LA SANGRE

Se creía que la sangre que corría por las venas [merovingias] les confería poderes mágicos: podían hacer crecer las cosechas al caminar por los campos, podían interpretar las canciones de los pájaros y las llamadas de los animales salvajes y eran invencibles en combate, siempre que no les cortaran los cabellos…

Pipino [el primer carolingio] carecía de los poderes mágicos inherentes a la sangre real. Así pues buscó la bendición de la Iglesia… para mostrar que su reinado no procedía de la sangre, sino de Dios. Pipino se convirtió así en el primer monarca que gobernó por la gracia de Dios. Para subrayar la importancia de este acto, Pipino fue ungido en dos ocasiones, la segunda junto con sus dos hijos [Carlomagno] y Carlomán, [para unir] el nuevo concepto de monarquía y de derecho divino a la noción germana de poder mágico transmitido en la sangre.

MARTIN KITCHEN,

Cambridge Illustrated History of Germany

Tiberíades, Galilea: primavera del año 39 d. C.

INTROITO

Durante ese tiempo [Herodes Antipas] vivía sometido casi por completo a la influencia de una mujer que le motivó una serie de desgracias.

EMIL SCHURER,

The History of the Jewish

People in the Age of Jesús Christ

Tras todas las aflicciones que maldicen nuestra vida, se esconde una mujer.

GILBERT Y SULLIVAN

Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y de Perea, estaba de pie con los brazos abiertos en el centro de la cámara real, como todas las mañanas, mientras tres de sus esclavos personales lo preparaban para su aparición en la cámara de recepción para escuchar demandas. Le unieron las cintas del peto dorado a las pesadas cadenas de Estado y le dispusieron las vestiduras ceremoniales rojas sobre los hombros. Una vez finalizado el atuendo, los esclavos se arrodillaron y se retiraron por indicación de su liberto, Ático, que acompañaba a los guardas apostados fuera para seguir al tetrarca en el paseo desde el ala privada del inmenso palacio en Tiberíades.

Esta larga caminata en silencio era el único momento del día en que Herodes Antipas disponía de tiempo para pensar, y en ese momento tenía que meditar muchas cosas. Ya sabía lo que le aguardaba en la cámara: el recién llegado mensajero imperial despachado por el emperador Calígula desde su residencia de verano en Baia; un emperador que, como Antipas no podía permitirse olvidar, se consideraba a sí mismo un dios.

De todos los males que le habían sucedido a Antipas en los últimos tiempos, éste podía muy bien ser el peor. Y en este caso, como en crisis anteriores, el eje se centraba en su propia familia. Quizá lo llevaban en la sangre, pensó Antipas con cierto sarcasmo. Como muchos habían observado, la breve historia de la dinastía herodiana no estaba exenta de problemas de consanguinidad. Ya fuera mediante la endogamia, los feudos sanguíneos, las sangrías o los baños de sangre absolutos, daba la impresión de que a los Herodes les gustaba que las cosas quedaran en familia. Esta úlcera en el linaje herodiano procedía directamente del padre de Antipas, Herodes el Grande, un hombre sumido en su propia sensualidad y codicia, que había aplacado sus ansias de riqueza y poder con la sangre de sus parientes: un grupo que comprendía diez esposas y docenas de hijos a muchos de los cuales exterminó con una eficacia reservada para los animales sacrificados.

El mismo Herodes Antipas había figurado en un lugar muy secundario en la línea sucesoria. Pero debido a la súbita escasez de herederos existente a la muerte de su padre hacía cuarenta años, el reino quedó distribuido entre él, su hermano Arquelao y su hermanastro Filipo de Jerusalén. Tras la muerte de estos dos hermanos, Antipas se convirtió a los sesenta años en el último Herodes que seguía poseyendo tierras judías. Pero todo eso había cambiado debido en gran parte a las maquinaciones de su ambiciosa esposa Herodías. Antipas sabía que desde el principio había caído sobre él una maldición por el amor, la lujuria, la pasión obsesiva que le inspiraba una mujer que era su sobrina y que, cuando la había conocido, estaba casada con otro de sus hermanastros herodianos, Herodes Filipo de Roma. Aparte de lo mortificante que pudiera resultar a sus súbditos judíos que le robara la esposa a su hermano, la herida se exacerbó todavía más cuando Antipas repudió a su primera esposa, una princesa de sangre real.

Para colmo de males, ante la insistencia de Herodías y de su hija Salomé, diez años atrás Antipas había ordenado la ejecución de un líder espiritual de las bases de la comunidad esenia, cuyo único delito consistía en haber llamado prostituta a la mujer del tetrarca en público. Herodías, siempre ávida de poder, no satisfecha con haber decapitado a ese hombre para salvar su reputación, volvía al ataque, esta vez dentro de su propia familia, con la que llevaba largo tiempo enemistada.

Hacía más de cuarenta años, cuando Herodes el Grande ordenó ejecutar al padre de Herodías, ésta y su hermano Agripa fueron conducidos por su madre a Roma, donde crecieron junto con los hijos de la familia imperial. Agripa, que a la sazón rondaba los cincuenta, se había echado a perder por completo. Era un derrochador disoluto, cuyo único logro consistía en haber adquirido los gustos de un rey. Y ahí estaba la raíz del problema. Porque gracias a su amistad con Calígula, ahora Agripa, el hombre que sería un rey, era rey de verdad.

Cuando murió Tiberio le sucedió el malvado Calígula, uno de los efebos que había bailado para él. El nuevo emperador liberó a Agripa de la cárcel y le obsequió con tierras y títulos con el mismo desenfreno con que había dilapidado en un año el legado de Tiberio, que consistía en veintisiete millones de sestercios de oro. Entre otros regalos, Calígula ofreció a Agripa unas tierras que en opinión de Herodías deberían haber recaído en manos de su marido Antipas, incluida la tierra sagrada donde se encontraba la tumba de Abel, el hijo de Adán y Eva, el lugar donde la humanidad había vertido la primera sangre.

Los pueblos hebreos habían luchado siempre contra la paradoja de la sangre. ¿Acaso no les había prohibido su Dios el derramamiento de ningún tipo de sangre en el mandamiento «No matarás»? Puede que Antipas fuera sólo el hijo judío converso de madre samaritana pero, con mandamiento o sin él, esa circunstancia había resultado ser tanto su prueba personal como su maldición particular. Y estaba a punto de ponerlo a prueba o maldecirlo una vez más.

Herodes Antipas conocía bien el veneno de las ansias de poder que corría por las venas de sus ambiciosos familiares y sobre todo de su esposa Herodías. Humillada por el hecho de que su hermano hubiera sido proclamado rey cuando su marido era un mero tetrarca, no había dejado de insistir hasta que Antipas mandó una delegación desde Galilea hasta Roma con regalos para el codicioso emperador, en un intento de sobornarlo para que le dispensara el mismo trato. Pero esa acción se había vuelto en su contra. El mensajero de Calígula, que acababa de llegar de Baia, traía una lista de mayores contribuciones que el tetrarca debía cumplir. En esa lista se incluía algo que le encogió el corazón porque se trataba de un objeto que, al margen de su valor, poseía un gran significado para él y nadie más.

Se remontaba a cuando habían ido al palacio construido por Herodes el Grande en Machareus, al este del mar Muerto, para celebrar el cumpleaños de Antipas. Los acompañaba la encantadora hija de Herodías, Salomé, que todavía era muy joven. Salomé bailó en honor del acontecimiento. Por supuesto, Herodías había elegido Machareus para esa celebración a sabiendas de que era la misma fortaleza donde llevaba tiempo en prisión su odiado enemigo. Así que, tras un baile fascinante, Salomé le pidió el favor.

Esa escena horrenda todavía acechaba en las pesadillas de Antipas, incluso ahora, tantos años después, le trastornaba pensar en ello. Herodías, cuya ira no se había aplacado con esa horripilante muerte, había querido saborear un triunfo mayor y ordenó que le trajeran la cabeza cortada de su víctima al gran salón donde cenaban; ¡Dios mío, la habían dispuesto como la cabeza de un lechón en una fuente! Pero a pesar del horror y la repugnancia, había algo más, en esa escena que Antipas no había comentado con nadie en todos esos años, a pesar de que había pensado en ello muchas veces. Se trataba de la fuente.

Antipas reconoció ese objeto de sus años de juventud. Era una reliquia que encontraron enterrada en el Templo de la Montaña durante la costosa ampliación y reconstrucción del segundo templo que los arquitectos de su padre Herodes el Grande llevaron a cabo durante ocho años. Se creía que formaba parte del tesoro original del rey Salomón, quizás enterrada a toda prisa durante la destrucción del templo original. Pero su padre Herodes siempre había bromeado (Antipas sentía un escalofrío cada vez que se acordaba) afirmando que se trataba del escudo que Perseo había usado contra la Medusa con cabeza de serpiente para convertirla en piedra.

Para él, ese objeto espantoso estaría siempre unido con la cabeza cortada de la víctima de su esposa, esa cara estática y descarnada, con los ojos abiertos y los cabellos cubiertos aún de sangre.

Se preguntó cómo habría llegado a oídos de Calígula lo de la fuente dorada. Y por qué en nombre de Dios ese joven, que ahora se consideraba a sí mismo un dios, la solicitaba como parte de su tributo.

Roma: mediodía, 24 de enero del año 41 d. C.

ESPÍRITU Y MATERIA

No es ninguna paradoja, sino una gran verdad confirmada a lo largo de toda la historia, que la cultura humana sólo avanza mediante el enfrentamiento de extremos opuestos.

J. J. BACHOFEN

Es la diferencia de opiniones lo que propicia las carreras de caballos.

MARK TWAIN

Herodes Agripa ascendía por la colina con dificultades, jadeando y con la frente empapada en sudor, mientras el corazón le latía con fuerza contra las costillas. Iba acompañado por un solo soldado de la guardia pretoriana para compartir la carga. Le aterrorizaba que pudieran reconocerlo. Al fin y al cabo, se había hecho a plena luz del día. Y aún le daba más miedo que alguien sospechara qué era exactamente lo que cargaban bajo esa manta. Quién se habría imaginado, pensó Agripa, que alguien tan ágil y grácil, un bailarín, un joven que había sido aclamado como espíritu o dios, pesaría tanto como un saco de piedras. Pero esas treinta puñaladas en la cara, estómago y genitales del difunto Cayo César, que tan sólo veinte minutos atrás estaba vivito y coleando en la columnata, habrían convencido a cualquiera de que el emperador Calígula había sido cualquier cosa menos un dios.

El cadáver estaba aún caliente mientras lo transportaban por el monte Esquilino en dirección a los jardines lamíacos, pero la toga empapada de sangre, que ya adquiría rigidez con el aire frío de enero, se adhería a la manta. Agripa se percataba de que, como la muerte del emperador se había debido a circunstancias violentas, no sería posible celebrar un funeral de Estado, pero esperaba que como mínimo pudieran llevar a cabo un entierro rápido y poco ostentoso antes de que la multitud enloquecida encontrara el cuerpo y se dedicara al deporte romano favorito: la profanación de los muertos.

El brutal asesinato se había producido ante el mismo Agripa. Acababa de abandonar con Claudio y Calígula el auditorio, donde habían estado viendo los juegos palatinos. Calígula se detuvo para observar a unos muchachos ensayar una danza de guerra troyana, que iba a interpretarse para los que volvieran después de comer. Fue entonces cuando se produjo el ataque.

Un nutrido grupo de hombres; un grupo que, ante el asombro de Agripa, incluía los guardaespaldas germanos y tracios elegidos personalmente por el emperador, cayeron en masa sobre Calígula con lanzas y jabalinas, lanzando blasfemias y, mientras éste intentaba seguir con vida, lo despedazaron. Claudio se apresuró a esconderse tras una cortina del hermaeum, donde lo encontró la guardia pretoriana, que lo condujo fuera de las puertas de la ciudad para su mayor seguridad.

En el subsiguiente caos, parte del grupo se marchó con rapidez para acabar con la esposa y el hijo de Calígula, mientras los conspiradores que pertenecían al senado romano se apresuraban a convocar una sesión de urgencia con la intención de apoyar la reinstauración de la república. Había sucedido todo tan deprisa, en cuestión de segundos, que Agripa todavía se sentía confundido mientras subía la colina hasta llegar por fin a las sombras que ofrecían las hojas de los jardines y dejar la carga en el suelo. Se sentó en una piedra y se secó la frente mientras el guardia empezaba a cavar.

Había sido pura casualidad que Agripa se encontrara en Roma ese día aciago.

Dos años antes, Calígula desterró a Herodes Antipas y a su esposa Herodías, la hermana de Agripa, a Lugdunum, en el sur de la Galia, por pedirle demasiados favores. Ahora su tío Antipas estaba muerto y con él Herodías, de modo que Agripa controlaba unos dominios que, aunque lejos de estar unidos, se acercaban a la extensión de lo que una vez había poseído su abuelo Herodes el Grande. Y con ellos, también había heredado la mayoría de quebraderos de cabeza, entre los que destacaban los muchos conflictos que surgían entre sus superiores romanos y sus súbditos judíos, fervientes religiosos.

El roce más reciente, el que había llevado a Agripa a Roma esa semana, había sido la decisión del emperador Calígula de «dar una lección a los judíos» por todas las complicaciones que habían originado a los conquistadores romanos. Calígula tenía previsto conseguirlo erigiendo una colosal estatua de piedra de él mismo como Cayo el Dios, ¡en el recinto del templo de Jerusalén!

Según algunos rumores, la estatua ya iba de camino en barco hacia el puerto de Jopa. Agripa tendría que enfrentarse a auténticos alborotos en cuanto tal efigie desembarcara en suelo judío, de modo que partió hacia Roma de inmediato para ver si podía cambiar el curso de los acontecimientos que ya se habían puesto en marcha.

Al fin y al cabo, ¿no se había criado Agripa junto con Claudio, tío de Calígula, en el seno mismo de la familia imperial? Y también se había mantenido lo bastante unido a Calígula durante todos esos años como para haber recibido como recompensa cadenas de oro y joyas, sin olvidar un reino. Así pues, tenía motivos para esperar que, con la ayuda de Claudio, lograría convencer al joven emperador en ese asunto. Pero al llegar a Roma, Agripa no estaba preparado para descubrir al hombre en que se había convertido el emperador.

La primera noche dormía plácidamente cuando, pasadas las doce, la guardia de palacio lo despertó. Lo obligaron a vestirse y lo condujeron a la fuerza al auditorio del edificio, donde se encontró a un grupo de senadores y prominentes hombres de Estado, así como al tío del emperador, Claudio, que también habían sido arrancados de la seguridad de sus hogares en plena noche.

Temblaban de miedo mientras los soldados encendían la mecha de lámparas de aceite en el escenario situado ante ellos. Claudio iba a decir algo cuando, entre una gran fanfarria de flautas y platillos, el emperador salió a escena vestido de Venus, con una toga corta de seda y una peluca de cabellos largos y rubios. Cantó una bonita canción que él mimo había compuesto, interpretó una danza y desapareció.

—Lleva así desde la muerte de su hermana Drusila —contó Claudio a Agripa, cuando abandonaron la sala—. Apenas duerme tres horas por la noche, deambula por palacio y aulla al cielo para invitar a la diosa de la luna a que comparta el lecho con él y sustituya a su hermana en sus brazos. Como recordarás, Drusila murió el diez de junio, todavía no hace tres años. Calígula se mostró inconsolable y durmió junto al cadáver días seguidos, sin querer alejarse de su lado. Luego partió solo en carro a través de Campania, embarcó hacia Siracusa y desapareció durante un mes. No se afeitó ni se cortó los cabellos; cuando regresó tenía el aspecto y la conducta de un hombre salvaje. Desde entonces las cosas han empeorado.

—Dios santo —exclamó Agripa—. ¿Qué podría ser peor que lo que me acabas de contar?

—Muchas cosas —respondió Claudio—. Durante el período de luto oficial por la muerte de Drusila, decretó que reír, bañarse o comer con la familia eran delitos capitales, y exigió que todos los juramentos de Estado se hicieran en nombre de su divinidad. Acusó a sus dos hermanas de traición, las desterró a las islas pónticas y vendió sus casas, joyas y esclavos para conseguir dinero. Luego construyó un establo de marfil y joyas para su caballo de carreras Incitato. Suele ofrecer banquetes en los que Incitato, que cena cebada dorada, es el invitado de honor. Ha requisado y liquidado propiedades de la gente con el menor pretexto y ha abierto un burdel en el ala oeste del palacio imperial. Yo mismo lo he visto a menudo correr descalzo e incluso revolcarse en el suelo, en esos montones de monedas de oro que atesora.

»El año pasado, organizó una expedición militar por la Galia y Germania, con la intención expresa de conquistar Britania. Pero tras un invierno largo y adverso y una marcha de seis meses, cuando las legiones llegaron por fin al Canal, Cayo sólo les ordenó que recogieran miles de conchas marinas y, después, iniciaron el regreso a Roma.

—¡Pero si Calígula había planeado esa misión desde que falleció Tiberio y él se convirtió en emperador! —exclamó Agripa—. ¿Por qué la abandonó, y de forma tan extraña? ¿Se ha vuelto loco?

—Más bien predestinado, y él lo sabe —respondió Claudio, serio—. En los últimos tiempos, los augurios no le han sido propicios. En los idus de marzo, un rayo cayó en el capitolio de Capua; después, cuando Cayo sacrificaba un flamenco, su sangre lo salpicó. Sula, el astrólogo le trazó el horóscopo el pasado mes de agosto para su cumpleaños y afirmó que tenía que prepararse para morir pronto. Esa misma noche, Mnester bailó la tragedia que se representó la noche que el padre de Alejandro, Filipo de Macedonia, fue asesinado.

—No creerás que esas cosas ejercen ninguna influencia, ¿verdad? —preguntó Agripa, al tiempo que recordaba de su juventud la obsesión que la familia imperial siempre había sentido, al igual que casi todos los romanos, por los augurios leídos en las entrañas de aves y otros animales, y por cualquier otra forma de profecía. ¿No era cierto que conservaban los antiguos libros de los Oráculos sibilinos recubiertos de oro?

—¿Y qué más da lo que yo crea? —soltó Claudio—. No lo entiendes. Si mi sobrino muere ahora, con todo lo que hemos averiguado, puede que yo mismo tenga que invadir Britania.

Antioquía: Pascua judía, año 42 d. C.

EPÍSTOLAS DE LOS APÓSTOLES

A: María Marcos

en Jerusalén, provincia romana de Judea

De: Juan Marcos

en Antioquía, Siria

Reverenciada y querida madre:

¿Qué puedo decir? Han cambiado tantas cosas en este último año aquí, en nuestra iglesia de Antioquía, que no sé por dónde empezar. Más difícil resulta pensar que la Pascua de esta semana es la décima desde la muerte del Maestro, me inquieta sólo pensarlo.

Aunque yo era un niño, aún recuerdo con gran claridad al Maestro en sus visitas constantes a nuestro hogar. Y especialmente vivida es la imagen de la última cena que él y sus discípulos tomaron juntos en nuestra casa.

Me sentí muy orgulloso de que me eligiera a mí para ir a la fuente con el cántaro de agua de modo que, cuando llegaran los discípulos, me siguieran para saber dónde debían encontrarse. Y es ese recuerdo el que me induce a escribirte hoy.

Tío Bernabé, que me pide como siempre que te mande recuerdos fraternales de su parte, me comenta que este verano, cuando cumpla veintiún años, tendré suficientes conocimientos sobre el trabajo del Maestro, además de un latín y un griego lo bastante avanzados para acompañarlo en mi primera misión oficial entre los gentiles. Por supuesto, es una noticia excelente y sé que estarás orgullosa de que haya llegado tan lejos en ésta, nuestra segunda iglesia en importancia fuera de Jerusalén. Pero hay una cuestión que amarga en parte esa alegría, y me gustaría que me aconsejaras. Por favor, no lo comentes con nadie, ni siquiera con tus amigos más íntimos, como Simón Pedro. Te lo pido por motivos que pronto comprenderás.

Por petición expresa de tío Bernabé, ha llegado a Antioquía un hombre para trabajar en nuestra iglesia. Es un judío de la diáspora de la tribu de Benjamín que creció en el norte, en Cilicia. De joven estudió con el rabh Gamaliel en el templo de Jerusalén, de modo que tal vez lo conozcas. Se llama Saúl de Tarso y, madre, él es el problema. Temo que las cosas empeorarán si no lo impedimos.

Me apresuro a añadir desde el principio que Saúl de Tarso tiene muchas cualidades positivas: ha recibido una educación extraordinaria, no sólo en la Tora, la Misná y hebreo clásico, sino que también habla con fluidez latín, griego, púnico y arameo. Procede de una familia rica y respetable del sector textil, que ostenta la concesión principal para suministrar a las legiones romanas de la zona oriental esa tela áspera de pelo de cabra, el cilicium, que usan para confeccionar cualquier cosa, desde tiendas a zapatos. Como consecuencia de ello, la familia goza de ciudadanía romana hereditaria. Resulta obvio que las ventajas de relacionarse con Saúl de Tarso explican gran parte de la atracción de tío Bernabé por él.

Y de ahí proviene mi principal conflicto, madre. Porque Saúl de Tarso debe considerarse sobre todo un hombre de privilegio ya desde su nacimiento: rico, instruido, ciudadano romano y que ha viajado mucho. ¿Y a qué cosa se oponía más el Maestro por ser contraria al reino? En una palabra: al privilegio, y muy especialmente a este tipo de privilegio en concreto. Para subrayar el contraste tendré que ser más específico sobre las circunstancias que precedieron a la conversión de Saúl a nuestra orden, y observa que no digo «nuestra creencia» porque ese hombre posee una serie de creencias propias. Te aseguro que todo lo que voy a contarte lo he recogido de sus propios labios.

Mientras estudiaba con Gamaliel en Jerusalén, Saúl entró en contacto por primera vez con las diversas facciones activistas de la región (zelotes, sicarios, esenios) que luchan para liberarse del yugo romano. Y también estaba expuesto a aquellos que, como el primo del Maestro, el Bautista, habían incluso «vuelto a la naturaleza», vestían pieles como los hombres salvajes y subsistían a base de langostas y miel. En opinión de Saúl, los más infames de todos ellos eran el Maestro y sus seguidores.

Saúl, como hombre sofisticado de la cosmopolita Cilicia, sentía gran repugnancia por esos campesinos tan primitivos. Si bien era judío, ¿no gozaba del mayor honor en la tierra: la ciudadanía del Imperio romano, el único pasaporte al mundo civilizado? Consideraba que eran poco más que terroristas. Sus peticiones histéricas de libertad frente al dominio romano, tanto religioso como político, lo enfurecían hasta lo indecible. Por una mísera libertad que creían desear, eran implacables a la hora de enfrentar a los judíos provinciales contra el inmenso Imperio romano. Alguien tenía que detenerlos.

Saúl solicitó permiso a su profesor Gamaliel para darles caza; quería conducirlos hasta el templo donde podrían juzgarlos por herejía, algo que la ley romana permitía, y lapidarlos. Pero Gamaliel le respondió que eso contravenía lo prescrito de forma expresa por la ley judía, tal como se había establecido en tiempos del abuelo de Gamaliel, el gran Hillel. Saúl abandonó sus estudios contrariado e invadido por la ira y trasladó su petición al zador nombrado por los romanos, Caifás, quien se alegró de contar con un nuevo miembro para su misión particular de colaborar con los romanos en la supresión de los agitadores que se opusieran a su gobierno. Saúl pronto demostró ser el candidato perfecto para esa persecución sanguinaria.

No te lo creerás cuando te lo diga, madre, pero Saúl de Tarso estaba entre los que gritaban pidiendo sangre en el exterior del palacio de Pilatos la noche en que juzgaron al Maestro. Poco después, Saúl volvía a estar ahí con la multitud que apedreó a nuestro compatriota Esteban hasta la muerte, aunque ahora afirma que no llegó a lanzar una sola piedra, sino que se limitaba a sujetar los mantos a los demás para que pudieran apuntar mejor. Ese hombre es un desaprensivo y la historia sobre su «conversión» es la más inverosímil de todas.

A pesar de sus muchos talentos, Saúl de Tarso posee un defecto físico grave. Está afectado por la enfermedad de las caídas, la afección de los cesares que los griegos denominan epilepsia (poseído por una fuerza exterior). Lo he visto con mis propios ojos y no fue nada agradable. Un momento estaba pronunciando un discurso con expresiva locuacidad y al siguiente yacía en el suelo soltando espumarajos, con los ojos desorbitados, mientras emitía un sonido gutural como si estuviera poseído por los demonios. Ha llegado el punto en que no quiere viajar sin su médico. En la historia de su conversión a las enseñanzas del Maestro, que es muy colorida, extraña e imposible de verificar, interviene este tipo de ataque. Saúl sostiene que poco después de lapidar a Esteban se encontraba de misión en Damasco para espiar a algunos de los nuestros por orden del sumo sacerdote Caifás. Pero cuando Saúl llegó a las puertas de la ciudad, sufrió uno de esos ataques. Cayó al suelo y quedó cegado por una luz brillante. Luego, oyó la voz del Maestro, que le preguntaba por qué lo perseguía.

Algunos de nuestros seguidores encontraron a Saúl en medio de la carretera y lo llevaron a la ciudad de Damasco, donde lo atendieron. Y aunque estuvo ciego unos cuantos días, por fin consiguieron devolverle la vista. Después de eso se adentró en la naturaleza y permaneció ahí varios años, pero se niega a comentar qué hacía.

Sin embargo, el resultado fue que al final se convenció a sí mismo de que había recibido una llamada personal del Maestro que le confería una perspicacia especial en exclusiva. De modo que se dirigió a Jerusalén para encontrarse con Santiago, el hermano del Maestro, y con Simón Pedro para anunciarles su intención de convertirse en líder de nuestra Iglesia, basado sólo en esa supuesta visión superior. Según tengo entendido, se lo quitaron de encima, así que habló con tío Bernabé como líder independiente de la iglesia del norte.

Lo que quiero decirte, madre, es que ese retazo de tela parece del tipo que sólo un tejedor excelente como Saúl de Tarso sería capaz de confeccionar. ¿Qué plan sería mejor que introducirse en el seno de la comunidad que uno está atacando? ¿Presentarse como un regalo milagroso y cruzar las puertas de Damasco como un caballo de Troya? ¡Conquistar como lo hace un gusano, desde el interior! ¿Cómo es posible que Bernabé se haya dejado engañar por un charlatán tan evidente o por un plan tan conspicuo?

Pero si eso fuera todo lo que ha hecho, no te escribiría esta carta. Es algo mucho peor y que considero muy mala señal. ¿Te acuerdas de que hace ocho o nueve años, poco después de la muerte del Maestro, Miriam de Magdala vino a instancias de José de Arimatea y nos pidió a cada uno que le relatáramos lo que recordábamos de la última semana del Maestro en la tierra? Aunque entonces era un niño, también tuve que contarle todo lo que sabía, lo que al parecer fue una suerte.

El año pasado recibí una carta de Miriam antes de que se marchara de Éfeso para unirse a su hermano y su hermana en la misión que han iniciado en Galia. En ella, Miriam me contó que había sellado muchos rollos con esos testimonios en cilindros de arcilla y los había remitido, a través de Santiago Zebedeo, a José de Arimatea en Britania. Al principio no comprendí el resto de su carta, pero cuando Saúl de Tarso reveló saber algo de esos documentos y empezó a preguntar sobre ellos, analicé con más detalle su significado.

Al final, Miriam recibió noticias de José en el sentido de que los documentos, junto con la información que había obtenido por su cuenta, le habían permitido formarse una idea mucho más fidedigna que a la muerte del Maestro. Aunque José ha decidido no comentarle los detalles de esa información hasta que llegue a tierras celtas, Miriam me comentó lo que José ya le había revelado: según parece, al hacer las veces de portador de agua en la cena de la última Pascua, yo oí o vi algo, o tal vez incluso lo hice, que permitió ampliar esa idea. Pero el secreto que no entendí hasta leer la carta de Miriam está relacionado con las últimas instrucciones que me dio el Maestro esa noche aciaga de hace exactamente diez años y en lo que esas directrices significaban en realidad.

Me dijo que fuera a la fuente de la Serpiente con un cántaro grande y que cuando los otros llegaran y me siguieran, pasara por la puerta Esenia y les condujera hasta nuestra casa en el monte Sión. Les había indicado que buscaran algo: que siguieran al portador de agua. Pero hasta que Miriam me lo indicó no me percaté de que el portador de agua es también una constelación, además del símbolo de la era mundial que sigue a ésta.

«Porque soy alfa y omega, el primero y el último», había dicho el Maestro. ¿Quería conectarse con el principio y el final del eón actual?

Esa pregunta me lleva de nuevo a Saúl de Tarso, madre. A pesar de que he vivido cerca de él durante casi un año, sigue siendo un enigma. Pero ahora tengo la impresión de que una clave ha salido a la luz: se ha cambiado el nombre de Saúl a Pablo. Algunos piensan que tan sólo está copiando la singularidad del Maestro de bautizar con motes a todos sus discípulos. En cambio yo creo que he descifrado la verdad. En realidad, tiene que ver con la pasión del Maestro por el significado oculto de los números: la geometría. He calculado el significado oculto que puede haber dado lugar a tal cambio simbólico.

El valor numérico de Saúl en letras hebreas suma noventa, lo que equivale a la letra tzaddi, una letra que representa la constelación astrológica de Acuario. En la numerología hebrea, Pablo posee en cambio el valor de ciento diez, qoph–yod, que equivale al signo del pez y la virgen, es decir a la nueva era de Piscis y Virgo en la que acabamos de entrar.

En la numerología griega, el significado de las letras es muy parecido: Saulos, con el valor de novecientos uno, equivale a Iakkhos (Baco o Dioniso), el portador de agua que no nos trae esta era, sino la siguiente; mientras que Paulos, o setecientos ochenta y uno, simboliza por una parte a Sofía o Virgo y por la otra a ophis, la serpiente o animal marino, es decir, el pez. De ahí, madre, que a mi entender con ese cambio de nombre, de Saúl a Pablo, pretende anunciarse a sí mismo en lugar del Maestro como encarnación de la era entrante.

A: Miriam de Magdala

en Massalia, provincia romana de Galia

De: María Marcos

en Jerusalén, provincia romana de Jadea

Querida Miriam:

Me gustaría disculparme por el desorden de mi caligrafía y mis pensamientos. A pesar de que cada semana zarpa un barco de Jopa con destino a Massalia, sé que no tienes previsto permanecer en la costa de Galia mucho tiempo y que pronto te reunirás con el resto de tu familia en los Pirineos, de modo que me apresuro a remitirte esta carta de inmediato.

Te adjunto asimismo la carta que acabo de recibir de mi hijo. Como verás, me pide que no cuente sus palabras a nadie. Sin embargo su carta ha desencadenado en mí unos sentimientos de inquietud demasiado fuertes, Miriam.

Hay cosas que debería haberte relatado antes en tu calidad de apóstol o mensajero. Sin embargo, admito que esas cuestiones significaban poco para mí hasta que la reciente carta de Juan me llenó de recuerdos sobre acontecimientos que ocurrieron la última semana de la vida del Maestro. En concreto, lo que sucedió la última noche.

Como sin duda ya sabes gracias a los informes que has recibido de los demás, incluso antes de leer esta carta de Juan, la cena de la última Pascua a la que asistió el Maestro se celebró aquí, en mi residencia situada en la parte alta de la ciudad. Pero lo que quizá no sepa nadie, excepto yo, es la atención con la que el Maestro preparó en persona esa comida hasta el último detalle. Nos dio instrucciones muy precisas acerca de lo que quería en la habitación superior de mi hogar, donde había decidido que se celebrara la cena: algunas de sus disposiciones eran tan ostentosas que me sorprendieron. El Maestro no dejaba de insistir en que era de la máxima importancia que todo sucediera antes, durante y después de la cena tal y como había pedido. Después añadió, en estricta confidencia, que tras la cena esperaba retirarse a la cueva de la finca de José en Getsemaní para realizar un ritual de iniciación. Ahora eso adquiere una nueva importancia.

La noche de la cena, también a petición del Maestro, dispusimos que Rosa y mis criados prepararan la comida y llevaran los platos al piso de arriba, pero que para estar más en privado no pasaran de la puerta, sino que mi hijo Juan y yo sirviéramos a los invitados. Eso explica por qué tuve la fortuna de ver y oír todo lo que sucedió en esa más que destacada comida. Poco después lo escribí a modo de historia. Ahora, por primera vez, veo esa noche bajo una luz totalmente distinta. Puede que te sorprenda lo que voy a decirte, Miriam, pero al repasar las notas que tomé ese día me he percatado de que, aunque no estuviste presente, la mayoría de los acontecimientos que se produjeron durante esa extraña cena giraban en torno a ti.

Por supuesto, desde hace tiempo estoy convencida de que existe una explicación válida para que no se te pidiera que asistieras a lo que el Maestro sabía sin duda que iba a ser su última cena con sus discípulos. Al fin y al cabo, todo el mundo sabía que eras su discípulo elegido. Solía llamarte «alfa y omega», ¿no? Además, fuiste el primer testigo de su ascenso al seno de Dios tras su muerte. Pero a mi entender, Miriam, el factor decisivo es que mucho antes de la cena ya estabas iniciada en los misterios.

Sin duda recibiste muchos informes de esos acontecimientos por parte de los demás invitados, pero esos relatos pueden haber quedado teñidos por su propia participación, de modo que tal vez carezcan del punto crucial. De hecho, es posible que toda la comida y los eventos que la rodearon estuvieran diseñados por el Maestro a modo de prueba para los otros discípulos, como mi hijo especuló una vez, para averiguar cuáles de ellos iban a resultar grano y cuáles paja: es decir, quiénes demostrarían ser al final de esa velada y de la vida del Maestro merecedores de la transformación que siempre había ofrecido a los que superaran esas pruebas. Te he escrito la historia como un observador ajeno a ella. Quiero que juzgues por ti misma.

LA ULTIMA CENA

Unos cuantos días antes de la Pascua, por razones que sólo él conocía, el Maestro indicó a sus discípulos por qué medios tenían que entrar en la ciudad esa noche para localizar el lugar de la cena: esperar en la fuente de la Serpiente, cerca de la puerta Esenia, al sur de la ciudad. Hasta ahí llegaría un hombre que llevaría un cántaro de agua que los conduciría, uno por uno, al punto de encuentro. Mediante este recurso, el Maestro se aseguraba de que sólo los doce estarían presentes en la cena. Por lo tanto, al llegar él en último lugar, el Maestro sería el decimotercero.

Ese secretismo provocó cierta controversia porque suponía una forma poco ortodoxa de preparar una comida ritual cuyas normas habían sido entregadas directamente por Dios a Moisés hacía más de mil años. ¿Cómo podían saber, por ejemplo, que la comida estaría preparada según la Tora, con las normas adecuadas de limpieza y de técnicas culinarias? Además, según la Misná, la levadura tiene que buscarse a la luz de una vela y separarse la noche anterior, ¿quién se aseguraría de ello? El Maestro hacía caso omiso de esas objeciones. Se encogía de hombros y se limitaba a decir que estaba todo preparado.

Fue una sorpresa que el portador de agua fuera el joven Juan Marcos, el hijo de diez años de María Marcos, quien junto con su hermano Bernabé de Chipre figuraba entre los protectores más ricos del Maestro. Su residencia palaciega en la ladera occidental del monte Sión había sido durante años el segundo domicilio de Simón Pedro cuando no estaba en Galilea, y las «charlas junto al hogar» del Maestro con sus discípulos, en las que los criados servían comida abundante, solían durar hasta altas horas de la noche.

Pero en esa ocasión, había una sorpresa reservada. Cuando Rosa, el ama de llaves de María Marcos, recibía a cada discípulo en la puerta, otro criado lo acompañaba, no al comedor sino a una habitación desconocida, escaleras arriba, bajo las mismas vigas de la casa. Esa habitación estaba equipada con muebles caros, como los que ninguno de ellos había visto antes en una casa particular: mesas bajas de mármol con incrustaciones exóticas de piedras coloreadas que brillaban a la luz amarilla de las lámparas persas que colgaban del techo; gruesas alfombras de la costa Jónica y tapicería multicolor que recordaba la costa del norte de África, con enormes urnas llenas de vino espumoso y enormes samovars de té dispuestos por toda la habitación.

Aunque muchos de los doce eran profesionales de éxito, recaudadores de impuestos como Mateo o acaudalados propietarios de flotas pesqueras, como Simón y Andrés Zebedeo, ese esplendor exagerado que parecía acercarse al nivel de decadencia romano los impresionó sobremanera. Permanecieron de pie, incómodos, recorriendo con la mirada la habitación superior de María Marcos y observando los sofás romanos donde se podían reclinar tres personas juntas mientras cenaban, demasiado estupefactos para servirse vino ni charlar demasiado hasta que por fin llegó el Maestro.

Éste se mostró algo preocupado y pidió a los otros que se sentaran. Pero él no hizo lo mismo, sino que anduvo arriba y abajo al lado de la puerta como si esperara que sucediera algo. Los criados trajeron cuencos con agua y toallas. Cuando se hubieron marchado y la puerta estuvo cerrada, el Maestro cogió sin hablar un cuenco y una toalla y los depositó en una mesa cercana. Entonces se desnudó por completo, se sujetó la toalla alrededor de la cintura, se arrodilló en el suelo ante Judas y empezó a lavarle los pies. Los otros estaban muy violentos y algo más que sorprendidos. Y aún más cuando vieron que tenía intención de repetirlo con cada uno de ellos. Uno por uno, se situaba ante ellos para lavarles los pies y se los secaba con la toalla mientras lo observaban confundidos. Pero cuando le llegó el turno a Simón Pedro, el discípulo se levantó con rapidez y se negó gritando:

—¡No, nunca, no deberías lavarme los pies! ¡Los míos, no!

—Se ve que no tenemos nada en común, pues —dijo el Maestro con calma, sin sonreír—. Si creéis que soy vuestro Maestro, deberíais seguir mi ejemplo. Espero que hagáis lo mismo cuando ya no esté aquí para mostraros lo que es el amor. Quien cree que no le queda nada por aprender y se considera más importante que quien le envió, es un criado arrogante, Pedro. Cuando me haya ido, espero que reconocerán a mis seguidores porque se servirán entre sí y querrán a la humanidad.

—¡Lávame entonces, Maestro! —exclamó Pedro con entusiasmo mientras se apresuraba a sentarse de nuevo—. No sólo los pies, lávame las manos y la cabeza también.

El Maestro se echó a reír.

—Sólo lo que está sucio —comentó.

Miró a Judas con una sonrisa enigmática y añadió lo siguiente:

—La mayoría de lo que veo aquí está limpio, pero no todo.

Más adelante muchos interpretaron que ese comentario hacía referencia al dinero «sucio» que Judas había aceptado a cambio de traicionarlo. El Maestro volvió a ponerse las ropas de lino y se sentó en el sofá entre Simón Pedro y el joven Juan Zebedeo, a quien había apodado cariñosamente comoparthenos, «la virgen», por su inocencia infantil y a veces rebelde. El Maestro habló a lo largo de casi toda la comida con una gran intensidad, y comió poco salvo algunos sorbos del vino ritual y unos cuantos mordiscos de los alimentos simbólicos tradicionales.

En cuanto a lo que decía, su principal interés era recitar, como dictaba la larga tradición, la historia de la Pascua y el éxodo de nuestro pueblo desde Egipto. Pero a pesar del profundo interés del Maestro por la ley rabínica, a los presentes les pareció que daba un énfasis especial a los alimentos y la bebida relacionados con esa comida ritual, y en especial a las cosas prohibidas por Dios, sobre todo la levadura. Esto es lo que dijo el Maestro:

LA LEVADURA

Éstas son las cosas con las que un hombre cumple sus obligaciones para con la Pascua: cebada, trigo, escanda, centeno y avena.

Pesajim 2, Misná 5

En tiempos remotos, los dos días santos que llamamos Pesah y Matsot, la Pascua y la fiesta del pan ázimo, eran acontecimientos separados, no como ahora. La fiesta del pan ázimo era la tradición más remota, que databa de la época de Abraham y Noé, y no fue hasta más adelante que se incorporó al ritual de la Pascua que conmemora la huida de nuestro pueblo de la esclavitud en Egipto.

Nuestro pueblo tomó la primera comida de la Pesah con prisas, mientras se preparaba para la huida. Habían pintado en el dintel el símbolo tau con sangre de cordero, tal como se les había instruido, para que cuando el Señor pasara exterminara a los primogénitos varones de los egipcios y no a los suyos. También se les prohibió que tomaran levadura en el período anterior a la huida.

La ley se refiere a cinco cereales concretos: cebada, trigo, escanda, centeno y avena. La harina de todos ellos, en contacto con el agua durante algo más de un breve instante, se convierte en levadura. Dios comunicó a Moisés y a Aarón que la gente no debía «comer levadura, tocar levadura, usar levadura ni guardar levadura en casa» durante siete días, desde el catorce del mes de nisán hasta la noche del veintiuno, cuando se irían de Egipto. Dios prometió que echaría de Israel para siempre a los que le desobedecieran.

¿Por qué era tan importante este extraño mandamiento? Y puesto que la fiesta del pan ázimo es anterior a la salida de Moisés de Egipto, el ritual de buscar la levadura es más antiguo que el reconocimiento de un solo Dios verdadero por parte de los judíos. ¿Qué significa eso?

El número de granos que consideramos levadura (cinco) era importante para los griegos, que lo denominaban quintessence: «la quintaesencia», el grado más elevado de realidad al que todos los demás aspiran. La estrella de cinco puntas, el pentáculo, con un pentágono en el centro, era el símbolo de Pitágoras y también del rey Salomón. Representa la sabiduría, reflejada en la manzana, una forma natural que esconde el símbolo en su centro. Y dentro de ese símbolo, el sello auténtico de Salomón, se encuentra el secreto de la llama eterna.

El proceso de la levadura aumenta algo a un nivel superior y lo transforma. Observamos que durante la primera Pascua, Dios prohibió la levadura terrenal a los judíos para favorecer una transformación a un estadio superior, lo que nos permitió alcanzar ese pan celestial que Pitágoras denominaba la levadura eterna, un alimento conocido también como manna, sabiduría, sapienta, la Palabra de Dios. Está relacionado con un elemento misterioso e invisible llamado éter, que los antiguos consideraban que unía el universo: el eje.

Miriam, me gustaría decirte que cuando el Maestro terminó esta historia, nadie en la habitación superior de mi casa hizo el menor ruido. El Maestro observó despacio entre su círculo de discípulos y en medio de ese silencio absoluto hizo una pregunta inesperada.

—¿Sabe alguien la identidad verdadera de «la Sulamita»? —dijo—. Me refiero a la enamorada de belleza morena y misteriosa del rey Salomón en el Cantar de los Cantares. Sulamita significa Salemite, porque vivía en una ciudad, y Salem era uno de los primeros nombres de Jerusalén. Cuando Salomón le pidió a Dios que le concediera la mano de esa mujer, quizás era anterior a la ciudad. ¿Así que quién era en realidad?

Tras un momento de silencio incómodo, Simón Pedro respondió por los demás.

—Pero Maestro —objetó—, durante mil años, desde los tiempos de Salomón, los rabinos y los sacerdotes han debatido la cuestión de esa famosa mujer que no era ni una reina ni una concubina real oficial, sino sólo una campesina que cuidaba de los viñedos. Y los esfuerzos de esos hombres sabios han sido en vano. ¿Cómo esperas que nosotros, aquí en esta habitación, sin instrucción en los aspectos eruditos de la Tora, obtengamos mejores resultados?

La respuesta del Maestro, aunque pronunciada en el mismo tono suave, golpeó con tal fuerza a Pedro que casi retrocedió.

—Miriam de Magdala sabría la respuesta —sonrió el Maestro—. Es un problema intrincado, como un nudo. Pero quizá recordaréis que la noche antes de que Salomón empezara la construcción del templo, Dios se le apareció en sueños y le dijo que le pidiera lo que quisiera. El joven rey contestó que su único deseo era la mano de Sulamita en matrimonio.

—Perdóname, Maestro —le interrumpió el joven Juan Zebedeo—, pero creo que no fue así. Como todo el mundo sabe, la primera esposa de Salomón fue la hija del faraón. Además, esa noche Salomón sólo pidió una cosa a Dios y no fue el matrimonio, sino la sabiduría.

—Exacto —corroboró el Maestro, que seguía sonriendo—. Y si bien Salomón tenía muchas esposas, la que ocupaba el primer lugar en su corazón, como muy bien has indicado, era la belleza morena y misteriosa con quien celebra sus esponsales en el Cantar de los Cantares. ¿A qué novia mejor que la sabiduría podría desear unirse un rey para el resto de sus días? En el Cantar de los Cantares, ella misma nos revela que su símbolo es la estrella de cinco puntas que Salomón acepta más adelante como su propio sello: «Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo, porque el amor es fuerte como la muerte… sus dardos son dardos de fuego». Ésa es la llama secreta, la levadura eterna —concluyó el Maestro—. Para los griegos, el lucero del alba era Artemisa o Atenea, vírgenes destacadas por su sabiduría. La estrella de la noche era Afrodita, la diosa del amor. Como sabemos que esas dos estrellas son la misma, eso nos indica que en tiempos remotos, los hombres poseían la clave del misterio más elevado: el conocimiento de que la sabiduría y el amor son una sola cosa, un conocimiento que nos permite trascender incluso la muerte.

Los que estábamos en la habitación permanecimos en el más absoluto de los silencios, sorprendidos, mientras el Maestro acariciaba los cabellos del joven Juan Zebedeo que, reclinado en el sofá cerca de él, parecía estar muy confundido. Luego, el Maestro pidió a mi hijo que le sirviera más vino.

—Perdóname, Maestro —dijo Felipe de Betsaida—. Tus palabras parecen abarcar acontecimientos pasados, presentes y futuros, por lo que nunca sé muy bien cómo interpretar lo que dices. Pero cuando hablas de amor, ¿te refieres a que nuestro amor por lo divino, si se comprende y alimenta de forma adecuada podría permitirnos trascender incluso la muerte? Y sin embargo, estaremos de acuerdo en que el Cantar de los Cantares, al igual que el rey histórico, sugeriría una imagen del amor muy distinta, sensual, casi se podría decir que carnal, un retrato que no se ajusta demasiado a la imagen del reino que has anunciado que llegaría.

—Sin duda, Felipe —afirmó el Maestro—. Y ahí es precisamente donde radica el misterio.

Isla de Mona, Britania: otoño del año 44 d. C.

A: Miriam de Magdala

en Lugdunum, Galia

De: José de Arimatea

en Mona, mar de Irlanda, Britania

Querida Miriam:

Como verás, recibí tu último paquete, aunque tardó bastante tiempo en llegarme. Debido a la «conquista» del sur de Britania el año pasado por parte del emperador Claudio, he trasladado temporalmente la base de actividades al norte, un bastión druídico donde hemos contado con gran apoyo. No he corrido nunca peligro físico porque los romanos desembarcaron y conquistaron las tierras sin derramamiento de sangre, sin combates ni heridos. Los romanos llegaron y se fueron en cuestión de pocos meses, y sólo dejaron tras ellos unas cuantas legiones para iniciar la construcción. De todos modos, temí por la seguridad de los objetos que obran en mi poder y que, como sabes, poseen cierto valor. Lo que nos conduce al tema de tu carta.

En cuanto a tu oferta, a pesar de lo mucho que me apetece verte en persona, no creo que sea un buen momento para que te desplaces hasta aquí desde Galia. Más adelante te lo comentaré con más detalle. Pero déjame primero que te comunique mi gran gratitud por la nueva información que me has aportado y que he revisado con suma atención.

A medida que nuestro grupo inicial se ve diezmado por los romanos o sus títeres (la ejecución brutal de Santiago Zebedeo la primavera pasada a manos de Herodes Agripa o el encarcelamiento de Simón Pedro, seguido de su exilio voluntario en el norte), estoy cada vez más convencido de que es muy importante que consigamos obtener una visión más amplia de lo que quería lograr el Maestro en esa infausta última semana de su vida.

Además, con esas advertencias de falsos profetas, resulta evidente que Jesús debió de prever que alguien como ese tal Saúl de Tarso de quien habla Juan Marcos en su carta podría aparecer en escena después de su muerte e intentar alterar todo su mensaje de esa forma. Así que he procurado unir este nuevo relato que me enviaste de la última cena del Maestro y sus discípulos con la información que había recogido con anterioridad. Y coincido en que ahora podemos ver con mayor claridad hacia dónde se dirigía su mensaje.

En primer lugar, la presentación del Maestro como siervo divino cuya tarea principal es limpiar de forma ritual el templo y los que van a entrar en él. Sumisión. Y luego, la comparación de su cuerpo y sangre con el pan y el vino, un gesto característico de Isaac, como si se ofreciera a sí mismo en materia y espíritu en lugar del sacrificio ritual acostumbrado en esas ocasiones. Autosacrificio.

Lástima que su detención se produjera tan pronto, esa noche en mi huerto, y que no pudiera completar la iniciación de Juan Zebedeo como era su intención. (Entiendo muy bien que Juan se sienta dolido contigo puesto que eres el único discípulo que recibió la iniciación completa directamente del Maestro).

Por último, seguro que por la carta de María Marcos habrás adivinado como yo que si el Maestro planeó todos los detalles de la comida, es más que probable que hiciera lo mismo con todos los otros acontecimientos de esa semana. Quizá su insistencia en reunirse en la habitación superior estaba destinada a disimular la importancia que tenían para él algunos objetos concretos, como por ejemplo, el cáliz del que bebió en casa de María y que, por lo que me dijiste, ella te confió a petición del Maestro. Se me ocurre ahora que es como si lo hubiera dispuesto de forma que cada uno de nosotros conservara uno de los objetos que tocó, o que lo tocaron, en las últimas horas que pasó en la tierra, para que lo conserváramos en un lugar especial hasta su regreso. Por ejemplo, las vestiduras que llevaba y que Nicodemo guardó después de lavar el cuerpo. O la punta de lanza que le atravesó el costado y que me instruyó para que retirara del asta de la jabalina de ese centurión romano y la guardara, como he hecho hasta el presente. Creo que esos objetos disponen de algún poder sagrado y quizá sean más antiguos de lo que nos imaginamos.

Otras personas me han confiado unos cuantos objetos, como ya sabes, porque Britania era uno de los pocos lugares que se mantenía independiente de la ocupación o la influencia romanas, es decir, hasta ahora. Por este motivo, Miriam, me da miedo que viajes hasta aquí con el cáliz. Creo que ha llegado el momento de comunicarte cierta información que deberías saber por si me sucediera algo.

¿Te acuerdas de que hace doce años, justo antes de la muerte del Maestro, yo acababa de regresar de viaje? El sanedrín me había encargado una misión especial en Capri, donde conseguí que el emperador Tiberio accediera a mi petición y permitiera el regreso a Roma de los judíos desterrados. Lo que quizá no sepas es que quien me acompañó a Capri y actuó como mi abogado en esa petición no fue otro que el hombre que acaba de invadir Britania: Claudio.

Por otra parte, como nuestro recién acuñado emperador sabe muy bien, esa entrevista con su tío Tiberio no fue la última que mantuvimos. Lo cierto es que estuve con Tiberio en las islas de Paxos menos de una semana antes de su muerte. Y si Claudio ha averiguado lo que hicimos, puede que tuviera más de un motivo para realizar su reciente expedición a Britania. Ha dejado atrás tres legiones, muy ocupadas en la construcción de carreteras y municipios como preparación a la larga ocupación de Britania que sin duda prevé. Han obligado a trabajar a los nativos para construir un templo en Camulodunum. Puede que el emperador Claudio no haya encontrado lo que buscaba, pero parece que tiene intención de realizar una visita más amplia en el futuro.

Roma: primavera del año 56 d. C.

CONFLAGRATIO

Mientras yo siga vivo, que el fuego consuma la tierra si quiere.

NERÓN

Los largos cabellos rubios caían sobre los hombros del emperador Nerón, rizo a rizo, como una cascada turbulenta, mientras los esclavos le desataban las cintas y se los soltaban. Estaba sentado desnudo delante de un espejo de cuerpo entero y se observaba analíticamente con unos fríos ojos azules.

Sí, era cierto. Empezaba a parecerse a Febo Apolo, como todo el mundo afirmaba. Tenía los rasgos del rostro tan marcados que casi eran preciosos. Se coloreó un poco de rojo los labios para acentuar su aspecto voluptuoso. Eso explicaba su atractivo, casi desde la infancia, para hombres y mujeres por igual.

Después de sacudir los cabellos sueltos, que le llegaban casi hasta la cintura, se levantó para admirar mejor su notable físico en el espejo: esos músculos fuertes y tonificados por varios años de competición en lucha en las Olimpiadas de Grecia, donde había ganado varias medallas de primera clase. Ah, sí, que no se le pasara por alto; se inclinó y anotó: «Conceder la libertad a la provincia de Olimpia».

Pensar que todavía le faltaban unos años para cumplir los veinte y ya gobernaba el mayor imperio de la historia mundial, y era sin duda el único emperador que tenía la voz de un ángel en el cuerpo de un dios. Todo eso gracias a que su bonita madre, Agripina, había sido lo bastante inteligente para casarse con su tío Claudio, que después murió de forma muy oportuna al comer esas setas que por casualidad prvn venenosas. Nerón había deificado a Claudio poco después y como parte del panegírico explicó que era lo correcto ya que, al fin y al cabo, las setas eran el alimento de los dioses. Los criados le acabaron de pasar la toga de seda púrpura por la cabeza, le arreglaron los rizos y terminaron de colocarle la capa salpicada de dorados sobre los hombros, cuando su madre llegó a los aposentos privados. Estaba tan bonita como siempre así que la estrechó entre sus brazos en un fuerte abrazo y le dio un beso en los labios.

—No te creerás lo que he preparado para nosotros esta noche, cariño —anunció Nerón, mientras se separaba para poder observarla mejor.

Luego, le desabrochó el cinturón que mantenía cerrada la toga y retiró la tela para dejarle al descubierto los pechos.

«Los dorados senos gemelos de una diosa —pensó—. Al fin y al cabo no había cumplido aún los cuarenta, ¿no?».

Los siervos y los esclavos desviaron la mirada con discreción mientras Nerón inclinaba la cabeza rubia hacia los pechos de su madre y los acariciaba con la lengua, como una serpiente, hasta que sus pezones adquirieron turgencia. Dejó que ella lo tocara bajo la toga, como le gustaba. Su madre era la única que sabía cómo excitarlo de verdad. Pero, pasado un momento, le retiró la mano con suavidad.

—Esta noche no, cariño —dijo—. Por lo menos, todavía no. Cenaremos en la torre de Mecenas, tú y yo solos, en la habitación de arriba. He preparado un espectáculo que empezará dentro de un rato, cuando anochezca, y si nos entretenemos nos perderíamos la primera parte.

Nerón estaba embelesado por la belleza de las llamas. Cuando se le ocurrió la idea de librarse de esas destartaladas casas de madera desperdigadas por toda Roma que estropeaban la vista de su nuevo palacio, no se había imaginado que el fuego sería de tal belleza. Tenía que acordarse de anotar lo que sentía en el diario. Al pensar en el diario, recordó algo que quería comentar con Agripina.

—Ayer estuve repasando alguno de los inmensos montones de papeles de Claudio y ¿a que no dirías qué encontré, madre? —comentó—. ¡El viejo carcamal escribía un diario! Te lo juro, con todo tipo de pensamientos libidinosos y muy pocas acciones. Me he pasado toda la noche leyéndolo y he averiguado algo de lo más interesante. Parece ser que antes de su muerte prematura, tu hermano Calígula estaba sobre la pista de un poderoso secreto. No se lo había contado ni a tu hermana Drusila, a pesar de que estaban tan unidos. En cambio se lo comentó a Claudio, por lo que indica el diario. Puesto que tú y Julia estabais desterradas no se podría decir que fuerais confidentes de Calígula, pero se me ocurrió que quizá sabrías algo a través de Claudio.

—En este caso no —afirmó con calma la madre de Nerón, sorbiendo el vino mientras admiraba las siete colinas de la ciudad que permanecían en tinieblas salpicadas por muchas hogueras que iban aumentando de brillo—. Pero ahora que lo mencionas, el marido de Drusila, Lucio, me contó algo cuando regresé a Roma para enterrar a mi hermano. El hermano de Lucio, Cayo, había sido centurión en la provincia romana de Judea bajo el reinado de Tiberio hacía más de veinte años y había presidido la ejecución de uno de esos molestos fanáticos religiosos judíos que en estos últimos tiempos estás lanzando a los leones. Según parece, ya entonces existían agitadores y su cabecilla original era el individuo aquel que Cayo crucificó. Pero lo más interesante del caso es que aquel fanático no murió debido a la crucifixión, sino a resultas de que Cayo le clavó la jabalina, que luego desapareció de forma inexplicable. Se ve que los judíos creían que la jabalina poseía algún poder misterioso de naturaleza religiosa. No saqué mucho en claro del resto, así que me temo que eso es todo lo que puedo contarte.

Agripina dejó la copa de vino y se sentó en el regazo de Nerón, igual que solía hacer con Claudio cuando quería salirse con la suya o arreglárselas para obtener un favor importante. Nerón sospechó de inmediato, pero cuando su madre le frotó las partes íntimas con las manos y le chupó el cuello, notó que se excitaba. Maldición, justo cuando quería prestar más atención no sólo al maravilloso espectáculo que había organizado, sino también y más importante, al tema de conversación que había sido abandonado con tan poca ceremonia por esa treta sexual. Agripina se había abierto la parte delantera del vestido y sus manzanas doradas se mostraban apetitosas otra vez fuera de su cesta. Las tenía casi en la cara. Inspiró profundamente y se levantó, de modo que lanzó a esa arpía al suelo entre las sedas de su atuendo.

—No me creo que no sepas nada más —soltó Nerón, que se apartó la larga melena rubia por detrás del hombro y observó los petulantes ojos azules de su madre—. Claudio afirma en su diario que Calígula obtuvo esa información no sólo de ese cuñado tuyo, como dices, sino también de Tiberio. Hace una lista de todos los objetos, trece en total, y sostiene que aunque no son tesoros, poseen en cambio algún tipo de fuerza poderosa. ¡Hace años, Claudio llegó a invadir Britania para intentar hacerse con ellos! Tienes que saber algo, quizá lo que valen incluso.

Se agachó y agarró a Agripina por los brazos para levantarla del suelo. Intentó mantener los ojos fijos en su cara y lejos de las bonitas _ curvas de la piel dorada, medio desnuda, de su cuerpo cálido y sensual que ahora acariciaba la luz procedente del incendio devastador que asolaba las colinas de Roma a través de la ventana. Agripina sonrió con aire felino, luego le rodeó el pulgar con la boca y se lo chupó de forma erótica, como solía hacer cuando era aún un niño. Nerón notó que le fallaban las rodillas, pero se mantuvo firme y retiró el pulgar.

—Necesitaré un barco nuevo para poder ir y venir con facilidad de mi propiedad en Bauli —mencionó Agripina, tras recoger la copa de vino como si no hubiese ocurrido nada desde su último sorbo.

—Hecho —afirmó Nerón, mientras pensaba cómo iba a encontrar deprisa a alguien que supiera cómo construir un barco que se fuera a pique. Esa mujer tenía demasiado poder sobre él, y encima era consciente de ello. Pero si había eliminado a Claudio, ¿por qué no podía hacer lo mismo con Agripina? Y entonces sería libre por fin, con mayor poder que nadie en el mundo. Lo que lo llevó de nuevo al tema.

»Por lo que te dijo Lucio, ¿qué tipo de poder “de naturaleza religiosa” tenía la jabalina, según los judíos? —preguntó a su madre.

—Lucio lo había estudiado bastante —contestó ésta—. Guardaba relación con varios objetos que los judíos se habían llevado de Babilonia o Egipto, y con algunos secretos de sus religiones misteriosas. Creo que tenía algo que ver con el renacimiento, si esos objetos obraban juntos en las manos adecuadas.

—¿De verdad creen eso los judíos? —quiso saber Nerón—. ¿O es sólo lo que pensaba Longino?

—Se ve que tenían que colocarse en el punto correcto —afirmó Agripina—. Un lugar de poder, como las cuevas de Eleusis, o la de Subiaco, en las afueras de Roma, frente al sitio donde te construyes el palacio de verano. Y, por supuesto, también tiene que ser en el momento adecuado.

—¿El momento? —comentó Nerón—. ¿Te refieres a la mañana, la tarde o la noche? ¿O a alguna época del año: primavera, otoño?

—No, nada de eso —dijo Agripina—. Lucio afirmó que era un concepto persa o egipcio. —Sonrió y luego añadió mientras le acariciaba el brazo—: Me refiero a la idea de que tiene que hacerse durante el cambio de eón, en la cúspide entre una época celestial y otra.

—Pero entonces —exclamó Nerón, observando las llamas enfurecidas que devoraban en esos momentos la ciudad eterna—, ¡eso significa que tenemos que reunir esos objetos enseguida!