Capítulo 1
Hoy es sábado. Laura, la mujer de David, acaba de despertarse.
A Laura le gusta leer cuando se despierta. Devora todas esas revistas dedicadas a mujeres ricas que, como ella, se acercan a la mediana edad, y las novelas de la sección de «Novedades» de la librería de su barrio. Cuando invitan a alguien a cenar, la gente rara vez habla de las novelas de la sección de «Novedades». Si alguien empieza a hablarle a ella de un libro que salió hace más de una semana, Laura se limita a mirarle con una indignada mueca de compasión, frunce el ceño y le da la espalda.
Cuando David, su marido, comienza a moverse, Laura rápidamente suelta su revista o su libro y finge estar dormida. Disfruta de la intimidad que siente al despertarse sola en su dormitorio. No aguanta el ritual de tonterías que la gente casada se siente obligada a decir al despertarse. Los tópicos:
—¡Buenos días, cariño!
—¿Has dormido bien?
—¿Con qué has soñado?
A quién demonios le importa.
Y dormir con David es un suplicio en otros muchos sentidos. Ronca una barbaridad y durante toda la noche. Laura es una mujer razonable: entiende que, después de todo, él tiene que respirar mientras duerme, sin embargo no está segura de cuánto tiempo más podrá aguantarlo. Ha intentado remediarlo: le ha puesto tiras en la nariz, ha comprado máquinas purificadoras de aire, le ha obligado a dormir de lado y hasta le ha dado patadas en las espinillas, pero no hay nada que funcione. Así que esto es algo que Laura ha tenido que aprender a soportar, junto con muchas otras cosas. Siempre que él se acuerde de preguntarle y de pedirle disculpas por la mañana por si sus ronquidos no la han dejado dormir. Si se le olvida, Laura se pasa el día de morros.
Otra cosa: David siempre se despierta con una erección. Esto no es agradable. Los dos hacen como que no lo han visto (como de todas formas Laura finge estar dormida, no resulta difícil). Laura siempre se pregunta en qué habrá estado pensando David, o con qué habrá estado soñando, para despertarse así. Qué más da. Ella no quiere tener nada que ver con el tema. Menos mal que siempre se va directo a la acogedora intimidad de su baño, donde ha aprendido a resolverlo de alguna manera. Laura no está segura de cómo lo hace. Ni quiere saberlo. La masturbación la confunde y la repele. Nunca la ha probado, ¿por qué iba a hacerse eso? Por lo que respecta a Laura, el fin justifica los medios. Mientras David vuelva tranquilo y sin esperar sexo, todo va bien. A Laura no le va hacerlo recién levantada. La desorienta. Es demasiado espontáneo, demasiado físico. No es que se oponga al sexo per se, pero hay un momento y un lugar para todo, y las 8.30 de la mañana de un sábado no es el momento. Normalmente, los fines de semana, tras haber desayunado, David vuelve al dormitorio y le saca tema de conversación. Ésa es la señal de que quiere sexo y Laura debe decidir, para cada caso específico, si las 9.05 de la mañana es, después de todo, el momento y el lugar, o si aún no lo es y David va a tener que esperar hasta la hora de acostarse.
(A Laura tampoco le gusta hacerlo durante el día, no le viene bien para el pelo ni para el maquillaje.)
Tras salir del baño, ya sereno y como es debido, David va a la cocina a hacerse una tostada y leer los periódicos de la mañana. Laura se queda en la cama, donde se ve asaltada por el olor acre del pan que se quema en la cocina. (Incluso tumbada en la cama, ya sabe que David habrá usado el cuchillo de la mantequilla para untar la mermelada. La próxima vez que coja el tarro de mermelada, los pequeños grumos de grasa le guiñarán el ojo, maliciosos, desde sus profundidades de frambuesa y, una vez más, un estremecimiento de frustración, de asco incluso, le recorrerá el cuerpo y necesitará toda su fuerza de voluntad para no tirarlo todo a la basura.) En cualquier caso, este momento es para Laura. Mientras él está en la cocina, haciéndose una tostada, quemando la tostada, intentando averiguar cómo apagar el tostador para extraer los restos carbonizados y comérselos, Laura se levanta, va a su propio baño y se inspecciona la cara y el cuerpo delante de los espejos dispuestos en ángulo, buscando cualquier cambio sísmico que haya podido producirse de la noche a la mañana. Después vuelve a la cama, se cubre la cabeza con la colcha y se plantea si cuando David vuelva media hora más tarde y suelte el inevitable «¡Buenos días, cariño!» accederá a acostarse con él o no.
*
Laura y David llevan quince años felizmente casados.
*
—¡Buenos días, cariño! —dice David.
David sonríe a Laura. David ha entrado al dormitorio con su plato de tostada chamuscada para hablar con ella, aunque ya sabe lo que piensa Laura de meter comida en el dormitorio.
El tonto de David.
David quiere que éste sea un sábado agradable, feliz y sin problemas. Para empezar, éste es uno de sus preciosos días de descanso. (Al menos él tiene dos, aunque Dios sólo tuvo uno, pero es que crear el planeta Tierra no se puede comparar con dirigir una de los despachos de abogados más prestigiosos del país.) Y sobre todo, David se encuentra en plena agonía, intentando vender el bufete que fundó hace unos veintitrés años a una compañía más grande, con lo que ganará más dinero del que incluso Laura puede gastar y que le permitirá asociarse con una firma de abogados internacional. Esta noche el socio gerente de la otra empresa va a venir con su mujer a casa de David y Laura para tomar unas copas (si el trato tiene mala pinta) o tomar unas copas y después cenar (si parece que va a salir adelante). David sabe que el tipo éste, Gerard, ya se ha decidido a comprar. Pero Gerard es de esos hombres honestos que piensan que el éxito en el lugar de trabajo comienza con la estabilidad en el hogar. David sólo tiene que darle el último empujoncito mostrándole el hombre tranquilo, íntegro y felizmente casado que asegura ser.
David necesita que este ideal se materialice. Su negocio ya tiene prestigio; ahora precisa de los fondos y la infraestructura necesarios para dar el salto al mercado global. Si la cosa no sale bien a estas alturas y se extiende el rumor, el futuro del despacho de David no pintaría muy bien.
A veces uno tiene que afrontar riesgos.
Hoy David depende del apoyo de Laura. Tiene que conseguir que esté de buen humor y que le hable. Estas dos circunstancias no siempre se dan a la vez pero él está dispuesto a hacer lo que haga falta.
No es que Laura no quiera que sea un sábado feliz. Sabe Dios que le vendría muy bien algo de tranquilidad después de los dolores de cabeza que le ha dado el interiorista que les está redecorando la sala de estar. Pero no se puede quitar de la cabeza el tarro de mermelada y no deja de pensar que va a estar plagado de grumos de grasa animal no saturada la próxima vez que lo abra. Aparte de eso está, como siempre, el tema de los dientes de David. Cuando se sienta en el borde de la cama y le sonríe, Laura sólo ve sus dientes. Ve sobre todo el incisivo que sobresale, quizá sólo uno o dos milímetros, pero innegablemente, del resto. Este diente que sobresale tiene un borde marcadamente más irregular y es de un tono amarillo más oscuro que los demás. Ya llevaban unos cuantos meses casados cuando Laura se dio cuenta de que uno de sus dientes sobresalía del resto. Una vez lo hubo notado, se preguntó cómo era posible que no lo hubiera visto antes. Ahora, después de quince años, no ve otra cosa cada vez que él abre la boca. Típico de David: el diente más antiestético es el que le sobresale y ni siquiera se da cuenta ni, seguramente, le importa. Ya lo ha hablado con él en varias ocasiones, a veces en tono amable, a veces no, siempre recordándole que un buen dentista podría arreglarlo en un momentito. A David no le interesa. Dice que se siente bien consigo mismo tal y como es. Sí, replica Laura, cortante, pero él no es el que tiene que verse la cara todos los días, ¿verdad? Ella es la que tiene que verle la cara todos los días. Ante esto, David pierde interés, o se pone a leer sus emails, o coge el periódico, o las tres cosas. Y Laura se siente aislada, rechazada, desairada, y tiene que ir a darse un baño caliente con aceites de aromaterapia para animarse.
Tiene que recordarse a sí misma continuamente que debe sentirse agradecida por las pequeñas cosas. En los tiempos en que aún se besaban con la boca abierta, se imaginaba ese diente, frotándose contra su encía. Sentía su amarillez. Sentía su sabor. Al menos ahora, con el declive de la pasión que traen los matrimonios largos, ya no tenía que chuparlo, sólo mirarlo.
Ella sabe en qué está pensando, sentado ahí al borde de la cama y sonriéndole. Está pensando: es sábado por la mañana, me he pasado la semana trabajando, y tengo todo el derecho de acostarme con mi mujer. Ella sabe exactamente cómo funciona su mente. No obstante, Laura aún no está segura de si va a acceder o no, así que por el momento ha optado por un término medio. No va a seguir fingiendo que está dormida pero tampoco va a poner cara de estar completamente despierta. Le pide que le prepare una taza de té. El hecho de que ella le permita llevar a cabo esta tarea le indica a David que, aunque el sexo esta mañana no queda totalmente descartado, darlo por hecho sería tentar a la suerte.
David la mira y comprende.
—Bien. Y yo aún tengo un poco de hambre. Ya que voy a la cocina creo que me haré unos huevos con bacon.
Laura se le queda mirando. ¿Cómo se supone que tiene que responder a esta tediosa información? ¿Con exclamaciones de placer? ¿Con aplausos? Asiente con la cabeza. Él se va.
Éste sería un buen momento para que Laura se probase los pantalones que se compró ayer, para ver si le quedan mejor esta mañana tras haberse saltado la cena de anoche. Laura tiene una talla treinta y seis en los días buenos y una treinta y ocho en los malos, así que siempre vive la vida al límite. Al igual que David, no obstante, está dispuesta a afrontar riesgos y por eso pagó las trescientas cincuenta libras que le costaban estos fabulosos pantalones a ver si consigue que no le quede ninguna arruga en la entrepierna tras saltarse un número suficiente de comidas.
Pero por supuesto Laura no puede hacer tal cosa, no puede probarse los pantalones nuevos, no puede divertirse, ni siquiera puede disfrutar de cinco minutos de relax, porque mientras oye a David entrechocar las cacerolas dentro del cajón de teca hecho a mano buscando la sartén que quiere. David sencillamente no entiende el concepto de carne cruda, ni sabe nada de todo el universo de la manipulación de alimentos. Con casi tanta claridad como si estuviera allí, en la cocina, mirándolo, seguramente incluso con más claridad, Laura lo ve arrastrar el paquete abierto de bacon por encima de la balda de cristal del frigorífico con los dedos desnudos, extraer las lonchas, una, dos, tres, qué diantres, echemos cuatro, y colocarlas en la sartén. Lo ve limpiarse los dedos con el paño de cocina. (Ese paño tendrá que ir derechito a la lavadora.) Siente, huele, oye a los gérmenes. Se lo imagina, en tecnicolor, rompiendo los huevos directamente sobre la sartén (¿y si alguno se hubiera puesto malo, por el amor de Dios?) y tirando, desde allí mismo, las cáscaras vacías al cubo de la basura, en cuyo costado darán antes de caerse dentro, o no, dejarán un delgado reguero de clara, como de baba de caracol, que sin duda en ese mismo momento desciende ya, lenta y metódicamente, por el costado de su exclusivo cubo de basura de acero inoxidable y comienza a cuajarse en la base.
David cree que ganar más de un millón de libras al año más primas y opción a comprar acciones le da derecho a tirar cáscaras de huevo que aún gotean al cubo de la basura impunemente.
David se equivoca.
David se comerá los huevos con bacon y saldrá de la cocina, satisfecho e inconscientemente feliz. No tendrá ni idea del tormento que ha obligado a su mujer a soportar, ni idea porque ella ha aprendido a tragarse la angustia, a cambiar el paño de cocina sin decir ni una palabra y a dejar instrucciones para que la asistenta limpie el cubo por dentro y por fuera. Porque ella es la clase de mujer que es. (Laura, no la limpiadora.) Abnegada. Callada. Sufrida.
Cuando vuelve a quedarse dormida bajo la acogedora colcha, la imaginación de Laura pasa de David, masticando sus huevos con bacon, al momento en que le dice a Anouschka, su asistenta, que limpie el cubo por dentro con especial cuidado.
—Pero, ceñora David, ya lo hací ayer —se quejará Anouschka, contorsionando su cara de acelga en una mueca de disgusto.
—Ayer te pagué por ayer. Hoy te pago por hoy —explicará Laura cortésmente. Mientras tanto, Anouschka saca los huevos que quedan en el cartón (que David es, por alguna razón, física, emocional y culturalmente incapaz de volver a dejar en la nevera, de donde lo sacó) y se pone a pisotearlos sobre el nuevo suelo de piedra caliza de Laura.
Menos mal que Laura ya se ha quedado dormida y que esa última parte es sólo un mal sueño.
*
David es casi una leyenda en el enigmático mundo de los litigios comerciales. Ganar un caso de varios millones de libras para él es pan comido. Preparar el desayuno, sin embargo, sí representa un reto. Aunque le gusta cocinar, no tiene instinto para ello y nada le sale según el plan. Esta mañana ha echado demasiado aceite de oliva virgen extra de la Toscana en la sartén, y luego ha dejado caer los huevos directamente sobre las lonchas crudas, con lo cual todo ello se ha convertido en un revoltijo rosa y naranja flotando sobre un mar de oro fundido. Mierda. Siempre se le olvida acordarse de que primero debe darle una oportunidad al bacon. El bacon, y aún más el bacon crujiente como le gusta a él, tarda más en hacerse que el huevo. ¿Por qué nunca se acuerda de eso? Quiere volver a empezar. Odia el huevo quemado y el bacon poco hecho. Odia tirar la comida. Intenta no mirar, pero, al igual que los coches que reducen la velocidad para ver un accidente de tráfico, los ojos se le van sin remedio al revoltijo cubierto de grumos. Puede que quede bien una vez que esté hecho, se asegura a sí mismo. Una vez que está hecho, no queda muy bien, pero David se lo come de todas formas, se toma varias tazas de café, sale al patio para eructar (más vale estar fuera del campo auditivo de Laura en estos casos, aunque se haya vuelto a dormir) y vuelve al dormitorio a ver si ella se ha levantado o si está dispuesta a hacer el amor.
Cuando entra de puntillas en el dormitorio parece que está dormida, pero cuando se tropieza con un par de zapatos (de él, por supuesto) en el umbral y se choca con el tocador, se despierta. No parece muy contenta.
—No pareces muy contenta —dice David. (El cerebro de David funciona de forma lineal. Eso es lo que hace que sea un fuera de serie en su trabajo pero que resulte extremadamente difícil sentarse a su lado durante una cena.)
—¿Qué tal la cocina? ¿Hecha un asco?
—No. ¿Por qué iba a estarlo?
—Tú has estado en la cocina.
—¿Y?
Laura suspira. Siempre se le olvida que David no reconocería una sutileza ni aunque se le sentara en las rodillas. Quiere decir: «Y... tú siempre dejas la cocina hecha un desastre», pero todo esto le resulta tan agotador que no logra obligar a los músculos de alrededor de su boca a que formen las palabras.
David se sienta al borde de la cama. Ambos pueden ver su erección saludándoles desde debajo de sus boxers, pero ambos deciden ignorarla cortésmente, igual que uno ignora a un vagabundo que habla solo en el metro.
A David se le ha olvidado hacerle a Laura la taza de té que le prometió. Es capaz de prepararse un desayuno completo pero se le olvida una simple taza de té para ella. Laura va a contar hasta diez y si no lo recuerda en ese espacio de tiempo va a volver a meterse debajo del edredón y se va a poner de morros un rato muy largo.
Va por el ocho cuando suena el teléfono. El móvil de David. Aunque ya lo ha hablado consigo misma, no consigue librarse de la sensación de que cada vez que suena el móvil de David cuando está con ella ésta es su forma de demostrarle que él está al mando. Que toda su trayectoria profesional, su existencia como máquina de hacer dinero, sólo están ahí para demostrarle a Laura lo poco que vale. «Que no se te olvide», repiquetea el teléfono, «él es el que trae el pan a casa, ¡no tú! ¿Desde cuándo recibes tú llamadas para consultarte sobre decisiones de vital importancia a cada momento del día?». En seguida David está absorto en un complejo debate jurídico de jeroglíficos verbales con un cliente sobre un caso de vida o muerte.
—Bla, bla, bla —dice David—. Bla, bla, recurso de inconstitucionalidad. Bla, bla, orden judicial ante el tribunal de Queen’s Bench. Bla, bla, interrogatorios.
Laura se recuerda a sí misma que no todo en la vida es ganar dinero.
Ser un ser humano refinado e interesante es igual de importante.
Y ser artista. Con una exposición a punto de celebrarse en Cork Street.
—Bla, bla, bla, crucial —le dice David al teléfono.
Crear bellos cuadros que alegran la vida no sólo es más importante para la psique humana que pasarse el día largando de temas jurídicos, sino que además, si esta exposición sale bien, Laura va a sacar, como consecuencia completamente imprevista, un dineral. Entonces veremos cómo cambian las cosas en esta relación. Entonces puede que David deje de mandarla callar como hace siempre.
—Bla, bla, hasta luego.
David cierra el móvil de golpe. Ella sabe que cree que lo hace con mucho estilo pero francamente le importa un bledo.
Ya está otra vez sonriendo. El diente. Ag. Dice:
—¿Tenemos algo planeado para el fin de semana que viene? ¿Por qué no nos vamos un par de noches por ahí, tú y yo solos? ¿Qué tal ese hotel en los Cotswolds? Antes íbamos mucho. Hace siglos que no vamos.
—¿Lo haces adrede? —chilla Laura. David frunce el ceño—. Sabes que tenemos un cóctel en casa de Isabelle el viernes que viene. ¡Sabes lo importante que es para mí!
(Isabelle es, más o menos, la agente de Laura. Más o menos, porque nunca ha vendido ningún cuadro de Laura —ni de nadie más, la verdad—, aunque los estudios que ha hecho Laura de superficies duras han despertado muchísimo interés y, le ha asegurado Isabelle, todo es cuestión de esperar el momento adecuado y el momento adecuado de Laura llegará cuando sea el momento adecuado.)
—Sí —dice David, en voz baja—, pero es temprano, a las seis. Podríamos quedarnos un par de horas, esperar a que pasen los atascos y luego salir, cenar tarde, de camino...
—Increíble —dice Laura, negando con fuerza con la cabeza sin pensar siquiera en cómo va a quedarle el peinado—. Estoy en un momento clave para mi carrera. Mi agente nos invita a un cóctel donde va a estar toda la gente importante, y tú me asignas un par de horas. No soy la puñetera Cenicienta, sabes. ¿Te imaginas que yo hiciera lo mismo con el hombre con el que vamos a cenar esta noche, que de pronto mirara el reloj en el restaurante y dijera: «Ooh, mira, ya han pasado las dos horas. Perdón, pero ¡tengo que irme corriendo!» ¿Te lo imaginas? ¡¿Te lo imaginas?!
Laura se va a volver loca. Se pregunta cuánto más podrá aguantar este tipo de provocaciones extremas. Desaparece bajo la colcha para demostrarle a David que está enfadada, muy enfadada, y que está esperando a que se disculpe. En vez de eso le suena de nuevo el móvil y se aleja, debatiendo sobre otro megacaso urgente. Ya está. Ahora se va a pasar horas de morros. Por lo menos hasta después del almuerzo.
Se queda mirando a David, que camina hacia la cocina parloteando por el móvil. Desde su escondite bajo el edredón de seda Laura ve el reloj antiguo Lalique de color verde que David le compró por su cumpleaños y calcula que Anouschka, la asistenta, ya llega veinte minutos tarde. No, la asistenta no, se recuerda a sí misma Laura. Tiene que acordarse de dejar de referirse a ella como la asistenta. La semana pasada la ascendió a ama de llaves con un plus de sesenta peniques la hora sobre su sueldo, lo cual no se merecía, pero la vida es demasiado corta para enfadarse por estas cosas. Laura se ha dado cuenta de que últimamente sus amigas tenían amas de llaves, no asistentas, y Anouschka, cuando contestaba el teléfono en ausencia de Laura, era dada a decir: «Hola, aquí asistenta». (Laura lo sabe porque a veces, estando fuera, llama a su propia casa de forma anónima para asegurarse de que Anouschka no se haya ido a su casa antes de tiempo.) «Hola, aquí ama de llaves», claramente suena mejor. «Hola, al habla el ama de llaves de los Denver-Barrette» sería mejor, por supuesto, pero dado el limitado dominio del inglés que tiene Anouschka, una tiene que contentarse con lo que hay.
Normalmente Anouschka no viene los fines de semana, pero dado que David, en un gesto de típica desconsideración, y sin pensar para nada en todo el trabajo extra ni en la preocupación que le va a causar a Laura, ha invitado a esta pareja a tomar unas copas en casa antes de ir a cenar a un restaurante, Laura quiere que Anouschka haga un par de horas extra para dejar la casa lo mejor posible antes de que lleguen. Así también tendrá a Anouschka a mano para que le ayude a darse los últimos retoques en el pelo, abrir los paquetitos de pistachos y meter las copas en el lavavajillas cuando todo termine. Por supuesto, al tener a Anouschka allí un sábado, Laura se sentirá una extraña en su propia casa. Cada vez que entre en una habitación aparecerá Anouschka preguntando en su pésimo inglés: «¿Yo limpio aquí, ceñora David?» como un cachorro demasiado dependiente que no quiere quedarse solo. Laura le ha explicado, no sabe cuántas veces desde que Anouschka empezó a trabajar para ellos, que ella es la Sra. Denver-Barrette, no la Sra. David. «David es el nombre de pila de mi marido», explica Laura con firmeza. «Yo soy la Sra. Denver-Barrette, Barrette con e.» Anouschka asiente dulcemente con la cabeza, y las cortinas que forma su grasiento pelo castaño se agitan asimétricamente a ambos lados de su cara rechoncha. «Sí, sí», repite Anouschka, obediente. «La ceñora DenverBarretteconete.» Después, cinco minutos más tarde, ya está: «¿Yo limpio aquí, ceñora David?». Tal vez, razona Laura, magnánima, en cualquiera que sea el país del Este de Europa del que proviene Anouschka (Laura nunca se aclara con la geografía de sus limpiadoras), aún conserven algún tipo de código de conducta feudal en el que a las mujeres casadas se las llama por el nombre de pila de sus maridos.
Entretanto, David ha terminado con su llamada y reaparece en el dormitorio con la taza de té para Laura, y con café y una naranja para él. Sabe que discutir con su mujer no lleva a ninguna parte. Le amarga el día, ella siempre gana, y esta mañana necesita sexo desesperadamente. Necesita relajarse. Qué más da si tiene que arrastrarse un poco para salirse con la suya.
—Laura, cariño, por favor no te enfades. Lo siento. —A estas alturas ninguno de los dos recuerda por qué pide disculpas pero eso parece no tener importancia. Lo importante es que ha pedido disculpas. Laura aparta el edredón para incorporarse y aceptar su taza de té. Él siente que se le vuelve a encabritar el pene sólo de verla. Lleva aquel camisón azul claro que le regaló el año pasado. Los tirantes de seda apenas se ajustan a sus hombros esbeltos. Tiene la piel pálida y pulida. El escote es muy bajo y roza justamente sus bonitos pezones. Tiene mejores tetas que una chica de dieciocho años. Dios, la quiere y la quiere ahora pero con Laura uno tiene que ser precavido, tener paciencia, tomarse su tiempo, contar hasta diez y luego hasta cien. Respira hondo.
—Te he traído tu té, cariño —dice cuando ella coge la taza. A David le gusta decir lo evidente.
—Ah —dice Laura—. Y yo que pensaba que era un bebé elefante.
David frunce el ceño, confuso. Puede que tenga el síndrome premenstrual. Intenta recordar la última vez que sus avances fueron rechazados con el pretexto de estar en esos días. Sonríe con nerviosismo, se sienta al borde de la cama y se coloca, sensato, el Financial Times sobre sus abultadas partes.
Laura le da un sorbo a su té. Es de limoncillo. Laura siente debilidad por él desde sus últimas vacaciones en Phuket. Cuando volvieron, le dijo a David cómo tenía que cortar los trozos de limoncillo para hacerle el té y ya casi lo hace bien.
—Mm —dice Laura con un gesto de aprobación tras dar el primer sorbo.
Bomba va, piensa David, y deja que el Financial Times se deslice hasta el suelo. Pero justo entonces, mierda, suena el teléfono fijo. Laura coge el auricular y le lanza a David una mirada de triunfo. ¡Ja! ¡Él no es el único que recibe llamadas un sábado a primera hora! David, ajeno a cualquier mirada y sus posibles significados, se levanta tristemente a coger otra naranja de la cocina.
Laura está nerviosísima. Puede, sólo puede, que sea su agente, que quiere hablar de la exposición en la galería. Porfavorseñorporfavorseñorporfavorseñor.
—¡Diga! —anuncia Laura en voz alta y triunfal.
—Ho-la, ceñora David —le llega la respuesta entrecortada—. Es Anouschka.
A Laura se le cae el corazón a los pies.
—Anouschka —suspira.
—¿Sí?
—Sí. Eres Anouschka. ¿Qué quieres?
—Yo no vengo hoy. Yo —y esto viene acompañado por un ataque de tos tan violento que Laura casi puede ver el color de la flema—, no bien.
—¡Pero ayer estabas bien! ¡Y antes de ayer!
—Sí. Pero yo no bien hoy, ceñora David. —Más moco salpica el teléfono. Es obvio que está fingiendo. Es obvio que la muy floja quiere tomarse el día libre.
—Yo deja todo muy bien ayer, ceñora David. Segura que está OK para usted hoy.
Laura suspira. Aunque lleva ya más de tres meses trabajando allí (lo cual es una especie de récord para las limpiadoras de Laura), esta chica no tiene ni idea de la clase de vida que llevan David y ella, de la clase de gente que son.
—Mira, Anouschka, no podemos vivir en el pasado. Desde ayer, el Sr. Denver-Barrette y yo hemos cenado, hemos dormido en la cama, hemos usado los baños... ya sabes. ¡La casa está hecha un desastre! Esta noche vienen invitados. Invitados importantes..., tienen que ver con el trabajo del Sr. Denver-Barrette. Mira, Anouschka, lo cierto es que te comprometiste a venir. ¿Sabes lo que significa «comprometerse»? ¿Lo entiendes? Un compromiso es algo serio, no es algo que puedas romper a tu antojo. ¿Por qué no te quedas una horita más en la cama y después vienes? ¿Sí? ¿Vale? Vale. Adiós, Anouschka. —Mejor no darle tiempo para contestar, piensa Laura, y cuelga bruscamente.
Es, por supuesto, impensable que Anouschka no se presente. Dios sabe cómo estará la cocina después de los intentos de David de hacerse el desayuno. La casa entera apesta a bacon. Y los picaportes de bronce definitivamente necesitan más trabajo. Por no mencionar la plata. La lista es interminable.
Entretanto, David ha vuelto con su naranja. Pelarla le ayuda a quitarse la erección de la cabeza. Laura le observa retirar la piel con la lengua asomando por la comisura de la boca, como hace cuando se concentra. Puede que su madre le dijera una vez que era una costumbre entrañable. Laura no está de acuerdo. Decide que si le pregunta quién la ha llamado, le dirá que era el dueño de la galería pidiéndole información sobre su última colección de cuadros. Isabelle, la agente de Laura, dice que el dueño de la galería está interesado con sus detallados estudios de la piedra caliza y la pizarra. Los llama cuadros dentro de cuadros. Está fascinado y muy emocionado. Laura también.
David no le pregunta quién la ha llamado.
Típico de él. No es curioso. Simplemente no tiene una mente despierta. Presupone que si él debiera saber quién la ha llamado, ella se lo diría. Laura no puede entender cómo será tener una mente así, pero al menos ha sabido darse cuenta de que David sí tiene una mente así. Desde entonces, la vida se ha vuelto bastante más fácil para ambos.
Pero lo que yo quiero, reflexiona Laura, es un hombre con una mente despierta. Laura coge la revista y finge leer.
David, mientras tanto, comienza a comerse la naranja. A Laura no deja de sorprenderle lo mucho que puede comer David. Está delgado, naturalmente, pero no para de comer. Laura encuentra esto muy poco atractivo. Ahora se está embutiendo trozos absurdamente grandes de la jugosa fruta en la boca, y el diente amarillo se hunde en la naranja. Empieza a masticar. Laura observa su mandíbula en funcionamiento, una curiosa combinación de lado arriba a lado abajo. Va a tragar en cualquier momento. Sabe que va a hacerlo, por supuesto que sí. Está comiendo, así que tendrá que tragar.
Ñam, ñam, ñam.
Ñam, ñam, ñam.
Va a tragar. Ella lo sabe.
A Laura le da asco verle tragar. Oírle tragar. Se obliga a apartar los ojos de su garganta, los obliga a estudiar el estampado de las cortinas, a inspeccionar la escayola del techo, la forma del tocador, a mirar a cualquier parte menos ahí, pero por supuesto no quieren, no pueden apartarse de eso y ella lo sabe, es sólo cuestión de tiempo pero va a tener que verlo, observar el mecanismo en acción, sonido y vista, vista y sonido, aguantar a David tragando.
Ya empezamos, piensa. Se clava las uñas en las palmas de las manos. Una última vuelta y ocurre. La nuez, la ola que pasa por su garganta, el bulto antinatural, hinchado y erizado como un lichi sin pelar, se balancea, entra en acción, se infla de forma grotesca y baja. Y —por si fuera poco— después viene el ruido sordo de la pulpa masticada al caer en el esófago. Y apenas el sonido del espantoso tragar de David cesa de reverberar sobre las paredes recubiertas con paneles y el suelo de parqué del dormitorio, David se lleva otro gajo de naranja a los labios y el proceso comienza de nuevo.
Laura no está segura de poder soportarlo.
—¿Algo va mal? —pregunta David. Un hilillo de jugo le baja por la barbilla hasta el hoyuelo del mentón, el hoyuelo que una vez encontró adorable.
—Tienes un trocito pegado en la barbilla —comenta Laura con tanta indiferencia como puede.
Se lo limpia, alegremente, con el dorso de la mano. Así que ya no tiene un trocito pegado en la barbilla sino una barbilla totalmente pegajosa y una mano pegajosa. Laura contiene la respiración y se dice a sí misma que debe calmarse. Se entretiene eligiendo otra revista del surtido que tiene junto a su lado de la cama, pero sabe que no va a ser capaz de quitarse de la cabeza la barbilla de David. Ese jugo de naranja va a ponerse aún más pegajoso y va a empezar a oler. Se lo restregará en la ropa, o peor, se lo restregará a ella cuando intente besarla. ¿No se da cuenta de que tiene la barbilla llena de zumo? ¿No lo huele, no lo nota sobre la piel, por el amor de Dios? ¿Es que los hombres no tienen sensibilidad en la barbilla? Laura se lo pregunta con mudo asombro. Seguro que si ella tuviera un charquito de zumo de naranja solidificándose bajo su labio inferior lo notaría. O puede que sea sólo David. Puede que de pequeño le dieran en la barbilla con una pelota de críquet y le dejaran una insensibilidad permanente que merece sólo compasión y no la repugnancia que siente Laura en este momento al ver solidificarse esa baba de un chillón color fosforescente.
Pero no va a decirle nada. No. Va a controlarse.
David toma un último sorbo de café y hace un intento poco entusiasta de suprimir un eructo tras el dorso de la mano. Hacer eso resulta tan ridículo como la gente que se cubre la boca con la mano al usar un palillo de dientes tras una comida. Es una costumbre asquerosa, y si sabes que es tan asquerosa que te sientes obligado a levantar una mano para pedir perdón, ¿por qué lo haces? Qué hipocresía. Laura sabe con toda seguridad que si David hubiera estado desayunando con uno de sus socios no habría eructado al terminar. Se pregunta, no por primera vez, por qué creerá él que el precio por quince años de matrimonio es oírle eructar al final de cada comida.
Quiere sexo. Le sonríe. Ahí está otra vez el diente. Pasa la página de la revista que en realidad no está leyendo para transmitir la completa indiferencia que quiere transmitir.
Ha llegado el momento, decide David. Va a por ella. Se vuelve hacia Laura.
—¿Por qué no te limpias la barbilla? Tienes jugo por todas partes.
—A la mierda con la barbilla —dice David, porque tampoco es un completo calzonazos.
Empieza a intentar poner la cara frente a la de ella.
—¡Ag! David, date con esto. —Le alarga un clínex. Él no comprende. Baja la mirada hasta su entrepierna.
—Para la barbilla, idiota.
Le limpia el mentón con el pañuelo y él vuelve al ataque.
Laura se devana los sesos.
—¡Pero siempre vas al gimnasio los sábados por la mañana! —chilla con la parte de la boca que le queda libre.
Laura se aferra instintivamente al cabecero, como si le fuera a servir de algo. Su mente busca desesperadamente una razón por la que David no deba penetrarla a estas horas. Ojalá Anouschka llegara a su hora. Laura siente que se le revuelven las tripas de odio hacia la muy estúpida, que por cierto padece de olor corporal, pero parece no saberlo ni preocuparse por ello. (Laura es especialista en pensamientos peregrinos, sobre todo en momentos de estrés.)
—Vamos, hace siglo que no lo hacemos.
—¡Querrás decir desde el martes!
—Exacto. Siglos —farfulla con la boca llena del cuello de ella.
—Esto es absurdo —contraataca ella, echándose el pelo hacia atrás para que le dé la luz.
—¿Absurdo? ¿Por qué? ¿Porque es sábado por la mañana y quiero hacerle el amor a mi mujer?
Laura lo mira. No tiene excusa. No está cansada (son las 9.30 de la mañana), no está con la regla (la tuvo la semana pasada), no tiene ninguna cita, ningún plan ni ningún compromiso. No tiene motivos para no hacerlo, aparte de su aversión a acceder espontáneamente a los deseos de David.
Laura siente una punzada entre los muslos. En realidad, la verdad sea dicha, aunque en el mundo de Laura rara vez es dicha, a Laura le encantaría hacerlo con su marido. Hacerlo en condiciones. Le encantaría que David le saltara encima, le arrancara el carísimo camisón que lleva puesto y que le echara un polvo con todas sus ganas. Pero le molesta profundamente que se crea que puede volver a la cama un sábado por la mañana dando por hecho que se van a acostar. Y la molestia que siente significa más para Laura, mucho más, que la vibrante punzada que se le ha despertado en el clítoris.
—No es propio de ti faltar al gimnasio —insiste.
—Puedo ir más tarde —razona él simplemente.
La está mirando. Parece no importarle su reticencia. Parece no notarla. ¿Cómo puede no notarla? Cualquier hombre normal la notaría. ¿Por qué no dice: «Bueno, por supuesto, si no te apetece... » y ella podría decir: «Bueno, en realidad, ahora que lo dices, esta mañana no tengo muchas ganas... »? Y así se resolvería. Laura podría irse, vestirse y empezar el día, físicamente frustrada pero sin duda al mando.
Pero David no se da cuenta, y la punzada de Laura se ha vuelto tan intensa que siente una delgada línea de deseo deslizarse lentamente por uno de sus muslos.
—Tengo que ir al servicio —murmura, abriéndose paso hacia su baño, cerrando la puerta, poniendo tierra de por medio, haciendo tiempo. Recuerda, mientras se seca, que cuando conoció a David se ponía tan húmeda ante la perspectiva de hacerlo con él que le preocupaba que él pensara que tenía incontinencia. Ahora, después de quince años, sigue encontrándolo atractivo. Pero no puede dejar que él se dé cuenta. Lo importante del sexo no son las piernas húmedas. Lo importante del sexo es marcar el territorio.
Hace pipí, sólo para que él oiga que lo ha hecho. Respira hondo un par de veces. Sale y se sienta junto a él en la cama.
—¿Qué tal va el trabajo? —le pregunta.
—¿El trabajo?
—Sí.
—Como siempre. Bien. ¿Por qué?
¿Por qué? Oh, porque aunque en realidad tengo unas ganas locas de acostarme contigo, no sé cómo afectaría eso al equilibrio de poder entre los dos. ¿Qué pasaría con mi poder si te dieras cuenta de que lo estoy disfrutando? Me da miedo sentirme vulnerable. Por eso siempre te lo pongo tan difícil.
Esto es lo que Laura no dice.
—¿Cómo que por qué? Siempre hago algo mal, ¿verdad? —dice—. Si no te pregunto por el trabajo, te quejas de que nunca pregunto. Si te pregunto, me arrancas la cabeza de un mordisco.
Lo estúpido del argumento los pilla a los dos por sorpresa. Preguntar «por qué» no puede equivaler a arrancarle a alguien la cabeza de un mordisco, ni siquiera según el complejo proceso de interpretación semántica de Laura. Y David nunca se ha quejado de que Laura no le pregunte por el trabajo. (Lo cual nunca hace, pero tiene sus razones. David es abogado. Laura es, supuestamente, artista. Laura no se ocupa del dinero, David no se ocupa del color como expresión de las emociones. Así que no tiene sentido que le pregunte, a no ser que uno de sus socios tenga una crisis nerviosa o una aventura con su ayudante personal, lo cual a veces capta su interés unos minutos.)
La ha cagado. Gana David. Ambos lo saben.
—Quítate el camisón —sonríe, malicioso. Se levanta a cerrar las cortinas y ella ve su gigantesca erección en todo su esplendor. Se siente como un vegetariano al que le van a obligar a comer una salchicha. Laura siempre siente este trauma antes de poder permitirse disfrutar del sexo. Le dan náuseas. Le entra frío y calor. Pero no se le ocurre ninguna excusa.
Se quita el camisón y se recuesta. Laura detecta la acostumbrada mirada de admiración de David. Nunca le sorprende. A sus treinta y cinco años, Laura sabe que sigue siendo indiscutiblemente una belleza. Y sabe que eso se lo debe ante todo a su buen criterio por haber evitado todo aquel fastidioso tema de los niños. Cada vez que hacen el amor, siente cómo David desea, ansía que su esperma avance hacia delante y hacia arriba. No sabe que sus pececitos se han embarcado en un viaje sin sentido. Laura discretamente hizo que desactivaran sus partes fértiles hace unos cuantos años; y desde entonces se limitaba a extender las manos en ademán de triste aceptación de su triste destino cada vez que sus amigos reunían el coraje de hacer algún comentario sobre su falta de descendencia. Cuando esto se volvió indiscreto, Laura le mencionó por casualidad a su mejor amiga Louella que era el esperma de David el que no estaba por la labor y desde entonces la gente dejó de hacer comentarios. (La indiscreción crónica de Louella a veces sirve para algo.)
Esto significa que no ha habido niños que ensancharan su perfecta pelvis ni que le quitaran el sueño por las noches. Pero su actual belleza también existe, en parte, gracias a David. Su destreza en ganar dinero le ha proporcionado un estilo de vida en el que el estrés para Laura significa preguntarse si pinta el comedor de un tono rosado de rojo o un tono rojizo de rosa. Su obvia y absoluta devoción la ha liberado de cualquier ansiedad emocional. (Preocuparse por una posible amante puede deteriorar terriblemente el cutis.)
Por todo esto y más, Laura le está agradecida a David. Pero sólo hasta cierto punto. Y ese punto sencillamente no es uno por el que ella crea que tiene que acostarse con él cualquier sábado por la mañana si a él le apetece. Sí, él se lo ha dado todo pero lo cierto es que Laura es bella sencillamente porque lo es, siempre lo ha sido y probablemente siempre lo será. Ella es evolutivamente superior. (Lo cual puede, por supuesto, resultar en sí estresante. Pero Laura ha aprendido a soportarlo.) Él no es su dueño, ella no le pertenece, y si hacen el amor cada vez que él quiera y él ve lo mucho que le gusta, ¿en qué posición queda ella?
Laura le mira. Quiere suspirar, quiere discutir, quiere hacer cualquier cosa menos acostarse con su marido. Un parpadeo imperceptible de cansada impaciencia cruza sus ojos verdes. Ella sabe que está tenso por lo de las copas de esta noche. ¿Qué le dijo: algo de que hoy se firmaba o se rompía un trato importante? Pero es que para David todo es un trato importante. Su cara se cierne sobre ella, llena de deseo. Éste no es el mejor ángulo para los rasgos de David, reflexiona.
—Muy bien —dice. Intenta esbozar una sonrisa sincera. Se tumba y abre las piernas.
Esto no es tan difícil para mí, no deja de repetirse a sí misma mientras separa los muslos.
Respira hondo como le enseñó su monitor de yoga. Está húmeda, húmeda, húmeda. David se siente encantado cuando lo nota. A ella le entran ganas de decir: Ésa no soy yo. Ésa no es la parte importante de mí, esa humedad no es quien yo soy. La parte importante de mí no quiere que me impongas tu voluntad un sábado a primera hora de la mañana simplemente porque te has despertado con una erección. La parte importante de mí te comunicará cuándo quiero sexo y no al revés. ¡La parte importante de mí va a tener su propia exposición en una galería de Cork Street!
David está encima de ella babeándole en la oreja.
—Oh, Laura —gime—. Háblame. Háblame. Dime que me deseas.
Deseo que termines de una vez, piensa Laura. Se niega a permitirse a sí misma disfrutar de esto. Quiere hacerlo, lo quiere, pero no piensa dejarse llevar, no va a dejar que él vea que está dejándose llevar. Él puede hacer lo que quiera —y de hecho hace lo que quiere—, pero ella se siente al mando siempre que no disfrute. De todas formas, David siempre se corre tan rápido que si ella consigue concentrarse el tiempo necesario en algo vagamente placentero, todo debería acabar pronto y su cuerpo no habrá tenido que involucrarse para nada.
David le sonríe otra vez. Antes, cuando se despertó, era una sonrisa sensiblera del tipo «pareces-un-poco-depre-puedo-hacer-algo-por-ti-pero-por-favor-señor-no-digas-que-no». Ahora se ha convertido en una sonrisilla de complicidad, como si en vez de estar a punto de copular, fueran a meter un arenque ahumado en el tubo de escape del coche del director. Pero David no se imagina que cada vez que abre la boca y ella ve ese puñetero diente Laura se siente asqueada.
David se desliza hacia abajo para ejecutar su minuto simbólico de juegos preliminares. Comienza a babosearle la garganta y los pechos. David da unos besos muy húmedos y a ella le preocupa que le llegue la saliva al pelo que se arregló ayer por la tarde para que estuviera lo mejor posible para lo de las copas de esta noche. Ayer porque Rupert, el único hombre al que le permite acercarse a su pelo con un par de tijeras, se iba de fin de semana romántico a Ámsterdam con su novio Edmund. Fin de semana durante el cual esperaba recibir una propuesta de matrimonio (tras siete años de cortejo durante los cuales ambos se han sido siempre apasionadamente fieles el uno al otro excepto por el desliz que tuvo Rupert hace tres años en la boda de su hermana, que la peluquería entera conoce perfectamente pero del que Edmund gracias a Dios no sabe nada). Ni siquiera Laura, su clienta favorita, consiguió convencer a Rupert de que pospusiera su viaje para poder arreglarle el pelo el mismo sábado, en vez de la tarde antes. Laura le engatusó, le sobornó, le amenazó y hasta lloró, pero Rupert dijo que lo suyo con Edmund era ahora o nunca. Después de siete años sencillamente no se sentía con la energía necesaria para empezar de nuevo con otra persona. Sencillamente no podía dejar de ir. La consecuencia del egoísmo de Rupert ha sido que Laura ha tenido que dormir toda la noche del viernes en posición semi-incorporada para que su pelo, una sofisticada combinación de mechas de distintos tonos, tratamientos para el volumen y discretos rizos, no se estropeara demasiado. Y la consecuencia de esto —porque sí, la mariposa que bate sus alas en Venezuela puede causar un terremoto en el otro extremo del mundo— es que Laura apenas ha dormido y no está de humor para complacer a las glándulas salivales demasiado entusiastas de su marido.
El minuto termina y David vuelve a incorporarse, listo para entrar. Su cara sudorosa está suspendida sobre ella. Ella huele el bacon y el huevo en su aliento. Se imagina la mezcla de cerdo y pollo muertos bajando hacia sus tripas, donde se cuajará y se descompondrá hasta que la naturaleza siga su curso.
—¿En qué piensas? —le pregunta David con ternura mientras se pone en posición.
Laura duda.
—En el matrimonio —contesta simplemente.
—Ah —dice él algo nervioso, sin saber si eso es bueno o malo—. Ah —repite, intentando ganar tiempo. Laura apenas puede reprimir un gritito de asombro y satisfacción. Nota su pene, duro como una piedra, junto a su muslo. David no puede aguantar más. Ella es la guardiana. Tiene el poder. David tiene que jugar bien sus cartas. Si le hace otra pregunta («Y, exactamente, ¿en qué aspecto del matrimonio estás pensando, cariño?») puede que ella se impaciente. Si vuelve a decir «ah» la molestará (Laura detesta las repeticiones de cualquier clase —dos «aes» ya era tentar a la suerte). Si hace alguna broma (a Laura no le gustan las bromas tontas de David) puede que incluso se levante y se vaya. David no dice nada. Decide que los actos hablan de manera más clara y menos arriesgada que las palabras.
Extiende el brazo y empieza a girarle a Laura uno de los pezones entre el pulgar y el índice. Laura, tumbada y callada, no está segura de por qué insiste en hacer esto. Sospecha que habrá leído en alguna revista que eso es lo que le gusta a las mujeres, o puede que se lo haya dicho un amigo (aunque, dado que Laura es incapaz de imaginarse a David leyendo esa clase de revistas o incluso teniendo algún amigo con el que este tipo de conversación pudiera resultar viable, estas sospechas nunca la satisfacen del todo).
Entretanto, David empieza de nuevo a frotar la boca con el cuello de ella mientras juguetea con su pezón. Laura está impresionada. Así, reflexiona, mientras él mueve bruscamente la cabeza hacia arriba y hacia abajo, debe ser como saber tocar el piano: un cerebro, dos acciones. Por otra parte, por decirlo de alguna manera, ya que David nunca se afeita los sábados hasta que vuelve del gimnasio, ésta no resulta una experiencia tan placentera para ella como él se imagina. En realidad, a Laura empieza a dolerle bastante el pezón. Le entran ganas de recordarle que la verdad es que tiene otro y que podría darle un respiro al primero, pero teme que él lo interprete como una invitación a seguir adelante. Es una situación delicada. Pero si no muestra algún tipo de respuesta positiva pronto, la cosa podría durar para siempre. Y como siga frotando, piensa Laura, va a hacer que los pezones le salgan ardiendo y se autoinmolen.
Y lo peor de todo es que le viene fatal para el pelo.
—Ah-aaah-ah —murmura Laura con tan poco entusiasmo como puede—. Ah-aaah-ah. —Se mueve imperceptiblemente para mostrarle que ya está lista.
Normalmente, a la primera señal que da Laura de estar participando, David inmediatamente abandona el altruista acto de deseo que esté diligentemente llevando a cabo y se arroja encima y adentro de ella. Pero hoy, en vez de eso, desliza los dedos sobre su cuerpo desde el pezón hasta la entrepierna, donde empieza a huronear como si estuviera buscando un chisme perdido dentro de una caja de herramientas.
—Ah-aaah-ah —insiste Laura, por si no lo ha cogido a la primera—. Ah-aaah-ah.
Pero David está en mitad de una misión, una misión de reconocimiento que, por lo que respecta a Laura, sólo puede acabar en fracaso.
—Ah-aaah-ah —responde él apasionadamente—. ¡¡Ah-aaah-aaaaah-ah!!
Finalmente, cuando ya no puede soportarlo más, con un mínimo de cariño y de forma no carente de brutalidad, Laura le agarra el pene y lo dirige con firmeza y demasiado rápido hacia el arranque de sus muslos.
—Ooh —dice David. Laura no está segura de si siente placer o dolor ni de si lo uno o lo otro le importa lo más mínimo. Una vez dentro de ella, sintiendo que ha cumplido con su deber, David empieza a pasarlo bien. Ella observa su nariz, que parece enorme desde donde está, moviéndose arriba/abajo, arriba/abajo rítmicamente sobre su cara.
Por fin está contento. Le sonríe.
—No sonrías —dice ella rápidamente.
—¿Que no sonría?
—No.
David capta el mensaje y empieza a bombear con fuerza. ¡Joder, oh joder!, sí que necesitaba desahogarse después de todo el estrés acumulado por organizar el encuentro durante los últimos días.
Empieza a jadear. David siempre jadea cuanto está a punto de correrse. Laura no está segura de por qué, ya que no es un sonido atractivo. Si se pusiera a ladrar no la sorprendería en absoluto. Decide quedarse tumbada, simplemente quedarse tumbada, sin emitir ningún sonido y sin moverse, y esperar a que todo termine. Éste es el último vestigio de control que le queda y piensa aprovecharlo bien. Cierra los ojos y deja que su mente vague hasta un lugar bonito sin especificar, donde todos los que están a su alrededor la admiran.
Mientras tanto, en algún lugar lejano de una galaxia por encima de ella, David está empujando, empujando con todas sus ganas. Ya casi está. No va a durar mucho pero como a Laura nunca parece importarle por qué iba a importarle a él. Ella no reacciona en absoluto; de hecho muestra tan débiles signos de vida que a David le preocupa que le haya dado un infarto o algo grave y que simplemente se haya muerto debajo de él mientras estaba bombea que te bombea y que haya sido demasiado educada para decirle nada. No sería típico de Laura, pero nunca se sabe. Intenta quitarse la preocupación de la cabeza pero no puede. Le está desconcentrando de su esfuerzo. Tiene que parar para comprobar si sigue viva, pero si para se acabó, se le bajará la erección. David se conoce: no puede parar a estas alturas. Dios, ¿qué va a hacer? Emite un par de sonidos más con la esperanza de que ella le conteste y le confirme que sigue existiendo. Nada. Tiene los ojos cerrados pero no cerrados-en-plan-éxtasis, sino más bien cerrado-en-plan-puede-que-esté-muerta. Le está empezando a entrar el pánico y si le entra el pánico se le pondrá floja. Tiene que ponerle fin al pánico, ponerle fin ahora.
Así que hace una estupidez.
Le pide a Laura que le diga que le quiere.
—Ah-ah-aah. Dime que me quieres, Laura. Dime que me quieres. Necesito oírte decir que me quieres.
¿Qué? ¡Qué! No. No, no, no. Esto ya es demasiado para Laura. ¿Así que ahora quiere sexo y encima apoyo afectivo? ¿Qué se ha creído que es ella, un teléfono de la esperanza, encima de todo?
Se lo quita de encima de un empujón. David se queja, en plena agonía.
—David. Dime: ¿qué quieres: sexo o psicoanálisis?
—Pero si sólo te he pedido que...
—Ya sé lo que me has pedido. Así que ahora además de tu esposa, ama de llaves, secretaria, cocinera, florista, decoradora de interiores y proveedora de favores sexuales, ¿también quieres que sea tu psiquiatra? Perdona, pero hasta yo tengo mis límites. —Se baja de la cama y se retira al baño para poner los morros entre todos los morros.
Contempla su imagen en el espejo profusamente iluminado del baño. Está preciosa. Está al mando. Puede darle el visto bueno al sexo, o vetarlo. Está al mando.
—Lo siento —dice él desde fuera.
Sí, no le extraña que lo sienta. Pero es demasiado tarde. Esta vez ya es demasiado tarde. Se mira la cara más de cerca. Y, para terror suyo, ve que la belleza no es tan bella como podría ser. Está blanca, pálida, tan descolorida como el magnífico mármol que la rodea. ¡Dios mío!, piensa Laura, ésa soy yo. Ésa soy yo. Esa cara pálida, insatisfecha e infeliz soy yo.
Y de repente, como por un acto reflejo, sabe en su fuero interno que va a dejar a David, que va a dejarlo hoy. No puede soportarlo más. Este matrimonio perfecto que tienen, admirado por sus amigos, envidiado por sus enemigos, ya no es lo que ella quiere. Sencillamente no está contenta con su vida y por tanto con él. Nada va exactamente como Laura quiere que vaya. Nada ha ido bien desde que se despertó esta mañana. El diente, la saliva, la tostada, las llamadas por el móvil, la necesidad de sentirse amado. Nada de eso va como debería ir para ser perfecto.
Su matrimonio ha terminado.
Ya no puede más.