11
La ciudad desaparece tras una cortina de niebla mientras Henry da golpecitos en el volante al ritmo de los Rolling Stones. Lleva un polo azul marino de manga corta remetido en unos pantalones cortos de color caqui. Silba la canción que suena por la radio y de vez en cuando me mira y me sonríe.
Este es el Henry del que me enamoro, una y otra vez. Está relajado, a su manera. Lleva el pelo rubio despeinado. El día es cálido para ser abril y huele a verano, a suelo mojado y a palomitas, como una feria. Tenemos las ventanas bajadas y estoy feliz. Bueno, bastante feliz. Todavía tengo la pelea de la noche anterior metida en la cabeza y no consigo pasar página. No dejo de pensar en las manos de Henry apretándome los hombros, en la mirada fría que le lanzó a Cash. La cara que puso.
Intenté decirle algo después, en la cama, comentándole que me tenía preocupada. Se acurrucó a mi espalda murmurando disculpas. Me deslizó las manos por la cintura y me cogió los pechos, pero yo lo aparté acusando el cansancio acumulado durante todo aquel día. Me estrechó hasta que tuve la sensación de que podía asfixiarme, noté su aliento húmedo pegado al cuello, en mi oreja, y susurró «pobrecita» una y otra vez. Me quedé dormida, caí presa de un coma profundo, mientras él seguía despierto.
Ahora, en el coche, mientras tamborilea los dedos al ritmo de la música y mueve los labios recitando la letra de las canciones, disfruto del brillo de su relajación, cierro los ojos y respiro. El día está nublado y gris, y frente a nosotros se extiende la campiña de Nueva Jersey, campos de hierba verde y trigo amarillo.
—Penny se ocupará del piso —dice Henry con serenidad, como si lo único que tuviera que hacer Penny fuera regar las plantas.
A la luz del día, mi temor a que Jared sea el ladrón parece melodramático, incluso absurdo. Miro por la ventana y lo analizo. Me han ocurrido dos cosas extrañas en menos de una semana. El coche, que quizá tuviera la intención de atropellarme y quizá no. Un coche pasando a toda prisa por un cruce no implica ninguna intención, bien pensado. A mi alrededor había unas siete personas, incluyendo a Cash. ¿Quién dice que el objetivo no era alguno de ellos si es que, en realidad, fue un acto deliberado? Me aferro a la teoría de que el conductor llegaba tarde a alguna cita. El allanamiento parecía una señal clara hasta que Henry hizo una lista de objetos desaparecidos, entre ellos varios diamantes carísimos y varios miles de dólares en efectivo. No abrieron la caja fuerte, pero teniendo en cuenta los arañazos que había alrededor de la rueda y el cierre, no fue porque no lo intentaran.
La policía no encontró ninguna prueba de que hubieran forzado la cerradura. La investigación sigue adelante, según me han dicho, pero dan pocos detalles. Preguntaron si alguien tenía llave del piso y Henry dijo que no hasta que le di un codazo y siseé el nombre de Penny entre dientes. Se corrigió: «Ah, sí, Penny tiene llave. Pero es inofensiva». Trey juró que había estado vigilando la puerta, no había hecho ningún descanso durante esa franja horaria y, que él supiera, nadie había recibido visitas. Henry gruñó al oírlo y puso los ojos en blanco. «Está claro que alguien consiguió entrar de alguna forma. Pero él dice lo que tiene que decir para conservar el trabajo».
Pero ahora, sentado en el asiento del conductor, moviendo la rodilla al ritmo de la suave música de la radio, parece diez años más joven. No entiendo por qué no hacemos esto más a menudo. La casa está vacía durante meses. Henry ha ido unas cuantas veces durante el pasado año, para cazar, dice. ¿Solo? Una vez se lo pregunté. Siempre pensé que los hombres iban a cazar en grupo. Hombres distintos a Henry, con barbas espesas y barrigas enormes. Hombres que beben Miller Lite y visten prendas de camuflaje, que tienen los dedos naranjas debido a las migas que sueltan las bolitas de queso. Henry se rio de mí.
—Hay muchos tipos de caza, eso es para los ciervos.
—¿Y qué cazas tú? —le presioné. Es decir, era increíble que no lo supiera ya.
—Conejos. Faisanes. A veces zorros.
—¿Zorros? Pensaba que para eso se necesitaban perros y caballos y que solo se hacía en la Inglaterra del siglo XIX.
Imaginé cornetas y chalecos a cuadros.
—No, se pueden cazar zorros sin perros y caballos, Zoe. Ahí está la diversión. Para la caza básica se utiliza un silbato para zorros.
—¿Y tienes armas? ¿En la cabaña?
Me sentía increíblemente boba.
—Sí, Zoe, tengo armas. —Puso los ojos en blanco y se masajeó la frente. Odiaba cuando me ponía en plan entrevistadora y le lanzaba preguntas como si fuera periodista—. Además, todo el mundo caza en Fishing Lake.
—¿Qué haces con el zorro? ¿Se pueden comer?
Me pregunté si Penny nos habría cocinado zorro alguna noche, potentes lonchas rosadas sobre un lecho de achicoria. Me estremecí.
—La carne de zorro no se come. A veces vendo la piel.
—¿Que haces qué? —Le hice un gesto con la mano para que lo olvidara—. Da igual.
Dejamos atrás Nueva Jersey y entramos en Pensilvania, cruzamos un pueblecito por una carretera solitaria donde incluso las casas se ven solo cada dos kilómetros. La casa de campo de Henry está en lo alto de una colina remota con vistas a los campos que se extienden a sus pies. No es una cabaña exactamente. Es una casa de campo de piedra situada a medio kilómetro de la carretera rodeada por unos pinos enormes. Henry tiene su propio bosque.
Vacía el maletero y arrastra las dos maletas Rimowa por el camino de grava. Yo entro con él en la casa, que huele a madera y a mosto. Henry va abriendo ventanas y la brisa levanta las cortinas trayendo consigo el olor a lilas. El comedor es bastante austero, suelos de tablones anchos y alfombras de colores vivos, sofás de lona y originales piezas de artesanía local. Sencillo pero caro. Las superficies relucen y las ventanas brillan. Quiero preguntarle si ha venido Penny, pero no lo hago.
Lo sigo por la escalera de madera que conduce a nuestro dormitorio. Al otro lado de las ventanas con mosquitera oigo los pájaros y el suave murmullo distante de un cortacésped, pero ni un solo coche. Me levanto y cruzo el dormitorio, retiro las cortinas de gasa blanca. Lo único que se ve desde aquí son colinas verdes y marrones. Mi corazón de ciudad palpita en busca de acción, de movimiento. A lo lejos solo se ve el suave balanceo de la soja y el trigo. Suelto aire e intento relajarme, pero solo siento inquietud y nerviosismo.
—¿Estás bien? —Henry me rodea la cintura por detrás, su voz es un suave murmullo en el oído. Asiento a medias—. Para cenar elegiremos algo de la tienda de la carretera. ¿Ternera o pato?
Me encojo de hombros, no tengo ninguna preferencia. La dulce brisa cantarina ha llenado de energía a Henry. Brinca de puntillas. Me acaricia la espalda, entre los omóplatos, y va bajando.
Yo me alejo de él y le dedico una sonrisa demasiado alegre. Se lo debo. Me siento culpable por no aceptar su casa, esta escapada al campo, que es lo que él pretende que sea. De todo lo que puede ofrecerme, debería estar agradecida, pero no lo estoy. Estoy nerviosa e inquieta, veo cómo se contrae el músculo del brazo de Henry por debajo de la camisa e intento inspirar hondo muy despacio. Me agobia la necesidad que tiene Henry de pintar de rosa lo que ocurrió la noche anterior y hacer que todo sea perfecto.
—Creo que saldré a pasear.
—¿Pasear?
Abre y cierra la boca, como un pez atrapado en un anzuelo.
—¿No es lo que hace la gente de pueblo? Pasean. Y hacen punto. O algo así —murmuro haciendo un gesto de desdén con la mano.
Estoy siendo deliberadamente desagradable y la confusión le nubla los ojos. Antes de que pueda detenerme, me despido de él con alegría y bajo las escaleras, mis pies repican contra la madera.
Una vez fuera, debería ser capaz de volver a respirar, pero no puedo. Tengo la sensación de que me van a estallar los pulmones. Seré la única persona que se haya ahogado al aire libre, asfixiada hasta morir por las boñigas de vaca.
Recuerdo nuestra primera pelea, después de la boda, cuando Henry dejó de ser pretendiente para convertirse en marido, ese periodo elástico durante el que a mí me seguía dando vueltas la cabeza. Habíamos ido a una fiesta, una de tantas, pero esta se celebraba con motivo de la jubilación de un colega de trabajo. Había cócteles dulzones con muy poco alcohol y bebí hasta que la habitación empezó a dar vueltas. La noche se volvió borrosa, tanto que al recordarla ya no estaba segura del orden en el que sucedieron las cosas. Entablé conversación con un hombre y una mujer, la mujer era rubia y atractiva, llevaba un vestido corto de seda negra y el pelo recogido en un moño informal muy sexi y casi no se notaba que iba maquillada. Yo tuve la sensación de ir demasiado elegante y arreglada con mi vestido de lentejuelas verdes y los tacones de cristal. Ella se rio y me tocó el hombro, dijo que yo era miembro del harén de Henry, no sabía que estábamos casados a pesar de los enormes anillos —en plural— que lucía en el dedo. Yo insistía en aclarar mi estatus con la voz apelmazada: «Mi marido, ¿le has visto?». Henry desapareció durante horas, se perdió entre la gente.
Enlazó el brazo con el mío, se llamaba Cynthia, me dijo, y me acompañó al baño. Mientras escuchaba cómo enumeraba, con mezquindad e incisivamente, a través del panel divisorio de los cubículos, todos los motivos por los que nunca sería como ellos, pegué la mejilla al mármol frío de la puerta del baño. Me dejó en el lavabo, donde vomité el resto de los cócteles.
Después me encontré con el hombre con el que habíamos hablado, se llamaba Reid, era el asistente junior de Henry. Tenía cara de niño y era amable, le encantaban las caras llenas de chorretones de rímel. Me trajo agua y me ayudó a buscar a Henry.
Encontramos a Henry fumándose un puro en el bar, era el centro de un grupo de hombres que yo no conocía. Henry me dedicó una sonrisa gélida y no me invitó a unirme a él, no me hizo un hueco en el grupo, no me presentó. Me dejó fuera y, con serena precisión, me dio la espalda. Fue la primera vez que sentí lo que podía ser estar fuera de los círculos de Henry. El propio Henry selló con su actitud hasta la última de las palabras crueles que Cynthia me había dicho a través de la puerta del baño.
Me marché sola. Cogí un taxi que me llevó a nuestro piso y me quedé dormida en el sofá. Henry volvió a casa, encendió todas las luces. Intenté hablarle de Cynthia. Le expliqué que había estado tanto tiempo buscándolo que me parecieron horas y él aguardó, muy tranquilo, a que yo acabara. Entonces sonrió.
—La próxima vez que quieras pasar la noche flirteando con un hombre al que le doblo la edad, no podrás volver a esta casa.
Al día siguiente volamos a Cayo Musha. Una maleta llena de ropa que no había visto en mi vida, incluyendo bikinis de tiras y faldas de lino. Bebidas tropicales y carísimas playas privadas. Tomamos el sol desnudos. Largos días en relucientes yates blancos llenos de personas a las que no conocía. Tardé cuatro días en olvidar la oscuridad de sus ojos. Cuatro días de ramos de flores tropicales y fruta fresca en la cama. Cuatro días para que el calor de su boca en mi cuerpo se llevara el frío de su sonrisa, mientras me enseñaba la vida que me proporcionaría. Todo a cambio del pequeño precio del perdón.
La tienda de la «esquina» está a más de medio kilómetro y el paseo me sienta bien, me tranquiliza el corazón.
Cuando abro la puerta de la tienda, suena una campanita sobre mi cabeza. La dependienta es gordita y tiene casi cuarenta años, está sentada en un taburete leyendo un número antiguo de la revista People. Cuando oye la campana suelta la revista y me dedica una sonrisa maternal.
—Vaya, ¡hola!
—Hola. —No estoy acostumbrada a la amabilidad; me resulta invasiva—. Busco filetes de ternera.
—¡Claro! ¿Es nueva en el pueblo?
—Mi marido tiene una casa en la colina. Somos de Manhattan.
—Oh. De la ciudad. —Lo dice como si fuera una blasfemia, una palabrota—. Me llamo Trisha. Tengo esta tienda desde que murió mi hermano Butch, hace ya diez años. Tenía el corazón débil, lo heredó de su padre. —Levanta la encimera de formica y me sigue hasta la charcutería—. Es gracioso que se llamara Butch, ¿verdad? Se llamó así mucho antes de convertirse en carnicero[1]. Ahora solo estoy yo, a veces viene Sheena, es mi prima, pero básicamente estoy yo. Yo soy dependienta, carnicera, cocinera y ama de casa. Y no lo hago mal, ¿no cree?
Niego con la cabeza sorprendida por el número de palabras que ha sido capaz de decir en tan corto espacio de tiempo. Tiene una voz dulce, rebosaba entusiasmo cuando ha dicho que era ama de casa. Se pone un delantal y un par de guantes y se apresura hacia la trastienda. La pesada puerta de madera se cierra detrás de ella. Cuando vuelve, lleva dos gruesos filetes de un color rojo amoratado tendidos sobre una hoja de papel de carnicero marrón, y le brillan los ojos.
—¿A que son preciosos?
Lo dice en serio, y eso me desconcierta. A mí nunca se me ocurriría decir que la carne cruda es preciosa. Asiento e intento parecer impresionada. Los envuelve, ata el paquete con un cordel y lo pesa.
Trisha me cae bien. Es decir, la verdad es que es imposible no sentir simpatía por ella.
Deja los filetes sobre el mostrador.
—¿Necesita alguna cosa más? ¿Un poco de ensalada? ¿Verdura?
—¿Tiene vino? —pregunto esperanzada. No tengo ni idea de qué tiene Henry en su casa.
—No podemos venderlo, querida, pero a mí nunca me falta.
Levanta un dedo y desaparece en la trastienda, de nuevo por esa puerta batiente de madera. Cuando vuelve lleva en las manos una botella de vino rosado con una sencilla etiqueta blanca que reza: «Vino de mesa». Henry se va a morir, se va a morir de verdad. La mujer debe de ver la cara que pongo porque se ruboriza y titubea.
—Oh, ya sé que no es a lo que está acostumbrada pero…
—No, está muy bien. Me va a encantar. ¿A quién no le gusta el rosado? —Le dedico una amplia sonrisa amistosa—. ¿Sabe? Sí que voy a necesitar algo más aparte de los filetes. ¿Qué más podría hacer para cenar?
Se afana en la charcutería y sirve un par de raciones de ensalada de cuscús y algunas verduras asadas: champiñones, pimientos y cebollas. Se me hace la boca agua.
—Creo que aquí tiene lo necesario para una cena romántica para dos. —Vuelve a aparecer la sonrisa en su cara redonda, «Trisha la resiliente». Incluso da saltitos: ¿Dónde está su casa, querida?
Se lo digo. Se le iluminan los ojos.
—¡Conozco la casa! Paseo cada día hasta allí, normalmente sobre las seis o así. Tengo que perder diez kilos. Dios, mi hijo ya tiene trece años, a estas alturas ya debería haberlo conseguido.
Asiento apartando la vista de sus pechos caídos y esa barriga enorme. Se frota la cintura con una de sus manos regordetas y se pone derecha. Me prepara la cuenta.
—Veintitrés con noventa y dos.
—En la ciudad costaría el doble —le digo guiñándole un ojo con astucia.
Me da una palmadita en la mano.
—Es usted divertida.
Escribe algo en una libreta que tiene junto a la caja registradora, sus brillantes uñas rosas chocan contra el espiral metálico. Siento el impulso de invitarla a comer con nosotros. Henry me mataría; no le gustan ni las sorpresas ni los invitados.
Abro el monedero para pagar la cuenta y el calor me trepa por la nuca y me ruborizo. Mi tarjeta de crédito ha desaparecido.
—Ese periodista, él te devolvió el monedero, ¿no?
Hemos acabado de comer, solo queda un trozo pequeño de ternera sobre una bandeja de cerámica entre los dos. La mesa de pino de la casa de campo está llena de restos de la cena: vasos medio llenos de vino y whisky, servilletas de lino arrugadas. Las velas titilantes proyectan una luz tenue en el comedor y yo estoy adormilada por culpa del vino. Me había olvidado por completo de la tarjeta de crédito extraviada y parpadeo un par de veces en lugar de contestarle.
Cuando llegué a casa, Henry llamó al banco inmediatamente y obvió el asunto murmurando una fugaz reprimenda. Cuando colgó, me frotó la espalda, justo por entre los omóplatos. «Probablemente te la dejaste en la cafetería. Te daré algo de efectivo».
Me dio una palmadita en la cabeza. En lugar de mostrarme agradecida, aparté la mano de Henry. Era tan condescendiente.
Tener a alguien como Henry es una bendición y una maldición. Por una parte, podría sentarme a tomar una copa de vino, dejar que él llegara con su caballo blanco, moviera sus manos gigantes y lo arreglara todo con su voz grave. Otra cosa es aceptar su dinero, meterlo entre los pliegues satinados de mi monedero con una sonrisa recatada, como si fuera una mujer cautiva. Por otra parte, últimamente, estoy cansada de dejar que las cosas ocurran sin más.
—¿Cash? Sí, él me lo devolvió.
Cruzo y descruzo las piernas.
—Interesante.
Henry da unos golpecitos con el tenedor en el plato, un suave tintineo en el silencio de la estancia. El silencio que hay aquí, que se cierne en lo alto de esta montaña, me mata.
—¿Crees que la cogió?
No me lo puedo creer. A mí no se me había pasado por la cabeza.
Henry se encoge de hombros.
—No tengo ni idea, Zoe. No lo conocemos de nada.
—Bueno, yo lo conozco un poco. No parece un ladrón. Es periodista.
—Ah, sí, un gremio honorable. —Tuerce el gesto frunciendo la boca con ironía de forma que parece casi una sonrisa—. Solo digo que da que pensar, eso es todo. Ese hombre suele aparecer cuando ocurren todas esas cosas.
La botella de vino rosado me ha afectado. Me he bebido toda la botella yo sola mientras Henry se tomaba una copa de Pomerol que ha traído de la bodega. Se recuesta en la silla esbozando una sonrisa ladeada. Tiene el pelo inusualmente despeinado y le cae por encima del ojo. Parece joven. Henry nunca parece joven.
Levanta un dedo, como si hubiera olvidado algo. Se levanta y se acerca a mi lado de la mesa. Levanta una pierna y desliza mi plato a un lado. Se saca una cajita de terciopelo del bolsillo del pantalón y me la deja delante con delicadeza mientras sonríe con astucia. Encima de la caja hay una tarjetita, sin sobre. La abro.
Como mujer que eres, sé encantadora:
como mujer que eres, sé compleja,
tan compasiva como constante, tan constante como compleja.
Entrégate a mí, y yo seré tuyo para siempre.
—Henry. —No consigo reprimir la sonrisa, es muy impropio de él—. ¿Poesía? ¿La has escrito tú?
—Claro que no. Es un fragmento de un poema de Robert Graves. Siempre me ha encantado.
Se lleva el dedo a los labios, coloca el pulgar debajo de la barbilla y me mira con aire reflexivo. Levanto la tapa y dentro de los pliegues de terciopelo rosa encuentro una pulsera. La cadena es una intrincada trenza de oro amarillo y blanco y brilla a la luz de las velas. A primera vista, me llevo la impresión de que es una pulsera de dijes, cosa que parece muy impropia de Henry, y lo miro confundida. La cadena atraviesa tres cuentas. Desabrocho los cierres y sostengo la joya en la mano con delicadeza.
—Es bonita —le digo con la sensación de que es probable que no entienda el significado.
No estoy mintiendo, es bonita. Solo que no es el estilo de Henry: demasiado sencilla, demasiado moderna. Es más bien mi estilo. Aunque también es verdad que Henry suele ser más atento que yo.
Examino las cuentas. En la primera hay grabado un arbolito achaparrado cuyas ramas se alzan y se enroscan en el oro. El grabado es fino y delicado, y es tan detallado que se me corta la respiración. En la segunda cuenta hay grabada una flor sencilla, parece un gladiolo. En la tercera cuenta hay un par de alas, las plumas están perfectamente delineadas.
—Preciosa.
Asiento como si lo comprendiera.
Henry me observa divertido y se le arrugan las comisuras de los ojos.
—Oh, déjalo ya. No me engañas. Te conozco, ¿sabes?
—Pues explícamelo —le pido riendo.
Me abrocha la pulsera en la muñeca, su pelo me hace cosquillas en la mejilla.
—Está hecha por encargo. El árbol es porque me das raíces. Quiero hacer lo mismo por ti. En realidad es un bonsái. Los japoneses creen que, si se dejan en la naturaleza, los bonsáis crecen salvajes, rebeldes y feos. Que solo son bonitos cuando los cultiva el hombre.
—¿Yo soy el bonsái?
Siempre me he sentido como el proyecto de Henry, hasta cierto punto Lydia no estaba tan equivocada. Me ha preparado para que encajara en su vida, entre sus amigos y colegas.
Se ríe y me da un beso en la nariz.
—Yo soy el bonsái, Zoe. Sin ti soy un hombre rabioso e individualista. Un hombre con un solo propósito. Me convierto en uno de esos hombres ricos sin amor. Me convierto en Krable.
Me recuesto en la silla y observo a Henry mientras habla. Es sorprendente lo bien que le sienta la vulnerabilidad. Es lo más sexi que se ha puesto en la vida.
—Continúa.
Ladeo la cabeza.
—Las alas son más fáciles de explicar. —Toca la última cuenta, me masajea la palma con el pulgar—. Lo siento. No pretendo retenerte. Me enamoré de tu coraje. Estos últimos meses he tenido miedo de perderte, te he presionado demasiado y lo lamento.
—Los dos hemos sufrido.
Le deslizo el dedo índice por las venas de la mano, sus enormes y suaves manos. Me encantan sus manos.
Carraspea y sostiene la cuenta central entre el pulgar y el índice, noto el contacto frío de sus manos en la muñeca.
—La cuenta central es un gladiolo.
—La flor de la pasión.
Se me entrecorta la voz.
—Sí, técnicamente, «amor a primera vista». Que somos nosotros, ¿no crees? —Se levanta y tira de mis manos hasta que me levanto con él—. También es un símbolo de carácter y fortaleza. Me recordó a ti.
Da un paso atrás, se masajea la frente y esboza una sonrisa de medio lado.
—Es precioso, Henry.
Es un tópico y una estupidez, pero me he quedado sin habla.
—Quiero que vuelvas a la floristería. Te estoy diciendo que me parece bien.
Tira de mi mano, me separa de la mesa en dirección al comedor y hacia las escaleras. Le sigo, tambaleándome un poco, inclinando la muñeca a la luz de la luna del comedor para poder ver la pulsera más de cerca. No puedo creer que haya pensado en todo eso, y no tengo ni idea de cuándo la encargó. Significa más para mí que todos los diamantes y los rubíes que tenemos en la caja fuerte.
El deseo me asalta sin previo aviso. Le empujo por la espalda con delicadeza, por el pasillo hasta llegar al dormitorio, donde lo lanzo, lasciva y borracha, en la cama. Nos desnudamos el uno al otro y me río. La habitación da vueltas, y la mañana siguiente, cuando intento recordar el momento, lo único que veo es la sonrisa de Henry, el amor reflejado en sus ojos azules, y la abrumadora sensación de que, aquí, en esta recóndita casa de campo, a pesar de todos sus fallos y nuestras imperfecciones, donde no conozco a nadie más, estoy en casa.