26

Me acompaña con delicadeza hasta el dormitorio, me sujeta del codo con la mano —tan suave y bien cuidada—, casi con preocupación, si no fuera por el duro metal del cañón que tengo clavado en la espalda. Me indica que me meta en la cama y yo me resisto lanzándole una mirada; él suspira.

—Siempre has sido obstinada. —Niega con la cabeza con una sonrisita de la misma forma que lo haría una madre ante un niño de cuatro años especialmente tozudo, como si mi oposición fuera infantil. Adorable. Me sabe la lengua a sulfuro. Me clava la pistola en la piel con más fuerza y me retuerce el brazo a la espalda con fuerza—. Métete en la cama, Zoe. Podría matarte ahora mismo. ¿A quién iba a importarle de todas formas? Tampoco tienes a nadie.

Lo dice como si nada, es calculador, gélido.

Me lanza contra la cama y me agarra de la muñeca izquierda; de un rápido movimiento me esposa al cabecero de hierro forjado. Me tira del brazo para comprobar que aguantará.

—Así que Joanie es Tara. —No tiene sentido andarse por las ramas. Se me ha desbocado el corazón, pero todavía tengo la cabeza despejada, quizá por primera vez en semanas—. Entonces ¿yo quién soy? ¿Para ti?

Está de espaldas a mí, y manipula algo dentro del armario. Entonces se da la vuelta con una jeringuilla llena en la mano.

—Eres la suplente. Haz los cálculos, Zoe. ¿Cuándo murió Tara?

Mi cabeza se llena de fechas y datos de los que, hasta ahora, solo había sido vagamente consciente. Hace tres años. Trago saliva con fuerza, pero no digo nada.

No espera a que conteste.

—¿Y cuándo salió de la cárcel tu querido Jared?

No tengo ni idea. Niego con la cabeza.

Me mira con lástima.

—Tara era mucho más inteligente que tú. La verdad es que es una lástima, por muchos motivos. —Suspira—. Te daré una pista. Fue hace tres años.

Se me revuelve el estómago y noto que el sudor me salpica el labio superior. Me humedezco las comisuras de los labios, pero tengo la lengua seca como el papel de lija.

—¿Por eso han vuelto ahora?

Tengo la voz áspera.

—¿Quiénes? ¿Las personas a las que jorobaste cuando vivías esa vida tan desagradable y vendías drogas en los parques? —Henry se ríe con suavidad y niega con la cabeza mientras le da unos golpecitos a la jeringuilla para eliminar las burbujas—. No ha vuelto nadie. Encontré a Jared y lo maté. Hace dos años, porque la policía era incompetente y me di cuenta de que era lo que querías. Él no sabía que existía Tara. Diría que ese fue el peor error de su vida. —Contrae la boca, me lanza un beso de soslayo—. Mick murió de sobredosis cuando estaba en protección de testigos. Hace años.

—¿Protección de testigos? —Por eso no existía ningún Mick—. Espera, ¿tú mataste a Jared?

Me lo quedo mirando fijamente. Este hombre, este tipo elegante tan pulcro, mi marido, a quien solo le gusta comer cordero los miércoles y cree que el cabernet nunca debería tomarse con pasta porque ambos productos son muy pesados. Es un asesino. Es inconcebible.

—No te sorprendas tanto, Zoe. No es el primero, ni será el último. Aunque nadie lo echará de menos. Igual que a ti. —Le vuelve a dar un golpecito a la jeringuilla y se acerca despacio a la cama. Reculo—. En realidad no me costó mucho. No era tan listo.

—Pero… si Jared no existe y Mick está muerto, ¿eras tú quien estaba haciendo todas esas cosas? ¿El vandalismo, el allanamiento?

Levanto la voz, estoy gritando.

Técnicamente yo soy la causante de la muerte de mi hermana. Técnicamente la mató Jared. Pero solo porque creía que era yo. Mi vida, mis elecciones, mis errores. Un sencillo caso de identidades equivocadas, eso es lo que puso la bola en marcha. Jared venía a por mí, una venganza por haber destruido su castillo de naipes. Henry solo continuó lo que había empezado Jared, después, claro, de matarlo.

—¿Crees que he llegado donde estoy por casualidad, Zoe? ¿Que mi dinero, mi vida, mi posición, es todo un feliz accidente? La verdad es que me has agotado.

—No sé a qué te refieres —siseo entre dientes pateando en su dirección.

—Tara solía pasar el día en casa leyendo. Pero ¿tú? Tú estás descontrolada, correteas por todo Manhattan, me sigues al gimnasio. —Debo de parecer sorprendida al oír eso, porque suelta una risita—. Sé todo lo que haces. Tu teléfono, el piso. Ahora es muy fácil gracias a la tecnología. GPS. Cámaras del tamaño de una uña. ¿Cómo crees que te encontré en la tienda de Elisa? Sé todo lo de tus citas con ese reporterucho, incluso la noche que pasaste con él, y sobre la que mentiste. Tengo grabado todo lo que has tecleado en el ordenador. Todo lo que has hecho desde que empezaste a vivir en mi casa, Zoe.

—¿Quién es la chica del gimnasio? —espeto.

Se encoge de hombros.

—No es nadie.

Y lo dice en serio. Para él no es nadie.

—¿Caroline? ¿La llamada? ¿También eras tú?

Intento sentarme, pero me falla el brazo que tengo encadenado por encima de la cabeza y no consigo agarrarme a la cama.

Se planta a mi lado con una débil sonrisa gélida.

—Tú estás siempre descontrolada, Zoe. No me escuchas. No me necesitas, no como me necesitaba Tara. Tara era dulce, sumisa. Ella me necesitaba. Tú eres insolente. Desagradable. Es imposible quererte. —Su voz es grave y sus palabras me atraviesan el corazón. Podría tener razón—. Me eres indiferente, Zoe. No puedo tolerarlo. Antes era distinto, con tu maravillosa ignorancia. Pero tú tenías que seguir adelante, tenías que buscarla. Encontrar a Caroline. Luego a tu hermana. Has sido tú quien lo ha echado todo a perder, no yo. Nunca estás satisfecha.

Me sujeta la rodilla y abro los ojos. Me inyecta la aguja en el muslo y aprieta el émbolo.

Jadeo.

—¿Qué estás haciendo, Henry?

—No solo me debías una esposa, Zoe. Me debías a Tara. ¿Es que no lo ves?

Su rostro está a escasos centímetros del mío y puedo verle todos los poros de la piel. Tiene la respiración agitada. Se desvanece y la habitación empieza a dar vueltas.


Cuando me despierto, la habitación está a oscuras. Miro el reloj de la cómoda: las dos de la madrugada. Me incorporo y noto una punzada de dolor en el brazo. Lo tengo entumecido y muy frío. En la oscuridad, oigo el crujido de las sábanas a mi lado. Henry.

—No me siento el brazo —murmuro atontada, y Henry enciende la luz.

Entonces me doy cuenta de que me ha puesto un camisón de seda blanco y una bata que no es mía. Parece un salto de cama de novia. No me siento los brazos ni las piernas. Tengo que salir de aquí. Henry, que lleva puestos unos pantalones de pijama y una camiseta, sostiene una llavecita. Me levanta el brazo con habilidad, lo pega a la pared, abre la esposa y me la cambia de brazo. Durante el breve segundo que paso sin esposas, intento golpearlo con torpeza, pero solo consigo pegarle la mano a la mejilla. Me da una bofetada. Con fuerza. Siento un dolor caliente en la cara y se me saltan las lágrimas.

—Vuelve a hacerlo, Zoe, y te mato ahora mismo —me espeta.

Luego se le suaviza la expresión, mi somnolencia lo relaja.

Intento enfocar a Henry, cuya imagen no deja de alejarse y volver a acercarse, una y otra vez. Me recuerda a cuando veía la vieja televisión de Evelyn las noches que ella trabajaba: canales de pornografía, un destello de piel aquí o allí, quizá un brillante pecho en tecnicolor. Cierro los ojos, veo puntitos amarillos y destellos de color.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, Henry está de pie delante de mí, desnudo, erecto, cogiéndose el pene. Me desliza las manos por los muslos. Aparto la cara y él me obliga a girarla agarrándome de la barbilla. Me doy cuenta de que no llevo nada debajo del salto de cama y pateo. Intento sentarme.

—No —murmuro.

Me parece que se me está pasando el efecto de las drogas. Ese «no» ha sonado más claro, pero no estoy segura.

—Tranquila, amor mío. —En algún momento de los últimos minutos, ha encendido velas y ha apagado las luces. Se tumba encima de mí, me besa el cuello y yo me encorvo contra su pecho—. Maldita sea, Zoe. Sé obediente por una vez. —Se levanta deprisa, avergonzado, se da una palmada en el muslo, en su flácido fracaso—. Esto no me había pasado nunca.

Se disculpa y me acusa al mismo tiempo; le brillan los ojos de odio y se queda plantado a mi lado hasta que tengo la impresión de que quizá me pegue, tiene los puños apretados, los nudillos blancos. Aprieto los dientes, me preparo para el golpe y cierro los ojos.

Se da media vuelta y vuelve a abrocharse el pijama. Cuando se vuelve sostiene una jeringuilla. Un rápido pinchazo en el otro muslo y se me nubla la vista.


Me trae bandejas de comida y yo clavo los ojos en el reloj cada vez que despierto. Las 6:27 de la mañana. Las 4:13 de la tarde. Las 5:42 de la madrugada. Intento llevar la cuenta de los días, pero no dejo de descontarme y tengo que volver a empezar. Desisto de mi intento de recordar y, con la mano que tengo libre, me clavo la uña en la piel de la cadera hasta que sale manchada de sangre. Una media luna por cada día. O lo que me parece que es un día, a veces me cuesta recordar si era por la mañana o por la tarde la última vez que desperté, por lo tanto no sé si ha pasado un día o solo doce horas. Puedo pasar el dedo por las cicatrices, las costras, y contar. A veces, cuando me despierto de golpe, asustada y jadeando, palpo estas pequeñas incisiones. Seis, llevo aquí seis días. Luego ocho. Luego diez.

Creo que me pone la ropa de Tara, vestidos de fiesta negros y pantalones de traje de seda. ¿Para qué querría ponerse pantalones de traje una agorafóbica?

Me acompaña al servicio, dos, quizá tres veces al día, esposada y con el cañón de la pistola en la espalda, y luego me devuelve a la cama. Después me incorpora, me da galletas y zumo. Me habla, me cuenta cómo le ha ido el día. Sus palabras flotan a mi alrededor, oigo su eco, como si estuviera en el hangar de un aeropuerto. Si le preguntó «qué» demasiadas veces, se enfada. Me pregunto qué querrá de mí. ¿Estaré aquí para siempre? Su sustituta de Tara amarrada a la cama como un animal.

¿Moriré aquí?

¿Me añorará alguien?

¿Le importa a alguien?

Un pinchazo en la pierna. Apenas lo noto.


He empezado a encontrarme mal. Vomito una cálida bilis verde en la cama, cosa que enfurece mucho a Henry.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —le pregunto con debilidad mientras me sale un largo hilo de baba de la boca.

Estoy tumbada de lado, me suda la cara. No sé lo que me está inyectando, pero es demasiado. Mi cuerpo ha empezado a rechazarlo. Me provoca náuseas y me debilita. Moriré aquí, en esta casa aislada con una ropa que no es mía.

Está limpiando mi vómito con una toalla y sonríe, es una de las inteligentes sonrisas de Henry.

—La agente Yates me ha llamado, me ha dicho que ha estado intentando llamarte. Le he dicho que me has dejado. Que te has alojado en un hotel de la ciudad, pero no sé cuál. Me ha dicho que tiene información sobre Mick, así que imagino que habrá descubierto que está muerto. Es una detective sorprendentemente buena para ser mujer. Vivía con un nombre distinto. Protección de testigos, ¿sabes? —Lo comenta relajadamente mientras limpia una mancha especialmente pegajosa del colchón—. Cuando te marchaste de la ciudad, se convirtió en testigo del estado, desmontó toda la organización. Estuvo muy poco tiempo en la cárcel, luego se unió a la protección de testigos. No me costó mucho encontrarlo, aunque la verdad es que tengo muy buenas conexiones. Los federales no hablan mucho con la policía.

Me pesa mucho la cabeza y la apoyo en el brazo, tengo lágrimas en la cara, sudor. Quizá también tenga vómito. Empiezo a apestar.

—Pero ¿qué vas a hacer conmigo? —le vuelvo a preguntar como una boba, no sé si ya me ha contestado o no.

—Faltan tres meses para que empiece la temporada de caza. Y entonces volverás conmigo. Comprenderás tu error, te darás cuenta de lo mucho que me has echado de menos. Estás sola en el mundo, Zoe, no tienes a nadie. Solo me tienes a mí. Dejas tu hotel, vuelves aquí. Para suplicar mi perdón. Intentas encontrarme en los bosques que hay detrás de la casa, darme una sorpresa. —Ha bajado la voz hasta convertirla casi en un susurro, me acaricia la mejilla con el dedo—. Yo creeré haber alcanzado un ciervo. En realidad es trágico.

—Henry, me buscarán. La agente Yates, Lydia, Cash. Alguien se preguntará dónde estoy. No te saldrás con la tuya.

—Tara nunca pensó que yo fuera estúpido, Zoe. Pero tú, tú me cuestionas continuamente. Sinceramente, es exasperante. —Lo dice con un tono relajado—. Le he pedido a Yates que se lo explicara a Cash y a Lydia. Tuvimos una discusión bastante acalorada acerca de tu pasado. Tus secretos. Se lo conté todo, que vendías drogas. Lo de Evelyn. No eres la persona que todo el mundo piensa. —Me ronronea al oído—. Solo quieres que te dejen en paz. Tienes miedo. Has vuelto a huir. —Se acerca a la cómoda, coge unos cuantos billetes, los hace ondear en mi cara—. Incluso te has llevado dinero.

Yo he compartido distintas partes de mi historia con diferentes personas, pero nadie lo sabe todo. Cash es el que más cosas sabe, él no se rendirá. Pero primero irá a hablar con Yates. Después de hablar con Henry, ella dará por hecho que le he robado a Henry y me he marchado.

Henry se tumba en la cama, se acurruca contra mí, noto su aliento cálido y húmedo en el cuello y quiero darle una patada para que se aleje, pero no consigo que mis piernas cooperen. Tres meses. Me va a tener aquí tres meses.

Moriré antes.


Me despierto cubierta de orina. La huelo antes de notarla. Henry me está quitando las sábanas de debajo y yo ruedo contra mi muñeca esposada, me corto la piel hasta que empieza a resbalar sangre por el brazo, cosa que todavía lo pone más furioso. Está enfadado y grita palabras que no entiendo. Las sábanas tienen manchas amarillas y rojas. Me quita las bragas y el camisón, me palpa la cadera, las cicatrices. Me pregunta: «¿Qué narices es esto?». Le contesto: «Es mi reloj». No lo pienso detenidamente, sencillamente me sale, y ni siquiera es coherente. Ni siquiera estoy segura de lo que digo, suena incoherente. Lo único que él oye es la palabra reloj.

Se acerca a la cómoda. Arranca el cable del reloj y cierra de un portazo. Con la mano libre me palpo la cadera desnuda. Doce días. Llevo aquí doce días.


Me parece que se marcha de casa durante el día. Me obligo a mantenerme despierta, oigo cómo se cierra la puerta, el coche avanzando por el camino. Grito durante todo el tiempo que puedo. Imagino a Trisha, de la tienda de la carretera, con un chándal rosa, brillante y metálico, una cinta para el pelo de un resplandeciente color violeta y deportivas nuevas, caminando junto a la casa, paseando con energía mientras intenta, por última vez, perder esos kilos de más que ganó durante el embarazo. Llamo a Trisha a gritos. Grito hasta que pierdo la voz y me quedo ronca. Grito todo el día. O por lo menos durante lo que me parece que es el día. Grito hasta que Henry llega a casa.


Amanece, anochece, luces tenues a través de las cortinas, cambio de brazo, aseo con esponja. Me acaricia todo el cuerpo, pero no es capaz de conservar la erección, así que desiste. Más ropa extraña: chándales y ropas de gimnasio, me hacen bolsas y se me caen, me estoy quedando escuálida. Preferiría morir de hambre. Seguro que lo conseguía antes de tres meses.

—Te he traído un regalo.

Una jeringuilla más pequeña, un líquido ligeramente amarillento.

—Esto no te sentará mal.

Sonríe. Este es mi regalo. Una droga que me matará más despacio. Tengo que hacer algo.

—Henry, espera, Hal.

Recuerdo el nombre que estaba escrito detrás de la fotografía. Hal y TJ. Tengo la voz apelmazada, cubierta de melaza, como si tuviera alquitrán en la lengua. Palpo el dobladillo del vestido, un vestido de verano verde, perfecto para fiestas de compromiso y bautizos, un perfume con un olor dulce y copas altas llenas de champán. Galletas decoradas con copos de nieve. ¿De dónde ha salido eso? Recuerdo la fotografía de mi hermana sonriendo delante de la biblioteca el día de su graduación. Un vestido de flores.

—¿Qué?

Se queda de pie al final de la cama y me da unos golpecitos impacientes en los pies desnudos. Me esfuerzo por sentarme. Entre una dosis y otra estoy bastante lúcida. Como si la droga no consiguiera entrar en mi sistema a la misma velocidad a la que sale, y entonces la niebla se levanta como si fuera la pesada cortina de un escenario.

—Hal —repito.

—No me llames así.

Entorna los ojos, agita la muñeca de la mano con la que sostiene la jeringuilla.

—¿Por qué? ¿No es lo que quieres? —Me muevo hacia delante, de repente me siento segura. Firme. Alargo el brazo, la esposa se me clava en la piel como un pulpo, y le toco el brazo. Noto su calor bajo los dedos y cierro los ojos recordando cuando, no hace tanto tiempo, habría hecho este gesto con sinceridad. Con amor. Los huesos de su muñeca son firmes. Me mira a los ojos y vacila—. Déjame probar.

Lo está valorando. Está pensando en mí, con la ropa de ella, leyendo a Ruth Rendell y Sherlock Holmes con unas zapatillas con los dedos descubiertos y llamándole Hal, pícnics en el bosque, esperando pacientemente en nuestro piso a que él vuelva a casa, con ganas de verlo, saltando, rodeándole la cintura con las piernas. Una vida llena de posturas del misionero y de cenas decididas en base a lo que Henry tome a la hora de comer, o el día de la semana que sea. Yo contentándome con eso. Siendo obediente. Complaciente. Duda. Lo noto por cómo le tiembla la jeringuilla en la mano.

—Hal. —Vuelvo a decirlo, pero con más suavidad, con timidez, y aparto la mirada. Con recato. Tal como actuaría si fuera verdaderamente sumisa, intento canalizar esa intuición de gemela de la que he oído hablar en Oprah. Incluso pienso, durante un absurdo segundo, que ella puede verme u oírme: «Mándame una maldita señal, Joanie. ¿Qué harías tú?»—. ¿Y si pudiera hacerlo? ¿Podríamos ser felices, no? Hubo un tiempo en que lo fuimos, ¿no? ¿Te acuerdas de aquel día en el bosque? ¿Del pícnic? Yo llevaba esa camiseta violeta. Hicimos el amor contra un árbol.

Pruebo suerte recordando la fuerza con la que me empotró contra aquel árbol, la corteza clavándose en la piel de la espalda. Pienso en nuestro matrimonio. En los momentos de mayor intensidad, los más románticos: París, el tejado. El parque de Washington Square. ¿Todo eran momentos repetidos? ¿Era su intento por revivir lo que había tenido con Tara? ¿Quería revivir su pasado? Yo diría que sí por cómo se le nublan los ojos, los entorna y me observa atrapado entre la lógica y sus deseos más primitivos. Se le suaviza la expresión, pierde fuerza.

Niega con la cabeza, no dice nada. Yo prosigo.

—¿París? ¿Nuestra luna de miel? —Y entonces se viene un poco abajo, me doy cuenta. Se le dilatan las pupilas y se le relaja la mandíbula. Henry es un hombre racional, pero desea esto. Muchas personas olvidan la lógica cuando se enfrentan a algo imposible que desean con todas sus fuerzas—. Vámonos a París. Otra vez. Tú y yo. Lo reviviremos. De nuevo. Esta vez de verdad. Hal y TJ. —Me atraganto, bajo la voz, me clavo la barbilla en el pecho y susurro—: Tú puedes ayudarme, Hal. Enseñarme. Me refiero a cómo debo actuar. Lo único que he deseado siempre es que cuidaras de mí.

Me doy cuenta con enfermiza sorpresa de que, en realidad, eso es cierto.

Él no habla, se limita a salir del dormitorio agarrando la jeringuilla con fuerza, tiene los nudillos tan blancos como la cara. No accede. Todavía. Pero lo hará.

Por lo menos sigo aquí, todavía estoy encadenada, pero tengo la cabeza despejada. Lo único que tengo que hacer es esperar.


—Hal, Hal. —Lo muevo con suavidad. Es medianoche, o más tarde, no lo sé con seguridad—. Tengo que ir.

Murmura algo contra la almohada.

Lleva veinticuatro horas sin darme drogas. Me evita, y esto puede ser o muy bueno o muy malo. Está considerando mi oferta. No ha hablado conmigo, pero yo le hablo, utilizo cualquier detalle que se me ocurre de todo lo que encontré en sus cajas, en el corcho. Le hablo de nuestra boda, de mi plato de vieiras, de los centros de mesa, comento que todo estaba hecho especialmente para nosotros, y eso era lo más romántico que había visto. Finjo desmayarme y soy femenina. Me muestro incluso emocionada. Podríamos revivirlo. Renovar nuestros votos, ¡en París! Él finge ignorarme.

Es el momento de ir a lo esencial, parloteo sobre cualquier cosa que me viene a la cabeza, sobre todas las cosas que podría haber dicho si hubiera sido yo pero estando completamente dominada, dócil y enamorada de él. Ni siquiera me cuesta, es como si mi cerebro hubiera bloqueado las imágenes mentales que debería evocar de forma natural. «¿Recuerdas aquel día en el barco?». Apenas recuerdo un barco, ni siquiera sé si Tara estuvo allí. Todavía no me ha dicho nada. Me estoy convirtiendo en una persona dentro de su cabeza, lo noto por cómo me mira cuando digo ciertas cosas, ya no está seguro: ¿Tara o Zoe? E incluso, aunque sabe que no podemos ser la misma persona, empieza a valorar la posibilidad por primera vez. Que podría fingirlo y quedarme. Que quizá si lo hiciera, me convirtiera en la realidad que él desea, podríamos ser tan felices como lo eran él y Tara.

Noto cómo duda de su propia cordura. Pero a veces veo su forma de suspirar, con rapidez y fuerza, y sé que mis conjeturas dan justo en el blanco de vez en cuando. Solo tengo que hacer las necesarias.

Le doy un golpecito con la mano encadenada.

—Hal. Por favor. No quiero volver a mojar la cama. ¿Te acuerdas de lo mucho que te enfadaste?

Intento no recordarle a Zoe ni a Tara. Intento transformarme en ella, pero la biología supera a la psicología. Tengo que ir al baño.

Se levanta tambaleándose, coge una llave de la cómoda y, sin decir una palabra, me abre las esposas. Me observa mientras utilizo el servicio, y yo incluso me descubro preguntándome si Tara haría esto de esta forma. Me lavo las manos. Él carraspea en la puerta, el servicio está poco iluminado por la bombilla del tocador.

Sobre el tocador hay una vela ancha y plana. Mientras dejo resbalar el jabón entre los dedos la miro fijamente. Tiene tres mechas. ¿Dos kilos? ¿Tal vez uno? No tengo ningún plan, solo tengo la vaga noción de un plan.

Me seco bien las manos, no quiero tenerlas húmedas. Miro a Henry, que está observando la llave de las esposas. Aguarda ahí plantado con sus pantalones cortos. Vuelve a mirar hacia el dormitorio.

Cojo la vela, la levanto y la estrello rápido y fuerte contra la frente de Henry. La esquina le impacta justo en el puente de la nariz y la sangre lo salpica todo.

Creo que grita. No espero a saber si está consciente o se ha desmayado.

Solo corro.


He salido de la casa y corro por la hierba. Las ramas chocan contra los brazos, las piernas, la tripa. Voy enseñando la barriga. Llevo una camiseta de Henry y unas bragas que me resbalan por las caderas. Las ramas me arañan la cara, pero sigo corriendo. Soy más rápida que Henry, que corre ocho kilómetros cada día. Ahora estoy débil y desmejorada, jadeo, me falta el aire, pero sigo siendo rápida. Atajo en zigzag, por fuera del camino, y tengo la sensación de que estoy corriendo en círculos, las piedras se me clavan en los pies. Voy descalza, y cuando bajo la vista veo que me sangran los pies y las piernas. Tengo las manos llenas de sangre, podría ser mía o de Henry.

No sé si me está siguiendo. No oigo nada más que mi aliento. Me arden los pulmones y me duele el estómago, noto un calambre en la cadera. Piso una roca y noto cómo me rasga la piel, justo en medio del pie, en el arco. No grito, no me paro.

Veo una luz a lo lejos. Un faro suave. Una casa. Un minúsculo refugio con un tejado a dos aguas, una lucecita nocturna que brilla en la ventana. No sé si está vacía o si hay alguien durmiendo. Me arriesgo a mirar hacia atrás, solo veo oscuridad. Me tambaleo por las escaleras que suben al porche, me caigo y me golpeo la cara en el escalón. Noto una punzada de dolor en la nariz y cuando me la tapo con la mano se me llena de sangre. Más sangre. Dios, mucha sangre.

Aporreo la puerta y al final grito:

—¡Ayúdenme! ¡Por favor, abran la puerta! ¡Dios, abran la puerta! —Estoy llorando, el hollín, la sangre y las lágrimas se me mezclan en la boca y sabe a metal y a sal. Llamo con más fuerza—. Por favor, abran la puerta, por favor, por favor, por favor, por favor.

Se abre la puerta. Uñas descalzas pintadas de rojo, pelo gris recogido en un moño, su boca dibuja una o, pequeña y menuda, el pánico le abre los ojos.

Penny. Me mete en la casa, cierra el pestillo de la puerta.

—Llama a la policía —digo balbuceando sin dejar de llorar. Me limpia la cara y las manos con una toalla y no puede dejar de murmurar: «Oh, Dios mío, oh, Dios mío». Cuando coge el teléfono no tiene línea. Su móvil no tiene cobertura—. Tenemos que marcharnos. Viene a por nosotras.

—¿Quién? —susurra completamente pálida.

—Henry. Está intentando matarme. Por favor, tenemos que irnos. Coge tu coche.

Le tiro de la manga, del brazo. Estoy aterrada, miro por la ventana. No anunciará su llegada. Vendrá armado. Se lo digo.

—No me puedo marchar, Zoe. Frank está arriba.

Tiene una expresión horrorizada.

—¿Quién es Frank?

—Es mi marido. Es tetrapléjico. No puedo dejarlo. Coge mis llaves, ve. Pide ayuda. —Sus ojos se pasean entre el porche y la parte de atrás, se posan en las escaleras y de nuevo atrás. Le cojo las llaves—. Tengo una pistola —dice.

Justo cuando dice eso, la ventana delantera cruje, se dibuja una tela de araña, el cristal explota y yo me agacho por instinto. Oigo cómo Penny pasa corriendo por detrás de mí, cruza el suelo de madera y se mete en la cocina. Me deja allí. Henry está de pie en el porche, enmarcado por el agujero del cristal.

—Crees que soy tonto, Zoe.

—Henry, ahora ya no puedes arreglar esto. No puedes matarnos a todos. Suelta la pistola.

Ahora estoy calmada, no estoy llorando. No puedo hacer otra cosa. Así es como acabará todo, Henry con una pistola, yo en ropa interior fingiendo ser mi fallecida hermana gemela. Así es como voy a morir.

Apenas alcanzo a oír el estallido a mi espalda antes de que Henry caiga de espaldas. Mientras cae, los pies le apuntan hacia arriba de una forma casi cómica antes de volver a posarse en el suelo. Huelo la pólvora y la sangre antes de ver nada.

Penny está de pie, enmarcada en la puerta que separa el comedor de la cocina, tiene una escopeta apoyada en el hombro. Una cazadora. Todo el mundo caza en Fishing Lake. Cuando deja caer el arma, su cara parece vacía, lisa y pálida por la conmoción. Está temblando. En el porche, la pierna de Henry se agita, solo una vez, como uno de sus ciervos moribundos.

—Ahora. Zoe. Ve a pedir ayuda, ya.