EL VIÑEDO

En respuesta a un oráculo de la diosa [Cibeles], Dioniso aprendió de una serpiente el uso de las uvas. Después, inventó el método más primitivo de elaboración de vino.

KARL KERENYI,

Dionysos

Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador.

JESÚS DE NAZARET,

Evangelio según san Juan 15,1

Y añadió Dios… Pongo mi arco en las nubes, y servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra… Y me acordaré de la alianza… y no habrá más aguas diluviales para exterminar toda la carne… Noé se dedicó a la labranza y plantó una viña. Bebió del vino…

Génesis 9,12–21

«Alianza entre Dios y Noé»

De mañana iremos a las viñas, veremos si la vid está en cierne, si las yemas se abren, si florecen los granados; allí te entregaré el don de mis amores.

Cantar de los Cantares 7,13

Ya había anochecido cuando Wolfgang y yo avanzábamos por la carretera que partía de la ciudad bordeando el Danubio. El cielo azul oscuro estaba salpicado con unas cuantas estrellas; dejamos atrás la redondeada luna amarilla que se elevaba sobre la ciudad de Viena.

No hablamos demasiado durante el viaje. Aunque yo estaba emocionalmente agotada, no podía cerrar los ojos. Pronto, las luces de la ciudad se hubieron desvanecido y seguimos el curso ancho y suave del río en dirección oeste, hacia la tierra vinícola de Wachau. Wolfgang conducía con la misma precisión grácil y sincronizada que mostraba al esquiar, y me dediqué a mirar a través de la ventanilla la superficie cristalina del río a un lado y los pueblos que se arracimaban por la colina como casas de hobbit junto a la carretera, al otro lado. En menos de una hora llegamos a la ciudad de Krems, donde se encontraba la oficina de Wolfgang.

Para entonces, la luna estaba en lo alto del cielo y bañaba de luz las cimas colindantes. Tomamos un desvío de la carretera principal que ascendía por la colina hacia la encantadora ciudad amurallada de Krems, con su interesante surtido de edificios blanqueados, cuya mezcolanza de estilos se distinguía a la perfección bajo la luz brillante de la luna: renacentista, gótico, barroco, románico. Cruzamos la ciudad y el Hóher Markt, con sus palacios de campo y museos cuadrados pero, para mi sorpresa, Wolfgang abandonó la ciudad por una carretera más estrecha y tortuosa que conducía hacia el campo lleno de viñedos situado en una colina por encima del pueblo. Observé su perfil, recortado contra el reflejo verde de las luces del salpicadero.

—Tenía entendido que íbamos a parar en tu oficina para repasar la agenda de mañana —comenté.

—Sí, pero tengo la oficina en casa —explicó Wolfgang, sin apartar los ojos de la carretera—. No queda lejos, sólo a unos cuantos kilómetros. Llegaremos enseguida.

La carretera se había estrechado aún más y parecía que se le acababa el pavimento a medida que avanzábamos por la colina escarpada y nos alejábamos más y más del río y de los núcleos habitados. Pasamos por delante de una pequeña choza de barro con el techo de paja, construida al lado de la carretera, del tipo que usan los recolectores de uva para guardar las cestas y los útiles, y donde se cobijan durante esas lluvias torrenciales y súbitas tan frecuentes en la colina. Más allá no quedaba rastro de la civilización salvo, claro está, las hileras continuadas de vid en cultivo.

Cuando llegamos a la cima, las viñas se interrumpieron repentinamente, y la carretera terminaba en un puente que cruzaba un amplio riachuelo. Una nube ocultó momentáneamente la luna, por lo que costaba distinguir la silueta del muro de piedra, sólido y muy alto, que parecía cerrar el paso en la orilla opuesta.

Wolfgang detuvo el coche delante del puente y bajó. Pensé que quizá yo debía hacer lo mismo. Pero, de repente, se encendieron una serie de focos, que llenaron el paisaje de una luz dorada como en un teatro al aire libre. A través del parabrisas, contemplé estupefacta la vista.

Lo que había tomado por una pared alta para separar los pastos era en cambio la muralla almenada de un antiguo Burg austriaco, una construcción de piedra parecida a una fortaleza, y lo que confundí con un riachuelo era, de hecho, un foso a medio llenar, con los muros musgosos de granito que desaparecían bajo el agua. En la muralla se encajaban unas puertas altas de madera, que estaban abiertas y me permitían ver el interior ahora iluminado: un patio amplio, cubierto de hierba, un viejo roble que extendía sus ramas por encima del césped y, más adelante, la forma circular de piedra de un auténtico castillo medieval.

Wolfgang regresó al coche sin mediar palabra, puso la primera y condujo despacio por encima del puente levadizo y a través de la entrada abierta. Aparcó en la hierba, bajo el roble, justo al lado de un viejo pozo de piedra. Luego, apagó el motor y me miró casi con timidez.

—¿Tu casa? —dije, atónita.

—¿No se dice en inglés que para un hombre su casa es su castillo? —me preguntó—. Pues en mi caso, lo que heredé fue un bonito montón de pedruscos que casi mil años atrás formaban un castillo en este lugar, por encima de lo que un día sería la ciudad de Krems. He invertido diez años y la mayor parte de mis ratos libres y de mis ingresos para encontrar expertos que me ayudaran a restaurarlo. Aparte de ellos y de Bettina, que opina que estoy loco por hacer esto, eres la única persona que he traído. Dime, ¿te gusta?

—¡Es increíble! —exclamé.

Salí del coche para verlo mejor. Wolfgang se unió a mí mientras paseaba por el patio para estudiar todos los detalles. Era cierto que los castillos en ruinas coronaban casi todas las colinas de Alemania y Austria. Eran tan bonitos y tenían una vista tan espléndida que nunca había entendido por qué nadie se tomaba la molestia de restaurarlos. Ahora comprobaba los esfuerzos que debían de haberse puesto en éste. Era evidente que hasta las piedras de las murallas estaban talladas, colocadas y unidas con argamasa a mano.

Cuando Wolfgang abrió las puertas del castillo, me dejó entrar y encendió las luces, me quedé más atónita todavía.

Estábamos en una gran torre circular con el suelo de pizarra; el techo se levantaba a unos veinte metros por encima de nuestras cabezas, con un complejo tragaluz abovedado en la parte superior a modo de caleidoscopio, a cuyo través se divisaba el cielo nocturno. El interior estaba iluminado por diversas luces adosadas que centelleaban, como estrellas, desde hornacinas abiertas en los muros de piedra. Un andamio de metal se elevaba del suelo como una escultura abstracta hasta la parte superior de la torre, y en él se apoyaba un surtido de estructuras de múltiples formas, que recordaban casitas en un árbol y sobresalían de la pared de piedra exterior formando ángulos diversos. Cada «casita» estaba rodeada por una pared curvada de madera encerada a mano, con tonalidades graduales y cálidas. Y cada una disponía de una parte de pared de plexiglás: un ventanal del suelo al techo que daba al espacio central abierto y se curvaba en parte por el techo como si fuera una claraboya para dejar entrar la luz de arriba. Al principio no me di cuenta, pero estas habitaciones estaban conectadas por una escalera de caracol con peldaños de madera que recorría el perímetro circular de la pared exterior. El resultado quitaba el aliento.

—Me recuerda esas ciudades subterráneas que mencionó Dacian —afirmé—. Como una cueva mágica escondida en el interior de una montaña.

—Y sin embargo, de día, se llena por completo de luz —comentó Wolfgang—. En las aberturas de estilo medieval, troneras y aspilleras, he instalado cristales y añadido claraboyas, ya lo verás. Mañana, mientras desayunemos, el sol lo iluminará todo.

—¿Pasaremos aquí la noche? —Intenté reprimir la agitación que me provocaba la idea.

Estaba seguro de que estarías demasiado cansada para regresar a casa de tu tío Lafcadio como tenías previsto —me dijo—. Además, mi casa queda tan cerca de la abadía donde pensamos ir mañana por la mañana…

Me parece bien —afirmé—, si no te causa demasiadas molestias.

—Está todo preparado —me aseguró—. Tomaremos una cena ligera en un restaurante del viñedo, aquí debajo. Tiene vistas al río. Pero primero, me gustaría enseñarte el resto del castillo… si te apetece, claro.

—Estaré encantada —asentí—. No he visto nada igual en mi vida.

El suelo de pizarra de la torre medía unos quince metros de diámetro. En el centro, había una zona dispuesta como comedor, con una mesa baja de roble rodeada de sillas tapizadas. Un poco más lejos, frente a la entrada desde donde lo observaba todo, estaba la cocina, delimitada por metros de estanterías abiertas llenas de vasos, platos y especias. A lo largo de la pared de la cocina había mostradores de madera gruesa, interrumpidos sólo por una cocina tipo chimenea, con una salida de humos construida en la pared exterior, como era de esperar en un castillo. Las escaleras cercanas que ascendían por la pared de la torre conducían al primer nivel, la biblioteca.

Aunque algo mayor que las habitaciones superiores, la biblioteca se abría en forma de semicírculo, que descansaba asimismo sobre un andamiaje y se sujetaba en la pared de la torre para mantener la estabilidad. Gran parte del muro de piedra estaba ocupado por una gran chimenea ya preparada con leña. Wolfgang se arrodilló ante el hogar, abrió la salida de humos y con un palito largo encendió el fuego.

Delante de la chimenea se encontraba un sofá de piel, con muchos cojines y una mesita de café en forma de bumerán donde reposaban libros apilados. Alfombras turcas de colores pálidos cubrían el suelo. De hecho, no había librerías, pero el escritorio Biedermeier estaba lleno de papeles y útiles de escritura, y los libros se amontonaban en mesas, sillas, hasta en el suelo, por toda la habitación.

Después del siguiente tramo curvado de escaleras, en el segundo nivel estaba la habitación que Wolfgang me había destinado, con una cama grande y confortable, un armario, un sofá y un baño anexo. Las dos habitaciones superiores servían para dormir, a la vez que como despacho y sala, y por la abundancia de papeles y materiales de investigación, el ordenador y demás equipo que vi en una de ellas, era obvio que Wolfgang la usaba como oficina. Todas las habitaciones disponían de varias aspilleras altas provistas de ventanas con vistas al patio de césped.

El piso superior, bajo el tragaluz, era la suite de Wolfgang, que contaba como mi habitación con un gran baño privado. Pero por lo demás, era excepcional. Estaba suspendida a unos quince metros del suelo y tenía la forma de un anillo rodeado por la pared exterior del castillo, con una abertura central de unos tres metros y medio protegida por una barandilla de madera encerada a mano. Por la noche, como era el caso, la luz de las lámparas destellantes adosadas a los muros de la torre, que se reflejaba desde abajo, así como la que llegaba a través de las paredes de cristal, procedente de las habitaciones inferiores, parecía flotar a nuestros pies como si estuviéramos por encima de las nubes.

Recorrimos el espacio circular para que pudiera verlo bien. Una plataforma elevada formaba la cama en un lado, mientras que una zona para sentarse, con armarios y espacio para vestirse, ocupaba el otro. Entre ambos, un enorme telescopio metálico apuntaba hacia el cielo.

El muro de piedra de la torre sobresalía hacia el exterior a la altura de la cintura, y contenía intercaladas troneras, esas aberturas características de los torreones de las fortificaciones medievales, desde donde los sitiados podían lanzar piedras pesadas a los asaltantes. Wolfgang había equipado esas aberturas con cristales que se abrían hacia el interior y que podían cerrarse como persianas.

La suite tenía un techo mucho más alto que el resto de habitaciones, puesto que estaba situada bajo las fuertes vigas angulares que se entrecruzaban por la bóveda de claraboyas biseladas.

Como Wolfgang había indicado, de día el impresionante techo de tragaluces aportaría luz adicional a toda la torre. Ahora, la sorprendente disposición estelar del cielo nocturno recordaba un bol gigante de luz a cuyo través brillaba todo el universo plagado de estrellas. Era algo extraordinario.

—A veces, cuando estoy en la cama por la noche, intento imaginar lo que debió de sentir Ulises, perdido y vagando todos esos años, con el silencio del espacio profundo y la indiferencia fría e inmóvil de las estrellas como únicos compañeros —dijo Wolfgang.

—Pero en una habitación así —comenté—, me imagino que si estás muy callado puedes llegar a oír cantar las constelaciones: la música de la bóveda celeste.

—Prefiero las voces humanas —objetó Wolfgang.

Me tomó la mano y me condujo por la habitación. Abrió una de las ventanas de la pared externa para dejar entrar el aire fresco, frío, del río. Apagó las luces de fuera, que seguían iluminando las murallas y el patio exterior, y pudimos contemplar el paisaje. Estábamos uno al lado del otro mirando las luces centelleantes que se disponían por las colinas ondulantes y, más allá, el doble zigzag luminoso que dibujaba el contorno serpenteante del Danubio. En el río, la reflexión circular de la luna se dividía en cintas de plata que iluminaban la superficie de las aguas profundas y oscuras. En ese lugar mágico, por primera vez desde hacía semanas, empecé a sentirme en paz.

Wolfgang se volvió hacia mí en silencio y me puso las manos en los hombros. Contra el brillo de la noche, sus ojos reflejaban la luz como los cristales traslúcidos de la aguamarina. Se estaba generando una oleada de sentimientos entre nosotros; oía cómo su murmullo se iba convirtiendo en rugido. Wolfgang habló por fin.

—A menudo, se me hace difícil mirarte —comentó—. Te pareces tanto a ella que resulta abrumador.

¿Me parecía a ella? ¿Qué significaba eso?

Seguía descansando las manos suavemente sobre mis hombros y observaba el río, como en sueños.

—Mi padre me llevó a verla cuando no era más que un niño —prosiguió—. Recuerdo que cantó Das himmlische Leben, de Mahler. Después, cuando mi padre me llevó al camerino para que le regalara el ramo que le había llevado, me miró con esos ojos.

Luego, con una voz extraña, entrecortada, finalizó:

—Tus ojos. La primera vez que te vi en Idaho, a pesar de que ibas abrigada como un oso polar y lo único que pude verte fueron los ojos, quedé fascinado.

Me cago en dios. ¿Cómo era posible? ¿Estaba ese hombre que me tenía obsesionada enamorado de mi abuela? Con la semanita que había pasado, lo único que se me ocurría para poner remedio a cómo me sentía era catapultarme a través de esa tronera abierta como una bola de cañón medieval.

Y para empeorar las cosas, aunque no necesitaba demasiada ayuda para eso, mi endemoniada sangre tempestuosa, de mezcla irlandesa y gitana, se asomaba de nuevo a mi rostro delator. Me volví de golpe y las manos de Wolfgang cayeron de mis hombros.

—¿Qué he dicho? —preguntó sorprendido, volviéndome a girar hacia él antes de que pudiese controlarme. Cuando vio mi expresión, se mostró confuso—. No es lo que te imaginas —afirmó muy serio—. Entonces yo era sólo un niño. ¿Cómo iba a sentir lo mismo que ahora que soy adulto?

Y mientras se pasaba los dedos por los cabellos, añadió con voz descorazonada:

—Contigo nunca consigo explicarme bien, Ariel. Si pudiera…

Me agarró ambos brazos por debajo del codo y yo solté un grito cuando un pinchazo terrible me recorrió el brazo. Hice una mueca de dolor.

Wolfgang me soltó de inmediato.

—¿Qué te pasa? —preguntó alarmado.

Me toqué el brazo con cuidado y sonreí entre lágrimas.

—¡Dios mío, no llevarás aún esos puntos! —exclamó.

—Tenía hora en el médico para que me los quitara ayer por la mañana —le expliqué mientras tomaba aire para intentar superar el dolor—. Pero para entonces ya estábamos en Utah.

—Si me lo hubieras dicho, lo podríamos haber solucionado antes, en Viena —comentó—. Supongo que lo entiendes; hay que quitar esos puntos. Aun en el caso de que se disuelvan se te podría infectar el brazo, o algo peor. Tenemos una agenda tan apretada antes de partir para Rusia… ¿Te parece que lo haga yo? ¿Ahora mismo?

—¿Tú? —solté, mirando a Wolfgang con terror auténtico.

—Por favor, qué cara has puesto —se rió—. Tengo todo lo necesario: desinfectante, pomada, pinzas y tijeras. Es un procedimiento muy simple. En el internado trabajé en la enfermería y los chicos siempre necesitan que les den y les quiten puntos. Te aseguro que lo he hecho cientos de veces. Pero antes, traeré las cosas del coche para no tener que preocuparnos de ello después. Tardaré un poco en preparar lo demás en la cocina.

Abrió la puerta de un armario cercano y sacó un albornoz grueso y suave.

—¿Por qué no te desnudas aquí y te pones esto para no mancharte la ropa? —sugirió—. Baja y espérame en la biblioteca. Ya estará caldeada. Además, está más cerca de la cocina y es el lugar con mejor luz.

Dicho esto, se fue.

No sé qué se me había ocurrido que pasaría esa noche, pero «estoy enamorado de tu abuela», seguido de «¿quieres que te quite los puntos?» no era exactamente el rumbo que esperaba que tomaran los acontecimientos.

Por otro lado, puede que fuera buena idea librarme de los picores y las punzadas de esos últimos días. Además, quitarme los puntos me brindaría tiempo y margen para aceptar el hecho de que este hombre por el que me sentía tan atraída estuviera en contacto más estrecho con cualquiera relacionado con mi familia que conmigo.

Me dirigí al cuarto de baño de Wolfgang, me quité el vestido de lana y observé en el espejo la franja morada que me cubría desde el codo hasta el hombro, señalada con catorce puntos negros con forma de araña. Tenía los párpados hinchados y la nariz colorada a causa de esas lágrimas inesperadas. Estaba hecha un desastre. Cogí un cepillo con el mango de madera y me lo pasé por los cabellos varias veces, me mojé la cara con agua, me coloqué el albornoz y bajé las escaleras.

Cuando llegué a la biblioteca, el fuego crepitaba alegre y la habitación olía a resina. Avancé hasta el escritorio abierto y recorrí con los dedos el montón de libros que reposaba en él. Me fijé en uno que parecía antiguo y especial, con relieves de oro y una bonita cubierta de piel, casi del mismo tono amarillento que el sofá. Tenía puesto un punto. Lo extraje del montón y lo abrí.

La primera página estaba iluminada con el título:

Leyenda Aurea

La leyenda dorada: Lecturas de los santos

por Jacobus de Voraigne

1260 d. C.

Contenía horripilantes grabados de hombres y mujeres en distintas fases de tortura o crucifixión. Fui donde estaba el punto: santo número 146, san Jerónimo. Me sorprendió saber que su nombre en latín era Hieronymus, como el hombre que, hasta hacía poco, creía que era el padre de mi padre.

Aparte de su renombre por revisar la liturgia eclesiástica hace mil quinientos años bajo el reinado del emperador Teodosio, san Hieronymus, como Androcles, su antecesor en el famoso relato romano, curó la pata de un león herido. Eso me recordaba algo que había mencionado antes Dacian, pero en ese momento no conseguía recordar exactamente qué.

Entonces, Wolfgang entró cargado con una bandeja llena de frascos de medicinas, un recipiente con instrumental quirúrgico sumergido en desinfectante, una botella de coñac y una copita. Se había subido las mangas de la camisa y llevaba la corbata desabrochada alrededor del cuello abierto. En el brazo sostenía un montón de toallas. Dejó la bandeja en la mesita, delante del sofá donde me había sentado y puse el libro junto a ella. Cuando Wolfgang lo vio, sonrió y comentó:

—Ya veo, algo de lectura como preparación al martirio.

Acercó una lámpara de pie al sofá, extendió unas cuantas toallas en los cojines y se sentó a mi lado. Luego, con un rápido movimiento, soltó el cinturón del albornoz, que se abrió. Yo sólo llevaba puesta la ropa interior, bastante escasa. Al ver mi cara, me sonrió con ironía.

—¿Debería cerrar los ojos para proceder? —preguntó con educación burlona mientras me sacaba el brazo de debajo del albornoz y lo volvía a cerrar con discreción—. Y ahora deja que el doctor Hauser lo examine de cerca.

Me levantó el brazo hacia la luz y observó con atención la herida. Estaba tan cerca que podía oler la fragancia de pino y limón, pero también vi la expresión de su rostro.

—Siento tener que decírtelo, pero tiene muy mal aspecto —comentó—. Ha cicatrizado demasiado deprisa y la piel ha crecido en exceso en muchos sitios. Si no te sacamos los puntos ahora no hará más que empeorar. Pero, por desgracia, tardaré un poco más de lo que me había imaginado y puede que también te vaya a doler más. Te los tengo que extraer con cuidado para asegurarme de que la herida no vuelva a abrirse. Bebe un poco de coñac. Si te duele demasiado, muerde una toalla.

—¿No sería mejor que lo dejáramos? —sugerí esperanzada.

Wolfgang sacudió la cabeza. Me soltó el brazo con suavidad, sirvió coñac de la licorera que había en la bandeja y me pasó la copa.

—Mira, he traído muchas toallas para envolverte, pero tendrás que acostarte de lado en el sofá para disponer de un buen ángulo de ataque. Bebe antes un poco de esto; te calmará.

Tenía el estómago revuelto, pero me tomé el coñac como me pedía. Luego, me eché en el sofá cubierto de toallas, tan mullido que parecía que tuviera brazos para mecerme, y dejé que Wolfgang me tapara con más toallas. Puso mi brazo en la parte superior. Cerré los ojos; el fuego era tan cálido que notaba como si las llamas me acariciaran los párpados. Intenté relajarme.

Al principio, el dolor fue una sensación distante y fría gracias al antiséptico que me cubría la piel, pero pronto se volvió punzante. Cuando noté el ligero tirón de las pinzas en el primer punto, me pregunté si un pez tendría esa misma sensación cuando se traga el anzuelo y se lo clava en la carne: no un dolor intenso ni miedo aún, sólo la ligera impresión de que algo va mal, muy mal.

Desde el primer tirón fue como rayar un cristal con una aguja. El dolor me penetraba hasta los huesos con una sensación lenta y molesta. Procuré no estremecerme para no empeorar la situación, pero las punzadas sordas y rítmicas eran casi imposibles de soportar. Aunque tenía los ojos cerrados, notaba que las lágrimas se me agolpaban tras las pestañas. Respiraba hondo para armarme de valor frente a cada nuevo ataque.

Después de lo que pareció una eternidad, los tirones cesaron. Abrí los ojos y las lágrimas contenidas se deslizaron a borbotones por mis mejillas para caer sobre la toalla que cubría el sofá. Tenía aún los dientes apretados por el dolor y el estómago hecho un nudo. Sabía que si intentaba hablar, estallaría en sollozos. Inspiré y solté el aire despacio.

—El primero ha sido difícil, pero he conseguido quitarlo limpiamente —dijo Wolfgang.

—¡El primero! —protesté, intentando incorporarme en el codo bueno—. ¿Por qué no me cortas el brazo de un hachazo y acabamos antes?

—No me gusta hacerte daño —me aseguró—. Pero te los tengo que quitar. Ya llevan ahí demasiado tiempo.

Wolfgang me llevó el coñac a los labios. Tomé un gran trago y me atraganté un poco. Me secó una lágrima con el dedo y me miró en silencio mientras yo bebía algo más. Le devolví la copa.

—Cuando Bettina y yo éramos pequeños, si tenía que hacer algo desagradable, nuestra madre solía decirnos que un beso lo cura todo —me contó.

Se inclinó y acercó los labios al lugar de donde había extraído el punto. Cerré los ojos y sentí que el calor me subía por el brazo.

—¿Qué tal? —me preguntó en voz baja.

Asentí sin decir nada.

—Pues los demás también tendrán que recibir un beso. Será mejor que acabemos, ¿no te parece?

Volví a echarme en el sofá, preparada para que reiniciara el ataque. Para cada punto, se producía un dolor demoledor cuando tiraba con cuidado con las pinzas para liberar la sutura de la piel y luego el ruido de tijeras que anunciaba el último tirón. Tras cada tijeretazo, Wolfgang se agachaba para besar el lugar de donde había salido el punto. Intenté llevar la cuenta, pero pasados cinco o diez minutos no sabía si había atacado treinta o trescientos en lugar de los trece restantes. Sin embargo, los besos me aliviaban misteriosamente.

Tras la última arremetida, Wolfgang me dio un ligero masaje en el brazo hasta que la sangre regresó para eliminar el dolor. Después limpió la zona con un desinfectante de olor muy fresco. Una vez que hubo terminado, me senté a su lado, me ayudó a poner el brazo en la manga y me cerró de nuevo el albornoz.

—No habrá sido nada agradable. Has sido muy valiente esta última semana, pero ya se acabó —dijo, acariciándome el hombro sano—. Sólo son algo más de las siete, así que tienes tiempo de sobra para bañarte y descansar un poco si te apetece, antes de que tengamos que pensar en la cena. ¿Cómo estás?

—Bien, un poco cansada —comenté. Pero aunque quería hacerlo, de hecho no me movía del sitio.

Wolfgang me miró preocupado con una expresión que no conseguí descifrar. Era cierto que estaba algo aturdida por los tragos de coñac mezclados con la megadosis de endorfinas naturales que había liberado durante la media hora de dolor intenso y continuado. Me recliné contra los cojines mientras intentaba sobreponerme. Wolfgang alargó la mano y rizó un mechón de mis cabellos entre las puntas de sus dedos, pensativo. Pasado un momento, habló, como si hubiera llegado a una conclusión en privado.

—Soy consciente de que no es el mejor momento, Ariel, pero no sé cuándo llegará el momento oportuno. Si no es ahora, quizá nunca… —Se detuvo y cerró los ojos un instante—. Dios mío, no sé cómo plantearlo. Dame un sorbo de ese coñac.

Se inclinó por delante de mí, cogió la copa medio llena de la mesa y dio un trago. Luego, dejó la copa de nuevo y se volvió hacia mi con esos increíbles ojos turquesa y dijo:

—La primera vez que te vi en el Anexo de Ciencia Tecnológica, en el complejo nuclear, ¿oíste lo que te dije al pasar? —me pregunto—. No del todo —afirmé, aunque recordaba a la perfección que esperaba que hubiera dicho «encantadora» o «deliciosa», lo que quedaba algo lejos de mi aspecto o estado de ánimo actual. Sin embargo no me esperaba lo que vino a continuación.

—Dije «éxtasis». En ese momento, tuve la tentación de abandonar toda la misión. Y te aseguro que a algunos les gustaría que lo hiciera, incluso ahora. Mi reacción hacia ti ha sido tan… no sé muy bien cómo decirlo, ha sido inmediata. Supongo que sabes hacia dónde va encaminada esta incómoda confesión.

Se detuvo porque me puse en pie de golpe, nerviosa. Ahí me tenías, una chica que rehuía hundir los esquís en la nieve en polvo, y me invitaban una vez más a saltar sin pensármelo desde otra altura peligrosa. Sentí que me invadía el pánico a pesar de mis esfuerzos por combatirlo. Podía estar confusa, pero no hacía falta ser Albert Einstein para adivinar lo que quería que Wolfgang hiciese en aquel momento, y lo que al parecer también él deseaba.

Intenté analizar la situación. ¿Qué otro hombre me llevaría al otro lado del mundo y me invitaría a pasar la noche en su propio castillo? ¿Qué otro hombre me miraría como lo hacía Wolfgang en ese instante, en mi penoso estado, mugrienta y magullada por mis periplos y peripecias, y seguir deseándome? ¿Qué otro hombre rezumaba esa fragancia embriagadora de pino, limón y cuero que me hacía sentir deseos de embeberme y ahogarme en ella? ¿Cuál era mi problema?

Pero en el fondo, sabía muy bien cuál era.

Wolfgang se levantó y se puso frente a mí sin tocarme. Me observó con esos ojos de rayos X que me producían los mismos efectos que la kriptonita a Superman: rodillas flojas y cabeza hueca. Teníamos los labios algo entreabiertos.

Sin otra palabra me rodeó con sus brazos y enterró sus manos en mis cabellos. Mis labios tocaron los suyos; con su boca en la mía parecía bebérseme el alma y llevarse todo lo que había en mi mente excepto el calor de sus labios que me descendía por la garganta. El albornoz me resbaló de los hombros y cayó para formar un estanque alrededor de mis pies desnudos. Sus dientes me arañaban el hombro y sus manos recorrían mi cuerpo donde había retirado la ropa interior. No podía respirar.

Me aparté.

—Tengo miedo —susurré.

Me cogió por la muñeca y me besó la palma de la mano.

—¿Acaso crees que yo no? —me preguntó, muy serio—. Pero sólo tenemos que recordar algo, Ariel. No mires atrás.

«No mires atrás, la única norma que los dioses dictaron a Orfeo antes de que se adentrara en los infiernos para recuperar a su gran amor, Eurídice», pensé con un escalofrío.

—No estoy mirando atrás —mentí. Luego bajé los ojos, demasiado tarde.

—Ya lo creo que sí, amor mío —dijo Wolfgang, mientras me levantaba la cara—. Estás mirando a una sombra que se ha interpuesto entre nosotros desde que nos conocimos, la sombra de tu fallecido primo, Sam. Pero después de esta noche, se habrá acabado y espero que nunca, ni una sola vez, vuelvas a mirar atrás.

De acuerdo, quizás estaba loca. Esa noche pensé que quizás había perdido un poco la razón. Wolfgang había abierto una herida distinta a la que unían esos puntos del brazo, una herida que era profunda y que sangraba en silencio en mi interior, por lo que no sabía con exactitud el daño que me había causado. Ese trauma no superado, que hasta entonces había conseguido esconderme a mí misma, era el hecho de que podía estar algo más que enamorada de mi primo Sam. ¿Y en qué me convertía eso? En una chica atómica hecha un lío.

Pero esas emociones contradictorias que se dedicaban a luchar bajo mi pecho quedaron olvidadas esa noche, como mínimo en parte, junto con todo lo demás, por algo que Wolfgang desató y que no sabía, ni tan sólo sospechaba, que hubiera en mí. Cuando nuestros dos cuerpos se encontraron y se unieron en el calor de la pasión, se despertó en mí una mezcla de dolor, ansia y anhelo que actuó en mis venas como una droga, de forma que con cada nuevo sabor aumentaba mi deseo por él. Alimentamos mutuamente nuestros fuegos con obsesión hambrienta hasta que todos los músculos de mi cuerpo temblaron agotados.

Por fin, Wolfgang se echó inmóvil, con la cara recostada en mi estómago, y permanecimos así sobre la suave alfombra turca frente a la chimenea. Teníamos la piel impregnada de humedad y el brillo centelleante del fuego bruñía su cuerpo musculoso y terso como si estuviera bañado en bronce. Deslicé mi mano por la curva de su espalda, desde los hombros hasta la cintura, y se estremeció.

—Ariel, por favor. —Levantó la cabeza despeinada con una sonrisa—. Será mejor que estés segura de lo que haces si empiezas de nuevo. Eres una hechicera que me ha embrujado.

—Eres tú el que tiene la varita mágica —dije, entre risas.

Wolfgang se apoyó en las caderas y me incorporó. El fuego había quedado reducido a ascuas. A pesar de nuestros ejercicios recientes, la habitación se estaba enfriando.

—Alguien tiene que usar el sentido común un momento —afirmó Wolfgang, que me volvió a poner el albornoz sobre los hombros—. Necesitas algo que te relaje.

—Lo que estabas haciendo hasta ahora funcionaba de maravilla —le aseguré.

Wolfgang sacudió la cabeza, y sonrió. Me puso de pie, me abrazó y me condujo a mi habitación, hacia el cuarto de baño, donde me volvió a dejar y nos preparó un baño caliente. Echó muchas sales, cogió ropas limpias y las dejó cerca de la bañera. Cuando nos sumergimos en las aguas aromáticas, Wolfgang empapó una esponja de mar y dejó caer el agua caliente sobre mis hombros y mis pechos.

—Eres la mujer más deseable que he visto —sentenció, y me besó el hombro desde atrás—. Pero tenemos que ser prácticos. Sólo son las nueve. ¿Tienes mucho apetito?

—Un hambre canina —respondí. Hasta entonces no me había dado cuenta.

Después de habernos bañado y secado, nos pusimos las ropas cálidas y bajamos a pie por los viñedos hasta el restaurante que había mencionado, con vistas al río. Cuando llegamos, otro fuego quemaba alegre en la chimenea.

Tomamos una sopa caliente y una ensalada verde junto con una raclette, ese plato de queso fundido con un sabor muy rico, las patatas al vapor y pepinillos en vinagre. Lo tomamos del plato con trocitos de pan crujiente, lamimos el jugo avinagrado de los dedos del otro y lo acompañamos todo con un Riesling seco excelente.

Cuando regresábamos a través de los viñedos eran algo más de las diez. Una ligera bruma se elevaba desde el río, y parte de la neblina se deslizaba como un espectro entre las hileras de viñas recortadas que empezaban a brotar. El aire tenía un toque gélido, pero la tierra olía fresca y nueva con ese aroma especial de las noches frías y húmedas que anuncia la llegada de la primavera. Wolfgang me sacó un guante y me cogió la mano entre las suyas. Sentí que su calor me invadía como cada vez que me tocaba. Me sonrió mientras andábamos, pero en ese momento la niebla cruzó por delante de la luna y nos envolvió la oscuridad.

Me pareció oír el crujir de una rama, un poco por detrás de nosotros, algo más abajo de la colina. De repente sentí el frío del miedo, sin saber por qué. Me detuve, solté mi mano y escuché. ¿Quién podía ir por el camino a esas horas de la noche?

La mano de Wolfgang me estrujó el hombro: también lo había oído.

—Espera aquí y no te muevas —dijo con calma—. Vuelvo enseguida.

¿Que no me moviera? Estaba aterrada. Wolfgang desapareció en la oscuridad.

Me agaché entre dos viñas y me concentré en los ruidos de la noche, como Sam me había enseñado. Por ejemplo, era capaz de identificar los distintos cantos de una docena o más de insectos entre el rumor de fondo del movimiento lento de las aguas del río que cruzaba por el fondo del valle. Pero por debajo de esos sonidos de la naturaleza, capté los susurros de dos voces masculinas. Sólo capté fragmentos, alguien dijo la palabra «ella» y después oí «mañana».

Cuando mis ojos se habían acostumbrado por completo a la oscuridad, la niebla se alejó y la ladera de la colina quedó iluminada por la luz plateada de la luna. Unos veinte metros más abajo de donde estaba agachada, había dos hombres juntos entre las hileras de vid. Uno era Wolfgang; cuando me puse de pie y me vio, levantó el brazo y me saludó, luego se separó de la otra figura y se encaminó colina arriba en mi dirección. Eché un vistazo al otro hombre. El sombrero con pliegues le ensombrecía el rostro, así que no pude distinguirlo con esa luz, pero cuando me dio la espalda para marcharse colina abajo, había algo en su modo de andar, con ese cuerpo algo más bajo y enjuto…

Wolfgang llegó donde yo estaba. Me abrazó, me levantó del suelo y me hizo dar media vuelta. Luego, me bajó y me besó en los labios.

—Si te vieras con esa luz plateada —comentó—. Eres tan bonita que no me puedo creer que seas real y que seas mía.

—¿Quién era ese hombre que nos seguía? —pregunté—. Me resultó conocido.

—Oh, no. Era Hans, que se encarga de la finca —me indicó—. De día, trabaja en el pueblo de al lado y echa un vistazo aquí cuando vuelve de noche. A veces, como hoy, es muy tarde, pero alguien le dijo que había visto luces en el castillo. Iba a comprobarlo todo antes de irse a la cama. Supongo que se me olvidó avisarlo de que estaría en casa y, desde luego, no está acostumbrado a encontrarse con huéspedes.

Wolfgang me miró y me pasó el brazo alrededor del hombro, mientras iniciábamos de nuevo la ascensión por la colina.

—Y ahora, mi querida huésped, me parece que es hora de que nos vayamos también a la cama —añadió, estrechando el círculo que formaba su brazo—, aunque no necesariamente a dormir.

A la larga dormimos, aunque no fue hasta pasada la medianoche, entre montones de edredones de plumas en la cama de Wolfgang, en lo alto de la torre, bajo el inmenso dosel de estrellas. La odisea de pasión tempestuosa de esa noche me había despejado las ideas, por no mencionar los poros. Me había relajado por fin a pesar de no tener ni idea de lo que me depararía el día siguiente, ni mucho menos el resto de mi vida. Wolfgang yacía sobre las almohadas exhausto, lo que no era extraño con un brazo extendido en diagonal por encima de mi caja torácica, y me acariciaba con la mano un mechón de cabellos que reposaba en mi hombro, mientras se sumergía en un sueño tranquilo. Yo estaba echada de espaldas y observaba el cielo de la medianoche, salpicado de estrellas. Reconocí la constelación de Orión, justo encima de nosotros, el «hogar de los romaní» de Dacian, con sus tres estrellas brillantes en el centro del reloj de arena: Melchor, Gaspar y Baltasar.

Lo último que recuerdo es que contemplaba en el cielo esa enorme serpiente de luz que, según me contó Sam, los antiguos creían que había sido creada a partir de la leche que manaba de los pechos de la diosa primaria, Rea: la Vía Láctea. Me vino a la memoria la primera vez que estuve despierta toda la noche para verla; la noche del tiwa–titmas de Sam hacía ya tantos años. Y luego, sin darme cuenta, regresé una vez más al sueño…

Era muy tarde pero aún no había amanecido. Sam y yo nos habíamos mantenido despiertos casi toda la noche, sin dejar de atizar y alimentar el fuego mientras esperábamos a los espíritus del tótem. Esa última hora, habíamos permanecido muy quietos, sentados con las piernas cruzadas en el suelo uno al lado del otro, con las puntas de los dedos en contacto y la esperanza de que antes de que terminara la noche, Sam recibiera por fin la visión que había deseado una y otra vez durante los últimos cinco años. La luna se sostenía a poca altura en el horizonte del oeste y las ascuas del fuego eran un simple brillo.

De pronto lo oí. No estaba segura, pero parecía el sonido de una respiración muy cercana. Me puse tensa y Sam me estrechó los dedos para advertirme que siguiera inmóvil. Contuve el aliento. Me pareció más cerca, justo tras la oreja: un sonido fuerte, trabajoso, seguido del aroma cálido y embriagador de algo poderoso y salvaje. Un instante después, detecté un movimiento con el rabillo del ojo. Mantuve la mirada fija delante de mí, temerosa de mover siquiera las pestañas aunque el corazón me latía desbocado. Cuando el movimiento borroso se solidificó ante mi campo de visión, por poco me desmayo del susto: ¡era un puma adulto, un león de las montañas!, y estaba a sólo unos metros de distancia.

Sam me estrujó con más fuerza la mano para asegurarse de que no me movería, pero el terror me atenazaba de tal forma que, aunque hubiese querido levantarme, no estaba segura de que las piernas me hubiesen respondido, ni de lo que habría hecho en caso afirmativo. El felino se movió por el círculo a cámara lenta, sin ningún ruido salvo esa respiración gutural y regular, casi un ronroneo. Luego, se detuvo junto al fuego que se extinguía y, despacio, con gracilidad, se volvió para mirarme directamente.

En ese instante sucedieron muchas cosas a la vez. Se oyó un crujido fuerte entre los arbustos, en el lado opuesto del círculo. El puma volvió la cabeza con rapidez hacia el ruido y dudó. Mientras Sam me apretaba los dedos, una sombra oscura se abrió paso a través de la maleza y entró en el círculo: ¡era un osezno!

El puma, con un fuerte bufido, se dirigió hacia él. De repente, un enorme oso hembra salió de detrás de un arbusto en pos de la cría hacia el círculo abierto. Con un movimiento circular de la pata, colocó a su hijo tras ella y retrocedió sobre las patas traseras: una silueta enorme que ocultaba la luna. El asombrado puma se desplazó de lado, llegó al borde de la colina y desapareció por entre el bosque en sombras. Sam y yo seguíamos inmóviles mientras la osa madre posaba las patas delanteras en el suelo y se movía hacia lo que quedaba de nuestra hoguera. Olfateó unas cuantas veces mi mochila y hurgó en ella con las patas hasta que encontró la manzana. La cogió con la boca, se dirigió al osezno y se la dio. Luego, lo empujó con el hocico por delante de ella para que regresara hacia la fronda.

Sam y yo permanecimos en el más absoluto silencio toda la media hora siguiente hasta que empezó a clarear. Por último, Sam se movió, me estrujó la mano y susurró:

—Supongo que tú también has pasado el tiwa–titmas esta noche, listilla. No sé lo que andaría buscando el puma, pero sin duda encontró al humano correcto: Ariel, valiente y atrevida como un león.

—¡Y también han venido tus osas totémicas! —susurré a mi vez, agitada.

Se levantó y me puso en pie y, después, me estrechó en un fuerte abrazo.

—Hemos entrado juntos en el círculo mágico y los hemos visto, Ariel: el león y la Osa grande y la Osa pequeña. ¿Sabes qué significa eso? Nuestros tótems han venido para indicarnos que son nuestros de verdad. Al llegar el alba, estrecharemos el lazo mezclando nuestros fluidos, como hermanos de sangre. Después de eso, todo cambiara para los dos —me aseguró—. Ya lo verás.

Y todo había cambiado, como Sam me prometió. Pero de eso hacía casi dieciocho años y esa noche, en el lecho de Wolfgang, bajo el círculo giratorio del cielo, fue la primera vez desde la infancia que mi tótem vino a mí en sueños.

Y justo antes de adormecerme al amanecer, me pareció vislumbrar la relación que había estado buscando por la noche, la de san Hieronymus y el león herido. Tal como Dacian había indicado el día anterior, los antiguos consideraban que el signo zodiacal situado frente al que «rige» cada nuevo eón regía también de forma simbólica la era entrante, al igual que la Virgen María había ejercido igual influencia simbólica entre los cristianos. Puesto que sabía que el signo zodiacal situado frente a Acuario era Leo, el león, quizá mi sueño significaba que mi leona totémica había venido para llevarme de nuevo al círculo mágico.

A la mañana siguiente, cuando me desperté, no tardé en descubrir que ya no estaba en la cima de una montaña con Sam viendo la salida del sol. Estaba sola en la cama de la habitación superior del castillo de Wolfgang, rodeada de almohadas y cubierta de edredones, pero el sol ya inundaba la habitación. ¿Qué hora sería? Me senté, asustada.

Entonces llegó Wolfgang, vestido con unos pantalones y un jersey de cachemira gris de cuello alto, con la bandeja de la noche anterior, esta vez cargada con un par de tazas y platos, una jarra de chocolate humeante y una cestita con bollos y cruasanes calientes. Cogí un bollo crujiente mientras Wolfgang se sentaba en la cama y servía el chocolate a la taza.

—¿Qué planes tenemos hoy? —le pregunté—. Al final, ayer no llegamos a comentarlos como teníamos pensado.

—El vuelo a Leningrado sale a las cinco de la tarde y la abadía de Melk no abre hasta las diez de la mañana, dentro de poco más de una hora, lo que nos deja unas cuantas horas de estudio antes de desplazarnos al aeropuerto.

—¿Te dio Zoé alguna pista sobre lo que teníamos que buscar? —quise saber.

—Una relación de los documentos que tu abuela rescató y atesoró todos esos años —respondió Wolfgang—. La abadía de Melk contiene una inmensa colección medieval que podría aportarnos el hilo conductor que nos falta.

—Pero si la biblioteca de la abadía posee tantos libros como la que visitamos ayer, ¿cómo vamos a encontrar nada en unas pocas horas? —objeté.

—Como tus parientes, cuento con que tú encontrarás lo que estamos buscando.

Esa enigmática respuesta fue todo lo que Wolfgang tuvo tiempo de decir si quería ducharme, vestirme y ponerme en marcha antes de que la abadía abriera. Estaba a punto para irme cuando recordé una cosa, y pregunté si podía usar el fax de su oficina para responder el que había recibido de Estados Unidos.

Bajé al pequeño despacho e intenté organizar mis pensamientos. Quería comunicar los acontecimientos más importantes del día anterior a Sam pero sabía que primero tenía que enfrentarme a algo. Me resultaba muy extraño pensar en Sam y mucho más escribirle, teniendo en cuenta mi entorno y mis actividades recientes. Parecerá ridículo, pero sabía que si alguien podía captar mis vibraciones, tórridas o de cualquier otro tipo, incluso separados por miles de kilómetros de fibra óptica, ése era Sam.

Se me ocurrió que quizá ya lo había hecho. No me pasó desapercibido que la leona no había sido la única en visitarme en sueños durante la noche. Sam y sus animales totémicos habían caminado también junto a las huellas de mis mocasines.

Alejé esos pensamientos de la cabeza e intenté redactar una nota con doble sentido; algo corto, dulce y concreto, y que contuviera la máxima información posible. Como últimamente Sam se denominaba a sí mismo sir Richard Francis Burton, el resultado fue el siguiente:

Apreciado Dr. Burton:

Gracias por su informe. Parece que su equipo va por buen camino. Yo también voy por delante del calendario establecido en nuestra última reunión: los archivos completados ocuparían el espacio de una ballena. Si surgieran problemas en mi ausencia, puede contactar conmigo directamente a través de la OIEA, en el número de fax indicado a continuación. Salgo para Rusia a las 5 p. m. de hoy, hora de Viena.

Atentamente,

ARIEL BEHN

Pensé que la mayor parte sería muy clara para Sam: que había recibido su fax y lo había comprendido. Lo único que habíamos «establecido» en nuestra última reunión, puesto que no sabíamos aún dónde estaban los papeles de Pandora, fue que trataría de hablar en persona con Dacian Bassarides para sacarle información. Así que la afirmación de que iba adelantada respecto al calendario, le indicaría que lo había conseguido. Con la referencia a la ballena (que era depositario de la memoria del clan totémico) Sam sabría que había escondido a salvo el «regalo» que, como le había anunciado en mi anterior fax, obraba en mi poder.

Aunque me hubiera gustado mucho comunicarle más cosas, al considerar la posibilidad de cifrar en tan poco tiempo las complejidades que había averiguado sobre el resto de mi familia, por no mencionar los objetos sagrados, las ciudades legendarias y las constelaciones zodiacales, confieso que me vi incapaz. Pero por lo menos ahora Sam sabría que el juego había empezado. Después de romper y quemar el mensaje original en la chimenea y de dispersar los restos entre las cenizas frías (mejor prevenir que lamentar) me dirigí fuera y me encontré con Wolfgang, que ya estaba cruzando el patio para recogerme.

—Ya podemos irnos —anunció—. He cargado el equipaje en el coche para no tener que volver al castillo. Podemos ir directamente desde Melk al aeropuerto. Claus tiene la llave y lo arreglará todo cuando nos hayamos ido.

—¿Quién es Claus? —pregunté.

—El encargado de la finca —contestó Wolfgang. Abrió la puerta del coche y me ayudó a subir. Fue a la parte trasera, cerró el maletero y se sentó al volante.

—Tenía entendido que se llamaba Hans —mencioné mientras ponía la llave en el contacto y ajustaba el starter.

—¿Quién? —dijo. Sacó el coche de debajo del árbol y avanzó por el césped, para cruzar el puente levadizo con cuidado.

—El hombre a quien acabas de llamar Claus —insistí—. Ayer por la noche, cuando el encargado nos siguió por la colina, me dijiste que se llamaba Hans.

Consideré innecesario expresar que de todas formas ese individuo no había dejado de parecerme algo sospechoso.

—Eso es: Hans Claus —confirmó Wolfgang—. En esta zona es más habitual llamar a las personas por el apellido, pero quizás ayer por la noche no lo hice así.

—¿Estás seguro de que no es Claus Hans? —sugerí.

Wolfgang me miró con una ceja arqueada y una sonrisa confusa.

—¿Me estás interrogando? No estoy acostumbrado, pero te aseguro que conozco muy bien el nombre de mis empleados.

—Muy bien —accedí—. ¿Qué me dices de tu nombre? No mencionaste que existió una persona real llamada Kaspar Hauser.

—Creí que ya lo sabías —afirmó, mientras conducía colina abajo a través de los viñedos—. El chico salvaje de Nuremberg lo llaman. La leyenda de Kaspar Hauser es muy famosa en Alemania.

—Ahora ya lo sé; me he informado —indiqué—. En cambio, insinuaste que te llamabas así por uno de los Reyes Magos de la Biblia. Quizá sepas más cosas de ese tal Kaspar Hauser que yo, pero diría que se ganó la fama por su pasado enigmático y su misterioso asesinato. Me parece extraño que alguien quiera cargar a un niño con cualquiera de esas dos asociaciones.

Wolfgang rió.

—¡Yo también he pensado en él! Ayer me quedé de piedra con la historia de Dacian Bassarides sobre las siete ciudades ocultas de Salomón. Sospecho que Kaspar Hauser y la ciudad de Nuremberg están relacionados con esas ciudades, y quizá también lo estén Adolf Hitler y los objetos sagrados que buscaba en Melk. Iba a comentarlo ayer por la noche pero no sé qué pasó que se me fue de la cabeza.

Y con una sonrisa, añadió:

—Después de haber escuchado a Dacian, creo que lo que conecta todas esas cosas es la Hagalrune.

—¿La Hagalrune? —pregunté.

—En alemán antiguo, Hagal significaba granizo, es decir, una piedra de hielo, uno de los dos símbolos importantes del poder ario: el fuego y el hielo —explicó Wolfgang—. Desde tiempos remotos, la esvástica simboliza el poder del fuego. Está grabada en muchos de los templos del fuego orientales como el que mencionó Dacian. Y lo que es más importante, se considera que Nuremberg, la ciudad donde Kaspar Hauser apareció por primera vez, es el centro geomántico absoluto de Alemania: las tres líneas que forman la runa Hagal cruzan desde otras partes de Europa y Asia para encontrarse en Nuremberg y formar el caldero del poder.

Sentí un escalofrío cuando Wolfgang levantó la mano del volante y dibujó un signo en el aire con el dedo, la imagen exacta que había aparecido en la pantalla del ordenador la noche que Sam empezó a hablar conmigo en clave:

El corazón me latía con fuerza. Deseaba poder hablar con Sam. Me levanté el cuello del abrigo, más para hacer algo con las manos que para calentarme. Wolfgang no pareció darse cuenta; volvió a poner la mano en el volante y siguió hablando mientras conducía.

—Esa localización de la runa Hagal en Nuremberg resulta vital en todo lo que dijo o hizo Adolf Hitler —me contó—. En cuanto Hitler llegó a canciller alemán, lo primero que hizo fue formar un departamento de Rutengänger, ¿cómo se diría?, adivinos de agua.

—Los llamamos zahorís —aclaré—. Es una antigua práctica entre los nativos americanos: usan una varilla de sauce o de avellano en forma de Y que llevan entre las puntas de los dedos mientras van por el terreno en busca de agua subterránea.

—Sí, exacto —corroboró Wolfgang—. Sólo que esos hombres del departamento alemán buscaban algo más que agua: buscaban las fuentes del poder en el interior de la tierra; fuerzas de energía que el Führer quería encontrar para aumentar sus propios poderes. Si observas esas viejas películas de Hitler, verás a qué me refiero. Va de pie en el coche descapotable que circula por la calle, con la multitud aclamándolo a su alrededor, pero antes de que el coche se detenga por completo, retrocede y avanza hasta situarse en el punto exacto.

»Los zahorís de Hitler se adelantaban para medir las fuerzas y localizar el lugar más propicio para detener el coche, y para encontrar asimismo el edificio adecuado, o la ventana o balcón para que pronunciara un discurso. Esas fuerzas lo protegían frente a posibles atentados y aumentaban a la vez su energía. Ya sabes la cantidad de intentos de asesinato que fracasaron, incluso bombas colocadas a su lado en una habitación cerrada. Eso fue debido al entramado de poder que lo escudaba. Y desde tiempos remotos se sabe que no hay nada más poderoso que las fuerzas que más adelante Adolf Hitler quiso dominar, ahí en Nuremberg.

—Sea lo que sea lo que Dacian cree, no dirás en serio que Hitler sobrevivió a los múltiples intentos de asesinato debido a la extraña fuerza de una «runa granizo», ¿verdad? —pregunté.

—Te cuento lo que él creía, y tengo muchas pruebas que lo demuestran —me aseguró. Y empezó a narrarlas de camino a Melk.

LA RUNA GRANIZO

En una época no tan lejana, al final de las guerras napoleónicas, no era del todo extraño criar a un niño abandonado, como Kaspar Hauser, en una jaula. Se conocen muchos casos de niños que fueron criados por animales salvajes. Pero hasta el caso de Kaspar Hauser pocos habían sido objeto de estudio científico.

En muchas fraternidades o grupos secretos existía un ritual de práctica relativamente frecuente que implicaba el derramamiento de sangre real. Se infligían a la vez tres tipos de muerte para propiciar a los dioses de tres reinos: fuego, aire y agua. Estaban simbolizados por golpes en la cabeza, el tórax y los genitales. Sólo sabemos que Kaspar Hauser recibió los dos primeros.

Tras su muerte, se divulgó la creencia de que el chico descendía de la nobleza o la realeza y que había sido secuestrado al nacer y educado por campesinos en condiciones terribles, confinado a un espacio tan reducido que no podía ni ponerse en pie, y alimentado a base de pan de cebada y agua, lo que de forma muy interesante se corresponde a los alimentos que antiguamente se proporcionaban a los animales al prepararlos para el sacrificio. Dicho de otro modo, es muy probable que Kaspar Hauser fuera víctima de un misterioso ritual pagano que salió a la superficie en Nuremberg a principios de la era moderna. Cien años más tarde, Adolf Hitler quedó totalmente fascinado por las implicaciones de esta historia.

Hacia finales del siglo pasado, más o menos cuando nació Hitler, en 1889, resurgió en toda Alemania un movimiento que abogaba por profundizar en las raíces vólkisch del pueblo germánico, los campesinos o gente corriente, como se describían en las leyendas nórdicas y en los relatos alemanes, y por renovar los valores tradicionales y las costumbres que servirían para captar la esencia misma del alma teutona y recuperar una época dorada.

Por aquel entonces, los pueblos de habla germana creían que durante miles de años se había urdido una trama secreta en su contra, debido a un deseo de las tribus de origen mediterráneo (por ejemplo, los romanos durante el Imperio o los árabes en la España medieval) de conquistar a todos los pueblos nórdicos, es decir, los llamados de raza aria, y perpetrar un genocidio cultural contra ellos. También se afirmaba que los antepasados teutones disponían de una cultura superior a los del Mediterráneo, y que habían mantenido una sangre más pura, al no mancillarla con contactos híbridos con otros grupos, de forma muy parecida a la actual casta brahmán de la India.

A pesar de esta supuesta superioridad nórdica, el alfabeto rúnico fue de aparición tardía, hacia el año 300 a. C., y puede que los teutones lo tomaran de los celtas o de otro grupo. Sin embargo, al igual que con culturas anteriores, la escritura y las mismas runas recibieron un significado mágico, incluso divino.

La Hagalrune es la novena letra del alfabeto rúnico. El nueve es un número muy poderoso en la cultura nórdica: el Hávámal, parte de la famosa Edda islandesa, relata que el dios nórdico Wotan tuvo que permanecer colgado del Árbol del mundo durante nueve días con sus respectivas noches para iniciarse en el poder y misterio de las runas.

El número nueve era el más importante para Hitler. El nueve de noviembre guardaba para él un significado místico. Tal como dijo: «El nueve de noviembre de 1923 fue el día más importante de mi vida». Era el día en que el putsch de Munich terminó con él en prisión, donde escribió Mein Kampf. Pero el nueve de noviembre es una fecha importante en la historia del mundo occidental. Es la fecha del golpe de estado de Napoleón que desembocó en la Revolución Francesa, de la muerte de Charles de Gaulle, de la revolución alemana que provocó la abdicación del kaiser Guillermo tras finalizar la Primera Guerra Mundial, de la abdicación de Luis III de Baviera, quien fundó el segundo Reich, y también de la Kristallnacht, esa noche de 1938 en que se produjo la rotura de cristales contra los judíos en Austria y Alemania.

La runa Hagal posee también otros significados importantes. Corresponde a un sonido equivalente al de la letra h de las lenguas germánicas, una letra que no existe en el alfabeto griego. Por ella empiezan, y no es casualidad, los apellidos de Adolf Hitler y Kaspar Hauser.

Hitler consideraba que esa runa era un talismán mágico, tal como lo demuestra la curiosa circunstancia de que su círculo más próximo estaba formado por nombres que empezaban asimismo por H:

Heinrich Himmler, el ocultista, jefe de la muy temida Scbutztaffel, o S. S.; «Putzi» Hanfstaengl, jefe del gabinete de prensa internacional nazi; Reinhard Heydrich, el carnicero de Praga, líder del S. D., cuyo asesinato durante la guerra condujo a la masacre nazi de un pueblo entero en Checoslovaquia, y el amigo más íntimo de Hitler, Rudolf Hess, quien le ayudó a redactar el libro Mein Kampf y más adelante se convirtió en el segundo del Führer. Hess nació y se crió en Egipto, donde asimiló muchas enseñanzas ocultas. También presentó a Hitler a su antiguo profesor Karl Haushofer, fundador de la geopolítica alemana y teórico favorito de los nazis. También estaba el filósofo nazi Martin Heidegger, y el fotógrafo personal de Hitler, Heinrich Hoffmann, que fue fundamental en su ascenso y que presentó a Hitler a su ayudante, Eva Braun, la mujer con la que el Führer se casaría antes de morir. Y en el ámbito científico, el químico Otto Hahn, quien junto con Lise Mietner llevó a cabo el primer experimento con éxito de fisión nuclear, así como Werner Heisenberg, que estaba al mando del proyecto de bomba atómica de Hitler.

Había muchos que compartían los intereses iniciales de Hitler, como Hans Horbiger, padre de la Welteislehre o teoría del mundo glaciar, la idea de que las épocas glaciares fueron causadas por colisiones planetarias y que, antes de cada era, las ciudades legendarias de la Atlántida, Hiperbórea y Última Thule se hundieron o desaparecieron bajo tierra junto con toda su población. Durante esos cataclismos, mares enormes se habían convertido en desiertos, como el de Gobi, donde hoy en día subsisten y se desarrollan reinos subterráneos, como las ciudades perdidas de Salomón que Dacian mencionó. Horbiger sostenía que el Señor del mundo surgiría en los albores del próximo eón; una teoría tan popular que los nazis legitimaron su estudio en forma de ciencia oficial.

Otro contacto de Hitler relacionado con la runa Hagal fue el reputado astrólogo y físico Erik Jan Hanussen, quien preparó el horóscopo de Hitler en Navidades de 1932. Él y Hitler se habían conocido ya en 1926, en el hogar de una persona influyente y rica de Berlín, y Hanussen lo aconsejó desde entonces, sobre todo en las técnicas de declamación y de expresión corporal para conseguir el máximo efecto hipnótico sobre grandes masas. En el horóscopo de ese año Hanussen le predijo éxito, pero sólo si se superaban las muchas «fuerzas adversas» que se oponían a Hitler en ese momento. Hitler se impondría si comía la raíz de una mandrágora enterrada a la luz de la luna llena en un jardín de su ciudad natal, Braunau am Inn. Hanussen viajó en persona hasta ahí, enterró la raíz y se la ofreció a Hitler el día de Año Nuevo en la cabaña alquilada que ocupaba en la zona de Salzburgo.

La misma noche en que recibió el horóscopo y comió la raíz de mandrágora, Adolf Hitler acudió con Eva Braun, Putzi Hanfstaengl y otros amigos a ver una representación de la ópera de Richard Wagner Die Meistersinger von Nürnberg. Según anotó después Hanfstaengl en su diario, Hitler pronunció tras la ópera un extenso comentario (es de sobra conocido que había memorizado todas las obras de Wagner) sobre el significado oculto que el compositor había incorporado al libreto. Cuando Hitler se marchó de la cena esa noche, firmó en el libro de visitas de Hanfstaengl y quiso destacar la fecha: 1 de enero de 1933.

Dijo a su amigo Putzi: «Este año nos pertenece».

A partir de ese momento, la fortuna de Hitler cambió. El primer mes de 1933, Adolf Hitler pasó de ser un payaso histérico muy caricaturizado, que dirigía un partido político dividido e impopular, a jurar el cargo de canciller alemán el trece de enero. Hacía cien años que el suelo de Alemania fue consagrado, en 1833, con el derramamiento de la «sangre real» de Kaspar Hauser.

Cuando Wolfgang hubo terminado esta historia, habíamos recorrido la larga carretera que circulaba por las colinas y el prado abierto hacia la abadía de paredes blancas y doradas de Melk, en la cima, sobre el valle vasto y fértil del río Danubio. Avanzamos hacia una zona de estacionamiento de grava. Wolfgang apagó el motor y se volvió hacia mí.

—Todavía falta una H ligada al poder de la runa Hagal, y que quizá sea la más importante de todas —dijo—. Durante el período en que el joven Adolf Hitler vivió como un artista en Viena, el famoso padre del paganismo alemán, Guido von List, también residía en esa ciudad. List había pasado por una experiencia mística en 1902, cuando superaba los cincuenta años. Mientras se recuperaba de una operación de cataratas, se quedó ciego once meses. En ese tiempo creyó haber redescubierto, gracias a una revelación sobrenatural, los significados, orígenes y poderes de las runas, perdidos desde hacía tantos años. También afirmaba que había recibido la información de una orden selecta de sacerdotes de Wotan que existió en Alemania en tiempos remotos, y pronto estableció una orden actualizada de ese sacerdocio.

»En el siglo I, el historiador Tácito había dividido a los germanos en tres tribus. List afirmaba que esas “tribus” eran en realidad castas: la del círculo exterior, los ingevones, estaba formada por granjeros; la siguiente, los istevones, por militares; pero el círculo interior, los hermiones, estaba compuesto por reyes sacerdotes sagrados que custodiaban el secreto de las runas.

»Algunas personas tenían esos conceptos en tan alta estima que en 1908 se creó la Sociedad List para la Conservación del Patrimonio Cultural Alemán, entre cuyos miembros figuraban algunas de las personas más ricas y prominentes del mundo de habla germánica. Su seguimiento ferviente era casi como una nueva religión. Más adelante, se convirtió en una fuerza importante en el entusiasta movimiento nacionalista que originó la Primera Guerra Mundial. En 1911, List formó dentro de la Sociedad un círculo interior selecto, basado en el sacerdocio pagano. Para conferirle un nombre con tintes más alemanes, lo llamó Armanenschaft. Sólo los miembros de este sacerdocio eran totalmente conscientes de que la runa Hagal era el poder secreto, tácito, contenido en su nombre…

Wolfgang se detuvo y me miró como si esperara una respuesta.

—¿Te refieres al nombre de Hermione? —dije, con cuidado.

Por supuesto, me había percatado del parecido de ese sacerdocio teutón llamado Armanenschaft de principios de siglo con el nombre de un antepasado de mi propia familia, Hermione. Y también observé, con cierta incomodidad, que la antigua huérfana y emigrante holandesa había constituido hasta entonces un personaje vago que no parecía haber hecho gran cosa con su reconocida belleza, aparte de casarse dos veces, heredar dinero y morir joven.

—Un nombre interesante, ¿no crees? —comentó, con una enigmática sonrisa—. En mitología, era la hija de Helena de Troya, abandonada a los nueve años de edad cuando Helena se fugó con Paris y empezó la guerra de Troya. En griego, la palabra herm significa «pilar», el significado real de esas tribus antiguas en el centro geográfico absoluto de Alemania y, por supuesto, el nombre del sacerdocio rúnico: los pilares. Ya lo ves, si Hermione significa «reina pilar», es la mujer a cuyo alrededor gira todo. Aquella que, en sí misma, tiene que ser el Eje.