14
El parque de Washington Square, desolado y gris los meses de invierno, cobra vida cuando llega abril. Hay beatniks entrados en años tumbados en la hierba, los jubilados desafían a los niños a una competitiva partida de ajedrez, en los bancos del parque hay madres sentadas con sus lectores electrónicos mientras mecen cochecitos con un pie. Los estudiantes de la universidad de Nueva York salen al parque en manada a estudiar la condición humana para sus clases de psicología, sociología y cine. El parque es una explosión de cerezos en flor y esperanza incontenida.
Es lunes. El «Henry de las vacaciones» se ha vuelto a convertir en el «Henry del trabajo», con todos sus botones bien abrochados y la ropa bien planchada y bien almidonada. Yo he vuelto a la realidad. Mi tarjeta de crédito sigue sin estar operativa y Henry me ha prometido que llamará al banco. Me ha dejado cien dólares en efectivo en la repisa para los gastos del día a día, cosa que me resulta extraña y opresiva. Podría pedirle más, pienso. Pero ¿para qué?
He llamado dos veces a la agente Yates, pero no me ha dicho nada. Suspira al otro lado de la línea, se oye el tamborileo de sus uñas acrílicas sobre el teclado. Habla pero no dice nada. Me explica todas las cosas que han hecho, pero dice que no han llegado a ninguna conclusión. Penny tiene coartada y, además, ¿qué motivo podría tener para hacer una cosa como esa? ¿Que le pagáramos peligrosidad? A Henry no le hizo mucha gracia el chiste. Henry ha cambiado las cerraduras del piso; volvemos a estar secuestrados con seguridad en nuestra torre. Debería sentirme más aliviada.
Lejos de Fishing Lake, al no poder pensar nada acerca del robo por ser tan «inconcluyente y eso», la idea de encontrar a Caroline se ha impuesto a todo lo demás. Cash está sentado en un banco, en el centro, para evitar compañía, y está muy enfrascado en un libro. Tiene la frente arrugada por la concentración, el carnoso labio inferior hacia fuera, enroscado contra la barbilla, y se muerde un padrastro del pulgar con los dientes. Echo una ojeada a la cubierta antes de que me vea. Mientras agonizo. Cuando me ve, se mete el libro debajo del muslo izquierdo y se echa a un lado dando unos golpecitos en los tablones del banco. Me siento, me coloco el bolso sobre el regazo con recato y dejo unos treinta centímetros de separación entre los dos.
—¿Faulkner?
No puedo evitar pincharlo un poco. Se encoge de hombros.
—¿Estás sorprendida? ¿Y eso? ¿Por mi musculosa psique? —Hace mover las cejas al estilo Groucho y yo me río. Está flirteando conmigo. Me yergo y él carraspea y me tiende un sobre—. Bueno, como me has arrastrado hasta el Village por algún extraño motivo, te he traído esto.
Me da el sobre y yo lo abro.
—Tú vives en el Village —le recuerdo con una sonrisa.
Una fotografía de Caroline Reeves brilla bajo mis dedos. Está haciendo otra mueca, fruncido el labio fingiendo enfado, le brillan los ojos, tiene los labios curvados hacia arriba con media sonrisa, una uve doble pronunciada en el puente de la nariz arrugada. Alguien le apoya la mano en el hombro. Al fondo brilla una noria.
Debajo de la fotografía hay dos páginas mecanografiadas con información. Tiene familia. Vive en Danbury, Connecticut. Hago cálculos: me tuvo a mí cuando tenía diecisiete años. Una nueva punzada de rechazo se me clava justo debajo del esternón. Por algún motivo había esperado que, de treintañera, mi madre biológica seguiera revolcándose en su decisión, que estuviera pálida y demacrada, tendría el pelo grasiento y una expresión de indiferencia. Pero no es así; ha seguido adelante y, a juzgar por el divertido perfil que tiene en la red, es bastante feliz.
Cash se frota las rodillas con las palmas y mira a su alrededor. Se inclina unos centímetros hacia delante, como si fuera a levantarse.
—Espera —le digo. Abro la boca para preguntarle cómo ha averiguado toda esta información, pero en lugar de eso me oigo decir—: ¿Vendrías conmigo?
—¿Adónde?
Parece sorprendido.
Me encojo de hombros, sé que es una mala idea. Pienso en conducir sola y se me encoge el estómago. A decir verdad, estoy cansada de estar sola.
—Sí, claro, Zoe. Iré contigo.
Suaviza la voz y le dedico una sonrisita. Si Cash viene conmigo, la pequeña posibilidad que tengo de hablarle a Henry de Caroline desaparece, y lo sé, pero Henry nunca lo haría. Al tomar la decisión de invitar a Cash, sin darme cuenta, estoy tomando la decisión de dejar a Henry al margen. Mi cerebro lo razona casi de forma inconsciente. La justificación aparece igual de rápido: Henry tendrá trabajo. Henry estará ocupado. Henry no querrá ir.
—¿Cuándo?
Mi cerebro va tres pasos por detrás de mi boca.
—Deberías llamarla primero.
A Cash parece sorprenderle que no haya pensado eso antes y noto cómo me sonrojo. Se mira el reloj, estoy convencida de que piensa que lo ha hecho con discreción, pero se echa hacia delante, inquieto, no deja de cruzar y descruzar las piernas.
—Está bien. —Vuelvo a mirar su fotografía con los ojos entornados, el sol se refleja en el brillo del papel—. La llamaré hoy.
—Zoe, no sé cómo decir esto, pero pareces una persona que sabe encajar las cosas. Es posible que ella no quiera verte. Pasa mucho. Solo te lo digo para que estés preparada. Pero si accede a verte, llámame. Iré contigo. Ya lo he hecho otras veces.
—¿Ah, sí?
—Sí, unas cuantas veces. A muchas personas no les gusta hacer esto solas y a veces he sido la única persona en sus vidas que lo sabía. Por aquel trabajo que estuve haciendo, ¿te acuerdas?
—Como yo —digo con suavidad, y esa punzada de culpabilidad regresa como un atizador caliente y me recuerda que soy una mentirosa. Le estoy mintiendo a mi marido. Articulo las palabras para mí misma para comprobar cómo me sientan, pero no es tan terrible. Técnicamente siempre le he mentido.
Me levanto, de golpe, y se salen algunas hojas del sobre. Cash se agacha para recogerlas.
—Te llamaré, ¿de acuerdo?
—¡Ah! Zoe, espera. —Me tiende un periódico doblado—. Ha salido hoy. Es bastante largo. Échale un vistazo, llámame. Hablaremos.
Me quedo mirando el periódico y tardo un momento en entenderlo. CARE. La gala parece lejana y distante. Me lo meto debajo del brazo, con torpeza, junto a la carpeta y fuerzo una sonrisa.
—Te llamaré, ¿de acuerdo? —repito, y me interno a toda prisa entre la gente.
De repente el sol parece demasiado brillante. Un proyector cegador. Un hombre montado en un monociclo serpentea entre los bancos del parque e inclina el sombrero pidiendo dinero. Miro por encima del hombro y veo que Cash se dirige al este con las manos en los bolsillos, la cabeza echada hacia atrás, le brilla el pelo negro mientras contempla las copas de los árboles. Aunque no sé por qué lo hace.
Antes de que pueda perder el valor, saco el móvil, abro la carpeta con una mano, busco su número actual. Marco.
—Hola.
Responde una impaciente voz femenina y carraspeo.
—Hola, ¿hablo con Caroline?
Se oye un ruido, como si hubiera pasado la yema del dedo por el micrófono.
—Eso depende, ¿vendes algo?
—No.
—Entonces sí, soy Caroline.
Su voz suena cansada, apagada, como si estuviéramos hablando a través de dos latas unidas por un cordel. Abro y cierro la boca sin saber qué decir a continuación. Me siento como ese libro infantil del pájaro que le pregunta a una apisonadora: «¿Eres mi madre?».
—Hola. Me llamo Zoe Whittaker. Em, ¿conoces a Evelyn Lawlor?
—¿Quién ha dicho que era?
Ahora suena más cortante, como un cristal roto.
—Soy la hija de Evelyn. Bueno, su hija adoptiva.
Entonces guardo silencio, porque lo más lógico sería que a continuación dijera: «Soy tu hija», pero no puedo decirlo porque suena demasiado cursi. Como una película mala. Así que me siento en silencio y contemplo el parque. El hombre del monociclo está persiguiendo a un niño rubio que se agarra a la falda de su madre. Un gigantesco globo amarillo de helio flota haciendo eses en dirección a las nubes. Dos hombres discuten en un idioma que parece polaco por encima de un tablero de ajedrez.
—¿Cómo has dicho que te llamas?
Ahora está susurrando.
—Zoe Whittaker.
Uno de los hombres se levanta y da un puñetazo sobre el tablero. Se da media vuelta y se marcha, su contrincante se reclina en la silla con una sonrisa satisfecha en la cara. Nos miramos. «Wygram, ¿eh?». Se señala el pecho y se encoge de hombros.
Caigo en la cuenta de que Caroline no ha vuelto a hablar.
—¿Hola? —digo.
—Estoy aquí.
—¿Quedarías conmigo? Iría yo a verte.
Tengo la sensación de estar tendiéndole una emboscada, pero tengo miedo, siento como si mi única conexión con el mundo se me estuviera escurriendo entre los dedos como ese maldito globo amarillo. Levanto la vista y ahora es solo una mancha, apenas puedo verlo.
—¿Puedo pensarlo? Te volveré a llamar dentro de una hora.
Cuelga. Sin despedirse, solo se oye un clic y desaparece. Me quedo mirando fijamente el teléfono. El hombre del ajedrez me mira, encoge los hombros con actitud amistosa y se marcha tranquilamente.
Yo vuelvo paseando hasta los bancos. No quiero irme a casa. El parque parece tan buen lugar como cualquiera. No estoy ni cerca del edificio de oficinas de Henry ni de nuestro piso. Cuando Henry y yo estábamos saliendo me trajo aquí, a Washington Park, un día como este. Hacía más calor, puede que fuera mayo. Aquel año, los mosquitos se habían instalado en Nueva York como huéspedes oportunistas. Extendió una manta, una monstruosidad acolchada que se había agenciado en Fishing Lake. La extendimos en la hierba, debajo de los árboles inclinados hasta el suelo que nos ocultaban, y nos besamos. En público. Ahora me sorprende, la idea de que Henry bese en público es como imaginar un oso dócil. No existe.
Yo llevaba un vestido azul marino que él me había comprado, había presumido de él como si fuera de la mismísima reina madre. Se ceñía a la cintura con un cinturón ancho y tenía una falda de campana, y me recordaba a algo que había visto en un ejemplar antiguo de una revista, un anuncio en blanco y negro de crema desodorante: «¿Estás verdaderamente preparada para amar?». A Henry se le arrugaban las comisuras de los ojos cuando sonreía. Yo estaba ebria de su amor, sus manos, el músculo que le recorría el cuello hasta los omóplatos, la pequeña cicatriz que tiene encima de la ceja, la peca en el hueco de la oreja. Quería grabármelo en la memoria.
Llevábamos muy poco tiempo saliendo y, sin embargo, según decía todo el mundo, me estaba convirtiendo en una aspirante a Persona Fascinante (con P y F mayúsculas), una de las pocas mujeres que estaba consiguiendo domar a las bestias que eran los mejores partidos de Nueva York.
—Me voy a casar contigo, Zoe Swanson —me había susurrado mientras sus dedos trepaban por mi muslo.
—¿Ah, sí? ¿Me lo pedirás, por lo menos? —bromeé mordiéndole el labio inferior.
—Nunca te daría la oportunidad de decir que no.
—Oh, qué suerte la mía. —Jugueteé con su cabello, le hablaba con un tono meloso—. ¿A quién se le ocurriría decirle que no a Henry Whittaker?
—A mi primera mujer. Me dijo que no. En realidad, lo hizo dos veces.
Me incorporé y le aparté la mano de la pierna.
—¿Tu qué?
—Ya he estado casado. ¿No lo sabías?
Henry tenía una forma de decir las cosas como para culpabilizar a los demás con delicadeza. Como si yo hubiera tenido que ser capaz de deducir esa información de su oscuro y negro silencio. No se puede hacer sangrar a una piedra.
—No. Estoy bastante segura de que lo recordaría. —Me pegué las rodillas al pecho y las rodeé con los brazos—. ¿Qué ocurrió? ¿Hay una exseñora Whittaker que se está apropiando lentamente de todo tu dinero? —Entonces se me ocurrió otra cosa—. Oh, Dios, Henry, ¿hay un Henry junior? No puedo ser la madrastra de nadie. O sea, supongo que podría serlo, pero no sé cómo ser…
Me separó los brazos de las rodillas y me besó una palma y después la otra. Tenía los labios suaves, ligeramente grasientos, como si hiciera una hora que se hubiera puesto crema de cacao.
—No hay ningún Henry junior. Mi mujer murió. En un accidente de coche. Hace tres años.
Henry era muy brusco.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Cómo se llamaba? Oh, Dios, Henry, ¡eso es horrible!
Se me desbocó el corazón.
—Se llamaba Tara. Volvíamos a casa de una cena. Lo siguiente que recuerdo es que estábamos en el hospital y los médicos hablaban de soporte vital y alimentación por tubos y se acabó. Todo acabó veinticuatro horas después, me quedé viudo. De repente estaba casado y al momento siguiente ya no lo estaba. La vida puede ser muy extraña.
—¿Qué pasó?
—Ah, los detalles. Te los explicaré algún día.
Me dio un beso en la boca con la respiración entrecortada y me agarró de la cintura como si se estuviera ahogando. «Ahora me necesita», pensé en ese momento. Y todavía lo pienso. A veces.
Pero luego nunca llegó a explicármelo. He sacado el tema muchas veces. «Ahora no es el momento». «Luego». «Estoy cansado». Las excusas son infinitas. No he dejado de presionarlo. Él siempre recibe mis avances asomando su barbilla recia con actitud de estar decepcionado.
Me vibra el teléfono en la mano. No sé cómo, pero consigo contestar sin respirar.
—¿Puedes venir el viernes? Te daré una hora.