Capítulo 8

 

David le está contando a Margaux la enésima anécdota sobre las Navidades del año pasado y cómo las pasaron esquiando en Meribel. Su relato se ve interrumpido intermitentemente por unos preocupantes aullidos que provienen del piso de arriba, un sonido no muy distinto de los chillidos de un cerdo moribundo. Cuando Margaux le expresa su preocupación, David la tranquiliza diciéndole que son sólo los alaridos de su suegra enferma, que se ha quedado a dormir esta noche, y que suele gritar en sueños. Margaux se pregunta, mientras David le cuenta la historia de los petos de esquí, si, dormida o no, no debería subir nadie a ayudar a esa pobre mujer, pero es demasiado educada como para interrumpirle en plena anécdota.

Entonces aparece Gerard. Aunque Margaux siempre se alegra de verle, en este momento se siente especialmente agradecida.

—Hola, cariño... David me estaba contando lo de sus...

Gerard le alarga la mano.

—¿Nos vamos? —pregunta, con una mirada que indica que no es una pregunta.

A David le entra el pánico.

—¿Algo va mal? —le pregunta a sus espaldas mientras se alejan.

—Con nosotros, no —bromea Gerard mientras guía a Margaux hacia la puerta principal.

—¿Y qué pasa con el trato? —pregunta David.

—No, ahora no vamos a hablar de eso. Creo que tienes otros asuntos de los que ocuparte, David —murmura Gerard.

—¿Qué otros asuntos? ¡No te entiendo! —grita David mientras la puerta se cierra de un portazo.

Fuera, Gerard y Margaux van corriendo hacia su coche, y casi se tropiezan con una figura con aire de abandono que está de pie sobre la acera temblando de frío frente a la casa de los Denver-Barrette. Ya se han arrojado sobre el asiento de atrás y han cerrado la puerta trasera del coche tras de sí antes de que su chófer haya podido siquiera echarse la visera de la gorra hacia delante.

*

 

Laura baja tranquilamente las escaleras.

—¿Qué pasó cuando subiste a Gerard a tu estudio? —pregunta David desesperado nada más verla—. ¿Y por qué desapareciste durante una hora antes de eso?

—¿Quieres las respuestas de forma consecutiva o cronológica? —pregunta Laura, caprichosa.

—Sólo dímelo —grita él—. ¿Qué es lo que ha pasado esta tarde?

Cielos, ya no recuerda la última vez que vio a David así. Enfadado. Dominante. Y ese peinado con el flequillo empieza a gustarle. Así parece más joven. Más sexy.

—Gerard prácticamente me ha dejado caer que se ha cancelado el trato —gimotea—. Y no entiendo por qué.

Se desploma sobre el sofá frente a Laura y esconde la cabeza entre las manos. Parece tan vulnerable y tan inocente: a Laura le resulta encantador.

Mientras bajaba las escaleras había estado a puntito, a puntito de confesarle su infidelidad, de decirle, con timidez pero con decisión: «Bueno, supongo que nos has oído en plena acción desde aquí abajo; lo siento, David, lo siento mucho, pero acabo de acostarme con Gerard y... obviamente... por eso, y por esa razón, voy a dejarte».

Ahora ha decidido que tal vez, después de todo, no vaya a hacerlo. No. No va a decirle nada de su traición y no va a dejarlo. Porque ahora lo ve dominante y vulnerable y porque está cansada y ha tenido un día muy largo y, francamente, no está de humor para escenitas. Así que va a darle una segunda oportunidad. Aprenderá a soportar todos sus defectos. Encontrará la forma de hacerlo, por mucho sacrificio personal que le cueste. Intentará cerrar los ojos a sus muchos fallos y redoblará sus esfuerzos con la casa, tal vez redecore algunas de las habitaciones redecoradas. Sí. Definitivamente, es el mejor camino a seguir y además es mucho menos estresante que la separación y el divorcio y la venta de la casa y tener que ganarse la vida y todas esas tonterías.

Algún día tal vez le confiese a David que estuvo muy cerca de perderla. Tal vez le insinúe lo distintas que podían haber sido las cosas. Pero por ahora no, por ahora no. Mejor no forzar las cosas por el momento.

Subirá al dormitorio y lo esperará en la cama y todo se arreglará y podrán seguir adelante con su matrimonio igual que lo han hecho durante los últimos quince años.

Mientras espera le apetece probarse otra vez esos pantalones en un momentito. Ha cenado tres rollitos de primavera, ¿afectará esto a su figura? No tiene sentido preocupar a David por el momento; no quiere tenerlo dando vueltas por el dormitorio con las etiquetas de los pantalones y de otras prendas que aún están en la bolsa revoloteando por la habitación como si fuesen confeti. Se desliza con sigilo hacia el dormitorio.

De camino arriba se plantea llamar a Louella, le parece muy raro que no respondiera a sus llamadas de antes. Pensándolo mejor, puede que sea mejor para Louella que Laura la deje en paz un rato, así sabrá que Laura puede vivir perfectamente bien sin ella. Luego se plantea entrar al dormitorio a darle las buenas noches a su madre. Se gira hacia el segundo dormitorio de invitados, pero cuando oye la televisión a todo volumen de pronto no se siente capaz de enfrentarse a lo que le espera en la habitación. Ya es bastante que haya dejado a su madre pasar la noche en su casa. Irá a verla con una taza de té por la mañana, en el fondo es una buena hija.

*

 

Margaux le acaricia la mejilla a su marido.

—Estás un poco... raro. ¿Va todo bien? ¿Cómo eran sus cuadros?

—Infames.

—¿Por qué tanta prisa por marcharnos?

—Esa mujer está como una cabra. Cuando llegamos al estudio se quedó ahí de pie, mirándome fijamente, como esperando a que hiciera algo. Pensé que tal vez le daba vergüenza, ya sabes, enseñar sus cuadros. Así que señalé los lienzos cubiertos con sábanas que estaban alineados contra la pared y dije algo así: «Entonces, ¿son ésos tus cuadros?». Y ella respondió: «Evidentemente» y se puso a resoplar y a rezongar como si estuviera malgastando su tiempo. «¿De verdad quieres verlos?», me preguntó. «Bueno, sí», dije yo. Así que se acercó a la pared y empezó a arrancarles las sábanas, uno detrás de otro; parecía que estaba furiosa.

—¿Y?

—Y eran horribles. En serio... horribles de verdad. Aburridos. Vacíos. Los miré. Respiré hondo. Empecé a preguntarme qué demonios iba a decirle. Pero cuando me di la vuelta vi que se estaba quitando la ropa, lenta y, supongo que pensaría ella, sugerentemente. Después se acercó al espejo, para ver cómo tenía el pelo, y se tumbó sobre el sofá. Abrió las piernas y me dijo que podía tomarla como quisiese. «¿Qué te parece irónicamente?», dije yo. Contestó que no me entendía. Yo dije que ya éramos dos. Ella repuso: «Mira, no tengo tiempo para andarme por las ramas». Se levantó, me agarró e intentó besarme. «¿Qué demonios haces?», dije yo. Me explicó que necesitaba acostarse conmigo para poder tener una razón para dejar a David. Me dijo que una infidelidad era una razón definitiva para romper. Yo le dije que estaba de acuerdo en que las infidelidades no contribuyen a mejorar un matrimonio, pero que conmigo no iba a cometerla.

—¡Dios mío! ¿Y qué pasó entonces?

—Le pregunté si quería hablar de los cuadros. «Que le den a los cuadros», me respondió. Le expliqué que yo sí quería. Me preguntó si es que no la encontraba atractiva. Dije que le daría un aprobado, y que en cualquier caso estaba enamorado de mi mujer, sabes, le dije, de Margaux, la mujer que está sentada en tu salón (para no dar lugar a confusiones). Eso pareció confundirla. Me preguntó de qué signo era. Le dije que Libra. Ah, repuso, tal vez eso lo explique. Luego me preguntó si estaría dispuesto a cambiar de opinión si se pintaba los labios de un tono más oscuro. Dije que no con la cabeza. Se pensó las cosas un momento y después me preguntó (cortésmente) que si me importaría que, aunque no lo hiciéramos de verdad, que fingiéramos haberlo hecho.

—¿Fingir?

—Sí, eso dijo. Y en este momento pensé que tal vez estuviese de broma, que tal vez todo esto no fuera más que un extraño juego al que jugaba con sus invitados. O peor: pensé que tal vez esta escena de seducción por parte de una aficionada fuera un rebuscado plan de David para conseguir, a la desesperada, que cerráramos el trato incluyendo a su mujer en el paquete. «¿Te pidió David que me trajeras aquí y que me dijeras todo esto?», le pregunté. «¿David? ¿Has perdido la cabeza?», contestó. «Se volvería loco si se enterase de lo que estamos a punto de hacer.» Le recordé que no estábamos a punto de hacer nada. Y tenía unas ganas locas de mear. Así que para ganar tiempo le pregunté dónde estaba el servicio, y mientras estaba ahí dentro oí que empezaba a... a aullar y a soltar unos gañidos que daban bastante miedo... unos ruidos horribles, espantosos. Si David se pone así cada vez que lo hacen, pensé para mis adentros, no me extraña que quiera dejarlo. Si te soy sincero, me daba miedo salir de la habitación, pero cuanto más tiempo me quedaba allí, más fuerte aullaba ella, y al final salí corriendo y bajé a la sala de estar y te rescaté. Tuviste que oírla.

—Vaya que si la oí. David dijo que eran los gruñidos de su suegra que estaba arriba, en uno de los dormitorios de invitados.

—Dios mío, en esa casa están todos locos.

—¿Y qué pasa con el trato?

—No hay trato; no me veo capaz de asociarme con una persona a la que le guste estar casado con alguien como ella.

—¿Y no te sentiste tentado, ni un poquitín? —sonríe Margaux, coqueta—. Después de todo, es una mujer muy guapa. ¿Qué te impidió hacerlo?

Gerard mira a su adorada esposa. Coge su mano entre las suyas.

—El tono de la barra de labios —dice, acariciando los suaves y frescos dedos de ella—. Sólo eso.

*

 

Cuando David levanta la vista ve que Laura ha desaparecido. Se siente un poco cansado. En realidad mucho, más bien agotado. No ha llegado a quedarse dormido, pero tampoco ha estado del todo despierto. Intenta recordar cuánto tiempo ha pasado sentado en el sofá. Siente el cuerpo tan entumecido que debe llevar horas allí. Pasan algunos minutos hasta que se da cuenta de que lleva reloj y que puede mirarlo si quiere y averiguar qué hora es.

Las doce menos cinco.

¿A qué hora se fueron los invitados? No lo recuerda. Entonces recuerda que no quiere recordar nada de lo que ha pasado e intenta frenar los recuerdos que se le vienen a la cabeza. No sirve de nada: le vuelven a la mente a toda velocidad, así que gime y vuelve a cubrirse la cara con las manos para hacer que se vayan. La noche ha sido desastrosa. Y ahora que se para a pensarlo, algo que no ha hecho nunca hasta ahora, no es sólo la noche, sino todo. Su trabajo, su matrimonio, todo, ¿qué sentido tiene? Lo cierto es que durante todos estos años no ha sido feliz, tan sólo ha mantenido una fachada de felicidad, ha llevado una existencia que ha sido la de un hombre de éxito pero también una vida rutinaria, vacía y anodina.

Siente ganas de quedarse en el sofá para siempre, de no levantarse, de no llamar a Gerard para pedirle que lo reconsidere, de no entrar en el dormitorio, averiguar de qué humor anda Laura e intentar soportarla.

Dan un golpecito en la ventana de la sala de estar.

Abre la cortina. Es la limpiadora, de pie sobre la acera.

Maldita sea. Empieza a darle vueltas la cabeza. Esto es demasiado, es absurdo. La limpiadora a medianoche. Pero ¿qué puede hacer? Tendrá que abrirle la puerta, aunque ¿por qué no usa la llave que tiene y sobre todo por qué está aquí a estas horas? Entonces, sólo entonces, recuerda la terrible verdad: está aquí porque él le pidió que viniera. Y que se fugara con él. ¿Cómo pudo decir algo así? Le da la impresión de que han pasado un millón de años entre esta tarde y la medianoche; la tarde es la Prehistoria, es como si algún antepasado neandertal de David le hubiera pedido que se fugase con él, y ahora quisieran hacerle responsable de esta idea absolutamente absurda a él, a David el homo súper sapiens.

Sale al recibidor y le abre la puerta. Anouschka tiene la cara arrugada del frío. La mira sin saber qué hacer. Ella no dice nada. Seguramente porque tiene la boca tan congelada que le cuesta mucho formar las palabras. Entonces, cuando ve que él tampoco dice nada, por fin susurra:

—¿Usted listo nos vamos ahora?

Mierda, piensa. Dadme un respiro, piensa. Vuelve a la sala de estar y se desploma sobre el sofá. Anouschka lo sigue y se sienta a su lado. Está demasiado cansada y tiene demasiado frío para hacer otra cosa.

—Usted cambia opinión. ¿Usted no quiere mí?

—Pues, si te soy sincero... no, la verdad es que no.

—¿Y anillo? ¿Y bebé? ¿Y palabra?

—¿Palabra?

—Usted me da palabra, ¿recuerda?

—Ah, sí. Palabra. —Asiente tristemente con la cabeza—. Palabra —repite, y los dos reflexionan un rato sobre la importancia de la misma.

Finalmente Anouschka dice:

—Sabe, está muerta madre su mujer.

David no lo sabía pero a estas alturas nada le sorprende. De nuevo asiente.

—Entonces... ¿yo voy?

David asiente.

—Yo vuelvo lunes, hora de siempre —susurra Anouschka. David no está seguro de si es una afirmación o una pregunta, así que se limita a asentir una vez más. Parece que este gesto funciona bastante mejor que todas las palabras que se han dicho durante este día.

Anouschka se levanta dispuesta a marcharse. Por un absurdo e irreflexivo instante a David se le ocurre que realmente podría levantarse del sofá y marcharse, irse con ella, salir por la puerta de este bonito hogar redecorado en Chelsea, dejar a Laura y comenzar una nueva vida con la limpiadora en alguna parte. Que podría ser feliz. O algo parecido.

Ese instante pasa.

—Adiós, entonces —dice, esbozando una media sonrisa. Y ella se marcha.

*

 

Laura está contenta. Los pantalones, a pesar de los rollitos de primavera, aún le quedan bien. Se mete en la cama a esperar a David, cuyas insinuaciones amorosas está dispuesta, al menos por esta noche, a no rechazar. Sí. Si le apetece hacerlo cuando venga a la cama, ella se lo permitirá.

Quién sabe. ¡Puede que hasta le corresponda!