22
La habitación es cálida, sofocante, y el reloj que hay sobre la encimera empieza a sonar. Las tres en punto.
—¿Está muerta? —repito.
Tengo un trozo de galleta pegado a la garganta y empiezo a toser. Patrice me acerca el vaso de agua y bebo, agradecida, limpiándome el reguero que me resbala por la barbilla.
—Fue un atropello con fuga. Ella iba caminando y… —La voz de Bernie se apaga mientras él sigue moviendo la boca. Se encoge tímidamente de hombros como queriendo decir «cosas que pasan»—. Es Nueva York —concluye al fin.
—Ni siquiera vivía ya aquí. —Patrice patea el suelo con repentina amargura, las uñas pintadas de sus pies brillan dentro de las zapatillas de punta abierta—. Estaba casada, se había mudado a Tribeca, no volvía casi nunca.
Bernie da una palmada a su lado en el sillón y Patrice se levanta y cambia de sitio. Él se apoya en su mujer y cierra los ojos, se le mueven los labios como si estuviera rezando. Patrice se limpia las lágrimas con el pulgar.
—Lo siento, cariño, la mayoría de los días lo llevamos bastante bien. A fin de cuentas ya han pasado tres años. No pasa ni un solo día que no piense en ella, pero ya no lloro tanto. Pero tú. Eres una sorpresa. Tu aspecto, tus gestos. Eres igual que nuestra Joanie.
—¿Me podéis hablar de ella?
No sé lo que estoy buscando, pero todavía no puedo marcharme.
—Era una buena persona, eso era lo que decían todos los que trabajaban con ella. Que era la persona más buena que habían conocido. Ayudaba a todo el mundo. Animalitos, niños. Siempre daba dinero a los vagabundos. Cualquiera que se encontrara por la calle con un sombrero, un cubo o una lata de café. No importaba lo que estuvieran haciendo, a ella le daba igual.
—No están pidiendo, están tocando música. —Siempre repetía eso. Bernie se mece apoyándose las manos en las rodillas desnudas. Se ríe—. Yo pensaba que era una ingenua.
—Trabajaba en la biblioteca. Tenía amigos. Tenía una vida, no era una gran vida, pero era una vida. —Patrice me hace un gesto con el dedo con una mueca de disgusto en la boca—. Entonces conoció a Don Perfecto en una gala benéfica de la biblioteca y ¡puf! Se marcha. ¡Desaparecida! Ni siquiera celebró una boda católica para su mamá. Una elegante luna de miel en París. ¡París! Siempre había querido ir a Francia.
—Patrice. —Bernie se encoge de hombros—. Se enamoró. Nos pasa a todos —asiente en dirección a Patrice con una sonrisa irónica—, en un momento u otro.
—¿Y adónde se fue, eh? —Se inclina hacia delante y se apoya un codo en la rodilla—. Cuando murió hacía casi un año que no hablábamos con ella. Estaba enfadada conmigo. —Se pone bien el cuello de la camisa—. Yo no quería que se fuera. Su vida estaba aquí.
—Creció. Ya lo sabes. Es lo que hacen todos los niños.
Bernie pone los ojos en blanco mirando a Patrice y ella se vuelve a reclinar y gruñe indignada contra el cojín del sillón.
—Yo solo quería que conservara su vida. Ella quería una vida nueva y elegante. No tenía por qué dejar de hablarme. —Se vuelve y me mira—. Ese es mi pesar. Que no nos hablábamos.
—Cuando murió no sabíamos que estaba en la ciudad. Murió en Midtown. ¡En Midtown! ¿Quién va a Midtown? ¿Qué estaba haciendo? ¿Había ido a ver algún espectáculo? —Bernie niega con la cabeza—. Y estaba sola. Su marido ni siquiera sabía que estaba allí. Había ido ella sola con el coche. Nadie sabía por qué. Fue muy extraño.
—Y muy inesperado. Nunca hemos llegado a comprenderlo. Era un poco ansiosa, ¿sabes? —Patrice me mira e inclina la barbilla, como si yo debiera saberlo. Como si yo también fuera ansiosa—. Se medicaba, pero estaba mejorando. Estaba saliendo del caparazón. Al principio pensamos que le iría bien casarse. Incluso cuando estaba en el instituto era una chica muy hogareña. —Niega con la cabeza—. Es mi único pesar, de toda mi vida.
—Patrice.
La voz de Bernie destila dolor.
Patrice se levanta, el cojín del sofá se infla con un susurro. Me hace un gesto con la mano, como de disculpa, y sale de la habitación. Oigo sus pasos pesados en la alfombra de la escalera.
Bernie suelta un gran suspiro y se limpia la frente con el pañuelo que se saca del bolsillo.
—Lo siento. Normalmente estamos bien. Es que eres tan… —Me mira la cara como si las palabras estuvieran escritas ahí—. Inesperada. —Se levanta y me mira con tristeza—. Éramos unos padres mayores. Yo lamento eso. Intentamos tener hijos durante años, casi una década. Tuvo muchos abortos, nadie sabía decirnos por qué. Eso destrozó a Patrice. La destrozó. Joanie fue nuestra salvación, o eso parecía. Es posible que la protegiéramos demasiado por ese motivo.
Pensé en Evelyn y asentí.
—Deberías irte, querida. Escucha, déjanos tu número de teléfono. Le pediré a Pat que te llame cuando se sienta más fuerte.
Se levanta, el sofá ya ha adoptado la forma de sus cuerpos. Los imagino allí, noche tras noche, en una estancia oscura con nada más que el parpadeo del televisor para ocultar el silencio.
Garabateo mi número de teléfono en el reverso de un viejo número de lotería que me da. Lo coge y lo deja en la mesa del televisor, un viejo aparato de madera con una pantalla de color gris. Me acompaña hasta la puerta, me da una torpe palmada en la espalda.
Levanta una enorme mano sonrosada.
—Espera un momento. —Y se marcha por el pasillo. Vuelve un rato después—. Toma, puedes quedarte esto. Tenemos muchas.
Me da una tarjeta plastificada. En la parte de delante hay una fotografía de Joanie, delante de la biblioteca, con un vestido corto de flores y una sonrisa llena de veranos infinitos y posibilidades interminables. Podría haber sido yo. En la parte de atrás hay una plegaria.
—Es el día que se graduó en la universidad. —Le tiembla mucho la mano y se la mete en el bolsillo—. Fue a la Universidad de Queens. Se licenció en Biblioteconomía. ¿Sabes que se tarda una hora y media en llegar? Tres trasbordos. ¿A ti te parece que eso podría hacerlo una persona con ansiedad?
Niego con la cabeza.
—Tú lo entiendes. Es duro.
Sus ojos son de un color gris líquido, no tienen un tono definido, y le tiembla el cuello.
—Lo sé. Lo siento. No pretendía recordaros todo esto. No sabía lo de Joanie.
Se le escapa una tos apelmazada y llena de mocos. Entonces dice algo sorprendentemente empático.
—Tú también has perdido a alguien. Solo que no lo sabías.
No le digo que en los últimos días he perdido a muchas personas que no conocía. Alargo la mano, le doy un beso en la mejilla y lo dejo allí, tocándose la papada.
Una vez fuera, llamo a un taxi. Aguardo en la esquina, a media manzana de distancia de la casa de los Bascio. Hay alguien que no deja de abrir las cortinas desde la ventana delantera de la casa más cercana. Empiezo a pensar que va a aparecer un coche de policía porque «soy una persona sospechosa». Le mando un mensaje a Cash mientras espero. «Joanie está muerta. Joan Bascio. Averigua todo lo que puedas. Estaba casada. Averigua con quién».
Antes de poder pensarlo bien, marco el número de Lydia. Contesta a medio tono y su voz suena fuerte y con eco, como si estuviera en el hangar de un aeropuerto.
—¿Zoe?
Se oye un gran alboroto por detrás de ella, un golpe seguido de una voz grave, casi un grito.
—Estoy aquí, ¿estás bien? ¿Qué pasa?
Se me acelera el corazón.
—Nos han asaltado. Está todo hecho un desastre.
Se oye un fuerte crujido, como si hubiera alejado la cara del altavoz, el roce de su barbilla contra el micrófono.
—¿Qué? —Espero un momento, pero solo oigo silencio, luego unas voces—. Lyd. ¿Dónde estás?
—En la tienda. Tengo que dejarte, tenemos que llamar a la policía. Te llamo luego.
—¿Está todo el mundo bien? —pregunto con pánico mientras mi cerebro repasa todo lo que ha estado pasando y se detiene, con un intenso y brumoso pánico, en la idea de que estoy implicada. Todo esto está relacionado conmigo. Está conectado.
—Creo que sí —contesta.
—Estoy en Brooklyn. —«Y he venido para nada»—. Tardaré un rato. Estaré allí cuanto antes.
Me arde la cabeza. Cuelgo y marco el número de Cash, me tiemblan las manos. Le cuento lo de la tienda.
—¿Vienes conmigo?
Tengo que pedirle otro favor.
No vacila.
—Nos vemos allí.
Me encuentro con Cash en la puerta de La Fleur d’Élise y examinamos los daños desde la calle. Los escaparates están hechos trizas, el cristal está hundido por un único punto, como si lo hubieran golpeado con un objeto contundente. Piso los pedazos de la puerta. Dentro, las bombillas del techo están rotas, lo único que queda son los pedazos de cristal clavados a los apliques. El mostrador de cristal está destrozado, la puerta de la nevera cuelga de las bisagras, los arreglos florales que había dentro están rotos y las flores repartidas por todo el suelo, lleno de charcos. Han volcado todos los cubos.
—Han destrozado el material de dos bodas —se lamenta Elisa cuando entro por la puerta.
Cuando me ve se levanta y cruza la habitación. Me rodea con sus brazos larguiruchos y me da una abrazo derrotado. Javi está barriendo en un rincón, haciendo una montaña en el centro de la habitación con los cristales y las carcasas florales y luego la mira con impotencia, como diciendo: «¿Y ahora qué?».
Lydia está en la puerta, le cuelga un amarilis lacio entre los dedos.
El mostrador de la parte delantera, el que está junto a la caja registradora, es de un sólido acero inoxidable. Estaba allí para utilizarlo como mesa cuando teníamos que montar arreglos encargados a última hora, y para acabar algunos detalles cuando era necesario. Alguien ha dejado grabado un mensaje. Un mensaje para mí, lo siento en los huesos, tan pesado como el plomo. Paso los dedos por encima del metal.
JAREd.
Las terribles palabras están cinceladas con líneas rectas. Cualquier palabra grabada sobre metal es violenta por naturaleza, el mensaje es prácticamente irrelevante. Las letras de por sí son siniestras, como esas notas confeccionadas con letras recortadas de revistas, que no pueden ser otra cosa que notas de rescate.
Pero esta, esta nota es para mí. Y, sin embargo, Lydia, Javi y Elisa no pueden saberlo. La d minúscula cuelga un poco más abajo que el resto del nombre. Es la marca que leí dentro de la boca de Rosie, esa deliberada d minúscula pegada a la esquina de la E.
Se me sube la sangre a la cabeza. Me siento acalorada y mareada al mismo tiempo, una fina capa de sudor me recubre los brazos y lo noto resbalar por mi espalda, por debajo de la tira del sujetador, un único reguero de líquido que se desliza perezosamente por mi espalda. Me balanceo y desde lo que parece el interior de un túnel Cash grita: «¡Cogedla!». Pero ya no recuerdo nada más.