EL MAGO
Mago se deriva de Maja, el espejo en el que según la mitología hindú Brahma se contempla a sí mismo y a su poder y maravillas desde toda la eternidad. De ahí también nuestros términos magia, mágico, imagen, imaginación, que implican la concreción en una forma… las potencias de la materia viva, sin estructura, primigenia. El mago, pues, es alguien que estudia las operaciones de la vida eterna.
CHARLES WILLIAM HECKETHORN,
The secrets socities
Es él quien puede deber su vínculo al mundo de las imágenes y las apariencias, estar ligado a ellas de forma sensual, voluptuosa, pecaminosa, y aun así ser a la vez consciente de que pertenece al mundo de la idea y el espíritu, lo mismo que el mago que convierte la apariencia en transparente para que la idea y el espíritu sean visibles a través de ella.
THOMAS MANN
El hombre es superior a las estrellas si vive en el poder de la sabiduría superior. Esapersona, que domina sobre el cielo y la tierra por medio de la voluntad, es un mago. Y la magia no es brujería, sino sabiduría suprema.
PARACELSO
En su propio círculo mágico deambula el hombre maravilloso, y nos dibuja con él para que nos maravillemos y participemos.
WOLFGANG GOETHE
Wolfgang pretendía «prepararme» para conocer a Dacian Bassarides. ¿Pero cómo habría podido estar preparada para los acontecimientos de las últimas dos semanas? Y ahora esto: la revelación de que mi insoportable y arrogante padre podía ser fruto de los amores ilícitos de mi abuela, en lugar del hijo legítimo de Hieronymus Behn.
Mientras avanzábamos por el laberinto de calles adoquinadas hacia el Café Central, Wolfgang pareció entender que yo necesitaba un poco de paz y tranquilidad. Estaba harta de todas esas sorpresas sobre mi horrenda familia. Y no podía decirse que contribuyera a mi paz espiritual el hecho de que cada nuevo dato suscitara más preguntas. Por ejemplo, si Dacian Bassarides era de verdad mi abuelo y Hieronymus Behn lo sabía, ¿por qué había criado Hieronymus a mi padre Augustus como a las niñas de sus ojos, y no sólo lo prefería a su hijastro Laf, sino también a sus propios hijos legítimos, Zoé y Earnest?
Desde un punto de vista más general, Dacian Bassarides había desempeñado un papel fundamental en todas y cada una de las escenas. Por ejemplo, si el patrimonio de Pandora se había dividido entre los miembros de la familia Behn sin que nadie supiera quién había recibido qué, como Sam y yo nos figurábamos, entonces, como albacea de ese patrimonio, Dacian podía muy bien ser la única persona viva que supiera cómo estaban conectados esos manuscritos y con quién.
Recordé que cuando tío Laf me dio su versión de la saga familiar, describió a Dacian como su primer profesor de violín, el primo joven y atractivo de Pandora que los dejó subir en el tiovivo del Prater y que luego acompañó al Hofburg a los niños y a Pandora, con su amigo «Afortunado», para que vieran la lanza de Carlomagno y la espada de Atila.
Ésa era la historia básica, que no llenaba ningún vacío. Uno de esos vacíos, sin embargo, podía ser una conexión que a Laf se le había escapado. Según su testimonio, en ese paseo por el Prater Dacian parecía tener una amistad tan íntima con Afortunado como la misma Pandora. Más tarde, en el museo, fue su pregunta discreta pero oportuna acerca de «esos otros objetos que andas buscando» lo que sacó a relucir cuáles eran los elementos que Hitler consideraba sagrados (fuentes, útiles y demás) y reveló cómo y dónde había llevado a cabo su búsqueda.
Pero si el primo de Pandora se encontraba realmente en el centro de la trama, como Sam había insinuado y yo misma empezaba a creer, ¿por qué motivo había recaído este papel protagonista sobre Dacian Bassarides?
El Café Central se había renovado por completo hacía poco. La parte de atrás seguía todavía en obras, como atestiguaba algo de polvo y el ruido intermitente de sierras. Pero desde mi última visita, habían desaparecido los viejos paneles oscuros, el papel de pared aterciopelado y los apliques poco luminosos, y el lugar se había convertido en un espacio abierto y lleno de luz.
A medida que cruzábamos la sala, la niebla del exterior se levantó; una luz pálida se filtró por los ventanales y se reflejó en la vitrina de metal y cristal, llena de deliciosos pastelitos vieneses. En las mesas de mármol diseminadas por el local, la gente ocupaba sillas rígidas y leía periódicos ensartados en unos palos de madera brillante, tan estirados como si los acabaran de lavar y planchar. La figura de yeso pintada, que representaba a un vienes de mediana edad, estaba sentada sola en su mesa habitual, cerca de la puerta, con una copa de café de yeso en la mesa.
Wolfgang y yo cruzamos hacia el comedor elevado de la parte trasera, donde las mesas con bancos laterales estaban dispuestas con un mantel blanco, impecable, cubiertos relucientes y un jarro con flores recién cortadas. El maitre nos acompañó a la nuestra, retiró la indicación de reservado y tomó nota del vino y del agua embotellada que queríamos.
—Esperaba que ya estuviera aquí —dijo Wolfgang cuando llegaron las bebidas. El vino me relajó un poco, pero Wolfgang tenía la cabeza en otra parte. Miraba alrededor de la habitación, se apoyó en el respaldo y empezó a doblar la servilleta una y otra vez con movimientos impacientes.
—Lo siento —se disculpó—. Como hemos llegado tarde, es posible que ya esté aquí. Voy a intentar averiguarlo. Mientras tanto, ¿por qué no pides algún aperitivo para empezar? Le pediré al camarero que te atienda.
Sorbí algo más de vino mientras estudiaba el menú. No estoy segura de si pasó mucho tiempo pero, cuando me decidía a buscar yo misma al camarero, una sombra se proyectó sobre la mesa. Levanté la vista y vi una figura alta envuelta en un loden verde. El sombrero de ala ancha le ocultaba la cara bajo la luz que entraba por las ventanas a su espalda, de modo que no distinguí sus facciones. Llevaba una cartera de piel muy parecida a la mía colgada del hombro. Dejó la bolsa en la punta del banco que Wolfgang había dejado libre.
—¿Me permite? —preguntó en voz baja. Sin esperar a que asintiera con la cabeza, se desabrochó el abrigo y lo colgó en una percha cercana. Busqué nerviosa a Wolfgang para averiguar qué lo demoraba. La voz suave añadió—: Acabo de ver a nuestro amigo, Herr Hauser, en la cocina. Me tomé la libertad de pedirle que nos dejara solos.
Me volví para protestar, pero se había sentado en el banco de delante y se había quitado el sombrero. Por primera vez, lo vi con claridad y me quedé fascinada.
Nunca había visto un rostro igual. A pesar de estar erosionado como la piedra antigua, tenía el aspecto de una máscara eterna de belleza esculpida y poder enorme. Los cabellos largos hacia atrás, casi negros pero mezclados con mechones plateados, realzaban una mandíbula fuerte y unos pómulos altos, y después le caían en cuerdas trenzadas sobre los hombros.
Vestía un chaleco acolchado de cuero y una camisa con amplias mangas blancas, abierta en el cuello para mostrar una sarta de cuentas de varios colores con intrincados grabados. El chaleco tenía bordados aves y motivos animales en colores vivos y vibrantes: azafrán, carmín, ciruela, azur, escarlata y calabaza, colores de un bosque primario.
Sus ojos viejos, bajo las cejas espesas, eran de una profundidad y enormidad que sólo podían ser igualados por las gemas más exquisitas; lagunas de colores mezclados, púrpura oscuro y verde esmeralda y marfil, con una llama que ardía en su interior. De todas las descripciones de él que había oído, la que se ajustaba más era la de Wolfgang.
—Tu mirada me hace sentir algo cohibido —afirmó.
Antes de que pudiera contestar, alargó la mano y me quitó el menú, y de paso se encargó también de la copa de vino.
—Me he tomado otra libertad —prosiguió con esa voz suave y con un acento exótico—. Te he traído unos cuantos Cotes du Rhone de mis viñedos en Aviñón. Los tuve en la cocina un rato para que, ¿cómo se dice?, respiraran. Antes de aceptar marcharse, nuestro amigo Wolfgang insistió en que no habías tomado nada en todo el día y que tendrías que acompañarlo con algo de comida. Espero que te guste el Tafelspitz.
El camarero dejó con discreción la nueva botella en la mesa junto con copas limpias, vertió el vino en ellas y desapareció deprisa mientras Dacian continuaba.
—Puesto que eres mi única heredera, mi viñedo y sus vinos serán tuyos algún día, de modo que me alegra que los conozcas, y estoy encantado de conocerte. ¿Quizá debería presentarme? Soy tu abuelo, Dacian Bassarides. Y considero que una nieta tan encantadora es un regalo mejor que todos los vinos de Vaucluse.
«Me cago en dios —pensé mientras chocábamos las copas—. Sólo me faltaba ser heredera de otro legado. Si todas mis herencias resultan como la última, no estaré aquí para recibir nada».
—Yo también estoy encantada de conocerte —dije a Dacian Bassarides, y no por simple cortesía—. Pero me gustaría aclarar que me he enterado de la relación que nos une hace tan sólo un momento, así que espero que comprendas que todavía no me he recuperado de la impresión. Mi abuela Pandora murió antes de que yo naciera. En mi familia casi no se habla de ella, por lo que sé tan poco de Pandora como de ti. Pero si de verdad eres mi abuelo, no entiendo por qué me lo han escondido todos estos años. ¿Lo saben los demás?
—Pues claro que te habrá causado impresión —concedió Dacian, con un movimiento de sus dedos, largos y gráciles.
«Dedos de violinista», recordé.
—Te lo explicaré todo —prosiguió—. Incluso algunas cosas que quizá preferirías no saber, aunque yo siempre he preferido la crudeza de los hechos a la más bella de las ficciones. Dime lo que ya sabes y te contaré el resto.
—Me temo que no sé casi nada —afirmé—. Todo lo que me han dicho de ese lado de la familia es que tú y Pandora erais primos; que ella estudiaba música en Viena y trabajó como dama de compañía o como tutora en la casa Behn, y que tú enseñaste a tocar el violín a tío Lafcadio. Dice que eras un maestro joven pero excepcional.
—Todo un cumplido. Aquí llega nuestra comida —dijo—. Mientras comemos, te lo contaré todo. No es tan misterioso como cabría suponer.
El camarero dispuso un despliegue de fuentes cubiertas. Descubrió mi Tafelspitz, ese tradicional plato austríaco compuesto de ternera hervida acompañada de salsa fría de manzana con rábano, patatas calientes avinagradas, espinacas con bechamel y ensalada fresca con alubias blancas. Tenía un aspecto fabuloso y olía de maravilla. Pero el plato de Dacian me resultaba desconocido. Le pregunté qué era.
—Es la mejor forma de conocer a la gente: ver lo que comen —comentó—. Por ejemplo, en esta sopera hay una sopa húngara fría de cerezas amargas. El plato por el que me has preguntado se llama cevapcici, una especie de kebab preparado con ternera, cordero, ajo, cebolla y paprikesh cortados; se prepara sobre brasas de vid, lo que le confiere el sabor de los viñedos. En Dalmacia afirman que lo inventaron los serbios, pero en realidad es anterior. Quienes idearon este plato fueron los dacios, mis tocayos, una antigua tribu que habitó en su día Macedonia, ahora parte de Yugoslavia. Se les conocía por el oriente hasta el mar Caspio, donde ellos mismos se denominaban dad: los lobos. A nosotros los lobos nos gusta mucho comer carne, y por este rasgo nos reconocerás.
Dicho esto, clavó el tenedor en uno de los trozos y lo envolvió con esos magníficos dientes blancos.
Mientras el primer mordisco de Tafelspitz se me deshacía en la boca, me di cuenta de que tenía un hambre de lobo. Dacian elegía cosas de los diversos platos y me las pasaba. Me apetecía todo lo que veía, pero tenía que volver al tema en cuestión.
—¿Entonces, eres de los Balcanes y no de Austria? —quise saber.
—Bueno, mi nombre procede de los dacios, pero mi gente es de ascendencia romaní. ¿Y quién sabe de dónde procedían originariamente los rom? —dijo, encogiéndose de hombros.
—¿Romaní? —pregunté—. ¿Se llaman así por Roma? ¿O te refieres a Rumania?
—Romaní es el nombre de nuestra lengua, de raíces sánscritas, y también es como nos designamos a nosotros mismos algunas veces, aunque los demás nos han llamado de muchas formas a lo largo de los años: bohemios, cíngaros, flamencos, tártaros…
Como seguía perpleja, siguió explicándose:
—La mayoría nos designa con el nombre común de gitanos, porque en un principio se creía que nuestros orígenes se situaban en Egipto, aunque las teorías al respecto son muy variadas: la India, Persia, Asia central, Mongolia exterior, el Polo Sur, incluso lugares imaginarios que no existieron jamás. Había quien afirmaba que procedíamos del espacio sideral. ¡Y quienes opinaban que nos deberían devolver a él lo antes posible!
—¿Así, Pandora y tú sois gitanos?
Admito que estaba confusa. Una hora antes, tenía una madre irlandesa y un padre que creía medio austríaco y medio holandés. Ahora, de golpe, era la descendiente ilegítima de un par de primos gitanos, que abandonaron a mi padre al nacer. Pero por aturdida que estuviese sobre mis antepasados, no tenía motivo para dudar de cómo se describía a sí mismo Dacian Bassarides: tenía el aspecto tan salvaje que todo el mundo había mencionado.
—Los detalles de nuestra familia no deben compartirse nunca con los payos, los otros, los de fuera —me previno Dacian, muy serio—. Por ese motivo he pedido a nuestro amigo Hauser que se marchara. Pero, en respuesta a tu pregunta: sí, éramos rom. Aunque Pandora creció y vivió en parte entre los payos, su corazón siguió perteneciendo siempre a nuestro pueblo. La conocía desde la infancia. Cantaba de forma tan maravillosa que ya tenía los rasgos de una gran diva. ¿Sabías que en sánscrito ese término define a un ángel, mientras que en persa significa demonio? Pandora era un poco las dos cosas.
»En cuanto al origen de los rom, nuestras sagas afirman que llegamos a la tierra hace eones, procedentes de un hogar que todavía puede encontrarse en el cielo de la noche: la constelación Orion, el cazador poderoso. O, de modo más exacto, de las tres estrellas que componen el cinturón en su centro (el omphalos, el ombligo o cordón umbilical de Orion) llamadas los Tres Reyes porque brillan como la estrella que guió a los Reyes Magos hasta Belén. En Egipto, Orion correspondía al dios Osiris, en la India a Varuna, en Grecia a Urano y en los países nórdicos al Huso del tiempo. En todas las culturas se le conoce como el mensajero, el guía principal para cualquier transición hacia una nueva era.
No iba a dejarme llevar por las ramas ahora que la trama se complicaba. Y la historia de Dacian estaba cubierta por algo más que polvo de estrellas. ¿Cómo podían ser él y Pandora gitanos, cuando por todos los relatos que había oído, los nazis concedían a este pueblo un lugar más bajo en su tótem de la evolución que a los católicos, los comunistas, los homosexuales o los judíos?
—Si tú y Pandora erais gitanos —dije—, ¿cómo pudo vivir ella como y donde lo hizo, y rodearse del tipo de personas con quien lo hizo, tanto antes como durante la Segunda Guerra Mundial?
Dacian me observaba con una extraña sonrisa.
—¿Y cómo vivió? Creía que no sabías casi nada de ella.
—No —acepté—. Lo que quise decir es: ¿cómo pudieron Pandora y Laf permanecer en ese lujoso piso de Viena durante toda la guerra (he estado ahí y sé cómo es) y llevar un estilo de vida tan opulento? ¿Cómo pudo relacionarse con nazis? Y no me refiero a hacerse pasar por una vienesa de clase alta en lugar de por una gitana, sino ¿cómo pudo permitirse quedarse en Viena cuando su propia gente era…?
Bajé la voz y concreté mi pregunta:
—¿Cómo pudo quedarse aquí como la cantante de ópera favorita de Hitler?
Dacian contempló las copas de vino como si acabara de descubrir que estaban vacías; las llenó él mismo. Como sabía lo meticulosos que son los camareros vieneses en este sentido, supuse que les había ordenado que no se acercaran.
—¿Es eso lo que te han contado? —preguntó, como si hablara consigo mismo—. Qué interesante. Me gustaría saber dónde lo has oído, porque esta historia tiene que ser el resultado de la colaboración de unas cuantas mentes creativas.
Me miró y añadió:
—Muy creativas. De lo más apropiado para una descendiente, como tú, de un linaje originario de la constelación de Orion.
—¿Me estás diciendo que nada de eso es verdad?
—Te estoy diciendo que cada media verdad es también media mentira —manifestó, con cierta reserva—. No confundas nunca las creencias de las personas con la realidad. La única verdad que vale la pena explorar es la que nos acerca más al centro.
—¿Al centro de qué? —pregunté.
—Del círculo de la misma verdad —respondió Dacian.
—¿Me ayudarás a desprenderme de esas medias verdades y creencias que he reunido, y echarás algo de luz sobre mi propia realidad?
—Sí, aunque resulta difícil responder bien a las preguntas si no se formulan adecuadamente.
De forma inesperada, puso sus manos sobre las mías, que reposaban a cada lado de mi plato. Noté que la electricidad me traspasaba la piel y los huesos y me infundía calor. Pero antes de que pudiera hablar, llamó al camarero y le dijo en alemán algo que no comprendí.
—Le he pedido que nos traiga un postre —comentó—. Uno muy bueno, con montones de chocolate. Lleva el nombre de un famoso violinista gitano del siglo pasado, Rigó Jancsi, que rompió el corazón de todas las nobles de Viena, y no sólo por cómo tocaba Paganini.
Se rió y sacudió la cabeza, pero cuando retiró sus manos de las mías, me observó con gran atención.
Sin una palabra, sacó algo del bolsillo interior del chaleco y me lo dio. En mi mano abierta yacía un pequeño medallón de oro, de forma ovalada, grabado con el diseño de un animal volador parecido al que Dacian llevaba en el chaleco. Tenía un cierre a cada lado; cuando presioné uno, se abrió. Dentro había una imagen bastante vieja, una fotografía reluciente, pintada a mano sobre metal como los daguerrotipos con capa de platino de finales del siglo pasado. Pero a diferencia de muchas imágenes de esa época, en que las personas aparecían con la expresión petrificada de un salmón, ésta tenía, con sus tonos reales, la frescura de un retrato reciente.
La cara era sin duda la del joven Dacian Bassarides. Observé, algo sobrecogida, ese magnetismo que todos me habían descrito, en esa cápsula del tiempo procedente de su juventud, su primitivismo elemental saltaba como una fuerza de la naturaleza. Tenía los cabellos negros sueltos hacia atrás y la camisa abierta para mostrar el tórax y el poderoso cuello. Su rostro atractivo, con la nariz recta y delgada, los intensos ojos oscuros y los labios entreabiertos desprendían una esencia salvaje e inquietante que me trajo a la mente la pantera de Laf, la compañera del dios.
Pero cuando volví a presionar y se abrió la otra tapa, por poco se me cae el medallón. ¡Era como verme reflejada en un espejo!
La cara que contenía poseía la misma tez pálida «irlandesa» que yo, mis rebeldes cabellos negros y los ojos verde pálido. Pero es que además, todos los detalles, incluso el hoyuelo idéntico en la barbilla, casaban a la perfección. Aunque las ropas eran de otro tiempo y lugar, tuve la sensación de ir por la calle y encontrarme por sorpresa con mi propia hermana gemela.
Dacian Bassarides me seguía observando con atención. Por fin, habló.
—Eres igual que ella —dijo sin más—. Wolfgang Hauser ya me lo había advertido, pero aun así no estaba preparado. Te estuve observando desde la parte trasera del restaurante antes de poder acercarme a la mesa y conocerte. No sabría cómo explicar lo que siento, es como un vértigo, como caer en el túnel del tiempo…
Se quedó en silencio.
—Debiste de quererla mucho.
Cuando lo dije, me vinieron de golpe a la cabeza todos los aspectos espinosos que eso suscitaba en cuanto a él y al papel que había representado en relación con mi familia. Pero por muy brutal que fuera, no quedaba más remedio; tenía que preguntarlo.
—Si tú y la abuela crecisteis juntos, os queríais y ella iba a tener un hijo tuyo, ¿por qué se casó con Hieronymus Behn? Creía que lo despreciaba. ¿Y por qué se fugó luego con Lafcadio, después de que naciera el niño, y lo abandonó también?
—Como te he dicho antes, resulta difícil responder preguntas si no están bien formuladas —contestó con una sonrisa irónica—. No tienes que creerte todo lo que oigas y mucho menos de mis labios: al fin y al cabo, soy un rom. Pero te explicaré lo que pueda, porque creo que tienes derecho a saberlo. Es más, tienes que saberlo todo, si quieres proteger esos papeles que hay en tu bolso, bajo la mesa.
De alguna forma, un gran trago de vino se me desvió hacia la tráquea. Me ahogaba y alargué la mano hacia el agua, pensando si tenía visión de rayos X o, quizá, podía leerme la mente.
—Wolfgang Hauser me habló de ellos cuando nos cruzamos en la cocina —dijo, leyéndome la mente—. Cuando vio el bolso examinado en dos aduanas y en el control de seguridad de la OIEA, le extraño que llevaras tantos papeles para el trabajo. Hizo una suposición razonable. Pero ya volveremos a eso. Para responderte a la pregunta, Pandora era mi amante y la madre de mi único hijo, pero no era mi prima, sino mi esposa. Esas fotografías que tienes en la mano son del día de nuestra boda.
—¿Estabas casado con Pandora? —solté atónita—. ¿Pero cuándo fue eso?
—Como verás, en esa foto ella aparenta unos dieciocho o veinte años —afirmó—. Pero de hecho tenía trece, y yo dieciséis, el día que nos casamos. Entonces era diferente: las chicas muy jóvenes ya eran mujeres y, por otra parte, los matrimonios tempranos son bastante habituales entre los rom. A la edad de trece años, Pandora era una mujer, te lo aseguro. Luego, cuando yo tenía veinte y ella diecisiete, se marchó, y nuestro hijo Augustus nació en la casa de Hieronymus Behn.
En mi cerebro hervían millones de preguntas, pero en ese momento llegó el camarero con el postre de chocolate con nombre de violinista gitano, un bol de Schlagobers y una botella de grappa, ese embriagador licor italiano elaborado con semillas de uva fermentadas y que es el doble de fuerte que el coñac. Cuando el camarero se marchó, moví la mano para indicar que no quería beber nada más; ya estaba a punto de darme algo sin necesidad de tomar más copas. Dacian me llenó el vaso de todos modos, luego levantó el suyo e hizo chinchín con el mío.
—Tómalo. Puede que lo necesites antes de que acabe —dijo.
—¿Todavía no has acabado? —susurré muy bajito aunque, cuando miré a mi alrededor, vi que éramos los únicos comensales que quedábamos en esa parte del restaurante y que los camareros, con la servilleta doblada sobre el brazo, se encontraban a una distancia discreta, en el otro extremo de la habitación, hablando entre sí.
Después de todo ese tema de las creencias que casaban con la realidad, de repente me di cuenta de lo que creía: de todo lo que no había querido averiguar hasta entonces, ésta iba a ser la peor parte. Esperaba estar equivocada pero no depositaba demasiada fe en ello. Cerré los ojos un momento. Cuando los abrí, Dacian Bassarides estaba sentado a mi lado, cerrándome la salida del banco. Apoyó una mano sobre mi hombro y de nuevo sentí su energía. Lo tenía tan cerca que percibí su cálido perfume, como la fragancia de la salvia y las hogueras, como el aroma húmedo de las selvas donde vive la pantera divina.
—Sé que lo que te he contado te ha impresionado y puede que incluso asustado, Ariel, pero era sólo parte de lo que he venido a revelarte desde Francia —afirmó con gravedad. Cogió el relicario, lo cerró y se lo guardó en el bolsillo del chaleco—. Es imprescindible que oigas todo lo que tengo que contarte, por muy desagradable que sea. Cerrar los ojos y los oídos en este momento es una decisión peligrosa para cualquiera de nosotros, sobre todo para ti.
No puedo tomar ninguna decisión —me quejé con amargura—. No creo que pueda soportar nada más.
—Ya lo creo que puedes —dijo—. Eres la única nieta de Pandora, y la mía también. Lo sepas o no, naciste para tener lo que se podría llamar una cita con el destino; un viaje que ya has iniciado. Pero mi pueblo distingue entre destino y sino. No creemos que las personas nazcan con un «sino» que las lleve a actuar según un guión escrito por una mano superior, sino que cada uno de nosotros posee un destino, una pauta preexistente que, en el fondo de nuestro corazón, deseamos cumplir algún día. No obstante, para verterte a ti mismo en esa nueva forma, esa vasija superior, como quien dice, tienes que reconocer que es tu destino y buscarlo en consecuencia, al igual que un cisne que ha crecido entre gallinas debe darse cuenta de que su destino es aprender a nadar y a volar, o no dejará de ser un ave pedestre que escarba entre el polvo toda su vida.
Por algún motivo, la comparación me irritó. ¿Cómo se atrevía a sugerir que algo en nuestra sangre «de cisne» merecía una «vasija superior»? Tomé un saludable trago de grappa y me volví hacia él.
—Mira, quizá mi «destino» sea ser la única meta de Pandora —le dije, contrariada—. Quizá mi «destino» sea parecerme tanto a ella. Y quizá sea cierto que nací justo después de que ella muriese. Pero eso no me convierte en algún tipo de reencarnación o de clon suyo, ni quiere decir que su destino esté de algún modo relacionado con el mío. No existe ninguna «forma» o «pauta» en mi interior que me induzca a realizar ni tan sólo una de las crueldades que al parecer os hizo a ti y a todos los que se relacionaron con ella.
Dacian me observó un momento con los ojos muy abiertos. Después, se echó a reír, de un modo algo frío.
—A eso me refería al decirte que no creyeras todo lo que oías, y de nuevo es el resultado de no hacer bien las preguntas —concluyó. Al ver que yo no decía nada, añadió—: Tienes que entender que ninguno de nosotros fue un peón. Ni Hieronymus Behn, ni yo. Ni Pandora, Lafcadio, Earnest o Zoé. Como tú, teníamos opciones. Pero una opción implica una decisión, y las decisiones generan acontecimientos. Cuando ya se ha producido un acontecimiento, es demasiado tarde para retroceder en el tiempo y cambiarlo. Sin embargo, nunca es tarde para examinar las lecciones de la historia.
—Me he negado a examinar la historia familiar toda mi vida —le informé—. Si lo he logrado durante tanto tiempo, ¿por qué iba a empezar ahora?
—Quizá porque la ignorancia no es ningún logro —me sugirió Dacian.
¿No era eso lo que yo decía siempre? Extendí las manos para mostrarle que aceptaba que siguiera.
—Justo antes de que nos casáramos —empezó Dacian—, Pandora y yo supimos, horrorizados, que algo de gran valor que pertenecía a su familia, algo de una importancia inmensa, había caído por medio de engaños en manos de un hombre llamado Hieronymus Behn. Pandora estaba obsesionada por recuperarlo, misión que ambos emprendimos a pesar de que éramos conscientes de las posibles penalidades que podíamos sufrir. Nos llevó tiempo encontrarlo y, cuando por fin dimos con ello, comprendimos que para lograr nuestro objetivo necesitaríamos conseguir acceso a su casa y ganarnos la confianza de la familia. Trabé amistad con Lafcadio en su escuela de Salzburgo y Pandora conoció a Hermione y a los niños, hasta que por último se trasladó a vivir en casa de los Behn en Viena. Pero nadie podía saber que cuando nuestros esfuerzos estuvieran a punto de dar fruto, Hermione iba a caer gravemente enferma. La dolencia del cerebro acabó con ella muy deprisa y la misma noche que murió, Hieronymus violó a Pandora y la obligó a casarse con él sin demora. Era un hombre de la peor calaña. Pero cuando se casó con él, Pandora ya estaba casada conmigo. Durante cierto tiempo, yo no podía aceptar que nos sometiera a todos a ese destino, porque no puede haber nada peor que ver cómo tu esposa embarazada es ultrajada por otro hombre, que después la expulsa de forma ignominiosa a la vez que secuestra al niño…
—¿Secuestra? —dije, estupefacta—. ¿Qué quieres decir?
—Que a tu padre no lo abandonó nadie —me aclaró—. Cuando Hieronymus Behn descubrió que Pandora había conseguido recuperar lo que estaba buscando, la echó a la calle, cerró la casa y huyó con nuestro hijo. Augustus fue retenido como rehén para cobrar un rescate que Pandora y yo no habríamos podido pagar nunca aunque hubiéramos dispuesto de los medios para hacerlo.
—¡Rescate! —exclamé. De pronto lo comprendí todo. Ninguno de los dos dirigió la mirada al bolso que yacía entre nosotros bajo la mesa. Estaba tan desorientada que cuando habló me costó un minuto procesar lo que dijo.
—Puede que no sepas con exactitud lo que llevas en la cartera —comentó—, pero debes tener una idea muy clara de su valor y peligro. Si no fuera así, lo habrías vendido, o quemado, o dejado atrás al venir. No habrías adquirido nunca un compromiso tan importante como llevarlo contigo por medio mundo. Así que cuando Wolfgang Hauser dijo que creía que obraba en tu poder y decidí contártelo todo sobre nuestra familia, incluido lo de nuestras raíces romanís, le pedí enseguida que se fuera. La información sobre esos papeles que obran en tu poder para mí significa algo que, por fortuna, a él se le escapa. Le pedí que se reuniera con nosotros cerca del café, dentro de un cuarto de hora.
Se detuvo y me miró directamente a los ojos. Cuando oí sus siguientes palabras, me quedé helada.
—Sólo puedes haber sabido la importancia de esos documentos hace poco, y de labios de alguien que tuviera algo más que una simple idea superficial de su significado real. Puesto que no fui yo y que los otros se han llevado el secreto a la tumba, me imagino que lo has sabido por la última persona que los tuvo en sus manos. Lo que sugiere que tu primo Samuel está vivo y que no hace mucho que has hablado con él.