las tribus descendientes de Jacob. Eso sugiere que no se trataba de meros bienes personales, sino de talismanes dotados con el carisma de cada miembro individual de la tribu —explicó Lovernios—. El iniciado que elige el difícil paso del que te he hablado debe poseer antes esos talismanes. Deben reunirse una fuerza común para invocar los misterios antiguos. Estoy seguro de que ése era el objetivo de tu Maestro, y si eligió seguir ese camino por tu pueblo, él mismo tuvo que conseguir los talismanes de tus antepasados. Pero tanto si consiguió como si no su objetivo final de transformación, esos objetos deben ser devueltos de nuevo a la tierra para propiciar la voluntad de los dioses.
—No lo entiendo —protestó José—. Sugieres que el Maestro desenterró unos objetos que podían llevar milenios sepultados, o que quizá jamás existieron, para conseguir algún tipo de poder. Pero, Lovernios, el Maestro era en vida capaz de proezas tales como levantar al joven Lázaro de entre los muertos. Y tras su propia muerte, se apareció a Miriam como en vida real. ¿Qué poderes podrían superar los que ya poseía?
Los últimos parpadeos del fuego se habían consumido y por acuerdo tácito ambos hombres empezaron a apagar las brasas y se dispusieron a regresar al barco de José. Lovernios cargó con la red llena de ánforas de arcilla, que colgaba de su ancho hombro. José sólo distinguía la silueta del cuerpo musculoso del otro hombre. La voz de Lovernios le llegó con suavidad a través de la oscuridad.
—Cuando te dije que tu Maestro estaba poseído por un dios, no fui del todo preciso —comentó—. El druida cree que uno tiene que ser un dios para poder dar nacimiento a una nueva era.
Antioquía: otoño del año 35 d. C.
LA HORA DE LA VERDAD
¿Y por qué consideran a Saturno padre de la Verdad?
¿Es que creen que… Saturno (Kronos) es el tiempo (chronos), y que el tiempo descubre la verdad? ¿O porque es probable que la legendaria era de Saturno… una era de gran rectitud, se compusiera básicamente de verdad?
PLUTARCO,
Cuestiones romanas
Lucio Vitelio, el recién nombrado legado imperial de la provincia romana de Siria, paseaba arriba y abajo en sus cámaras. Esas inmensas salas oficiales, donde se despachaban todos los asuntos de las legiones romanas de Antioquía, daban al patio que las unía a los barracones de los oficiales de la tercera legión. Cada vez que Vitelio pasaba por esas ventanas lanzaba una maldición entre dientes. En cada ocasión, su escriba levantaba la vista un instante y, acto seguido, volvía al dictado que tenía delante para comprobar si se había secado todo. Estaba intentando quitar un borrón cuando entró el guadarnés.
—¿Se puede saber dónde se ha metido Marcelo? —explotó Vitelo—. ¡Envié a buscarlo hace casi una hora! Como si no tuviera bastantes preocupaciones, tras llegar y encontrarme este estado de caos: primero los condenados partos y ahora los judíos.
—Excelencia, me envía para decir que sólo se demorará un poco más. —Se disculpó el guadarnés, con una rodilla en el suelo—. Son los demás oficiales: están discutiendo con él. No quieren que vaya a Judea si va a haber algo más que la vista, afirman. No quieren un juicio público…
—¿No quieren un juicio público? —La cara de Vitelio adquirió un tono colorado—. ¡Haz el favor de recordarles quién es el legado romano!
Detrás de él, el escriba se retorcía en la silla y miraba con ansiedad hacia el portal, como deseoso de escapar.
—Déjalo —añadió furioso Vitelio—. ¡Puestos así, yo mismo refrescaré la memoria a mis oficiales sobre quién manda aquí!
Se dirigió hacia la puerta y casi se dio de bruces con el oficial legionario Marcelo, que entraba en ese momento.
—Siento haberme retrasado, señor —dijo el oficial, mientras se ajustaba el manto y hacía una reverencia—. Pero como sabrá, desde la anexión de Capadocia por parte de Roma, el cuerpo de oficiales ha tenido que realizar un esfuerzo tremendo para mantener el orden en las tropas y entre los partos que nos acosan a lo largo de toda la frontera en el norte. Y ahora se presenta este asunto con el praefectus Iudaeae, Poncio Pilatos…
Marcelo se pasó los dedos por los cabellos cortos y sacudió la cabeza.
Francamente —prosiguió—, los oficiales temen que si llevamos a Pilatos a juicio público como está previsto, los desórdenes civiles puedan sacudir toda la región del sur. Ese hombre es un polvorín político. Desde el principio, sus actos han sido una provocación constante. Saqueó los fondos del templo judío, profanó los terrenos del templo y las ropas sacerdotales, construyó un acueducto que cruzaba un cementerio judío y, hace unos años, llegó a crucificar a un popular predicador judío al lado de varios criminales comunes. Es una persecución implacable a los judíos, lo que resulta insoportable en el administrador de una provincia romana, y lo último ha sido la masacre en Samaría. Espero que comprenda que los oficiales tienen motivos para estar preocupados. Constituye un dilema terrible. Si el tribunal declara culpable a Pilatos, los judíos se envalentonarán al ver que han conseguido por fin un triunfo sobre Roma. Pero si se le declara inocente del asesinato despiadado de esos más de cien judíos samaritanos, no sería de extrañar que se produjeran disturbios públicos.
—Mi querido Marcelo, me he informado bien de los detalles del caso, créeme —afirmó el legado, y le indicó que se sentara—. Podrías habernos ahorrado a ambos una gran cantidad de tiempo y de inconvenientes si hubieras venido en cuanto te llamé, puesto que ya he tomado una decisión. No hay mucho que pueda o deba hacerse respecto a los excesos anteriores de Pilatos. Pero en lo que se refiere a este último delito, Pilatos será conducido a Roma, donde será juzgado.
—¿Ante el senado? —preguntó Marcelo sorprendido—. ¿Pero cómo es posible? Pilatos está bajo su jurisdicción, la del legado imperial. Es un gobernador militar provincial.
—Y miembro de la orden ecuestre —añadió Vitelio—. Por lo tanto, puede ser juzgado ante un tribunal militar formado por sus pares y recibir la censura o la sentencia del senado romano.
Marcelo sonrió abiertamente ante esa solución tan inteligente para un problema que hasta entonces le parecía irresoluble. Pero en ese momento se dio cuenta de que el guadarnés y el escriba seguían en la habitación con ellos.
—Puedes retirarte —instruyó Vitelio al guadarnés, quien salió enseguida. Y añadió al escriba:
—Quiero que leas al oficial Marcelo lo que te he dictado hasta ahora de mi comunicado a Capri.
El escriba se levantó, abrió el rollo y leyó en voz alta:
A: Tiberio César
Emperador de Roma
en Capreae
De: Lucio Vitelio,
Legado imperial romano
en Antioquía
Venerada Excelencia:
La presente es para notificar a Su Excelencia que, por la autoridad que me ha sido conferida como legado colonial de la provincia romana de Siria, he destituido a Poncio Pilatos de su cargo como prefecto de Judea, relevándolo de cualquier servicio en las provincias orientales del Imperio. Debido a la gravedad de los cargos y a la contundencia de las pruebas contra Pilatos, así como a la intensidad del sentimiento popular hacia él, he ordenado su regreso a Roma para que sea juzgado ante un tribunal militar de la orden ecuestre y que sea censurado si se considera oportuno, por el senado romano. Para sustituir al anterior prefecto he designado a un oficial de alto rango de la tercera legión, de nombre Marcelo, con una larga hoja de servicios, que creo que Su Excelencia encontrará impecable.
Adjunto el informe correspondiente a un mes de investigaciones llevadas a cabo por nuestra junta militar regional a raíz de una queja presentada ante la legión por el consejo samaritano de Siquem, en que se acusaba a Pilatos de crímenes contra la población civil y algunos de sus líderes. Creo que este informe justificará y apoyará por completo la acción que he emprendido. Ofrezco mis plegarias a los dioses para la continuada salud de Su Excelencia, así como la de la familia imperial. Y me permito enviar mi más afectuoso saludo a mi hijo Aulo, por quien quemaré un puñado de mirra para que pueda continuar complaciendo a Su Excelencia como copero, bailarín y compañero del resto de jóvenes de la isla de Capreae. Sin otro particular, os saluda un siervo devoto y agradecido del Imperio romano.
LUCIO VITELIO, Legado imperial, Antioquía
Informe de la investigación de la Tercera Legión de Antioquía
referente a las acusaciones de:
El Consejo de Siquem, Samaría,
contra el Praefectus Iudaeae Poncio Pilatos
El consejo civil de Siquem ha presentado una queja por escrito contra Poncio Pilatos, prefecto romano de Judea, por ordenar el mes pasado la represión violenta que provocó la muerte de ciento veintisiete civiles samaritanos (hombres, mujeres y niños) durante una peregrinación religiosa de más de cuatro mil personas a la montaña de Garizim, sagrada para los hebreos. La queja denuncia asimismo que el prefecto Pilatos ordenó la detención, tortura y posterior ejecución de algunos de los ciudadanos más prominentes de Samaría, quienes habían sido arrestados con anterioridad en ese lugar de acuerdo con sus instrucciones. Samaría, de gran importancia política, es la región central de la provincia romana de Palestina, que separa la provincia romana de Judea de la Tetrarquía de Galilea gobernada por Herodes Antipas. La ciudad principal, Siquem, se encuentra entre dos importantes emplazamientos religiosos: los montes Ebal y Garizim. Entre judíos y samaritanos existe un odio ancestral. Durante siglos, sólo los samaritanos han mantenido una antigua forma de culto hebreo que se centra en el monte Garizim e incluye la veneración de la paloma y del roble sagrado. Todos los hebreos, incluidos los de Judea, están de acuerdo en que el monte Garizim es un lugar santo e importante en la historia de su fe. Lo denominan Tabbur Ha’ares, que significa el centro geográfico absoluto de la tierra, el lugar donde convergen los cuatro lados, o lo que nosotros llamaríamos Axis Mundi. Según la leyenda, ciertos vasos sacramentales y otros tesoros del primer templo del rey Salomón, en Judea, fueron rescatados del templo durante su destrucción y enterrados en ese lugar y, cuando los judíos volvieron tras la esclavitud en Egipto, su líder espiritual, Moisés, les ordenó que colocaran ahí las reliquias sagradas del primer tabernáculo que construyeron en plena naturaleza, incluida la famosa Arca de la Alianza e incluso el propio tabernáculo. Las diversas ramas de hebreos coinciden también en creer que su antepasado Jacob abrió el pozo de agua dulce cerca de Siquem, todavía célebre por sus propiedades curativas, y que al llegar a estas tierras construyó en ese punto su primer altar.
Los hebreos de todas opiniones creen asimismo desde hace tiempo que esas reliquias sagradas saldrán a la luz en los albores del milenio posterior a Moisés, que según su calendario está muy cerca. El mes pasado, después de que un profeta samaritano anunciara que los objetos saldrían a la superficie durante el equinoccio de otoño, se congregó una multitud de cuatro mil personas que se dirigieron a la montaña.
Al oír todo esto, Poncio Pilatos mandó llamar a una guarnición de soldados romanos destacados en la cercana Cesárea y les ordenó que se disfrazaran de peregrinos y se encaminaran al lugar santo. Cuando los peregrinos iniciaron el ascenso a la montaña sagrada, los soldados terminaron con muchos de ellos por orden de Pilatos. Otros, sobre todo los ricos y prominentes, fueron llevados más tarde como rehenes a Cesárea, donde los interrogaron acerca del motivo del peregrinaje y los ejecutaron sumariamente, también por orden de Pilatos.
Cuando este tribunal lo interrogó, Pilatos sostuvo que estaba intentando contener disturbios civiles porque le habían informado de antemano que muchos de los peregrinos llevarían armas. Pero, puesto que los samaritanos y otros suelen ir armados para protegerse de los bandoleros que asolan la región, y que muchos de los masacrados en Garizim eran mujeres y niños desarmados, se estimó que esta explicación era insatisfactoria. El prefecto ha permanecido confinado en Antioquía a la espera de futuras actuaciones.
Los interrogadores de este tribunal acordaron, basados en el relato de soldados romanos presentes en los interrogatorios de los samaritanos capturados, que el interés real del prefecto era averiguar si los objetos de la cultura hebrea antes mencionados podían estar enterrados. A la vista de esa posibilidad, ordenamos a una falange auxiliar de la tercera legión que acudiera a la zona para registrar el monte Garizim. Su informe indica que encontraron numerosos puntos de la montaña donde la tierra había sido removida hacía poco. Puesto que los peregrinos no habían iniciado aún su ascenso cuando fueron atacados por los soldados romanos, resulta evidente que ese trabajo ha sido obra de otros, quizá por orden del propio Pilatos. Pero no se encontraron las antiguas reliquias santas.
Roma: primavera del año 37 d. C.
LA VÍBORA
Estoy alimentando una víbora para el pueblo romano, y un Faetón para el mundo entero.
Que me odien, a condición d e que me teman.
TIBERIO, en conversación con CAYO CALÍGULA
—¡Qué sorpresas tan fascinantes nos brinda la vida, cuando menos lo esperamos! —observó el emperador Cayo, con aparente cordialidad, a su tío Claudio.
Paseaban cogidos del brazo por el Campo de Marte y a lo largo del Tíber hacia el mausoleo de Augusto, donde el templo dedicado a Augusto el dios seguía a medio construir tras la muerte de Tiberio. Cayo se sonrió, como si algo le hiciera gracia. Inspiró profundamente el aroma de la hierba primaveral y continuó:
—Y pensar que hace sólo un mes todavía me consideraban el «pequeño Calígula», o «nacido en una bota», criado por mi padre en el campamento, en medio de soldados —dijo—. Y que a los dieciocho no era más que uno de los bailarines que el abuelo tenía para su regocijo junto con su harén en esa roca espantosa de Capri. Y mírame hoy, a los veinticuatro años, gobierno el vasto Imperio romano. ¿No estaría orgullosa mi madre?
De pronto, su cara se ensombreció llena de ira y soltó con gran ferocidad:
—Si le hubieran dejado vivir el tiempo suficiente para verlo.
Dada la historia de la familia imperial, Claudio apenas se sorprendió por este cambio de humor tan súbito y violento. Dio una palmadita suave a su sobrino en el brazo mientras avanzaban. Al igual que el joven emperador, a quien todo el mundo seguía llamando con cariño Calígula, Claudio se había pasado la vida preguntándose quién iba a ser el siguiente, incluido él mismo, en ser asesinado, y qué otro miembro de la familia se encargaría de ello. Se rumoreaba con insistencia, por ejemplo, que antes de suceder al trono, Tiberio había asesinado a Germánico, el padre de Calígula y hermano de Claudio para impedir que, como hijo adoptivo suyo que contaba con el favor de Augusto, heredara el trono en su lugar. Pero ésa era la última muerte de un miembro de la familia cuyas causas no pasaron de ser rumor, incluidos los dos hermanos de Calígula y su madre Agripina, a quien Tiberio ordenó desterrar, apalear y dejar morir de hambre.
—Algunos sospecharán de mi complicidad, claro —añadió Calígula, refiriéndose a la muerte de su abuelo adoptivo—. Es cierto que yo estaba presente cuando Tiberio se detuvo en la casa de campo de Misenum la noche en que murió de repente. Fue un caso de indigestión, después de tres días de banquete continuo por la carretera. Pero admito que tiene un aire sospechoso, como de veneno, y no hay duda de que tenía motivos como el que más para cargarme al viejo carcamal. Al fin y al cabo, él había mandado asesinar a casi todos aquéllos con los que había cenado alguna vez.
—Bueno, pues si ése es el caso y todos creen que lo hiciste —bromeó Claudio con brillo en los ojos—, me gustaría saber qué fantásticas recompensas te dispensarán el senado y los ciudadanos de Roma. ¿Sabías que durante las fiestas inaugurales, las calles se llenaron de gente que gritaban «Tiberio al Tíber»? Como en los buenos tiempos de Sejano: todo lo que sube tiene que bajar.
—¡No digas eso! —gritó Calígula. Retiró el brazo y dirigió a Claudio una mirada desprovista de toda expresión humana. Después, con una sonrisa que dejó helado a Claudio, comentó—: ¿Sabes que me acuesto con mi hermana?
Claudio se quedó sin habla. Se sabía que de pequeño Calígula había padecido ataques en los que caía al suelo con espuma en la boca, un síntoma frecuente en los cesares. Pero ahora, ahí de pie en medio del césped del Campo de Marte, con el aire fresco y el cielo azul de un día aparentemente normal de primavera, Claudio comprendió que no se encontraba frente a una locura corriente. Se dio cuenta de que debía emitir alguna respuesta a la observación de su sobrino y lo hizo sin demora.
—¡Cielo santo! —se rió—. Pues, no; no lo habría imaginado nunca. ¡Menuda sorpresa! Pero ¿cómo iba a imaginarlo? Me refiero a que has dicho «mi hermana», pero de hecho tienes tres, y todas igual de encantadoras.
—La familia tiene razón en lo que dicen de ti, tío Claudio —afirmó Calígula con frialdad—. Eres un completo idiota. Ahora me arrepiento de haberte nombrado primer cónsul para gobernar conmigo el Estado. Siempre has sido el que mejor me ha caído de la familia pero podía haber elegido a alguien más astuto.
—Bueno, hombre, siempre estás a tiempo de cambiar el nombramiento, aunque yo estoy más que encantado por el honor —se apresuró a comentar Claudio, que no sabía qué hacer. Esperó y rezó a los dioses para que lo guiaran, hasta que su sobrino se decidió por fin a continuar.
—No te estoy hablando de mi hermana, ¿no lo entiendes? Me refiero a la diosa —susurró Calígula muy bajito, a pesar de que los guardias apostados alrededor del campo quedaban tan lejos que no hubiesen podido oírlos aunque hubiesen gritado.
—¡Ah, la diosa! —exclamó Claudio, intentando no esquivar la mirada de Calígula, cuyos ojos oscuros le quemaban como si fueran brasas incandescentes.
—¡La diosa! —gritó Calígula, con los puños cerrados por la ira y la expresión de nuevo oscurecida—. ¿No lo entiendes? No puedo convertir a una simple mortal en mi emperatriz. Los hermanos y hermanas mortales no se casan. Pero los dioses se casan siempre con sus hermanas. Siempre ha sido así, ¡es su costumbre! Por eso sabemos que somos dioses auténticos, porque todos se acuestan con sus hermanas.
—Claro —soltó Claudio, golpeándose la cabeza con la mano como si acabara de descubrir algo—. Pero no dijiste la diosa, por eso estaba desconcertado. Tu hermana la diosa. Claro. ¡Te refieres a… Drusila!
Dicho esto, Claudio rogó como un desesperado a todas las diosas de verdad que le vinieron a la cabeza que ésa fuera la respuesta correcta.
Calígula sonrió.
—Tío Claudio —dijo—, eres un zorro. Lo sabías desde el principio pero simulabas que no para que te lo dijera. Ven, déjame que te cuente todas las ideas que tengo sobre cómo deberíamos salvar al Imperio.
Las ideas de Calígula sobre cómo salvar el Imperio eran increíbles incluso para Claudio, cuya predilección por las mujeres caras y los banquetes desaforados era de sobra conocida. En la hora que pasaron juntos por el mausoleo y templo de Augusto, comentando cómo podría completarse la estructura, Claudio calculó con rapidez el coste que esas ideas supondrían. Calígula ya había obsequiado al comediante Mnester y a muchos otros de sus favoritos con joyas exquisitas. Y cuando liberó a Herodes Agripa, cuñado del tetrarca galileo Herodes Antipas, de la prisión donde se había consumido durante seis meses por orden de Tiberio, Calígula había sustituido en público las cadenas de hierro que había llevado durante su cautiverio por otras de oro de igual peso. Aunque sólo llevara a cabo una pequeña parte de sus otros proyectos como planeaba, agotaría toda la fortuna privada de Tiberio, un legado de veintisiete millones de piezas de oro, y reduciría también de forma considerable el erario público, calculó Claudio.
—Aquí en Roma, completaré el templo de Augusto y el teatro de Pompeyo —decía el joven emperador, que lo iba contando con los dedos—. Ampliaré el palacio imperial por la colina capitolina, lo conectaré con el templo de Castor y Pólux, añadiré un acueducto para los jardines y erigiré un nuevo anfiteatro para que Mnester actúe en él. En Siracusa, reconstruiré todos los templos en ruinas. Cavaré un canal que cruce el istmo de Grecia, restauraré el palacio de Polícrates en la isla de Samos, traeré de vuelta la estatua de Júpiter del Olimpo a Roma, donde debe estar, y también tengo pensado erigir un nuevo didimeo a Apolo en Éfeso, cuyo diseño y construcción supervisaré yo mismo en persona.
Siguió así toda la mañana hasta que llegaron a palacio. Sólo entonces, una vez que estuvieron en los aposentos privados de Calígula, pudo Claudio preguntar algo que le había rondado por la cabeza mientras escuchaba a su sobrino.
—¡Qué dechado de altruismo para el pueblo romano, mi querido Cayo! —dijo a Calígula, que se había sentado en un trono enjoyado en lo alto de unos peldaños, de modo que quedaba unos cuantos metros más arriba que Claudio y éste tenía que esforzarse para que lo oyera—. Sin duda eso los recompensará por el amor y la fe que te han dispensado —prosiguió Claudio—. Y dices que hasta has dispuesto que vuelva a haber pan y circo con el esplendor de antaño. ¡Tiberio había interrumpido todas esas cosas! Pero el papel de recaudador de impuestos no es muy de tu estilo. Así que, sin duda habrás ideado alguna forma inteligente de llenar las arcas.
—¿Le hablarías a un dios de escarbar dinero? —fue la desdeñosa respuesta de Calígula.
Cogió el rayo dorado de Júpiter que tanto le gustaba llevar en los actos públicos de Estado y, con la punta, empezó a limpiarse las uñas, pensativo.
—Muy bien, como eres mi cónsul, supongo que debería contártelo —concedió, mirando a Claudio desde lo alto de su trono dorado—. ¿Recuerdas a Publio Vitelio, el ayuda de campo de mi padre, Germánico? Estuvo con él cuando murió, con sólo treinta y tres años, en su última campaña en Siria.
—Conocía muy bien a Publio —afirmó Claudio—. Era el aliado en quien más confiaba mi hermano, incluso al morir. Tú no eras más que un niño entonces, así que quizá no sepas que fue él quien llevó a juicio a Pisón, un agente y amigo de Tiberio, acusado de envenenar a tu padre. Tiberio podría haber sido acusado también de asesinato si no hubiese quemado las instrucciones secretas de Pisón cuando se las mostraron. Pero Tiberio tenía mucha memoria para este tipo de traiciones y no olvidó con facilidad a la familia de Vitelio. Más adelante, Publio fue arrestado y acusado de participar en la conspiración de Sejano. Intentó cortarse las venas y, después, cayó enfermo y murió en prisión. Luego, su hermano Quinto, el senador, fue degradado públicamente en una de esas purgas senatoriales exigidas por Tiberio.
—¿Y no te resulta extraño que el abuelo destruyera a dos hermanos de una familia y, luego, no mucho antes de morir él a su vez, nombrara al hermanó más joven legado imperial en Siria? —preguntó Calígula despacio.
—¿Lucio Vitelio? —dijo Claudio, arqueando una ceja—. Supongo que, como todo el mundo en Roma, di por sentado que su nombramiento era una especie de… favor personal.
Tras una breve pausa, añadió incómodo:
—Por lo del joven Aulo, ya sabes.
—Claro, ¿quien podría merecer honores más elevados que el padre de alguien como Aulo? —soltó Calígula con sarcasmo—. Al fin y al cabo, el chico tuvo la generosidad de perder la virginidad con Tiberio cuando contaba sólo dieciséis años. Lo sé porque yo estaba presente. Pero no me refiero a eso.
Calígula se levantó, descendió los escalones y anduvo por la habitación, mientras iba golpeando la palma de su mano con el rayo. Luego, lo dejó en una mesa, cogió una jarra llena de vino, vertió un poco en una copa y tocó una campanilla que había cerca. El catador, un niño de unos nueve o diez años, entró de inmediato y probó el vino, mientras Calígula llenaba dos copas más hasta el borde. Cogió una e hizo un gesto a su tío para que tomara la otra, luego esperó a que el catador hiciera una reverencia y se fuera. Ante el asombro de Claudio, su sobrino abrió entonces una caja grande que había sobre la mesa, saco de ella dos valiosas perlas, del tamaño de su pulgar, y las dejó caer en las copas de vino para que se disolvieran.
Me han traído los papeles de Tiberio desde Capri y los he leído ocios —retomó la conversación Calígula, después de beber y secarse os labios—. Había uno muy interesante de Lucio Vitelio, escrito justo después de haberse hecho cargo de su nombramiento en Siria, hace más de un año. Se refiere a unos objetos de gran valor que habían pertenecido en su día a los judíos y que estaban enterrados en lo alto de una especie de montaña sagrada en Samaria; objetos que, al parecer, el anterior protegido de Sejano, Poncio Pilatos, había intentado conseguir. Por lo que se ve, Pilatos asesinó a varias personas para conseguirlos.
Claudio, el único miembro pobre de la familia real, estaba pensando si podría recuperar la perla antes de que se disolviera sin que su sobrino se enterara. Pero se lo pensó mejor y dio un sorbo al vino así realzado.
—¿Y según Vitelio, qué eran exactamente esos objetos? ¿Y qué ha sido de Poncio Pilatos? —preguntó.
—Pilatos fue destituido de su cargo y retenido bajo custodia en Antioquía por lo menos diez meses, a la espera de un barco del ejército que lo llevara directamente a Roma —explicó Calígula—. Llegó aquí la misma semana en que murió el abuelo, de modo que ordené que lo trajeran para interrogarlo, aunque no me hacía ninguna falta porque ya había conseguido encajar algunas piezas de la historia por mi cuenta hacía tiempo, y había adivinado otras cosas. Como sabrás, lo primero que hice como emperador, tras el funeral, fue liberar de la cárcel a Herodes Agripa y ofrecerle las tetrarquías de Lisanias y de Filipos en Siria, así como el título de rey. Le he dado instrucciones para que, a su regreso, realice un servicio para mí.
Claudio empezó a pensar que se le había despejado la cabeza con ese primer sorbo de vino, porque acababa de comprender que su sobrino, obsesionado por la divinidad, quizá no estuviera tan loco como parecía, «in vino veritas», pensó, y dio otro saludable trago.
—Hay que recordar que viví seis años con el abuelo en Capri, donde vi y oí muchas cosas, y no todo era pura disipación —siguió contando Calígula—. Hace cinco años sucedió algo. Tal vez lo recuerdes. Tiberio mandó traer a Roma a un capitán de barco egipcio y luego se entrevistó con él en Capri…
—¿Te refieres al mismo egipcio que se presentó ante el senado, el que afirmaba que había oído, mientras navegaba cerca de Grecia una noche en las proximidades del equinoccio de primavera, que el gran dios Pan había muerto? —preguntó Claudio, muy interesado. Tomó otro traguito.
—Sí, el mismo —contestó Calígula—. El abuelo se mantuvo muy reservado respecto a ese encuentro y nunca lo comentó. Pero yo sabía que lo que le había dicho el egipcio lo había cambiado. Un día, hablé de ello con el marido de mi hermana Drusila…
—La diosa —dijo Claudio, con hipo, pero Calígula no le hizo caso.
—Hace cinco años —prosiguió—, cuando mi cuñado Lucio Casio Longino era cónsul aquí en Roma, su hermano, un oficial llamado Cayo Casio Longino, prestaba servicio en la tercera legión en Siria. La misma semana del equinoccio de primavera era el oficial al cargo asignado a Poncio Pilatos para una ejecución pública en Jerusalén. Recordaba que allí sucedió algo muy extraño.
—¿Quieres decir que ese rumor sobre la muerte del gran dios Pan puede estar relacionado con los valiosos objetos que buscaba Pilatos? —dijo Claudio, algo aturdido por el vino—. ¿Y que, por algo que te contó tu cuñado, sacaste de la cárcel a Herodes Agripa y lo nombraste rey, para que pueda resolver el misterio de lo que ha sido de ellos?
—¡Exacto! —gritó Calígula, que cogió el rayo y lo lanzó hacia arriba como si quisiera clavarlo en el techo—. Tío Claudio, puede que seas el borrachín que dice la gente, pero no eres idiota. ¡Eres un genio!
Tomó a Claudio del brazo, lo condujo hacia el trono y ambos se sentaron en los peldaños mientras el hombre más joven se inclinaba hacia su tío.
—Como decía, hace cinco años, el viernes antes del equinoccio, Pilatos ordenó crucificar a un agitador judío junto con varios criminales. Sabía que por la ley estaba obligado a bajar los cuerpos antes del anochecer, puesto que estaba a punto de empezar el sabbat judío y luego ya no se podrían retirar. Me han dicho que la forma de acelerar la muerte consiste en romperles las piernas para que los pulmones se colapsen y la persona se asfixie.
Quizás era la bebida, pensó Claudio, pero le pareció que la luz de la habitación había disminuido y que los ojos de su sobrino habían adoptado un brillo extraño al describir ese desagradable procedimiento. Tomó un trago más.
—Era la primera crucifixión de Cayo Casio Longino —siguió Calígula—, así que cuando llegó el momento de rematar a los condenados, se limitó a montar en su caballo y a atravesar al que estaba en el centro para acabar de una vez. Pero, después, Cayo observó con extrañeza la lanza que llevaba en la mano. Alguno de los soldados debía de habérsela dado antes de dirigirse al lugar de la ejecución, porque no era la suya. Era vieja y estaba torcida, y además parecía ser de algún metal primitivo. Recuerda que la empuñadura estaba unida a la hoja con un material que recordaba el intestino de zorro. No le dio más vueltas hasta que se retiraron los cadáveres y regresó al cuartel general de Pilatos, antes de partir de vuelta a Antioquía. Pilatos le preguntó si tenía la lanza con el pretexto de que era una especie de elemento oficial de gala que tenía que guardar, aunque dudo que eso fuera probable. Y entonces Cayo se dio cuenta de que había desaparecido.
¿Crees que era uno de los objetos? —intervino Claudio, a quien empezaban a doler los ojos, debido al vino o a la súbita oscuridad de la habitación—. Aunque no me parece demasiado preciosa ni misteriosa. ¿Se sabe de dónde procedía?
—Lo que me indica que es misteriosa es que desapareció y nunca más se encontró —dijo Calígula—. Lo que me indica que era preciosa es que Poncio Pilatos la quería unos cuantos años antes de la masacre de la montaña, lo que también significa que a su entender algunos de esos objetos ya habían salido a la superficie. En cuanto a lo de saber de dónde procedía o dónde fue a parar, sospecho que mi abuelo estaba intentando averiguarlo cuando murió al detenerse en Misenum en su apresurada vuelta a casa, en Capri. Y tengo motivos para sospechar que se encontraba muy cerca de la respuesta antes de morir.
—¿Tiberio? —soltó Claudio. Dejó por fin la copa y observó a su sobrino en esa tenue luz tan opresiva—. Pero si poseía veintisiete millones en oro. ¿Por qué iba a llegar a esos extremos para conseguir mayores riquezas?
—Cuando dije que creía que esos objetos eran valiosos, no me refería a la riqueza material, sino a algo más, algo que no he revelado a nadie, ni siquiera a Drusila —aclaró Calígula—. Cuando Tiberio llegó a Misenum la noche de su muerte, yo no estaba allí por casualidad: lo estaba esperando. Aunque abandonaba Capri en contadas ocasiones, ahora llevaba meses fuera, pero nadie sabía dónde con exactitud. Descubrí que Tiberio había ido a esas islas llamadas Paxos, las mismas donde el capitán egipcio había oído ese grito estremecedor. Y me parece que sé lo que esperaba encontrar.
»En las islas de Paxos, cerca de la costa griega, se levanta una piedra enorme, como esas que existen en tierras celtas. Posee grabados en una lengua desaparecida, que se creía que nadie podía descifrar. Pero Tiberio consideró que conocía a alguien que sí podía, alguien que estaría tan interesado como él en hacerlo y que le debía un gran favor. Tú sabes quién es, tío Claudio. Tú mismo lo llevaste a Capri unos años atrás para que pidiera ese favor: que el abuelo derogara el decreto de Sejano y permitiera a los judíos regresar a Roma.
—¡José de Arimatea! ¿El rico mercader judío, amigo de Herodes Agripa? ¿Y qué sabe él de todo esto? —exclamó Claudio.
—José de Arimatea parece haber sabido lo bastante para encontrarse en Paxos con Tiberio y pasar estos últimos meses descifrando las claves grabadas en la piedra —respondió Calígula—. Cuando el abuelo se puso enfermo esa noche, durante la cena, permanecí en su habitación para cuidarlo y oí lo que decía en sueños, o mejor dicho, lo que afloraba de sus pesadillas en esas últimas horas de agonía dolorosa y febril. ¿Te lo cuento? Porque lo tengo todo escrito. Soy el único del mundo que lo sabe, de momento.
Cuando Calígula sonrió, Claudio intentó devolverle el gesto, pero no se notaba los labios. En ese momento no le cabía la menor duda de la causa de la muerte de Tiberio. Sólo esperaba que el vino que acababa de tragarse no estuviera también envenenado. Se sentía enfermo de verdad. Mientras Calígula le apretaba la mano, le pareció que la habitación se oscurecía aún más. La única luz en la que podía seguir concentrándose era el extraño brillo que surgía de las profundidades de los ojos de su sobrino.
—Por supuesto —consiguió susurrar mientras las tinieblas lo envolvían.
LOS TRECE OBJETOS SAGRADOS
Cada eón, cuando en el punto vernal el sol empieza a salir contra el fondo de una nueva constelación astral, un dios desciende a la tierra y nace encarnado en un mortal. El dios vive hasta madurar entre los mortales y luego se deja sacrificar, de modo que se desprende de la prisión de su cuerpo y vuelve al universo. Antes de morir, el dios transmite la sabiduría universal a un único ser mortal elegido.
Pero para que la sabiduría divina sea manifiesta en el tiempo cronológico de la tierra, debe estar tejida en una tela de nudos que representan las intersecciones del espíritu y la materia a través del universo. Sólo el verdadero iniciado, aquel que haya sido aleccionado por el dios, sabrá cómo hacerlo. Para establecer esta conexión, deben reunirse en un mismo sitio trece objetos sagrados. Cada objeto cumple una función específica en el ritual del renacimiento de la nueva era, y cada uno de estos objetos tiene que ser ungido con el líquido divino antes de ser utilizado. Los objetos para la era siguiente son:
La lanza
La espada
El clavo
La copa
La piedra
La caja
El caldero
La fuente
La prenda de vestir
El telar
El arnés
La rueda
El tablero de juego
Aquel que reúna estos objetos sin poseer la sabiduría eterna puede desencadenar una era de violencia y terror, en lugar de una época de unidad cósmica.
—¿Lo ves? —dijo Calígula al terminar esta parrafada—. ¿Qué te había dicho de la lanza en la crucifixión de Judea? Fíjate que el primer objeto de la lista es una lanza. ¿Te das cuenta de lo que significa? Tiberio creía que Pan era el dios que se había dejado sacrificar para dar comienzo a un nuevo eón: el dios macho cabrío, el dios que se identificaba más directamente con la isla de Capri o con él mismo.
»Pero después de haber traducido la piedra de Paxos, resultó que eran los judíos, querido tío, quienes habían proporcionado el cuerpo de carne y hueso necesario para tal transición. ¿No son los judíos los que viajan por todo el mundo para estudiar lenguas antiguas y poder traducir así los misterios? Y puede que también para reunir estos objetos de poder infinito. ¿Acaso creías que tu José de Arimatea no sabía lo que hacía cuando rogó a Tiberio el regreso de su pueblo a Roma? ¿Imaginabas que no sabía lo que hacía cuando robó el cadáver de ese judío crucificado en Judea? Porque eso fue lo que hizo, además de apropiarse de la lanza con la que Cayo Casio Longino lo había atravesado.
—Cielo santo, ¿Cayo? ¡No sigas, por favor! —soltó Claudio, agachando la cabeza hacia el regazo y con el estómago revuelto por el exceso de emociones y de vino—. Tráeme una pluma; tengo que vomitar.
—¿Es que no te puedes concentrar ni un momentito en algo? —exclamó su sobrino, que se levantó y le acercó un cuenco y una pluma de avestruz de una mesilla.
Claudio levantó la cabeza y agitó la pluma en el aire para desenredarla. Después, abrió la boca y se hizo cosquillas en el fondo de la garganta hasta que le vinieron arcadas y el vino que contenía su estómago cayó en el cuenco.
—Eso está mejor. Ahora tengo la cabeza clara —informó a Calígula—. Pero, en nombre de Baco, dime qué significa todo esto.
—Significa que mientras Herodes Agripa va a Judea a descubrir dónde pueden estar los otros objetos, tú y yo nos vamos a Britania a ver a José de Arimatea y conseguir esa lanza —dijo Calígula.