24
Cuando llegamos a la casa ya está anocheciendo. El cielo es gris azulado, las nubes tapan las estrellas, y eso que estamos en el campo, que es mucho más despejado que el crepúsculo de la ciudad. Henry me acompaña dentro, el aire huele a limpieza y seguridad. A la inocencia de las sábanas recién salidas de la secadora.
En la cocina hay un refrigerio frío: queso y humus, vegetales frescos, tan crujientes que me descubro buscando a Penny, no puede haberse marchado hace mucho. Pero no hay nadie, claro. No hace mucho tiempo me encantaba esta forma de vida, era como un truco de magia. Una mano por aquí, otra mano por allá, y voilà, la cena está servida. Ahora se me interna debajo de la piel y se infecta, como una nigua, y me estremece.
Henry me prepara una infusión, manzanilla, sin teína, la endulza un poco con miel e insiste en llevármela a la cama, a pesar de mis protestas. No son ni las ocho de la noche, por el amor de Dios. Tengo la cabeza muy pesada y no me apetece dormir.
—Debes de estar exhausta. Por favor, deja que te cuide.
Me tapa hasta el regazo, ahueca los cojines. Le cuelga un mechón de pelo por la frente y se ha puesto una camisa negra y unos shorts de color caqui. Parece relajado, con ganas de cuidarme, la preocupación le frunce el ceño. No deja de besarme, la frente, las manos, las mejillas. «Como mujer que eres, sé encantadora».
Me trae un paño caliente para el dolor de cabeza. Me peina, me masajea la cabeza, la espalda, justo entre los omóplatos. Dejo que lo haga. Me vuelve a meter en la cama, me tumba boca arriba y me desabrocha la blusa. Cierro los ojos y dejo que me quite la ropa hasta que noto el roce de la brisa, un escalofrío justo donde me ha besado. Me dibuja círculos en la tripa, los muslos, los pechos, y dejo que lo haga. Sus dedos me encuentran abierta y húmeda entre las piernas y le dejo.
Tengo la sensación de estar desconectada de mi cuerpo, como si flotara por encima de la cama y viera a un Henry, ahora desnudo, haciéndome el amor, insistente, amoroso. Su rostro parpadea a la luz de una vela que no recuerdo haber encendido y encarna una sola palabra: éxtasis.
No llego al orgasmo. Me siento entumecida e ingrávida, como si hubiera bebido demasiado. O como si me hubiera tomado algo. Me viene una idea a la cabeza, pero se me escapa antes de que pueda planteármelo siquiera. Henry se estremece y se encorva, sus suaves aullidos en mi oído me recuerdan a un cachorrito enjaulado, y susurra cosas que apenas consigo entender.
Excepto una: «Mi posesión más preciada». Lo dice una y otra vez hasta que me quedo dormida, de golpe, como si me cayera por un acantilado.
Sueño con Evelyn, enseña los dientes, están rojos y llenos de sangre. Grita: «¿Qué has hecho?», se abalanza sobre mí, me coge del cuello, de la garganta. Noto sus uñas en el cuello, en la clavícula, me las clava y grita como una hada maléfica con el pelo revuelto. Su odio es tan real y tan palpable que me despierto con las sábanas empapadas de sudor. Henry no está en la cama.
Son las dos de la madrugada. Recorro la casa y me lo encuentro en la cocina, tomando bourbon. Me vuelve a llevar arriba, cambia las sábanas, me mete en la cama. Me hundo en la cama recién hecha. Estoy convencida de que ahora mismo no podría enfrentarme a nada más. Es un alivio que Henry haya decidido cuidar de mí en silencio. Me trae un zumo de naranja, «Para coger fuerzas», susurra, y me lo tomo agradecida.
—¿Te ha llamado Yates? —le pregunto—: ¿Le han encontrado? ¿Podemos volver a casa?
Niega con la cabeza y me vuelvo a dejar caer sobre las almohadas, exhausta. Me quedo dormida enseguida, es un sueño espeso, profundo y denso. La clase de sueño del que, cuando despiertas, no sabes si es por la mañana o de noche, y los números del reloj flotan y chocan unos con otros.
No sueño nada.
Me despierto algún tiempo después, podrían ser horas, podrían ser días. Estoy febril y tirito. Henry está a mi lado y me tapa murmurando algo sobre gérmenes y resfriados de verano. No deja de ahuecar cojines, trajina por la habitación como si fuera una enfermera. Va recogiendo objetos al azar y los cambia de sitio solo para tener algo que hacer.
Yo me incorporo y le observo.
—¿Le han encontrado?
Henry niega con la cabeza.
—Tú preocúpate solo de ponerte mejor. —Me pone la mano en la nuca y me da un beso en la frente. Me trae más té, tostadas y los esponjosos panecillos que hace Penny. Me pregunto cuándo los habrá hecho y siento una intensa punzada de odio inexplicable. Los dejo todos en la bandeja. Sobre la mesita deja una gran jarra de zumo de naranja—. Tienes que hidratarte o te pondrás más enferma.
Me lo bebo todo y me vuelvo a dormir, esa clase de sueño del que entras y sales rápidamente, y sin soñar. Me va despertando cada pocas horas para que beba, hasta que aparto el vaso. No recuerdo que Henry haya cuidado de mí estando enferma. Antes de hoy no me lo habría imaginado nunca.
—No puedo tomar más zumo de naranja. Henry, creo que debemos volver a la ciudad.
—Volveremos. Volveremos. En cuanto sepa que es seguro.
Me aparta el pelo de la frente, lo tengo grasiento por el sudor.
—Yates ya tendría que haber llamado. ¿Ha llamado?
Intento levantarme, pero lo veo todo borroso. Tengo fiebre y me vuelvo a meter en la cama.
—Es la gripe. Has llegado a cuarenta —Henry habla en voz baja, como si estuviéramos en un hospital—. He llamado al doctor y me ha traído algo. Es un antiviral. Te ayudará, pero es posible que vomites.
Me está pidiendo permiso a su manera, que consiste en no pedir permiso. Me está diciendo lo que va a hacer. Me trae dos pastillitas rosas y un gran vaso de agua. Me las tomo.
Me pego las mantas a la cara. Imagino que se me mete la sábana en la boca, que me roba el oxígeno. Oigo los pasos de Henry en el suelo, el suave crujido de la puerta, y solo cuando estoy segura de que estoy sola, me dejo arrastrar por el sueño.
Cuando despierto, en la mesita de noche hay un vaso de zumo y una nota. «Enseguida vuelvo, Henry». Ha dejado mi ropa sobre la chaise longue, un aviso delicado para que me levante. Vístete. Una camiseta violeta y un par de shorts blancos, como si hoy fuéramos a pasear. A pasear.
Tiro el zumo por el inodoro y me visto con desgana. Tengo que esforzarme para no volver a meterme en la cama. Tengo mucho frío. Pero por debajo de la desesperación arde una rabia primitiva, una llama. A todo el mundo le parece bien que Jared me atrape. A Yates parecía tenerle sin cuidado, Henry no fue de mucha ayuda. Si nadie va a ayudarme, tendré que espabilarme sola.
Si pudiera ponerme en contacto con Cash, seguro que él podría hacer algunas investigaciones. Necesito ayuda. Joanie está muerta, Caroline está amenazada, Jared y Mick han desaparecido, todo está relacionado de algún modo, pero no encuentro la conexión. Todo está conectado, me vibra todo el cuerpo de lo segura que estoy. Tengo razón, sé que Jared y Mick están relacionados con la muerte de Joanie, sé que de alguna forma es culpa mía. Sé que maté a mi hermana. De repente me asalta una idea: si encuentro a Mick, podré aclarar todo este asunto.
Bajo a la cocina en busca de mi teléfono. La sangre me late con fuerza en las venas, palpita con un ritmo constante. «Encuentra a Mick». «Encuentra a Mick». Un ritmo de redención con un toque de venganza. Sigo sintiéndome adormilada y débil por culpa de la fiebre y noto las náuseas que me provocan los antivirales, pero estoy rabiosa.
Busco en la cocina, en el salón, en el porche, voy abriendo cajones y armarios a mi paso. Ni rastro del móvil. Vuelvo a subir y rebusco en los cajones de nuestras cómodas, en las maletas, en los bolsillos de los pantalones. No aparece por ninguna parte.
Estaba justo en la mesita cuando me quedé dormida, estaba segura de eso. Tiene que estar en alguna parte. Se me ocurre una idea: el despacho de Henry.
Entro y abro cajones y rebusco en los archivos. En el armario encuentro cajas de archivos y rebusco en ellas, no encuentro nada importante, salvo la llavecita de un candado que me meto en el bolsillo.
Clavo los ojos en mi fotografía, la de la estantería, esa que Henry me hizo en el bosque. Me doy cuenta de que llevo la misma camiseta que me he puesto ahora. Cojo la fotografía y la observo con atención, me llevo la mano al cuello, acaricio el cuello redondo de la prenda. Toco la camiseta de la imagen, un dobladillo con un marcado pico en V. Un poco de escote, un amago de pecho.
No es la misma camiseta.
Solo tengo una, me la compró mi querido marido, en un color que nunca me gustó. Examino la fotografía con más detalle. Las mismas cejas irregulares, el discreto pico de viuda en la raíz del pelo, mi pelo negro, que acababa de crecer, brillante y suave, largo hasta los hombros. El lunar de mi oreja izquierda. Mi oreja izquierda. Me llevo la mano a la cara y me toco con delicadeza el lunar que tengo en la oreja derecha.
La mujer de la fotografía no soy yo.