6

Después de todo, Penny prepara la cena: un finísimo carpacho de atún sobre una cama de crujiente achicoria roja y una hogaza de pan crujiente con un poco de ajo y un chorrito de aceite. A Henry le gusta cenar ligero porque siempre disfruta de comidas muy pesadas rodeado de piel y madera de caoba, con puros, filetes de carne jugosos y sedosos cabernets.

Cuando llego, la mesa ya está puesta y grito un saludo hacia la cocina donde oigo cómo Penny canturrea algo sensual a ritmo de jazz. Subo corriendo las escaleras y me cambio de ropa, elijo unos vaqueros y una camisa. Me recojo el pelo en un moño bajo informal y vuelvo justo cuando Henry aparece por la puerta.

Me dedica una sonrisa brillante, veo asomar sus dientes y cómo aparecen arrugas junto a los ojos, y se me corta la respiración. Me abraza y me da un beso en los labios, me pasea la lengua por el labio inferior hasta que me tiemblan las rodillas. Me deshace el moño y entierra los dedos en mi pelo.

—Suelto —murmura, y yo me río.

Me separo de él contoneando las caderas en actitud provocadora y me vuelvo a recoger el pelo. Él niega con la cabeza en broma. Lo cojo de la mano y lo llevo hacia la cocina donde Penny nos está sirviendo los platos. Los lunes y los jueves compartimos cenas informales en la isla central de la cocina. Mi tarde con Lydia me ha dado una nueva perspectiva, me ha recordado la suerte que tengo. Todo el apartamento que compartíamos habría cabido dentro de esta cocina.

—Es perfecto, Penny. Hoy he comido filete y me preocupaba que hubieras preparado carne roja.

—Henry, los lunes nunca cocino ternera.

Le da una palmadita en la mano y se da media vuelta para seguir con lo que fuera que estuviera haciendo en el fregadero. Lleva la corta melena gris recogida en un moño bien apretado y viste unos vaqueros y un jersey holgado. Está un poco demacrada.

Antes pensaba que el personal de servicio llevaría uniforme y nos llamaría señor y señora. Mis conjeturas procedían de Evelyn. Ella formaba parte del personal de servicio de más de una casa de la Bahía. Cogía el tren desde Richmond hasta Berkeley y de allí a San Francisco, un viaje de dos horas todas las mañanas. A veces intento imaginarme a Evelyn aquí, ocupando el lugar de Penny, y la imagen se me escurre de la cabeza tan resbaladiza como un espagueti húmedo. Ella hablaba de sus jefes con formalidad y veneración, el señor Misaka, la señora Tantor. No solo los respetaba, también los admiraba.

Pero Penny es diferente. Ella no parece personal de servicio. Penny parece una madre, alguien que cuida de Henry y de mí sin hacer ruido y que nunca pide nada a cambio. En alguna ocasión la he oído hablar con Henry con mucha confianza, incluso bromeando. Ella le toma el pelo y él lo permite. Lleva sirviendo a la familia de Henry desde que él era joven, conoció a sus padres antes de que murieran, conocía a su mujer, sabe más de él que yo. No oculta su lealtad hacia Henry. No es desagradable conmigo, pero tampoco se muestra excesivamente cercana. La he sorprendido mirándome con una extraña fascinación, como si yo fuera un insecto al que observara con una lupa.

Cuando empezamos a salir, le pregunté a Henry al respecto.

—Me parece que a Penny no le caigo muy bien.

Henry respondió con tranquilidad mientras enroscaba la pasta alrededor de su tenedor con los ojos clavados en el plato.

—Sabe que yo pago sus facturas. Si no se lleva bien con mi nueva esposa, podría arruinarse la vida. Supongo que mantiene las distancias para protegerse.

—Me pregunto si estará enamorada de ti.

Henry se rio y soltó el tenedor.

—¿Enamorada de mí? ¡Es por lo menos veinte años mayor que yo!

—Eso no significa nada —protesté—. Tú eres diez años mayor que yo.

—Su marido está muy impedido, ¿sabes? Se quemó en un incendio cuando yo era un niño. —Frunció los labios—. Una tragedia. Necesita el dinero, Zoe.

Y me sentí como una tonta. Estúpida, mezquina y tonta.

Pero a veces nos mira con mucha curiosidad, como si no supiera quién es Henry, como si yo fuera un espécimen raro. No se limita a mirarme, me examina. Luego, cuando Henry y yo estamos juntos, casi ni me mira. Y una vez entré en la cocina justo cuando la escuché decir: «Henry, esto no está bien. No me parece adecuado». Y cuando me vieron cambiaron de actitud, Henry le dio unas palmaditas en el hombro y murmuró que ya hablarían luego. Supe que ella estaba hablando de mí, sobre mis orígenes, mi misterioso pasado, mi infancia pobre.

Pero antes de que pudiera protestar o pedirle explicaciones, aparecía a mi lado con mi ropa de la tintorería limpia, el carísimo frasco de champú que casi se me había acabado pero todavía no había pedido y las invitaciones a las fiestas que nos habían enviado perfectamente ordenadas.

—¿Cómo te ha ido el día?

Henry está exprimiendo limón sobre su atún con cuidado, preocupado porque su ensalada no lleva pimiento.

—Ha sido interesante. —No sé cuánto contarle. «Empieza con lo peor»—. Hoy casi me matan.

El tenedor de Henry repica contra el mostrador de mármol y se me queda mirando con los ojos desorbitados por el miedo, me doy cuenta de que he sido muy desconsiderada. Muy descuidada. Tara. Penny se ha dado media vuelta y está boquiabierta. Qué cruel.

—Oh, Dios, lo siento, ha sonado muy mal.

Henry carraspea.

—¿A qué te refieres con eso de que «casi te matan»?

Le apoyo la mano en el brazo y le acaricio la muñeca.

—Lo siento, no he pensado… Bueno, estaba cruzando la calle y un coche se ha saltado un semáforo en rojo y casi me atropella. Un periodista del Post me ha salvado la vida.

Aprovecho la situación para hablarle de Cash. A pesar de la actitud de Lydia, Henry no es tan controlador. Siempre se interesa demasiado por lo que hago y es protector. Tiene buena intención.

—¿Un periodista?

—Lo siento, no debería haber sido tan directa. Me olvidé de… Bueno, de Tara. He sido muy desconsiderada.

Henry se limpia los labios, primero una esquina, luego la otra. Un momento después, deja la servilleta y me da una palmadita en la mano.

—No pasa nada. Tara formaba parte de mi vida, no de la tuya. Explícamelo otra vez. ¿Un periodista? ¿Te salvó la vida?

Le explico la historia y consigo volver a hablar de Cash. Henry se inclina y me da un beso, los labios le saben a limón y a pimienta.

—Me alegro de que estés a salvo. La gente va como loca al volante.

Me apoya la mano izquierda en el muslo.

—¿Cómo te ha ido el día?

Pincho un trozo de atún y me lo meto en la boca. Henry me está mirando y yo me chupo el aceite de oliva del labio superior.

—Ah, pues creo que igual que todos.

Penny está de espaldas a nosotros guardando el último plato. Se vuelve y se dirige a Henry, como es habitual, no a mí.

—¿Necesitan algo más antes de que me marche?

Baja la mirada. Me pregunto qué pasaría si yo gritara, aullara, le hablara directamente. Lo que sea. Me pregunto adónde va, a quién se encuentra cuando llega a casa. ¿Su marido vive con ella? Me la imagino en una casa de Queens, con un marido inválido encerrado en un dormitorio pequeño y sucio, rodeada de quince gatos, todos con nombres de personajes de Disney. «El Capitán Garfio se come todo el atún». Les habla con ese susurro suyo tan cantarín que todavía suena joven mientras los animales maúllan y se le suben al regazo.

Henry ni se inmuta.

—Gracias, Penny. La cena está estupenda. Disfruta de la velada.

Penny se despide de mí asintiendo con la cabeza y me dice adiós sin decir mi nombre, cosa que no hace nunca —no creo que lo haya dicho ni una sola vez—, y oigo sus pasitos alejándose hacia la puerta. Me vuelvo hacia Henry y se le oscurece la mirada, y por un momento que parece ser eterno nos quedamos mirándonos fijamente.

—¿Quién es ese Cash? —pregunta Henry acercándose a mí y retirando su plato.

Tira de mi mano, me estrecha contra su pecho y me sienta sobre su regazo. Yo me acomodo a horcajadas sobre él, pero me retiro un poco. Solo parece desearme y estar así de desesperado cuando se siente invadido.

—Hoy he visto a Lydia.

Jugueteo con los botones de su camisa dándoles golpecitos con las uñas. Quiero explicarle lo de la floristería, mi idea de volver, que eso podría acallar esta sofocante sensación de que no estoy haciendo nada con mi vida. Estoy a punto de cumplir los treinta y ya no tengo profesión. Ni amigos. Ni nada de lo que tienen el resto de personas de treinta años.

Tira de mi mano y me la besa.

—Estaba pensando que podría volver a la floristería. Uno o dos días a la semana. El trabajo con CARE apenas me mantiene ocupada. Necesito hacer algo.

—Ya lo creo —concede, y me besa en el cuello, y entonces me doy cuenta de que está de broma. Se refiere a que me ocupe de él.

—No. Henry, hablo en serio.

Me inclino hacia atrás y me alejo de él, pero sonríe. Es una sonrisa cálida, abierta e invitante. Adoro a este Henry, cuando está tan desarmado, con esa cara que me recuerda a la de un niño, llena de esperanza y deseo. Me agarra de la cintura y me sienta sobre la encimera de mármol. Me dibuja círculos en los muslos y noto cómo mi irritación desaparece y en su lugar aparece una necesidad creciente. Esto es lo que hace siempre que intento hablar con él.

Me desabrocha la blusa y pasea sus manos sobre mis costillas. Su caricia es eléctrica. Cada vez que me roza noto un chispazo en la piel. Él lo sabe y esboza una sonrisa satisfecha. Pero me gusta más cuando soy yo quien lo atormenta. Me sujeta de los hombros y descansa la cabeza en mi regazo. Cuando vuelve a levantarla, me mira a los ojos y me aprieta de las mejillas con tanta fuerza que resulta casi doloroso.

—No puedo perderte a ti también —su voz retumba con gravedad y energía.

Me pasa el pulgar por el labio inferior. Se lo muerdo con suavidad.

—Henry, no vas a perderme.

Carraspeo.

—Ya sé que quieres ser libre, volar y hacer lo que te apetezca. Sé que te retengo. Lo siento. Solo… ten paciencia. Espérame.

—Henry. —Le pongo el dedo índice bajo la barbilla—. Estabas con Tara cuando murió, ¿verdad? Retenerme no te ayudará a evitar que pueda pasarme algo. ¿Lo entiendes? Todos tenemos que vivir nuestras vidas.

—Nunca pensé que volvería a amar a nadie. No soy un hombre enamoradizo. Pensé que había tenido mi oportunidad y que se había acabado.

Me bajo de la encimera, me siento sobre su regazo y lo miro. Le beso las mejillas, los ojos cerrados.

—No me va a pasar nada.

Puedo sentirlo a través de la fina tela de los pantalones del traje, duro e insistente; pongo la mano encima y le rasco un poco con las uñas. Se le cierran los ojos.

Me separo de él y lo cojo de la mano.

—Vamos arriba.

Dejamos los platos de la cena sobre la encimera y el vino intacto. Casi como si no hubiéramos estado allí.


Más tarde, mientras todavía estamos con las piernas entrelazadas, Henry me acaricia la tripa. Ha enterrado la cara en mi cuello. Tiene la respiración entrecortada, a veces es regular y constante como si estuviera durmiendo, pero luego se sobresalta y me estrecha con más fuerza, como si no consiguiera acercarme lo suficiente a él. Me ruge el estómago y pienso en nuestras ensaladas, languideciendo en la isla central de la cocina.

—Quiero pizza —espeto.

Levanta la cabeza soñoliento.

—¿Pizza?

—Sí. De una pizzería.

Nunca pedimos pizza.

—Hmmm, está bien. Pide pizza.

Me rodea con la pierna para inmovilizarme contra la cama y finge quedarse dormido. Yo intento quitármelo de encima y me río.

Me libero y me pongo una de las camisetas que Henry utiliza para hacer ejercicio. Él se incorpora apoyándose sobre los codos y me mira ladeando la cabeza para contemplar la curva del trasero que asoma por debajo del dobladillo de la camiseta. Silba y me da una palmadita en la piel desnuda. Lo ignoro haciendo un gesto con la mano.

Pido la pizza desde el baño. Tengo una sensación de vértigo en el pecho. Soy consciente de que no he acabado de explicarle mi encuentro con Lydia. La tarde me resulta tan lejana como si le hubiera pasado a otra persona. Siento una punzada repentina de lástima por ella, con su cínica superioridad y sus ideas preconcebidas sobre lo que es una relación amorosa, sin tener ni idea del intercambio que supone. Es muy probable que nunca llegara a sentirse completa con un amor como este. Ella nunca se permitiría ver los defectos de un hombre, aceptarlos y adaptarse de alguna forma para encajarlos. Ella nunca se dará cuenta de que es una calle de doble dirección, el modo en que el hombre adecuado se rendiría ante ella para amoldarse a su persona, moldeándose a ella hasta encajar correctamente.

Cuando llega la pizza, me pongo unos pantalones cortos para abrir la puerta y luego vuelvo al dormitorio con servilletas de papel. Henry se incorpora en la cama, se rodea la cintura con las sábanas y me mira con asombro.

—Creo que hace veinte años que no comía pizza en la cama.

Coge una porción y le da un buen mordisco, el queso le gotea por la barbilla. Coloco la caja entre los dos. De repente estoy hambrienta. Masticamos en silencio. Me doy cuenta de que no tengo ni idea de la hora que es.

—Bueno. Volvamos a Lydia.

Miro la caja que tengo delante y me pregunto qué dirá. Ya ha saciado su apetito de pizza y sexo, tiene las piernas colocadas en forma de V relajada y hemos entrelazado los tobillos.

—La chica punki, ¿verdad? Ya me acuerdo de Lydia.

¿Es que no me estaba escuchando en la cocina? Intento no desesperarme.

—Añoro tener una amiga. Ya no hablo mucho con ella.

—Bueno, ahora tenéis ideas diferentes. Tú eres una mujer rica y perteneces a un mundo distinto. Ella no. Eso distancia a muchas personas.

—Es más que eso.

Retiro el tobillo y me siento encima de él mientras tiro de los bajos de su camiseta. Recojo miguitas imaginarias del edredón.

—¿Ah, sí?

Alza una ceja.

—Henry, ¿te cae bien?

Elijo las palabras con cuidado mientras vadeo por el campo de minas que supone cualquier «tema delicado» con Henry. Y, como de costumbre, vuelvo a sentir que la puerta se cierra antes de que diga nada.

—No tengo ninguna opinión sobre ella, Zoe. —Se yergue un poco y contrae el rostro, ya vuelve a ser Henry—. Puedes hacer lo que te plazca, con quien quieras.

La persona que dice cosas como «lo que te plazca» y el hombre que me ha dado una palmada en el culo desnudo hace solo unos minutos no son el mismo. Cambia muy rápido de personalidad, como los actores de una obra de teatro.

—Nunca me ha parecido que aprobaras mi relación con ella.

Dejo la pizza y le toco la mano. Él la mira inexpresivo.

—Claro que la apruebo, Zoe. No pasa nada.

Se levanta, coge la caja y las servilletas arrugadas y limpia las migajas del edredón blanco. Murmura algo que suena a «migas en la cama».

Me entra el pánico; lo estoy perdiendo. Tomo una decisión estratégica.

—Me ha recordado algo que había olvidado. —Pongo bien los cojines e intento parecer despreocupada—. Cuando tú y yo nos conocimos, yo había empezado a investigar, intentaba encontrar a Carolyn. Estaba indagando. —Me está mirando fijamente, con los ojos abiertos como platos y una expresión dura en el rostro. Prosigo—. Me gustaría saber si me puedes ayudar ahora. Eres rico, poderoso, tienes conexiones.

A Henry le encanta ser un héroe y alguien con éxito. No hay nada que le guste más escuchar que: «¿Puedes ayudarme?».

Espero que esto funcione, que se convierta en el puente que nos conecte, que lo devuelva a la cama, ponga el tobillo encima del mío y me entierre la cara en el cuello mientras piensa en cuál de las personas que conoce puede ayudarlo a encontrarla, y cómo podemos hacerlo. A quién podría pagarle, «contrataremos al mejor detective privado de la ciudad». Estoy convencida.

Pero tiene la boca cerrada y aprieta los dientes.

—¿Por qué no soy suficiente para ti, Zoe?

Le cuelgan las manos a ambos lados del cuerpo, pero está apretando los puños.

—Oh, cariño, solo quería decir que…

—Ya sé lo que querías decir. —Da una palmada en la cama, con fuerza, y me sobresalto—. En una sola noche me dices que han estado a punto de matarte, que has contactado con una vieja amiga, una persona desastrosa que parece una delincuente, y ahora quieres escarbar en tu pasado para encontrar a tu madre biológica a pesar de que, según tú misma me explicaste, tu pasado está rodeado de secretismo y es confuso, y no tienes parientes vivos. Maldita sea, Zoe, hemos construido una vida juntos.

Me sorprenden sus palabras, su valoración de la noche y lo drásticamente diferente que es de la mía.

—¡Henry, te lo estoy explicando porque me siento unida a ti! Por favor, escúchame…

—He dicho que puedes hacer lo que quieras. Y lo digo en serio. Pero estás inquieta. No estás contenta con nuestra vida. A pesar de todo lo que tenemos, tú quieres más. Sacas a relucir a esa Carolyn cada vez que me doy la vuelta. Es la mujer que te abandonó. Yo soy el hombre que está aquí. Y nunca será suficiente.

La ira le ilumina los ojos y escupe las palabras con furia.

—¡Henry! ¡No! —grito. No puedo evitarlo.

Ni siquiera me está escuchando. Todo esto parece ridículo. Es evidente que no entiende de qué estoy hablando ni lo que le estoy pidiendo.

—No te atrevas a levantarme la voz de esa forma.

Lo dice despacio, con un tono bajo y aterrador, y me encojo. Nunca había tenido miedo de Henry.

—Henry. Soy feliz aquí. Pero no pienso quedarme paralizada toda mi vida. No puedes retenerme en esta jaula de mármol.

Hablo despacio y claro. Me ha dolido que haya dicho que esa mujer me abandonó, pero no se lo voy a decir.

Nos quedamos de pie mirándonos durante algunos minutos, los dos con poses idénticas, él ha apoyado las manos en las caderas. Tiene dilatadas las aletas de la nariz. La pizza se me indigesta, grasienta, y me revuelve el estómago.

—Solo quiero ser suficiente para ti, Zoe. Es lo que más temo, no serlo.

Deja caer los brazos y me da la espalda. Cruzo la habitación y le toco la espalda desnuda. Tiene la piel fría.

—Ya eres suficiente para mí.

Le pego la nariz a la espalda e inspiro.

—No es verdad. Y nunca lo seré. Te marcharás. Me quedaré solo.

—Eso es absurdo. —Le rodeo la cintura con los brazos—. No me marcharé solo porque la encuentre. Es absurdo. Ni siquiera sé si querrá conocerme.

—Entonces esto es cosa de Lydia, ha sido idea suya. Has empezado a mencionar a Lydia y a Carolyn al mismo tiempo. Hemos pasado el último año en este mundo. Son círculos sociales distintos, Zo. Esa chica te volverá a arrastrar a su mundo.

—¿Qué? ¿Es que crees que no tengo opinión propia? —Lo acerco a mí—. Te quiero.

Me da una palmadita en la mano, luego se deshace de mi abrazo. No se vuelve para mirarme y suspira.

—Ahora. Me quieres ahora.

—Henry, el amor no tiene nada que ver con el crecimiento personal. El hecho de que yo haga una amiga nueva o encuentre a mi madre biológica no significa que vaya a olvidarte o a dejarte atrás.

—Eres un ave exótica, Zoe. No te das cuenta.

—Esto es absurdo, Henry. Te querré pase lo que pase.

—No estoy preparado, Zoe. No estoy preparado para que nos adentremos en nuestros respectivos pasados. Hemos estado viviendo en esta burbuja, viviendo en el presente. Lo he disfrutado mucho. Pasé el año anterior a conocerte viviendo en el pasado. No puedo mirar atrás. Todavía no. ¿Es que no lo entiendes? ¿Puedes darme tiempo?

—Tiempo —repito. La palabra parece incoherente.

—Sí. Tiempo. Déjame comprenderlo. Entonces quizá incluso te ayude. Podemos hacerlo juntos. Pero necesito estar preparado. Hay muchas cosas que no sabes sobre mí. Ya lo sé y es culpa mía. Te he mantenido alejada de mí, de ciertos episodios que no estaba preparado para visitar. No ha sido justo, pero… —Se encoge de hombros—. Ha sido así.

—Está bien. —Asiento lentamente. No acabo de entenderlo, pero el amor verdadero implica sacrificio, comprensión y saber dar cuando lo que quieres es recibir—. Supongo que puedo darte tiempo.

Incluso aunque no tenga ni idea de lo que significa.

Me abraza con fuerza, sus brazos me rodean como un tornillo. No estoy segura, pero creo que noto lágrimas en el pelo.

—No pienso dejarte marchar. Otra vez no.