17
Merodeo junto a una planta que crece en un macetero; llevo el pelo metido en una gorra de béisbol que encontré en el fondo del armario, polvorienta y desgastada. Nunca se la he visto puesta a Henry. El gimnasio está lleno de personas que entran por una puerta ataviados con trajes, maletas y maletines, y salen por la otra embutidos en licra, como si estuvieran en una cinta transportadora. Estoy junto a la pared de espejo. Puedo ver lo que ocurre dentro, pero ellos no me ven a mí. Observo el vestíbulo. Estoy medio escondida, pero disto mucho de ser invisible. Puede que disponga de cinco minutos. ¿Para ver el qué? Es difícil decirlo.
Henry está corriendo en la cinta, va a su ritmo relajado, y en la máquina contigua, la rubia de la licra rosa le sigue el ritmo mientras se ríen. Él está haciendo gestos con las manos, cuando llega al final de lo que sea que esté diciendo, separa mucho los brazos. La rubia echa la cabeza atrás, se ríe y luego da un traspié, se agarra a la barra de seguridad. Noto una intensa punzada en el centro del pecho y aprieto los dientes. Ambos aminoran el paso y se bajan, Henry se seca la nuca con la toalla y la observa mientras ella levanta una pierna y después la otra para apoyarla en un banco de estiramientos.
Sé que esto es una locura. Estoy espiando a mi marido. Me he convertido en un cliché de clase media pero sin los diez kilos postembarazo de más y el monovolumen. Él ha tenido un comportamiento muy extraño y esta mujer —la mano de Henry sobre su trasero, recortada contra un telón de fondo de licra rosa— se ha convertido en una imagen que mi mente me proyecta en los momentos más inoportunos.
Henry y yo siempre hemos hablado de nuestra relación, nos hemos esforzado para que las cosas funcionaran. Él siempre ha dicho que nunca se divorciaría. Que los divorciados son inevitablemente unos pobres hombres. Que cualquier matrimonio se puede arreglar, que el amor fluctúa. Su forma de pensar, a pesar de ser gélidamente práctica, fue uno de los motivos por los que accedí a casarme tan rápido. Un cortejo de cuatro meses, una boda sencilla pero elegante, una cena carísima, y voilà, un puesto seguro entre la alta sociedad. Henry y su preciosa y encantadora esposa. Yo y mi atractivo y rico marido. Las ilusiones son peligrosas, decía Evelyn. Pero yo no me hago ilusiones sobre el matrimonio. No creo en los príncipes guapísimos a lomos de caballos blancos ni en los finales felices. Evelyn nunca creyó en los finales felices, me advertía que no debía enamorarme de una idea en lugar de una persona. «Las ideas son infalibles, las personas no. No las confundas». Era una mujer optimista, pero nunca fue una ingenua. «Es distinto», habría dicho.
Y aquí estoy, pegada a un ficus de plástico tan bien confeccionado que parece de verdad, preguntándome si he hecho precisamente eso. ¿Tienen una aventura o solo es una forma inocente de afrontar una sesión de ejercicios agotadora?
Pasa a su lado y le da un capirotazo en el pelo, como si fuera un niño de parvulario en el recreo. Es ese lado juguetón suyo tan inusual.
—¿Zoe?
Me doy media vuelta con el corazón en un puño. Delante de mí está Reid Pinkman con la cabeza ladeada. Me ha costado reconocerlo fuera del despacho de Henry. Reid es más joven que yo, aún no ha cumplido los treinta, es ambicioso, soltero y le gusta mucho flirtear. Henry es su mentor y él lo adula mucho. Me siento un poco avergonzada cuando estoy con Reid desde la noche anterior a Mucha Cay, cuando Henry fue tan cruel y Reid lo vio. Por suerte nunca ha sacado el tema.
—¡Hola, Reid! —exclamo con alegría dedicándole una sonrisa cegadora.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Es irónico, dadas mis circunstancias, que no me guste mentir sobre la marcha. La cabeza me va a mil por hora y el corazón me late en los oídos.
—He venido a darle una sorpresa a Henry. Bueno, iba a hacerlo, pero acabo de recibir una llamada urgente de una amiga y me tengo que ir corriendo.
Me vuelvo para mirar hacia el espejo y Henry tiene la toalla sobre el hombro y él y la rubia de la licra caminan hacia la puerta lentamente. Ella le toca el brazo y él se inclina hacia ella para escuchar algo que le dice.
Reid sigue la dirección de mi mirada y asiente.
—Ah. Bueno, entonces ¿te veré esta noche?
Mi cabeza vuelve a centrarse en Reid.
—Espera. ¿Qué pasa esta noche?
Reid mira hacia Henry, que ha dejado de caminar. Ahora Henry y la mujer están enfrascados en una conversación seria y Henry se pasa la mano por el pelo. La rubia se cruza de brazos y aprieta los dientes, y me sorprende pensar que uno no suele enfadarse con alguien a quien apenas conoce. La ira es una emoción íntima.
—La fiesta de la empresa para Nippon. La cuenta de acero japonesa. ¿Henry no te lo ha dicho?
—Supongo que sí. Lo habré olvidado. —Me quito la gorra y me la meto en el bolso—. Hazme un favor, Reid. No le digas a Henry que he venido, ¿de acuerdo?
—Claro. —Me toca el brazo y pregunta esperanzado—: ¿Nos vemos esta noche?
—Sí, nos vemos esta noche.
Me meto a toda prisa en la puerta giratoria justo cuando Henry y la rubia salen por la puerta del vestíbulo. Reid los para y yo aprovecho la oportunidad para escabullirme metiéndome en uno de los giros y salgo despedida hacia la calle. Doblo la esquina y me apoyo en el edificio de piedra, debajo de la placa de hormigón con el número 58, e inspiro hondo. ¿Quién es esa rubia? ¿Reid la conoce? También es el gimnasio de Reid. Si Henry estuviera teniendo una aventura, probablemente Reid lo sabría. Tengo que encontrar una forma de asistir a la gala de esta noche. Me pregunto si puedo llamar a la secretaria de Henry y preguntarle dónde se celebra.
Me arde la piel. Hace un día de mucho calor para ser abril, probablemente estemos a unos veintisiete grados y tengo la camisa pegada a la espalda. Saco el teléfono por impulso.
«¿Comemos?», escribo.
«Me muero de hambre», contesta Cash.
Acordamos vernos diez minutos más tarde en Black and Bean, una cafetería que hay una manzana más lejos. Sé que tenemos que hablar para planificar lo de mañana. ¡Es mañana! Se me revuelve el estómago. No he vuelto a hablar con él desde el lunes en el parque, cuando aceptó acompañarme a casa de Caroline. Todavía no le he explicado lo de Caroline a Henry. Después de lo de anoche y lo de esta mañana, no estoy segura de que vaya a hacerlo.
Mi mente vadea en un mar de indecisión y duda. Me resuena en los oídos el ruido de los cristales rotos, haciéndose añicos en la pared a mis espaldas, crujiendo bajo mis pies. El hedor a whisky, el aire impregnado de violencia.
Puede que esté exagerando. No me tiró el vaso a mí. Lo lanzó contra la pared. ¿Hay alguna diferencia?
Las mujeres tienen amigas por este motivo: para lanzarse sus irracionalidades las unas a las otras. Añoro mucho a Lydia, cómo éramos antes. Nunca nos juzgábamos y nos aceptábamos completamente. Una vez ella se acostó con dos hombres diferentes en una misma noche y cuando me lo confesó, al día siguiente, mientras estábamos tumbadas en nuestras camas contiguas, con el sol de la tarde filtrándose por la bruma de nuestro dormitorio, recuerdo haberme sentado en la cama con la boca abierta. Sus elecciones no eran las mías y lo único que le dije fue: «¿Cuál lo hacía mejor?». Y nos deshicimos en carcajadas. Por lo que sé, ella nunca se paró a pensar cuándo decidió juzgarme. No parecía justo.
Cuando nos conocimos, yo me hospedaba en un refugio para indigentes, llevaba trajes de tercera y cuarta mano a entrevistas laborales para las que o bien no estaba cualificada o no era la persona indicada, no tenía ni una identificación válida, estudios universitarios ni una dirección permanente. Entré exhausta en La Fleur d’Élise y me senté con impotencia en una silla aferrándome a la hoja que llevaba con los anuncios de trabajo.
—¿Qué narices te pasa? —La chica hizo explotar un globo de chicle en mi dirección—. Tu ropa está hecha un asco. ¿Cuándo fue la última vez que fuiste de compras? ¿En 1992?
—¿Recibes así a todo el mundo?
Me erguí en la silla y observé su pelo rosa y púrpura, el enorme tatuaje que serpenteaba en su brazo y su pintalabios rojo sangre.
—Casi siempre. ¿Siempre llevas traje a entrevistas para trabajos de mantenimiento?
—¿Mantenimiento? Pensaba que ponía ayudante de floristería.
—Básicamente pasarás la escoba, amiga. ¿Crees que puedes hacerlo?
Observó el periódico que tenía delante por encima de un par de gafas de color azul eléctrico. Me di cuenta, sorprendida, de que los cristales eran falsos, y reprimí una sonrisa. Asintió y me tendió una escoba.
—¿Ya está? ¿Estoy contratada?
Apartó la escoba.
—A menos que no quieras el trabajo…
—Lo quiero.
—Bien. Bueno, ¿qué haces esta noche?
—¿Esta noche?
Parpadeé y la miré abriendo mucho los ojos. En el refugio había toque de queda.
—Sí. Esta noche. Tienes que ir a un centro comercial, pero ya.
—¿Hay centros comerciales en Manhattan?
—Sí, pero iremos a Joisey[3]. —Se encogió de hombros—. Vivo en Hoboken. Allí hay centros comerciales. Puedes quedarte conmigo.
—Acabas de conocerme.
La miré con los ojos entornados. Después de haber pasado algunos meses alejada de lo que ocurrió en San Francisco, no estaba acostumbrada a que las personas fueran amables conmigo, recelaba de la bondad.
—Llámame loca. O simpática. O solitaria. —Se encogió de hombros y le quitó el papel a una piruleta. Me tendió la mano, llevaba un anillo en cada dedo—. Me llamo Lydia.
—¿Eres nueva en la ciudad? —le pregunté pensando que, efectivamente, se sentiría sola.
Frunció el ceño.
—No. Pero todo el mundo está solo. ¿No?
Era increíblemente vulnerable, incluso cuando se estaba metiendo contigo. Cuando hablaba con otras personas, la gente parpadeaba, eran incapaces de decidir si los estaba engañando. Entrelazó el brazo con el mío.
—Tengo un buen presentimiento contigo.
La echo de menos. Añoro su risa, su simpática malicia. Echo de menos tener una amiga.
Espero a Cash en la cafetería, estoy intranquila e inquieta. Me sorprende darme cuenta de que no he recibido la llamada de Henry de las nueve en punto. No había ningún sobre con dinero en la mesa esta mañana, ninguna nota. Ni un «lo siento». Nada. Me pregunto si ha llamado al banco para solucionar lo de mi tarjeta. Esos pequeños sobres de dinero parecen una correa que pueda quitarme en cualquier momento, dejarme indefensa. Me ruborizo al pensarlo. ¿Qué habría pensado de tener asignación hace cinco años? Me habría parecido una barbaridad.
Le envío un mensaje a Henry. «¿Estás bien? Lo siento por nuestra pelea. Te quiero». Evito decirle que lamento algo en concreto, porque no estoy segura de estarlo. Pero no me gusta que me ignore. Todo el mundo se pelea, eso sí que lo sé. Pero tengo la sensación de que nuestra relación está partida por la mitad.
Cuando llega, Cash se sienta delante de mí, trae dos vasos de papel y una bandeja de bocadillos, y yo me guardo el teléfono en el bolso enseguida y le quito el sonido.
—¿Alguna vez elegirás un sitio donde tengan tazas, por favor?
Me sonríe y yo le hago una mueca.
—¿De verdad eres demasiado bueno para los vasos de papel?
Le quito la tapa de plástico y dejo escapar los tirabuzones de vapor.
—Oye, solo porque tenga problemas para pagar el alquiler no significa que no sepa disfrutar de las cosas buenas de la vida.
Me acerca un sándwich de pavo con suavidad.
Sonrío y empiezo a ponerle mostaza al enrollado.
—¿Tu propuesta de ayuda sigue en pie? ¿Mañana?
—Claro. ¿Cuál es el plan?
—Bueno, puedo alquilar un coche. Quiero un GPS. No tengo ni idea de adónde voy. No tengo ni idea de lo que puedo esperar cuando llegue allí.
De repente el pavo parece blando y viscoso. Oh, Dios. Mañana voy a conocer a mi madre. Se me hace raro pensarlo, decirlo, porque toda mi vida mi madre ha sido Evelyn, aunque dejé de llamarla mamá cuando cumplí los quince años. La palabra madre se me enreda en la lengua, atrapada en sus propias connotaciones. ¿Cuál de las dos es más madre para mí? ¿Caroline, que me trajo al mundo y me abandonó? ¿O Evelyn, que me rescató y me crio? Quien me compró mi primer sujetador, me enseñó lo necesario sobre el amor y el sexo, y más tarde sobre la muerte. ¿Por qué las palabras madre y amor son sinónimas?
—¿Espera siempre lo mejor y prepárate para lo peor?
—¡Ja! Ese comentario es típico de Henry.
Casi me río.
—Es un hombre listo. —Compartimos un silencio mientras Cash mastica. Se frota la boca con una servilleta y limpia una mancha de mayonesa de la mesa—. ¿Se lo has dicho?
Niego con la cabeza apartando la mirada. No quiero hablar con Cash de Henry. No soy ninguna ingenua, ya sé que una no habla con otro hombre sobre su matrimonio.
—No. Todavía no. Pero lo haré. Últimamente el trabajo lo ha tenido muy ocupado. Si ocurre algo interesante, se lo explicaré.
—¿Qué esperas?
—No lo sé. Supongo que nada.
Soy consciente de la mentira en cuanto me sale de la boca.
Él asiente y presiona el dedo índice contra los dientes del tenedor.
—Tener expectativas es bueno, Zoe. Conocí a un hombre en Texas que se estaba muriendo de sida. No tenía a nadie, nadie se preocupaba por él. Sus amigos no sabían cómo tratar a un hombre enfermo, y estábamos a finales de los noventa. En fin, la cuestión es que leyó mi artículo y me llamó. Quería encontrar a su madre. A su padre no, solo a su madre. Lo crio su padre, un auténtico desalmado. Tardé varios meses, y con este tipo iba contra reloj. Por fin la encontré. Tenía pruebas sólidas de que era ella, no tenía ninguna duda. Sigo sin tenerla. La llamé, le expliqué la situación. Le explico que su hijo, carne y sangre de su sangre, se está muriendo en un hospital para enfermos terminales, a menos de ochenta kilómetros de su casa. ¿Su respuesta? Lo negó todo. Seguí llamándola durante días. No cogía el teléfono. Él murió una semana después.
Aparto la bandeja.
—¿Por qué me cuentas esta historia?
Cash da un par de golpecitos en la mesa con el tenedor.
—No lo sé. Supongo que es la que más me impactó. Que alguien pueda negar a su hijo de esa forma.
—Vale. No me estás ayudando.
Se ríe.
—Lo siento. También tengo un montón de historias de reencuentros maravillosos. ¿Quieres que te las cuente?
—No, no pasa nada. Estoy bien. Supongo que mi meta es tener una conexión, eso es todo. Solo saber que está ahí. Saber que en algún lugar del mundo alguien sabe que existo. —Eso suena excesivamente dramático y niego con la cabeza—. Hablemos del plan. Hoy llamaré al servicio de alquiler y reservaré un coche.
—No te molestes. Yo tengo coche.
—¿Vives en Manhattan y tienes coche? ¿Con el sueldo de un periodista? —bromeo, y cojo una patata.
—Soy rico en secreto. Me he dado cuenta de que mi dinero repele a las mujeres. —Me sonríe—. No, en serio, es un Honda de segunda mano. Lo aparco en el garaje de mi madre. Vive en Queens. Podemos coger el metro hasta su casa y recogerlo por la mañana.
Cash saca el teléfono y planifica la ruta. Quedamos a las ocho en la estación de metro y, por un segundo, me pregunto qué haré cuando Henry me llame a las nueve. Si llama. Cuando Cash se mira el reloj y anuncia que su larga comida ha terminado, reprimo una punzada de desilusión. Me da una rápida palmada en la mano, se despide con un «hasta mañana», se marcha y me quedo sola en la mesa.
Pienso en el piso, en los cristales rotos del suelo del comedor que todavía no me he molestado en recoger, y tengo la sensación de que estoy pegada a la silla. Imagino a Penny descubriendo el pegajoso desastre, preguntándose lo que habrá pasado. Llamando a Henry, con una voz compasiva: «¿Va todo bien?». Rebusco por el bolso mi móvil, en cuya pantalla parpadea un mensaje sin leer de Henry. «¿Estás en casa? Lamento nuestra pelea. El trabajo me ha tenido muy liado. Te quiero en mi vida más que cualquier cosa. Me olvidé de avisarte de la fiesta de esta noche, he estado muy distraído. Por favor, dime que vendrás conmigo. Es formal. He enviado algo al apartamento. Llámame cuando lo tengas. Te recogeré».
El mensaje es largo y muy distinto a los habituales mensajes cortos y escuetos de Henry. Noto cómo me late el corazón a toda prisa, es como un aleteo en el pecho, y cierro los ojos. Miro la hora, ¿cuándo lo ha enviado? A las 12:05, justo cuando debía de salir del gimnasio. Me borro la imagen de la rubia de la cabeza y siento una oleada de amor por él. No somos perfectos, puede que ni siquiera lo llevemos bien, ahora mismo. Pero hay esperanza, y sé que hay amor. Lo veo por cómo me mira, y recuerdo su rostro, cautivado, a la luz titilante de las velas del restaurante italiano mientras me contaba la historia de la ciudad. Todas las mujeres deberían tener un hombre que las mirara de esa forma, como si fuera la única persona de la habitación. ¿De verdad eso había ocurrido hacía solo unos días?
«Te he mandado una cosa». Me levanto tan rápido que mi rodilla impacta contra la mesa, y vuelvo a meterme el teléfono en el bolsillo. Corro por la cafetería abarrotada empujando codos y chocando con las mesas. Por el camino tiro el vaso de papel a la basura. Voy con la cabeza agachada y estoy tan perdida en mis pensamientos que cuando abro la puerta me estampo contra Molly McKay.