Capítulo 2
Ahora que Laura ha decidido dar el paso, parece todo tan obvio. Todo aquello que va mal en su vida es culpa de David y todo va a ir muchísimo mejor sin él. Será una mujer nueva. Libre, desinhibida, extrovertida, despierta, popular, una triunfadora. Feliz.
¿Por qué no se le habrá ocurrido antes?
El problema de David es que sencillamente no sabe apreciarla. Y la está reprimiendo. No tiene ningún sentido que se estrese, que malgaste horas de su tiempo intentando entender dónde está el problema. Él es el problema. La gente piensa que la vida es tan complicada, tan llena de ambivalencias. En realidad, si se emplean la suficiente honestidad y disciplina, la vida es bastante sencilla: sólo hay que identificar el problema y su solución.
David es el problema. Tiene que dejarlo. Fácil.
Ahora sólo tiene que buscar las palabras adecuadas para decírselo. Ensaya su discurso de despedida frente al espejo.
—Mira, David, me he dado cuenta de que no sabes apreciarme y de que me estás reprimiendo. El mes pasado me puse a dieta para perder un kilo de más que había cogido durante las vacaciones. Comí sólo clara de huevo y tortitas de arroz de cultivo ecológico y perdí el kilo en tres días. Tú ni te diste cuenta. Para nada. Todas las semanas diseño composiciones florales para la casa, elegidas cuidadosamente para reflejar cada estación, o para acentuar los tonos de nuestra decoración, y tú nunca haces ningún comentario. Como mucho dices «qué bonito». La semana pasada hice que volvieran a tapizar las sillas del comedor en un color más fresco de azul huevo de pato, lo cual conllevó pasar muchas horas con el diseñador de interiores, primero en casa y luego en no sé cuántas salas de exposición de tejidos, y tú no dijiste nada. Y yo empiezo a preguntarme: ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Por qué me molesto en hacerlo? Llegas a casa tan cansado del trabajo que apenas si me hablas. Yo, que te he (¿o se dice «que te ha»? Laura no está segura) estado esperando todo el día, que me he encargado de que todo esté bonito para ti, que me he preocupado de que la maldita asistenta pase la aspiradora por todas partes, y no sólo por donde más se ve, y de que se acuerde de limpiar debajo del lavabo y no sólo alrededor de él, ¡y a ti te da igual!
Llegados a este punto Laura toma una nueva decisión, complementaria de la última. Si, una vez que haya vuelto al dormitorio y haya dicho todo esto, David dice: «Oh, cariño, lo siento muchísimo, prometo cambiar, y lo haré ahora mismo» (o cualquier combinación de palabras con el mismo sentido), se quedará con él. Si dice: «Pero qué dices, Laura, sabes que te quiero, lo hago lo mejor que puedo, sé que no siempre estás contenta con lo que hago pero es lo único que puedo ofrecerte, sí que te aprecio, puede que no siempre sepa demostrártelo, etc. etc. etc.» (ya ha oído todo eso antes), entonces se irá.
No está siendo poco razonable. Está dispuesta a darle una última oportunidad.
Habiendo llegado a este conveniente acuerdo con su reflejo, Laura se da una última capa de rímel —aquellas escenas que te cambian la vida se representan mejor completamente maquillada— y vuelve al dormitorio.
Empieza:
—Mira, David, me he dado cuenta de que no sabes apreciarme y de que me estás reprimiendo. El mes pasado me puse a dieta...
Pero no sirve de nada.
David, exhausto, dolorido e interrumpido en pleno apogeo, con una mueca de frustración en los labios, se ha quedado profundamente dormido.
*
Ya está. Si David no se molesta en mantenerse despierto para ella, ella va a... salir de la casa antes de que él se despierte y antes de que llegue Anouschka. Simplemente cogerá algo de ropa y se irá. ¡Imagínate el horror que sentirá cuando se despierte y vea que ella no está! Sí. Definitivamente, es una idea inmejorable. Asustarle para que se dé cuenta de cuánto daño le ha hecho. Por otro lado, sin embargo, quizá debiera quedarse por el bien de su alma —¡y de la de él!—, enfrentarse a él y decirle que todo ha acabado y exactamente por qué ha acabado todo antes de irse.
Así, además, le daría tiempo de probarse otra vez los pantalones nuevos.
Es difícil decidir qué hacer. Entonces se acuerda del plan que tienen para esa noche de tomarse unas copas con el socio de David y su mujer. Recuerda lo que le dijo David: que si todo sale bien esta noche, podría sacar millones. Para él. Para ella. Quizá sea mejor esperar, entonces. Darle la noticia después de las copas. Sí. Eso es lo que hará. Se tomará su tiempo, a lo largo del día, para planear su partida. Su paciencia se verá generosamente recompensada. Y además, si se va ahora, los invitados no van a ver su peinado. Sería una verdadera pena no aprovechar un peinado tan bonito.
*
Laura oye una llave girar en la cerradura.
Debe ser Anouschka, que ya no es la asistenta sino el ama de llaves.
Gracias a Dios. Puede que Anouschka tenga el mismo aliento que una tabla de quesos, pero por un terrible momento Laura temió que tendría que limpiar su propia casa.
Anouschka aparece en el umbral, pálida y delgada. Laura también está delgada. A Laura (a David) le cuesta miles de libras al año, en manjares especiales, planes de ejercicios personalizados y tratamientos de drenaje linfático, mantener el tipo que tiene. Anouschka está delgada sencillamente porque muchas veces no come. Los huesos de Anouschka se adivinan bajo su piel grisácea. Sus ojos parecen demasiado grandes para su cabeza. A Laura se le ocurre de pronto que Anouschka no ayuda para nada al aspecto estético de la casa, donde cada tejido, cada adorno se ha meditado y combinado con sumo cuidado. Pero la verdad es que limpia bien y en la vida hay que saber ceder como Laura, que vive con David, sabe por experiencia propia.
—Siento yo tan tarde, ceñora David. —Anouschka tiembla tan violentamente ante la posible cólera de su jefa que apenas consigue controlar los labios para balbucir su disculpa.
¿Es que no hay verbos en los Urales?, se pregunta Laura en silencio, no por primera vez. Da un paso atrás para salir de la línea de fuego del aliento de Anouschka.
—¡Oh! ¡No te preocupes! ¡En serio! No te preocupes para nada. ¡Estas cosas pasan! ¡Por Dios! ¡Lo comprendo perfectamente! —exclama.
Esta muestra de buena voluntad asusta tanto a Anouschka que siente que se le doblan las rodillas. La ceñora David nunca había entendido nada, ni un cenicero roto, ni una mota de polvo pasada por alto en una alfombra, nada.
Anouschka lleva un perfume barato y penetrante que hace que a Laura le dé un brinco el estómago cada vez que se mueve el aire. Ya habló con Anouschka, hace ya tiempo, sobre su problema de transpiración, hasta se tomó la molestia de comprarle un antitranspirante y de enseñarle cómo se usaba, explicándole que, debido al esfuerzo de una limpieza a fondo, es inevitable que se produzca el olor corporal y cómo, gracias a la aplicación constante de un buen desodorante, gran parte de él es fácilmente evitable. Pero en vez de usar el desodorante, a Anouschka se le ha metido en la cabeza bañarse en ese perfume atroz. Laura suspira. No tiene la energía necesaria para explicarle que el olor de ese perfume barato es peor que el olor corporal. Necesita que Anouschka limpie.
—Qué bonito tienes el pelo hoy, Anouschka. ¿Te has hecho algo especial?
—Sí. Los lavo.
—¿Los?
—Mis pelos.
—No, se dice el pelo. Pelo se usa en singular a no ser que... Da igual.
De repente Laura se da cuenta de que no puede más. ¿En esto se ha convertido su vida? ¿Un matrimonio sin amor y una asistenta analfabeta?
Por Dios.
En ese momento Laura hace lo que no hacía desde hace mucho, mucho tiempo. Empieza a sollozar. Con sollozos suaves, discretos y atractivos.
Anouschka está aterrorizada. Está claro que ha hecho algo mal. Pero ¿qué? ¿Qué?
—Siento mucho, ceñora David —gimotea Anouschka.
—Oh, no es nada —dice Laura—. Es sólo que mi vida es, bueno, muy difícil. ¿Lo entiendes? Muy difícil.
Anouschka no sabe qué decir. Se hace un silencio incómodo.
—¿Yo limpio suelo cocina ahora? —sugiere, comprensiva.
Laura asiente con heroísmo.
—Pero no pases la aspiradora todavía, el Sr. Denver-Barrette aún está dormido. —Le tiemblan las palabras en los labios. Caen más lágrimas. Es increíble. Incluso en los momentos de mayor estrés, de mayor vulnerabilidad, Laura sólo piensa en los demás.
*
En el recibidor, donde Laura comprueba el efecto de su disgusto en su máscara de pestañas, la requiere el teléfono.
Es Louella, la mejor amiga de Laura. Louella es una mujer igual de atractiva que ella, casi igual de rubia y casi igual de delgada. Si no fuera así, no sería justo. En cuanto Laura oye la voz de Louella, en realidad no su voz sino más bien su estridente tos de fumadora —a Louella le da un ataque de tos cada vez que hace o recibe una llamada; es una especie de tic nervioso que va incluido en el paquete completo que es Louella—, Laura sabe que va a contárselo, que tiene que contárselo a su amiga.
—Tengo algo que contarte, Louella —anuncia Laura—. Voy a terminar con mi matrimonio.
Louella, que acaba de recuperarse de su ataque de tos de «soy yo», se rinde ante un ataque de asfixia aún más violento. Laura lo comprende. Debe haberla pillado por sorpresa. La asfixia amaina y se convierte en una serie de jadeos.
—Lo sé, lo sé —murmura Laura débilmente. Louella no se lo está tomando bien. Louella jadea una vez más... y hay algo en el tono de esta última exhalación que le indica a Laura que éste no es un jadeo de asombro sino un bufido de irritación.
—Esto es muy poco considerado por tu parte, querida. He sido yo la que te ha llamado. Te he llamado para contarte un problema que tengo. Me parece que podrías escuchar mi problema antes de cargarme los tuyos.
—Oh —dice Laura—. Lo siento. Es verdad.
—No te lo vas a creer —gime Louella. Seguramente tiene razón: Louella es bastante dada a exagerar—. En serio, Laura, de verdad que no te lo vas a creer —insiste Louella para sofocar cualquier protesta en sentido contrario. Louella pasa a contarle a Laura un incidente desagradable que ha ocurrido en su tienda de antigüedades ese mismo día. Una clienta había hecho un pedido de un armario de nogal que valía unos cuantos miles de libras. Luego, cuando iba hacia la salida, la mujer tiró sin querer un pequeño plato de Sevres que valía unos cuantos cientos de libras y lo rompió. Louella le dijo a la mujer que iba a tener que pagarlo. La mujer dijo que había sido un accidente y que era culpa de Louella por haber puesto el plato tan cerca de la puerta. Louella le dijo que era su tienda y que ella colocaba las piezas donde le daba la real gana, y que si la mujer era incapaz de comportarse como es debido en un establecimiento de antigüedades de lo más exclusivo quizá fuese mejor que no saliera de Portobello Road. Ante esto la mujer dijo que si Louella persistía en su exigencia no sólo iba a cancelar el pedido del armario, sino que además, con la ayuda de su marido, que es abogado, iba a demandar a Louella y a sacarle todo lo que tenía.
—¿Pero por qué te iba a demandar?
—¡Ya te lo he dicho! ¡Para sacarme todo lo que tengo!
—Sí, pero ¿qué razón tiene para demandarte? ¿Qué motivo? Ella fue la que rompió el plato.
Se hace una pausa.
—No sé —replica Louella por fin—. Estaba muy alterada. No le pregunté. ¿Te importaría preguntarle a David qué cree él?
Laura ignora el comentario.
—¿Y qué pasó luego? —Laura intenta cortésmente hacer avanzar la historia.
—Bueno, pues eso es todo, querida. Nada. Salió de la tienda. Y ahora no sé qué hacer. ¿Sigo adelante con el pedido? ¿Le envío una factura por el plato roto? ¿O mejor no hago nada y espero a ver qué pasa? ¿Qué crees tú?
Me importa un carajo, piensa Laura.
—Escríbele una carta preguntándole si aún quiere el armario que encargó y cóbrale sólo el precio de coste del plato. Es un término medio que con un poco de suerte no desatará su ira legal y que a ti te salvará el encargo.
—Mmm —reflexiona Louella—. No sé si funcionará. No dejaba de machacar con lo de sus derechos morales. Me entraron ganas de decirle que era demasiado retaca para tener derechos morales, pero me mordí la lengua. Ya sabes lo que pienso de las mujeres que miden 1’55 o menos. De todas formas, gracias por el consejo, pero en realidad era el cerebro de David el que quería tantear. Háblalo con él, vale, querida, y dame una llamadita. Te lo agradezco. Hasta luego, querida.
—¡Espera! ¡Espera! Quiero contarte algo más sobre mi decisión de dejar a David.
—Oh. Claro —murmura Louella a regañadientes.
Laura hace una pausa. En realidad, ¿qué más hay que decir? Se hace un silencio. Louella odia los silencios. Odia a las mujeres bajitas, a las mujeres gordas, el azul marino y el color cereza en un mismo conjunto, los bolsos con cosas escritas en los costados y los silencios. Si pasas el tiempo suficiente con Louella pronto descubres su compleja personalidad.
—¿Le has dicho a alguien más que vas a dejarle? —pregunta Louella para romper el silencio.
—No.
—¿Se lo puedo decir a alguien más?
—¡No!
—Oh.
—Mira, cielo, no soporto escuchar que estás disgustada. Pero cuando dices que se ha acabado no lo dices en serio, ¿verdad? Todos los matrimonios tienen sus altibajos. Éste es un momento bajo. Sólo tienes que quedarte quietecita y esperar a que llegue uno alto. Cómprate un vestido nuevo o algo, quítate el tema de la cabeza.
—No me estás tomando en serio —susurra Laura con rabia.
—No, por supuesto que no —ruge Louella—. Estás casada con uno de los hombres más buenos que conozco. Te adora. Gana un dineral. Te da un tren de vida al que tú te has acostumbrado con bastante entusiasmo. ¿Por qué ibas a querer dejarle? No te está engañando, no te pega y no te exige que te vistas de Cat Woman cuando os vais a la cama —concluye Louella con algo de amargura (su primer marido sólo conseguía tener un orgasmo si la penetraba vestida de guardia de tráfico)—. ¿Por qué, exactamente, quieres terminar con él?
Esta pregunta parece justa. Laura quiere acabar con quince años de matrimonio con David sencillamente porque se ha cansado de él. ¿Será razón suficiente? Laura se toma un momento para pensar. Es consciente de que este momento le debe estar poniendo a Louella los nervios de punta. No sólo odia los silencios, y éste ya es el segundo en muy poco tiempo, sino que además es sábado y, según la leyenda, los sábados es cuando la tienda de Louella está más llena. Bueno pues que le den a todo eso, piensa Laura. Su matrimonio bien vale unos momentos de silencio y la paciencia de un par de clientes. Así que reflexiona un segundo, dos segundos, tres segundos. Y se decide.
—Sencillamente porque me he cansado de él. Una razón tan buena como la que más, ¿no? Ciertamente a mí me vale y ya que soy la esposa, es decir, la única parte interesada (aparte de David), tendrá que valer. Me he cansado de él. ¿Tiene que haber una razón mejor?
Louella gime.
—No, en serio —insiste Laura—. ¿Y si sencillamente no quiero seguir estando casada con él?
—¿Sin razón? ¿Hacerle a él (y a ti misma) todo ese daño sin razón? ¿Qué tomas, Prozac? Aún no estás con la menopausia, ¿no?
¿Qué puede hacer Laura? ¿Cómo puede explicarle, hasta a la propia Louella, que simplemente no puede aguantar un día más de vida con David? ¿Que apenas puede expresar con palabras, incluso a sí misma, cómo se ha vuelto alérgica a David, a su voz, a su olor, hasta a su aspecto?
—La última vez que te vi —continúa Louella—, te pasaste media hora explicándome que te estaba volviendo loca porque no limpiaba los trocitos de cereales del triturador de basura cuando tiraba el bol de cereales medio vacío. Media hora, Laura. Y no dije nada en aquel momento pero todo ese tiempo tú estuviste hablando y yo pensando: y todo este revuelo por un bol de cereales medio vacío, por tres, o quizá cuatro, cornflakes pegados al borde del triturador, trozos que, de todas formas, va a limpiar tu asistenta...
—Pero es el hecho de que...
—Calla. Y ahora me vas a decir que eso demuestra su completa indiferencia hacia tus sentimientos, que le has dicho unas cien veces que los limpie en el mismo momento con el grifo del agua fría para que no se peguen al borde y que él te dice que lo hará pero nunca lo hace, ¡y que si no te escucha para estas cosas significa que nunca te escucha para nada!
Louella hace una pausa para respirar y para soltar un sonoro suspiro que espera le haga ver a Laura lo completamente ridículo que es todo esto.
—Dime —prosigue—, si fueras a dejarle, ¿qué le dirías exactamente?
—Le diría: «David, se ha acabado».
—Vale. ¿Y qué más?
—¿Qué más?
—Él diría: «Oh Dios mío Laura. Dios mío. ¿Por qué?».
Louella lo dice con bastante más dramatismo del que Laura cree estrictamente necesario pero está dispuesta a seguirle el juego. Se da cuenta de que Louella, su mejor amiga, sólo intenta ayudarla.
—¿Por qué?
—Sí. ¿Por qué? No puedes decirle: «Oh porque ya me he hartado, en serio, esta vez ya me he hartado de que dejes trocitos de cereales en el triturador de basura», ¿verdad? ¿Te imaginas hablar con el abogado que te lleve el divorcio, o declarar en el juicio y decir eso?
—Y tú, ¿qué? Una vez me dijiste que tenías que librarte de Peter, uno de los novios que tuviste entre tu segundo y tu tercer marido, porque hacía un chasquido muy raro con la lengua cada trece segundos y tú acabaste encerrándote en el baño para no oírlo.
—Sí... pero no se puede comparar.
—¿Por qué no?
—Porque sólo era un novio. Y estaba en paro. No era rico, como David, por el amor de Dios. —Laura espera a que Louella se ría, a que le demuestre que era broma. Louella no se ríe. Louella dice—: Creo que te vas a arrepentir en el mismo momento en que lo hagas. Vas a perderlo todo. Tu seguridad, tu casa, tus amigos...
—Yo no iría tan lejos. Creo que la mayoría de nuestros amigos me aprecian por lo que soy, no porque sea la esposa de David, ¿no crees?
Louella no dice nada.
—¡Perdona! —chilla Laura—. ¿Se supone que el hecho de que no me respondas es tu manera de decirme que piensas que la gente me aprecia sólo porque soy la esposa de David?
—No... es que acabo de ver a una condenada que ha dejado que su perro se cague en la acera justo enfrente de mi tienda. ¡Justo enfrente! La gente lo va a refregar por mi suelo de parqué. Estoy casi decidida a llamar a la policía. De hecho, creo que voy a hacerlo. Tengo que irme. —Le dice a Laura que la llame si hay cualquier cosa, cualquier cosa que pueda hacer por ella y cuelga de golpe.
Casi inmediatamente vuelve a sonar el teléfono. Louella.
—Se me acaba de ocurrir. Si al final decides dejar a David, ¿te acordarás de preguntarle por lo del problema con mi clienta antes que nada? Gracias. Te quiero. Hasta luego.
Laura reflexiona sobre la llamada. Sabe que Louella cree que está loca, y que sus motivos para querer dejar a David son insignificantes. Hasta ahora Laura no se había dado cuenta de lo valerosa y arrojada que es al dejar un hombre como David sólo por sus principios. Louella no tiene la ética que tiene Laura. De repente Laura empieza a marearse con sus propios valores, tan vertiginosos; con la altura de su propia integridad.
Lo cierto es que Laura quiere llorar otra vez. Parece ser un momento adecuado para que llore, pero justo a tiempo se acuerda de su maquillaje y desiste. Cereales en el triturador de basura. Absurdo, tal vez. ¿Insignificante? Sí, incluso insignificante. Pero ahí es donde se demuestra el amor. En las cosas pequeñas. Si David es incapaz de entender, incluso a estas alturas, incluso después de todas las veces que se lo ha pedido, por qué es importante para ella que muestre suficiente consideración para limpiar el triturador después de tirar el bol de cereales, entonces ¿qué esperanza hay?
Laura sólo sabe que ya está harta. ¿Por qué no sabe decir exactamente de qué, aparte de lo de los cereales, se ha cansado? Puede que sólo sea aburrimiento. Quince años son mucho tiempo. Mucho tiempo de ver al mismo hombre, de tener las mismas conversaciones, de mirar a la misma cara (y al mismo diente), de vivir la misma rutina día sí, día también. Si te obligaran a comer la misma comida durante quince años se consideraría una crueldad imperdonable, pero por alguna razón se da por hecho que tienes que aguantar al mismo hombre.
No obstante, Louella tiene razón en algo. Aunque para ella sea perfectamente válido, Laura no puede enfrentarse a David, a su familia y a la de él, a todos sus amigos, a su agente, a su peluquero y decirles que la razón por la que va a dejarlo es que se ha hartado de él en general y de que nunca limpie los cereales en particular.
Si va a dejar a David, necesita una buena razón para hacerlo.
Dejarle sería fácil. Explicar por qué será difícil.
Tiene que haber una razón.
Ahora sólo tiene que averiguar cuál es.
*
«Voy a terminar con mi matrimonio.»
«Estoy harta de él.»
¿Ha dicho «terminar» o «animar»? Estar harta de alguien ¿significa que te has cansado de él, o que estás sexualmente satisfecha? Anouschka no está segura. Intentó concentrarse en limpiar el ya inmaculado suelo de la cocina, intentó con todas sus fuerzas no escuchar la conversación que la ceñora David mantenía por el teléfono del recibidor. Ha oído cada palabra. Ha entendido casi la mitad. Y ahora le late tan rápido el corazón que a duras penas consigue mantenerse en pie y tiene que servirse un vaso de agua (del grifo, no del agua mineral del frigorífico —la ceñora David le ha explicado la diferencia—), antes de desplomarse.
Cuanto más piensa en ello, más consciente es Anouschka de que no puede mentirse a sí misma. Lo ha entendido perfectamente. La ceñora David va a dejar al ceñor David. Su abuela siempre decía: «Dzbry vynzy bisch mzbet vyznay». Lo cual quiere decir: «Ten cuidado con tus sueños porque puede que se hagan realidad».
Tras tantas semanas de esperanzas y plegarias, el ceñor David va a ser suyo. Desde el mismo momento en que lo vio, aquel sábado hace ya once semanas, supo que él era su «vzyshnzy-shka» (literalmente: «hombre destino en la vida»). Ésa es la única razón por la que sigue en este horrible trabajo, con la espantosa ceñora David, que la acusa de usar demasiada lejía en los baños y de vaciar las bolsas de la aspiradora antes de que estén completamente llenas. Soportaría cualquier cosa si eso significaba ver al ceñor David. Lo veía unas dos o tres veces a la semana, en días en que la ceñora David le pedía que se quedase hasta tarde para vaciar una zapatera o para sacarle brillo al juego completo de cubiertos de plata. Incluso así, sólo lo veía un breve instante cuando entraba en casa a la vuelta del trabajo. Normalmente no le decía nada, como si ella no estuviera allí. Una vez, cuando se tropezó con ella mientras limpiaba la parte de debajo de una cómoda, le pidió perdón y le dedicó una media sonrisa. Una sonrisa preciosa. Ella no respondió. No necesitaba palabras. La química es una fuerza silenciosa.
Últimamente, la pasión se había vuelto cada vez más fuerte. Con simplemente verle la nuca al salir de una habitación o encontrar sus gemelos encima de una mesa, Anouschka ya se siente débil. La semana pasada robó uno de sus calcetines del montón de la ropa sucia, se lo llevó a su pequeño estudio en Queensway y se pasó toda la noche abrazándolo. Le preocupaba tanto el tema de su obsesión que cuando la ceñora David insistió en que viniera hoy, en sábado, cuando sabía que él iba a estar allí durante todo el día, Anouschka le dijo que estaba enferma. Ya no estaba segura de tener la fuerza necesaria para resistirse.
Ahora, al parecer, esa fuerza ya no va a ser necesaria. Había una razón por la que Dios quería que Anouschka estuviese allí hoy: para que oyera las palabras de la boca de la propia ceñora David. Ya no quiere a su marido. El ceñor David es un hombre libre. Anouschka tiembla de la cabeza a los pies y con todo lo de en medio.
En aquel momento suena el timbre. Anouschka tarda unos momentos en recordar que, ahora, en su nuevo y mejor puesto de ama de llaves, se espera de ella que abra la puerta cada vez que esté en casa. Intenta desesperadamente recordar el guión que la ceñora David y ella practicaron juntas.
«Bienvenido a la casa de DenverBarrette». ¿O era «bienvenido al hogar de DenverBarrette»? Le sudan las manos tan profusamente al intentar recordar cuál de las versiones decidió finalmente la ceñora David que sonaba mejor que Anouschka a duras penas consigue aferrar el picaporte para abrir la puerta.
—¡Bienvenido a la casahogar DenverBarrette! —anuncia con entusiasmo. (En cuanto pronuncia las palabras Anouschka recuerda que lo que Laura quería que dijese era «casa DenverBarrette», no hogar. Se alegra. Ya lo sabe para la próxima vez.)
—Anda, cállate ya —dice la mujer, empujando a Anouschka a un lado.
Laura, que se ha quedado rondando por la sala de estar para dejar a Anouschka que salude a los invitados de la forma que han ensayado, retrocede horrorizada mientras su madre entra corriendo. Estaba a punto de pasarse una media horita tranquila con sus revistas de diseño de interiores —Dios sabe que nunca le da tiempo de hacerlo entre semana.
—Se supone que los invitados deben esperarme en el recibidor —murmura Laura, irritada.
—No seas idiota. ¡Soy tu madre! —proclama Lydia, no por primera vez.
Las dos mujeres se levantan y se inspeccionan la una a la otra. Laura ve a una mujer de setenta y tres años con el pelo corto, teñido de un rojo intenso, con una minifalda de cuero rojo que apenas le tapa la ropa interior, una camisa de seda rosa y unas botas altas de cuero negro que le llegan hasta los muslos. La invade un deseo instintivo y familiar de tener una madre que se llame Janet y que lleve gafas y un chal arrugado. Siente que la están observando, evaluando, aceptando en parte y, ante todo, rechazando. Laura se recuerda a sí misma que, a sus treinta y cinco años, ya no tiene necesidad de sentirse incómoda en presencia de su madre. Se lo recuerda a sí misma varias veces hasta que ya no puede soportarlo y sin decir nada vuelve a la sala, a la seguridad del sofá.
Lydia se obliga a aguantar la actitud hostil de su hija. Menos mal que se tomó una ginebra para desayunar, porque si no, no podría. Lydia es incapaz de imaginarse por qué Laura es tan increíblemente fría. Cuando piensa en todo lo que ella ha sacrificado para ser madre, en la cantidad de postales que le enviaba a Laura al internado durante los meses de clase y en el cuidado con el que examinaba a las canguros con las que dejaba a Laura durante las vacaciones... Ahora Lydia se pregunta por qué se molestaría en hacer todo eso. De todas formas, con el tiempo ha aprendido a hacerse insensible al trato tan desagradable de su hija. Y hoy ha venido para llevar a cabo una misión: la última vez que vio a su hija, Laura llevaba una blusa de gasa color marfil bastante bonita que a Lydia le apetece llevar durante la cena a la que va esta noche. Se dirigirá a los armarios de Laura y encontrará la blusa. Si su hija es incapaz de demostrarle afecto, lo mínimo que puede hacer es prestarle una bonita camisa para esta noche.
Sí. Porque Lydia ahora tiene que disfrutar de cada día como si fuera el último. Acaba de ir al médico de cabecera a decirle que tenía algo de incontinencia. Primero, le dijo que era algo normal a su edad, lo cual fue una lástima porque ella estaba a punto de invitarle a una cena para dos y este comentario estropeó el momento. Después la bomba: que si no tenía cuidado con la bebida, la iba a matar. Y se lo comunicó así, con la brevedad cortante y despiadada del típico treintañero que no entiende la angustia de la mortalidad. Saber que va a morir de forma inminente le resulta, por supuesto, muy doloroso a Lydia. Estaba esperando poder compartir algo de este dolor con su hija hoy, pero cuando ve la expresión inflexible de Laura, Lydia se da cuenta de que no va a poder ser. Va a tener que llevar la cruz de esta sentencia de muerte ella sola.
(Pero cuando muera Lydia, ¡cómo sufrirá Laura! ¡La consumirá la culpa! ¡La atormentarán los remordimientos!)
Lydia sigue a Laura y Anouschka sigue a Lydia hasta la sala. Anouschka intenta ofrecerles café (café antes de las doce, té antes de las cinco, y después vino), pero antes de que le dé tiempo de formar las palabras «¿Es café bueno ahora, por favor?» oye a la madre de la ceñora David, que anuncia: «Hay algo, algo que va mal, ¿verdad, cariño?» y le cierran la puerta doble de la sala en las narices.
A Anouschka le da un brinco el corazón. Su destino se está revelando. Sube las escaleras de puntillas, sigue por el pasillo y entra en el dormitorio, donde todas las cortinas están echadas. El ceñor David está dormido, con la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta, y roncando. Suena como los cantos de los ángeles. Anouschka se quita la ropa, levanta con cuidado el edredón y se desliza sigilosamente a su lado. Si se muriera en este preciso instante, no le importaría. Ojalá se muriera en este preciso instante. Puede que se muera de felicidad. La cama es cálida, suave y acogedora. Se desliza más abajo, cubierta por la pesada colcha. Ahora o nunca, decide. La ceñora David no lo quiere. Le pertenece a ella, sólo a ella, su Anouschkino. Lentamente, suavemente, hábilmente, baja la mano hacia los muslos del ceñor David.
—Dzbry vynzy bisch mzbet vyznay.
*
—Hay algo, algo que va mal, ¿verdad, cariño?
A Lydia le gusta repetirse. Y por qué no. Lo que dice es tan bueno que es una pena decirlo sólo una vez. Laura, entretanto, sigue callada. Como todas las preguntas de su madre, es una pregunta que no requiere una respuesta física, y mucho menos una verbal. Laura tiene la cabeza gacha. Su madre es una mujer que le pone los pelos de punta. No tanto porque sea tan implacablemente crítica, tan despiadadamente insensible y tan brutalmente intransigente —sino porque es todas esas cosas y siempre tiene razón.
Lydia se tira a todo lo largo sobre el sofá, y revolotean las capas de seda color cereza de su falda.
—Por supuesto, querida, ya sabes que tu luna está en Saturno. Ya te lo he advertido antes. Tenemos que esperar lo peor.
Desde su más tierna infancia su madre le ha venido advirtiendo sobre su carta astral, que la describió como impulsiva y caprichosa desde su nacimiento, con una conjunción planetaria catastrófica, por no mencionar una quinta casa en Tauro.
—Por cierto, ¿dónde está David?
—¿David? Ah, sí, sigue dormido, estaba muy... —comienza Laura con entusiasmo, esperando contra todo pronóstico poder sortear el inevitable análisis zodiacal.
—Entonces —continúa Lydia estoicamente—, ¿es muy grave? Estaba sentada en casa, ocupada, por supuesto, trabajando para acabar antes de la fecha límite, las fechas límite siempre gobiernan mi vida, me atormentan, pero el sueño que he tenido esta noche me golpeaba, me golpeaba en la cabeza. —Lydia se da un golpe en la cabeza, seguramente para mostrarle a Laura lo que significa golpear, o quizá para enseñarle dónde está su cabeza—. ¿Y sabes lo que he soñado? He soñado contigo; y tú estabas en el desierto, enterrada hasta las rodillas, sólo hasta las rodillas, en la arena. Podemos hablar de las rodillas luego. Y estás enferma, deshidratada, con arena en la lengua y en los ojos. Y un hombre (me imagino que este hombre es David) pasa montado en un semental... castaño, altivo, magnífico. El hombre se apea del caballo y te ofrece su botella de agua. «¡Cógela!», ordena. Pero tú le das la espalda. El viento sigue soplando y cuando te vuelves de nuevo hacia él, no tienes boca, ni nariz. Sólo ojos, que ya no ven, sino que se encuentran cubiertos por la caliente arena.
Las visiones de Lydia suelen tener como base de su argumento y ubicación la película que echaran en la tele la noche anterior, pero pocos son los que osan mencionarlo. De todas formas, no serviría de nada. Lydia es una experta psicoterapeuta sexual, así que cualquier crítica que puedas hacerle ella la achaca inmediatamente a algún defecto en tu infraestructura psicosexual.
—¡Bueno! ¿Y qué te parece? ¿Qué pensarías si fueras madre y soñaras eso de tu hija? —Lydia nunca deja de aprovechar la oportunidad de soltar una pullita sobre el hecho de que Laura no tenga hijos. Aunque Lydia, estando soltera, se quedó embarazada de Laura sin querer y se pasó los primeros veinte años de la vida de Laura recriminándoselo, y luego se ha pasado los siguientes quince refregándole a Laura la superioridad que confiere la maternidad.
—Lydia, es un mal momento.
—¡Ya lo sé, cariño! ¡Por eso estoy aquí!
—No, quiero decir que ahora mismo es mal momento para hablar. Normalmente no, quiero decir, todo va bien.
Lydia mira a Laura con esa mirada que deja muy claro que no le da miedo mostrarle a Laura lo perpleja que le ha dejado este comentario. Da una palmadita a su lado sobre el asiento del sofá.
—Lo estás negando, cariño. Cuántas veces tengo que decírtelo: ¡no tengas miedo de tu lado oscuro! ¡Hazte amigo de él! ¡Abrázalo! ¡Incorpóralo a tu ser! —grita, y se le saltan las venas sobre la piel tensa y operada de la frente.
—¿Te apetece un café, Lydia? Puedo pedirle a Anouschka que... —murmura Laura con tristeza.
Lydia niega con la cabeza.
—Esto no es bueno, Laura. Me doy cuenta de lo que estás haciendo.
—Te estoy ofreciendo un café.
—No, me estás alejando de ti, ¡estas negando tu lado sombrío! ¿Por qué las rodillas, Laura? ¿Por qué sólo hasta las rodillas estás en la arena enterrada? —Laura parece creer que una sintaxis enrevesada hace que lo que dice parezca más interesante, más místico. A sus clientes les encanta. Cuanto más rebuscada sea la gramática, más puede cobrarles por la consulta.
—Tienes razón. Las rodillas —asiente Laura con cansancio—. Necesito un momento para pensármelo. Dame un momento para pedirle a la lim... al ama de llaves que ponga el café y me concentro en las rodillas.
—¡Y yo voy a hacer un pis! —exclama Lydia, triunfante. Laura desaparece en dirección a la cocina. Lydia se sirve un traguito del excelente surtido de bebidas del armarito y se dirige al vestidor de Laura. Mientras se desliza sigilosamente por el dormitorio, se da cuenta de que va a ser más difícil de lo que pensaba. Las cortinas aún están echadas y David, recuerda, sigue en la cama. Pasa a su lado de puntillas. David ronca a pleno pulmón. En realidad son más bien gruñidos que ronquidos. Gruñidos no muy agradables, la verdad. Una vez en el vestidor, tiene que rebuscar un rato a tientas hasta que localiza la blusa. Y durante su inspección táctil de la amplia gama de alta costura de Laura, Lydia piensa para sí: esos ruidos que hace David, la verdad es que no son muy agradables. ¿Se encontrará mal? Entrecerrando ciento cuarenta y seis años de globo ocular entre los dos, intenta atisbar a través de la puerta entrecerrada del vestidor, por entre la penumbra, hasta la cama. Identifica los rizos castaños de su yerno. Luego ve otra cabeza. Y se da cuenta de que la primera cabeza parece estar haciéndole el amor apasionadamente a la segunda cabeza.
Vaya, piensa Lydia. Es la discreción personificada, y consigue centrarse en sus prioridades. Quita la blusa de la percha acolchada del armario de Laura y la mete en el bolso. Espera hasta que la cabeza de David se pierde entre las piernas de la otra cabeza —su experiencia en estas cosas le dice a Lydia que es muy poco probable que un hombre se dé cuenta de nada desde ese ángulo— y entonces se desliza sigilosamente a su lado y sale del dormitorio.
*
Laura se ha visto obligada a colocar ella misma las tazas de café sobre la bandeja, ya que la condenada Anouschka ha desaparecido en algún recóndito rincón de la casa, como es su costumbre. Puede que fuera algo de la Europa del Este esta necesidad de escabullirse continuamente a algún escondite. Estaba a punto de ir a buscarla y a su horrible madre, ya que suponía que se encontraba sin duda y una vez más en pleno saqueo de su vestidor, cuando el teléfono requirió su atención.
—Crisis terminada —exclama Louella, exultante—. La mujer no sólo tenía una palita para recoger la caca, sino que además entró en la tienda y compró ese cuadro de un conejo muerto que lleva meses taponando el segundo escaparate por tres mil libras. Lo que son las cosas, ¿verdad?
—¿Lo que es qué?
—Es una forma de hablar, Laura, un giro. La verdad, querida, a veces puedes ser un poco pedante.
—¿Entonces no llamaste a la policía?
—¿Llamar a la policía? Hubiera recogido la cosita con mis propias manos por librarme de ese cuadro. Una de esas compras de las que te arrepientes incluso antes de que el tío baje el martillo. Y, no te lo vas a creer —insiste Louella—, pero aquella otra mujer ha estado en la tienda hace un momento. La que rompió el plato.
—Mira, Louella, ahora no puedo hablar. Tengo a mi madre aquí.
—Qué bien. Y qué suerte tienes de seguir teniendo a tu madre. Muchas veces me imagino lo distinta que sería mi vida si mi madre siguiera con vida. Muy distinta, supongo. Bueno, no debo pensar demasiado en eso. No debo lamentarme. ¡Lamentarse causa líneas de expresión! Por cierto, ¿cómo está Lydia? La última vez que la vi estaba sacándole el aire del cuerpo a un joven abogado en uno de vuestros cócteles. Es sorprendente que una mujer de su edad siga sintiendo tanto deseo. ¿Sabes si llegaron hasta el final? ¿Te cuenta ese tipo de cosas?
—Gracias a Dios, no.
—Pues mira, yo tuve una tía que compaginó a tres amantes y a su marido hasta los ochenta y muchos. Increíble. Por supuesto, a esa edad una debe andar bastante seca, pero mi tía siempre decía que elegir el lubricante era la mitad de la diversión. En fin, y ¿qué tal te va el sexo con David?
—¿Que qué tal me va el sexo con David? ¿Qué clase de pregunta es ésa? Ya te lo he dicho, ¡voy a dejarle!
—Y ¿cuándo fue la última vez que lo hicisteis?
—Vaya, pues no sé...
—¿Cuándo?
—Hum... en realidad, fue esta mañana.
—¡Esta mañana! Entonces...
—Sí, sí, pero no lo hicimos como Dios manda. Es decir, lo interrumpí.
—¿Por qué?
—Él quiso que le dijera «te quiero» y yo pensé «por Dios, lo estoy haciendo contigo, ¿no? ¿Qué más quieres?».
—Ah, te entiendo, te entiendo. Yo tampoco aguanto a los que quieren cháchara en la cama. Quién quiere alargar tantísimo la cosa con todas esas sensiblerías. Un buen polvo corto pero intenso es siempre lo mejor. Acaba con eso y sigue con tus cosas, es lo que digo yo siempre. Y ya que lo mencionamos, eso es exactamente lo que tengo que hacer. Es sábado, Laura querida, tú me entiendes. Los sábados no paro. Tú tienes a ese marido maravilloso que te gana auténticos dinerales pero los demás, bueno, ¡tenemos que dar el callo! Tengo que irme ya.
—Por supuesto —asiente Laura, algo irritada—, vete. Y, si me permites, te recordaré que fuiste tú la que me llamaste, así que...
—¡Espera! ¡Casi se me olvida! ¡Esa mujer! Estaba tan ensimismada hablando de ti que se me ha olvidado que iba a contarte algo importante sobre mí. Tengo que terminar la historia de la mujer. Bueno, pues entra en la tienda, así, tan fresca, y dice que quiere pedirme disculpas (¡pedirme disculpas! ¡Te lo puedes creer!) por lo que pasó el otro día. Resulta que se acababa de enterar de que su marido tenía una aventura y había salido de compras para mitigar su dolor. Me explicó que su plan era darle donde más le dolía... en la cuenta corriente. Y de pronto me cayó simpática. Me dijo que tenía un vuelo a París para esa misma tarde... iba a quedarse en el Georges V y gastar dinero hasta quedarse tonta. «Oh, no te molestes en ir a París», le dije yo. «Milán es el único sitio para comprar.» «¿Lo es, de verdad lo es?», dice ella. «Pues sí», digo yo, «estuve allí hace dos semanas y encontré un vestido gris fabuloso en la primera tienda en la que entré. Me lo compré inmediatamente y me lo puse para esa fiesta benéfica a la que fui la semana pasada.» «Gris», dice ella. «Con tu tono de piel te puedes permitir vestirte de gris, pero a mí me hace demasiado pálida.» Bueno, la verdad es que tenía razón, pero no le dije nada, el cliente siempre tiene la razón y todo eso. «¿Te recogiste el pelo o te lo dejaste suelto?», me preguntó. «¿Para qué?», digo yo. «Oh, pues para eso de la fiesta benéfica», dice. «Oh, me lo recogí, por supuesto», digo yo. «Para ese tipo de cosas hay que tocar todos los palos», ya sabes. Me entendió perfectamente. «¿Y los zapatos?», me preguntó. Mira, me caen bien las mujeres que entienden la importancia de los zapatos. «Oh, le digo yo, hay un hombrecito encantador cerca de Fullham Road que me tiñe los zapatos y que me consiguió un par de zapatos de seda en el tono de gris exacto que le iba al vestido. Fue todo un poco a última hora y me costó un ojo de la cara, pero el fin justifica los medios.» El caso es que acabé por convencerla de lo de Milán y al final quedamos en ir juntas. Espero que no te importe, querida. Ya sé que siempre dijimos que iríamos a Milán tú y yo, pero es un buen momento para mí, no hay mucho trabajo en la tienda y tú tienes a David.
—¿Por qué no paras de machacar con lo de David? Ya te lo he dicho, Louella. Voy a dejarle.
—Sí, me lo has dicho, querida, por supuesto que sí. Pero la cosa va para largo, ¿no? Que si los abogados, que si todo lo que tenéis que repartir, ¡y mientras tanto las tiendas de Milán ya habrán vendido las mejores piezas de la nueva temporada! De todas formas, te enviaré una postal, y hablaremos antes de que me vaya. Y no te preocupes, ya no tienes que preguntarle por lo de la denuncia de esta mujer. Es decir, si ahora resulta que vamos a ser las mejores amigas... es decir, obviamente no las mejores amigas como lo somos tú y yo, Laura querida, pero ya sabes lo que quiero decir. En cualquier caso, no te preocupes por lo de David, ¿vale? Te quiero un montón. Hasta luego.
Para cuando Louella decide dar la llamada definitivamente por terminada vuelve la madre de Laura, con la cara pálida. Pálida de lo culpable que se siente por haberle birlado a Laura la prenda que le forma un bulto en el bolso de cuero, supone Laura. Aunque es verdad que siempre le devuelve la ropa, a veces con alguna mancha y en general algo gastada pero casi como nueva después de que Anouschka la haya llevado a la tintorería, por alguna razón nunca le apetece volver a ponérsela. Nunca puede estar segura de dónde habrá estado, contra quién se habrá refregado. Lo cual le quita las ganas de ponérsela. Y dejar unas cestas de ropa tan grandes en el Oxfam de al lado de casa una vez al mes le da a uno una sensación muy cálida y agradable.
En cualquier caso, lo cierto es que Laura no se ve capaz de quedarse más tiempo a solas con su madre esta mañana. Ha tenido una semana muy estresante y ahora, con todo el lío de romper su matrimonio, ya está lo bastante ocupada sin tener que aguantar los numeritos de Lydia. Va a despertar a David y a sacarlo de la cama para que él se ocupe de ella. A David hasta le cae bien Lydia, por el amor de Dios.
—Perdona, estaba hablando por teléfono. Voy a despertar a David. Se pondrá furioso si se entera de que tú has estado aquí y que no se lo he dicho. A no ser, por supuesto, que ya sepa que estás aquí —añade con un repentino ataque de valentía.
Lydia parece alarmada y después asqueada, una combinación de expresiones que muestra a menudo al hablar con su hija.
—Laura, cariño, si él está, como dices, dormido en el dormitorio, sólo sabría que estoy aquí si yo hubiera entrado en el dormitorio y ¿por qué, si puedes decírmelo, iba a hacer eso? —reta a su vástago.
«Porque siempre te acercas sigilosamente al dormitorio a fisgonear la ropa de mi vestidor», es lo que quiere decir Laura. Pero en la línea de fuego de la mirada maliciosa de su madre, las palabras se quedan mansa y prudentemente metiditas en el córtex prefrontal de Laura.
—Voy a buscar al ama de llaves y a decirle que prepare el café —murmura en vez de eso.
—¿El ama de llaves?
—Sí. El ama de llaves, ya sabes, Anouschka.
—¿Anouschka? Es la puñetera asistenta, querida, no el ama de llaves.
Laura siente la consabida oleada de frustración que se eleva en su interior. Sólo su madre sabe enfurecerla con tanta precisión y rapidez.
—Lydia, no existe la carrera de ama de llaves. Si yo decido que es mi ama de llaves, eso es lo que es, ¿lo entiendes? No se necesitan unas habilidades especiales, es sólo un título, eso es todo.
No, nada de habilidades especiales, piensa Lydia, identificando por fin a la otra cabeza que estaba en la cama. Sólo la habilidad de abrir las piernas y correrte en silencio. De repente, y sin esperarlo, siente una punzada de compasión por su hija ignorante y presuntuosa, pero como todas las punzadas que tienen que ver con sentimientos que no son los suyos propios, Lydia la reprime rápidamente y vuelve al principio.
Así que su yerno se está tirando al servicio. Qué predecible; qué vulgar. Y no es lo que se esperaba de David, la verdad, pero si ha aprendido una cosa de su conocimiento enciclopédico de los hombres es a nunca esperar nada de ellos. De todas formas, eso no es lo importante. Lo importante es que David es el que gana el dinero y el que paga, no sólo el lujoso estilo de vida de Laura, sino también el de su madre. Y la madre de Laura, que sabe muy bien dónde le aprieta el zapato, no va a dejar que una asistenta se interponga entre ella y sus compras en Harrods. Puede que esté a punto de morir, pero como salió corriendo y llorando de la consulta antes de que al médico le diera tiempo de explicar su prognosis con detalle, no está segura de si le quedan sólo unos días de vida o tal vez semanas o incluso meses. Y si resultaba ser esto último, ¿iba a vivir sus últimos meses en abyecta pobreza sólo porque esa cosa que le abrió la puerta aún no había aprendido a decir «no» en inglés?
—Lydia, ¿me estás escuchando? Voy a despertar a David. Vuelvo dentro de un momento.
—¡No! ¡Espera! —Lydia agarra a su hija por el codo—. Laura, querida, tengo que hablar contigo. Hay algo que tengo que decirte. Algo... de vital importancia.
Laura gime. Con Lydia siempre es algo de vital importancia. Lydia extiende los dedos y cierra los ojos, como invocando ayuda divina para que le ayude a encontrar las palabras justas. Respira hondo, abre los ojos y empieza. El artículo del National Geographic que está abierto sobre la mesa de enfrente le proporciona un improvisado teletipo.
—Escucha, querida. Me he pasado toda la mañana en el Museo Británico. Cuando pasas tiempo allí...
—¿No dijiste que estabas en casa trabajando para acabar antes de la fecha límite?
—Escucha, por favor. Cuando pasas tiempo allí, con los egipcios, los griegos y los romanos, con los aztecas y los asirios, te das cuenta de lo insignificantes que somos. Con nuestras mugrientas hamburgueserías y las interpretaciones tan cutres que les damos a las artes... ¡estamos en el ocaso de nuestra civilización! Me quedé de pie, por lo menos tres cuartos de hora (y por supuesto no es la primera vez que lo venero), frente al friso de piedra del León Moribundo, sacado del palacio de Asurbanipal. Embelesada, quiero decir totalmente absorta, no vi ni oí a la muchedumbre que se me quedaba mirando y murmuraba: «Parece transfigurada»... «Lleva ahí un montón de tiempo»... «Ojalá pudiera verlo a través de sus ojos», etcétera, etcétera. ¿Seríamos capaces de crear algo igual de exquisito hoy en día? No, no podríamos. ¿Significan algo nuestras vidas comparadas con... bajo la sombra gargantuesca que proyectan... estas civilizaciones que vinieron antes que nosotros, y que nunca más volverán?
—¿Has vuelto a tomar demasiada jalea real, mamá?
—Oh —suspira Lydia, tirando del codo de Laura, que agarra cada vez más cerca de su cuerpo, porque la asignación mensual que David le paga a su suegra es muy generosa y de ninguna manera va a arriesgarse a perderla por dejar que su hija se vaya demasiado pronto—, no te preocupes. Lo entiendo. Todo esto seguramente te sobrepasa. Lo que intento decirte es que tus problemas con David, sean los que sean, seguramente a ti te parecen importantes, pero créeme, querida, en un macrocontexto, en un contexto histórico, no significan nada. Concéntrate en eso. ¡Concéntrate en la perspectiva histórica y contempla tu vida con todos sus relieves!
Cosas así son las que hacen que su madre la vuelva loca. ¿Cómo sabe que tiene problemas con David? Ni la propia Laura lo sabía hasta que se levantó esta mañana.
—Lydia, ¿por qué gritas? ¡Vas a despertar a David! —Lo cual es lo que las dos quieren que pase, por supuesto, aunque de distintas maneras y por distintas razones. Y David aparece, como ellas querían, en el momento justo.
Está, todo hay que decirlo, de un humor bastante extraño. Aún lleva puesta la bata. No anda muy bien de coordinación. Se le ha ido el color de la cara. Esta pantomima, Laura lo sabe bien, está pensada para vengarse por lo que pasó antes en el dormitorio. No la impresiona. Pero se alegra de que él esté ahí porque eso significa que se ha acabado el análisis que le estaba haciendo su madre. Y Lydia se alegra de que esté ahí porque eso significa que Laura no lo va a pillar acostándose con la asistenta, así que aún podrá comprarse ese par de botas de cuero blancas que ha encargado en Harrods, por no hablar de seguir teniendo un techo sobre la cabeza y de poder comer el tiempo que le queda. Y David, cuando la ve, se alegra de que Lydia esté allí porque así no tendrá que mirar a su mujer a los ojos después de lo que acaba de hacer.
Así que todos contentos, qué bien.
A David le cae bien su suegra. Al principio le preocupaba que, por ser psicoterapeuta sexual, iba a querer analizar constantemente su actuación en ese campo. El día de su boda, sin embargo, Lydia le aseguró confidencialmente que si alguna vez quería algún consejo, ella sólo pasaba consulta previo pago. Era broma, por supuesto —después de todo, se trataba de su yerno—, pero David no obstante siempre tuvo cuidado de no tocar el tema durante su matrimonio. (Esto no le resultó difícil a David, ya que nunca hablaba de sexo con nadie. ¿Qué había que decir, de todas formas? Cuando tienes ganas de hacerlo, lo haces; y cuando no, no lo haces. No sabía por qué la gente montaba tanto jaleo con el tema, de verdad que no.) Lydia, además, siempre había mostrado un gran interés por el trabajo de David (que es más de lo que se puede decir de su hija) y parecía fascinarle cada detalle de sus casos. A David le gustaba eso. También le gustaba que ella le recordara constantemente que su carta astral muestra que tiene su décima casa en Leo y que por tanto siempre sería un hombre de éxito y popularidad y un líder nato.
—¡Lydia! —exclama—. Me pareció oír tu voz. ¡Qué sorpresa tan agradable! —La besa. Ella retrocede un poco por el olor a perfume barato que desprende—. ¡Vaya! Estás guapísima, mejor que nunca, estupenda. ¡Tienes un pelo increíble!
A Laura se le amarga la expresión. A Lydia le encanta. Orgullosa, se da un toquecito en el pelo escarlata recién teñido de dos centímetros y medio de largo.
—¡Ah! Me preguntaba si nadie iba a darse cuenta de mi pelo —comenta, seca. Laura sabe que le está dando el pie para que suelte algún cumplido sobre su pelo, pero personalmente piensa que esa clase de cortes militares son ridículos para una mujer de setenta y tantos.
—Mira, David, anoche le eché otro vistazo a tu carta astral. ¿Tienes algún plan importante próximamente en el trabajo? —pregunta mientras selecciona elegantemente uno de los caros bombones de la mesita de café de Laura. (Laura intenta recordar cuándo le contó a su madre lo del trato de David... ¿fue el miércoles o el jueves?)—. No sé, no estaba claro —continúa Lydia, cuando David abre la boca para contestar. Se presiona las sienes, intentando reconectar con su mundo onírico interior—. Te vi en una especie de plaza... seguramente era el Coliseo. Estás rodeado de bestias salvajes, veo dientes, veo cuernos. Y veo sangre, veo los cuerpos de todos los que han sido masacrados por ellos antes que tú. Cuando apareces, las bestias rugen. Enseñan los colmillos. Entonces retroceden con sigilo y quedan postradas a tus pies.
—Y ese gladiador, ¿por casualidad no tendría acento australiano? —pregunta Laura como quien no quiere la cosa, porque puede que la gente piense que no tiene sentido del humor, pero se equivocan.
—Tienes una espada —prosigue Lydia, triunfante, sin dejarse vencer por el triste cinismo de su hija—, pero no los matas. No. Comienzas a alejarte del foro con valentía. La multitud enloquece. Caminas, y las bestias salvajes avanzan mansamente a tu lado. Así que dime, David, ¿qué significa?
Significa que David se sonroja de gusto. Significa que David le da a su suegra un largo abrazo y desea, no por primera vez, que su mujer pudiera haber heredado algo de su optimismo. Entiende lo que Lydia ha vaticinado: el éxito de la operación de esta noche.
—Bueno, ya veremos —murmura David con languidez—. Pero ya basta de hablar de mí. Hablemos de algo más interesante. Hablemos de ti —le dice con voz melódica a su suegra. La cara de Lydia, que debido a la cantidad de retoques quirúrgicos por los que ha pasado debería tener más cuidado, se relaja en una expresión de placer. Se pregunta si una aventura con su yerno quedaría totalmente descartada, especialmente ahora que sabe que no tiene escrúpulos con la fidelidad. La propia Lydia, por supuesto, nunca se ha llevado muy bien con la moral. Y ahora que sabe que está a punto de morir, un debate sobre la ética de acostarse con el marido de su hija le parece irrelevante hasta el punto de ser absurdo.
—Bueno, si hay que hablar de mí —dice con una risita, mientras cruza las piernas bajo la microminifalda roja y metiéndose el bombón en la boca de forma seductora—. ¿Te cuento la experiencia que he tenido en el Museo Británico esta mañana?
Pero en este momento crucial aparece Anouschka.
David siente que se le revuelven las tripas como no se le habían revuelto desde que tenía seis años y su madre lo pilló con una bolsa entera de regaliz en la boca.
—Me encantaría escuchar lo del museo —farfulla—, pero tengo que irme al gimnasio ahora mismo.
—¿Al gimnasio? —pregunta Lydia.
—Sí —responde David, desesperado—. He contratado a un nuevo entrenador personal y la clase empieza dentro de un rato.
—Por supuesto, típico de ti —añade Laura, extendiendo los dedos para ver cómo responde el color de su nuevo esmalte de uñas a la luz desde distintos ángulos—. ¿Se me ha comunicado algo de esto? ¿Del entrenador personal? ¿Se me ha comunicado? Y si yo hubiera planeado algo para nosotros esta mañana, ¿qué?
Pero nadie le está prestando atención a Laura. Están mirando fijamente a Anouschka, de pie en el umbral con un recogedor y un cepillo en el aire a cada lado, como un monarca empuñando su cetro y su orbe. Anouschka, que no es ninguna belleza ni siquiera cuando tiene un buen día, parece totalmente trastornada. Tiene los pelos de punta y totalmente alborotados y las mejillas de un púrpura chillón.
—Debo decir a vosotros todos algo —anuncia.
Sí. Se lo va a contar. Está decidida. Le hierve la sangre en las venas, le late el corazón del nerviosismo. No se ha acostado con nadie desde hace dos años y medio, desde la última vez que vio a su prometido, aún en casa, e incluso entonces ninguno de los dos estaba muy seguro de cómo había que hacerlo, ya que ambos tuvieron unos padres poco dispuestos a hablar del tema. David sí sabía cómo hacerlo. Anouschka había leído lo que era un orgasmo en una de las revistas de su jefa y había visto las fotos que acompañaban al texto (es increíble las cosas que te podías encontrar debajo de las camas de alguna gente). Aun así, estaba segura de que ya debería haber acabado, mientras que ella seguía rebosante y burbujeante de placer.
Ni en sus mejores momentos con Boris se había sentido así.
En este instante, sin embargo, no es el ceñor David el que despierta sus apasionados sentimientos. No. Es la ceñora David. Anouschka la está viendo como nunca la había visto. Hasta hace poco, la verdad es que había estado pensando en dejar el trabajo. Algunas de las cosas que le ha pedido que haga, como sacar un pendiente de la taza del inodoro con las manos desnudas o explotarle las espinillas de las partes de la espalda a las que no llegaba la ceñora David, definitivamente eran más de lo que se podía esperar que soportara una asistenta respetable que cobra cuatro libras sesenta la hora. Además, a la ceñora David muchas veces se le olvidaba pagarle al final de la semana y después se le olvidaba al principio de la semana siguiente de que se le había olvidado que se le había olvidado y se ponía a discutir con Anouschka si se le había olvidado o no.
Ahora todo estaba olvidado. Ahora todo era distinto. La ceñora David le había cedido al ceñor David, su único marido, a Anouschka. No importaba nada más. Siempre le quedará agradecida a la ceñora David por este sacrificio. Se acabaron los malos pensamientos. Él es suyo. Anouschka ama al ceñor David. ¡Y él la ama a ella! ¡Porque es imposible hacerle el amor a alguien con tanta pasión sin sentir nada por ella! ¡Casi no puede creerlo! ¡Un hombre refinado, importante y guapo como él! ¡Dentro de ella! Anouschka siente cómo le sube el hormigueo por el estómago una vez más. Él fue tan tierno y tan... tan firme, y le había susurrado unas cosas tan bonitas al oído, de las cuales no había entendido todo, pero había captado lo esencial. Ahora Anouschka sabía que nunca iba a separarse de los David. Se sentía amada, una más de la familia.
Anouschka los mira a los dos con cariño. Se lo va a decir. Les va a decir lo que siente en realidad. Todos la miran fijamente. El ceñor David. La ceñora David. La madre de la ceñora David. ¿Por qué ve ese terror en sus ojos? Quiere hablar. ¡Con qué fijeza la miran! Se esfuerza como puede por encontrar las palabras. Pero las palabras que quiere decir no le vienen a la cabeza.
—Yo limpio suelo cocina ahora —susurra.
Lo que en realidad quiere decir es: «Os quiero, ceñor y ceñora David, os quiero a los dos». Pero no tiene el valor suficiente, así que «Yo limpio suelo cocina ahora» es lo que le sale.
*
David va a prepararse para el gimnasio.
Laura se queda otra vez sola con su madre. Las situaciones extremas requieren medidas extremas, decide. Dice:
—Madre, voy a decirte algo pero tengo que estar segura, y quiero decir completamente segura, de que no va a salir de aquí. ¿Me lo prometes?
Lydia está ahí sentada pensando lo aburrida que le parece su hija. Se pregunta cómo una mujer como ella ha podido traer al mundo una criatura como Laura. Seguro que está mal pensar que tu hija es aburrida. Seguro que una madre debería siempre, instintivamente, espontáneamente, querer a su propia hija pero, para serte sincera, Lydia nunca quiso a Laura. Fue un bebé soso, una niña gris y ahora era una adulta inmensamente aburrida y menos mal que era muy guapa, porque si no nunca habría cazado un partido como David y las dos, Laura y Lydia, habrían acabado en el arroyo.
Al ver moverse los labios pintados de su hija, al ver sus rasgos impecables contorsionarse y formar una mueca de disgusto, Lydia piensa que Laura está a punto de anunciarle que teme que es posible que su marido esté teniendo una aventura. Lydia va a tener que morderse el labio para no decir: «Sí que la tiene, cariño, y, si te soy sincera (a Lydia le gusta hablar con sinceridad, aunque sólo sea en sus pensamientos), nadie puede culparle». Pero por supuesto no sería capaz de decir eso, no sería capaz de contarle a Laura que ha pillado a su marido tirándose a la asistenta en su casa y en su cama esa misma mañana (lo cual, de alguna manera, tuvo estilo, aunque nada más), porque Lydia es de esas suegras caprichosas que no se tomarían bien tener que cancelar su cuenta de Fortnum & Mason y tener que mudarse de su acogedor piso en Knightsbridge a algún lugar como Battersea o Wandsworth o cualquiera de esos espantosos barrios al sur del río donde van todos los inadaptados. Aunque esté a punto de morirse, no puede plantearse algo así. Hubo un tiempo en el que Lydia se ganaba un buen sueldo con su consulta de psicoanálisis pero a su edad ya no tenía la energía necesaria para diagnosticar los defectos de la gente que la necesitaba. Hubo un tiempo en el que era capaz de convertir un solo complejo en dos años de lucrativas sesiones; pero ahora se aburría a los cinco minutos. Tener aventuras con tantos pacientes —hombres y mujeres, Lydia es exigente pero no demasiado exquisita— tampoco ayudaba mucho. Las cosas ya se habían liado un par de veces. Cuando Laura se casó con David y David se ofreció a mantener a su suegra, sólo entonces entendió Lydia por qué se había molestado en tener una hija en primer lugar.
Entretanto, Laura mira a su madre y se pregunta lo siguiente: «¿Por qué estoy a punto de decirle que voy a dejar a David? ¿Por qué, a mis treinta y cinco años, sigo sin ser capaz de dar ningún paso importante en mi vida sin el visto bueno y la aprobación de mi fastidiosa madre?».
Ojalá pudiera una divorciarse de las madres además de los maridos.
—¿Me lo prometes? —insiste Laura.
Te prometo que me voy a volver loca como tenga que escucharte mucho rato, piensa Lydia.
—Sí, cariño, te lo prometo —contesta, seria.
—Verás, madre, sobre lo que estabas diciendo antes... bueno, tenías razón. David y yo tenemos un problema.
Lydia suelta un gritito sofocado de falso sobresalto y horror.
—¡La Luna está en Saturno! ¡Qué te dije yo!
—Sí, bueno, ahora mismo no quiero hablar de eso. El caso es, Lydia, que voy a dejar a David.
Esta vez el gritito de Lydia es de verdad.
—¿Laura? ¿Estás loca?
—Ya lo sé, ya lo sé. David se va a morir cuando se entere. ¡Se va a morir! Me adora tanto. Pero ya no puedo soportarlo. ¡Me limita! ¡Me oprime! ¡Me asfixia!
—Ya veo —dice Lydia con lentitud, porque es lo primero que se le viene a la cabeza. Tiene que detenerla. Se aferra al borde de su asiento. Quiere llorar pero no está segura de que le queden conductos lacrimales tras el último lifting—. ¡Vaya! Nunca me imaginé que la cosa se fuera a poner así. ¡Divorcio! Mi propia hija. ¡El fruto de mi vientre!
Laura reza en silencio para no haberle dado pie a Lydia, una vez más, para que se lance a contarle la historia de la histerectomía que tuvieron que hacerle después de tenerla. Laura reza en vano.
—Aún llevo las cicatrices de cuando viniste a este mundo. Aún retumba en mis oídos el eco de mi carne rasgándose mientras tú entrabas en esta vida por la fuerza. ¿Y ahora debo soportar la humillación del divorcio de mi propia hija, mi única hija, la hija que cerró la puerta de mi fertilidad tras ella?
A Laura le extraña y le admira la falta de vergüenza de su madre, una mujer que se acostaba con tantos hombres que averiguar la identidad del padre de Laura hubiera requerido los servicios de un equipo completo de medicina forense.
—Nada de esto tiene sentido, madre. Estoy decidida. Voy a dejarle, y punto.
—¡Ayy! —gime Lydia, como si la hubieran empalado—. ¡Ayy!
—Oh cállate. Eres tú la que siempre me está diciendo que entre en contacto con mi lado sombrío. Bueno, pues aquí está.
—Pero David no es tu lado oscuro, tontorrona. ¡Es un marido maravilloso, cariñoso, atento y rico! ¡Deberías estar besando el suelo por donde pisa, no planeando dejarlo!
Llegados a este punto, Lydia logra serenarse lo suficiente para correr hacia un espejo y comprobar su expresión, colocándose los pliegues de la piel a los lados de la cara como le enseñó el cirujano. Mientras tanto, Laura, que ha estado intentando comprender la vehemencia de la reacción tan negativa de su madre (su madre siempre ha prosperado, personal y profesionalmente, gracias a las crisis emocionales, y normalmente les da la bienvenida con los brazos abiertos), oye la palabra «rico» y lo ve todo claro.
—Te preocupa tu pensión, ¿verdad? Ese arreglillo al que habéis llegado. ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no me lo iba contar a mí, a su propia esposa?
—¿A su propia esposa? ¿Qué clase de expresión es ésa? —rebate Lydia, asqueada—. ¡Como si pudieras ser la esposa de otro!
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡No cambies de tema! Dime... ¿no es eso lo que te preocupa?
—Entonces, ¿me callo o te lo digo? Estoy confusa.
—Tengo razón, ¿verdad? —Laura está gritando. Rara vez grita—. De verdad creías que no sabía nada de eso, ¿no es cierto? ¿Y cuánto tiempo lleváis así, siete, tal vez ocho o nueve años? Un par de miles que aparecen en tu cuenta, como por arte de magia, cada mes. ¿Creías que David no me lo iba a contar?
(En realidad David no se lo había contado. Le preocupaba que le pareciera humillante descubrir que su madre ya no podía mantenerse por sí misma, así que se había adelantado sin decir nada y había domiciliado el pago sin consultarle primero. Laura sólo se había enterado al leer algunos de los papeles personales de David mientras él estaba fuera en viaje de negocios en Brasil hace unos años.)
Antes de que Lydia pueda responder, David entra corriendo en la habitación.
—¿Qué pasa? —exclama—. ¿Por qué estáis gritando? —Madre e hija se miran la una a la otra. ¿Quién ganará esta partida? Laura tiene una idea pero Lydia es demasiado rápida para su hija. Se levanta y se desmaya, de forma muy oportuna sobre su perfectamente tapizado sofá.
—Dios mío —grita David—. ¿Qué le has hecho? ¿Qué has dicho? Rápido; ¡llama al Dr. Aben!
Lydia, a la que le apasionan los cirujanos pero a la que le repugnan los médicos, comienza a gemir y a intentar separar los párpados bajo el peso de sus pestañas postizas.
—¡Se está despertando! Gracias a Dios. Laura, ve a prepararle un té caliente, con mucha azúcar, muy dulce.
—Y una gotita de güisqui, cariño, para que baje mejor —grazna Lydia de forma casi inaudible.
David coge a su suegra en brazos y la lleva arriba a uno de los muchos dormitorios libres. Parece estar bastante mal. Emite gemidos graves y semisensuales y, a no ser que la imaginación de David se esté volviendo loca, su mano derecha, que se le quedó atrapada cerca de la entrepierna de él cuando la recogió del sofá, parece estar dándole tirones y apretones a esa parte de su cuerpo. Debe ser una reacción involuntaria de los músculos al golpe. Con ternura, la tiende sobre la cama.
—Ah, David, amor mío —susurra; pero lo más probable es que a estas alturas esté delirando. Le coloca una mano esquelética sobre la nuca y parece atraer la boca de él hacia abajo, hacia ella. Él comprende: quiere decirle algo, hacerle una confesión, expresarle un último deseo. David acerca la oreja a su boca—. Bésame, David —grazna. Y eso hace él: un beso suave, casi paternal sobre la frente extrañamente fría y húmeda de su suegra. Una vez más, ella grita con algo parecido al dolor. Intuyendo que necesita descanso y tranquilidad, David apaga la luz y sale de la habitación.
—¡Espera! —grita Lydia, momentos antes de que consiga escapar.
Con repentina coherencia logra decir las siguientes palabras:
—Tengo que decirte algo, David, por favor, déjame contártelo antes de que te vayas. Es algo que debes saber.
*
Justo cuando Laura piensa que ha odiado a su madre con cada pizca de energía que tenía, pasa algo y descubre nuevas reservas, centrales eléctricas enteras de megavatios de animosidad. Laura está furiosa, con una furia de las de dispuesta-a-exterminar. Entra a toda velocidad en la cocina, y casi se mata al tropezarse con el cubo de agua en el que Anouschka está mojando la fregona con nerviosismo.
—¡Joder! ¡Qué sitio más jodido para dejar un cubo! —grita Laura.
Anouschka se echa a llorar.
—Pero yo limpio suelo cocina aquí. ¿Dónde pongo si no?
—¡Y yo qué coño sé! —berrea Laura, esquivando el reguero de agua sucia que se extiende sin prisa pero sin pausa sobre la superficie del pulido suelo de linóleo—. Tú eres la jodida asistenta, averígualo tú. —Laura enciende de un manotazo el jodido hervidor de agua para el té de su jodida madre. Reconoce que lo que acaba de decir es demasiado, hasta para ella, pero ha aprendido muy bien de las docenas de limpiadoras que ha tenido a lo largo de los años que una de las primeras reglas al contratarlas es nunca pedir disculpas. Si lo haces, ellas tienen la sartén por el mango, y entonces vas lista.
Laura se pone a revolver en un cajón, buscando en su antigua agenda los nombres de las floristerías de la zona que hacen arreglos florales y los entregan en menos de una hora. No está contenta con las flores del recibidor y quiere un par de arreglos nuevos para las copas de antes de la cena de esta noche. El cajón está lleno de porquerías; piensa que ojalá hubiera pasado el número a su nueva agenda, que ojalá se hubiera mantenido en contacto con la mujer que le dio el número, que ojalá se acordara por lo menos de cómo se llamaba, y cuando todo eso falla, piensa que ojalá pudiera encontrar su jodida antigua agenda en este cajón lleno de mierda.
—Me parece que podrías prestarle más atención a este cajón, Anouschka. ¡Es un completo desastre!
—Pero, ceñora David, usted dice siempre que este cajón es privado y yo no meter mis narices en él —gimotea Anouschka desde dentro del armario de las sartenes.
Laura refunfuña. Sencillamente, ahora mismo no está de humor para discusiones.
Anouschka suelta la fregona.
—Creo que yo voy a casa ahora —dice en voz baja.
—¿A casa? No seas estúpida. Si acabas de llegar.
—Sí. Yo voy a casa —repite Anouschka con lentitud, como si intentara convencerse a sí misma y a Laura al mismo tiempo. Se pone su rebequita verde, la misma que siempre lleva y siempre ha llevado, y echa a andar hacia la puerta principal.
—Los socios del Sr. Denver-Barrette van a venir esta noche... ¡no puedes dejar la casa así!
—Yo voy a casa.
—¡Si te vas ahora, no te molestes en volver! ¡Ni esperes volver a ver las veinte libras de tu sueldo que te debo de los atrasos! ¡Ya puedes olvidarte de eso!
Pero Anouschka se da la vuelta para irse. Ahora es novia del ceñor David y no tolerará que le hablen así. Justo cuando se da la vuelta, aparece David.
—Creo que ya está mejor. La he metido en la cama y está descansando. Laura, ve a ver cómo sigue. Pobrecilla. Te necesita a su lado. Yo le hago el té, sé cómo le gusta. —Lo organiza muy desenvuelto. A David le encantan las crisis—. Oh, ¿qué es toda esta agua?
—Es culpa de Anouschka.
—No ser yo. Es ceñora David dar patada a cubo.
—Laura está nerviosa —David le explica pacientemente a Anouschka, en plan comandante en jefe—. Su madre no se encuentra bien. Nada bien. ¿Nos harías el favor de recoger el agua con la fregona? —Se vuelve hacia Laura—. Adelante, Laura. Ve con tu madre. —A David le gusta hablar como un americano, así se siente poderoso.
Laura no quiere que David le diga lo que tiene que hacer. No quiere ver a su madre. Pero por otra parte, no sabría limpiar un charco de agua sucia ni aunque le fuera la vida en ello, así que se da la vuelta para marcharse.
—Por cierto —dice David amablemente, poniéndole la mano en el hombro—, creo que deberías saberlo. Tu madre me lo ha contado. Me lo ha contado todo.
En ese mismo momento, Laura siente que se le congelan las tripas. La muy perra. Perra sucia, codiciosa y reconstruida quirúrgicamente. Hasta para Lydia, esto era más bajo que caer muy, muy bajo.
—Por Dios, David. No... no... no quería que te enterases de esta manera. Lo siento. —Ambos están algo sorprendidos. Es la primera vez que Laura le dice a David que lo siente.
—Sí, bueno, estas cosas son mejor que salgan a la luz. Y de todas formas, no es cosa mía, cariño. Es cosa tuya. ¿Tú cómo te sientes?
Laura se da la vuelta y observa a su marido con desprecio. Menudo muermo. Acaba de enterarse de que su mujer va a dejarle y no siente furia, ni pasión. ¿Que cómo se siente ella? Dios bendito. ¿No piensa luchar por ella? ¿Suplicarle que se quede con él? Cualquier hombre de verdad estaría rasgándose las vestiduras de rabia, exigiendo enterarse de si había alguien más, amenazándola, engatusándola, básicamente reaccionando de manera normal, humana y viril. Cualquier duda que hubiera podido albergar sobre si estaba haciendo lo correcto ha desaparecido. Está casada con una ameba. Qué triste.
—Me siento... Oh, qué más da cómo me sienta. Voy con Lydia.
Sí, piensa Laura, voy con Lydia. Porque puede que David no supiera lo que es la pasión ni aunque ésta fuera y le mordiera en las pelotas, pero ella, Laura, ella estaba sintiendo pasión de sobra ahora mismo, un deseo apasionado de agarrar el esquelético cuello de su madre y apretar fuerte hasta que la vieja pájara se volviera de un azul huevo de pato igual que el de la tela de la tapicería del comedor. Pero eso, por supuesto, es lo que Lydia querría, lo que desearía. Moriría feliz sabiendo que la eterna incapacidad de Laura de enfrentarse a su lado sombrío por fin la había vencido. Laura no iba a darle esa satisfacción. No. Laura iba a mantenerse tranquila. Eso le dolería a su madre más que cualquier otra cosa.
Cuando Laura entra, la serenidad personificada, en el segundo dormitorio de invitados, Lydia está apoyada sobre unos dieciséis almohadones y envuelta en una manta rosa peonía de cachemira sólo para fines decorativos, habiendo aparecido como por arte de magia una botella de sherry a su lado, sobre la mesita de noche. Está viendo uno de esos programas de televisión en los que gente anónima les anuncia a sus parejas que su matrimonio se ha acabado frente a una atenta audiencia compuesta por completos extraños.
—Bueno —dice Laura afablemente—, ya estamos un poco mejor, ¿no?
—¿Estamos? Yo estoy bien —murmura Lydia con la boca llena de uno de los bombones de licor de fresa y exquisito cacao al 70% de una caja que ha encontrado en la mesita de noche—. De ti no estoy tan segura.
Calma, calma, calma, se recuerda Laura, sentándose sobre las manos mientras se acerca al borde de la cama, por miedo a que, poseídas por un reflejo incontrolable, involuntariamente lleven a la práctica el plan A y se aferren al cuello de Lydia.
—Me he enterado de que has tenido una charlita con David.
—Sí —Lydia asiente con seriedad.
—¿Y no te parece —prosigue Laura, aplastando en sus dedos los cuarenta y ocho kilos de su peso con toda la fuerza que puede, ignorando los calambres que esto le causa—, que el hecho de que yo, su esposa, haya decidido dejarle podría quizá ser algo que quisiera comunicarle yo misma?
—Sí.
—¿Sí? ¿Y?
—¿Y qué?
—¿Por qué se lo dijiste, tú... tú... ? —Laura se muerde con fuerza la lengua para evitar que salgan las palabras que quieren salir.
—No le dije nada de eso.
—¿No?
—No.
—¿No le dijiste que voy a dejarle?
—No.
—¡Pero él me dijo que se lo habías dicho!
—No. No le dije nada de eso. No le dije que vas a dejarle.
Lydia toma otro sorbo de sherry y se mete otro bombón en la boca. Durante toda esta conversación sus ojos han permanecido pegados a la televisión. Le encantan estos programas. Le encanta cuando todo el mundo empieza a llorar. Este programa con este presentador en concreto es su preferido. Pero aunque está mirando como si le importara el programa, en realidad no le importa, hoy no. Lo único que le importa hoy es contarle a Laura lo que le acaba de contar a David. Que se va a morir. Que Laura es adoptada. Y que le da miedo que si por fin le confiesa a Laura que es adoptada ella vaya a rechazarla ahora, justo cuando Lydia más la necesita. Sé valiente, sé valiente, se dice Lydia. Sé valiente.
—Le dije que eres adoptada.
Laura mira a su madre. Ya no siente calambres en los dedos. Oh, vaya, vaya, piensa Laura. Lydia se ha vuelto loca. Es muy triste, y seguramente Laura tenga la culpa. Pasa a menudo con la gente mayor —un disgusto y se les va la cabeza—. Sus grises neuronas sencillamente no pueden soportarlo. Le pasó a la madre de una mujer junto a la que se sentó en un almuerzo de cumpleaños no hace mucho. Lo único bueno de aquello es que esta mujer le dio a Laura el nombre de una espléndida residencia de ancianos, en la mejor zona de East Grinstead, lo suficientemente lejos para justificar una visita no más de una vez al mes, pero lo suficientemente cerca de un encantador restaurante, en uno de esos adorables hoteles situados en casas de campo tan elegantes que parece que aún estás en Londres, lo cual le daría a Laura algo por lo que alegrarse después de la visita. Mientras Laura hace el viaje mental de su bolso a la sala de estar y al despacho donde había depositado cuidadosamente el trozo de papel con el número de teléfono de la residencia, Lydia dice:
—No me crees, ¿verdad?
—Tómate otro bombón. David está a punto de llegar con el té.
—No me crees.
—Si me estás preguntando si me creo que me estás diciendo ahora, a mis treinta y cinco años, que soy adoptada, cuando llevo cada detalle de mi infancia a tu lado, querida madre, grabado con total claridad en mi memoria, cuando he visto incontables fotos de bebé, de ti embarazada en el hospital a punto de dar a luz, de ti en el hospital justo después de haber dado a luz aferrándote a algo que se parece muchísimo a un bebé, entonces, sí, la respuesta es no.
Lydia suspira.
—Estuve embarazada, y efectivamente di a luz, y el bebé nació, pero sólo sobrevivió unas pocas horas. Nunca logré entender qué salió mal. En aquellos tiempos pasaban cosas, y aunque siempre había una razón, no siempre se te comunicaba qué había ocurrido. El caso es que mi padre, que me adoraba, como sabes, no podía soportar verme tan afectada. Se enteró de que la mujer de la habitación junto a la mía había dado a luz tan sólo veinte minutos después de mí, también a una niña, también morena y con los ojos oscuros. Así que le firmó un cheque (nunca se me reveló la suma pero para mi padre el dinero no importaba, mi felicidad no tenía precio, y eso es lo que se hizo). Seguimos adelante igual que antes. Yo intenté apegarme a ti tanto como pude, pero por mucho que lo intenté, y créeme, querida, lo intenté, tú no eras lo mismo. Para empezar, no eras tan guapa como la otra: ella tenía unos rasgos mucho más refinados. Y siempre has tenido este extraño mentón afilado, mientras que yo desciendo de una larga línea de mujeres con la cara angulosa. De todas formas, hemos sabido arreglárnoslas, ¿no? Y en cualquier caso te he salvado de una vida de monotonía rural. Me he enterado de que el marido de la otra mujer más tarde lo perdió todo en un arriesgado negocio en La City, así que tuvieron que vender su casa de Pimlico e irse a vivir al campo, rodeados de ganado y de ovejas. ¡Piensa en eso, querida! ¡Piensa en el desorden! ¡Piensa en el aburrimiento!
Laura suspira.
—Todo esto no es más que una fantasía, madre. Y de todas formas, aunque fuera verdad, ¿por qué me lo estás contando? ¿Y por qué se lo has contado a David? ¿Por qué ahora?
Lydia la mira.
—¿Bueno? —pregunta Laura.
—Ahora... porque... Oh, cariño, estoy deseando contártelo pero me temo que es demasiado terrible, te disgustarías demasiado...
—Te diré por qué, bruja. Quieres que David se trague toda esta historia de la adopción para que cuando le diga que voy a dejarle se piense que sólo estoy en mitad de, yo qué sé, algún tipo de crisis emocional y no me tome en serio. Así podrás quedarte con tu jodida pensión. Patético. No pienses que no he calado perfectamente tus tejemanejes... no te olvides, llevo toda la vida conviviendo con ellos.
Laura gira sobre sus talones con aire triunfal y sale de la habitación.
—¡Muy bien! ¡Te diré por qué te he contado precisamente ahora que eres adoptada! —grita Lydia desde la cama—. Te lo he contado ahora porque... ¡me estoy muriendo!
—Sólo en mis sueños, madre querida —susurra Laura para sí.
Mientras baja las escaleras, suelta un pesado suspiro. Está claro que la historia de la adopción no tiene ni pies ni cabeza. Y sin embargo, y sin embargo recuerda cómo, cuando era pequeña, se preguntaba a menudo por qué su madre tenía las cejas finas y arqueadas mientras que ella tenía unas cejas planas y pobladas que se unían en el medio.
Por alguna razón, eso siempre le había molestado muchísimo.
Y aún le molesta.
*
David y Anouschka están a solas en la cocina. Es la primera vez que Anouschka lo ve desde que se acostaron en el dormitorio esa misma mañana y David se despidió de ella, murmurando algo del estilo de «Más vale que vaya a lavarme». En aquel momento, Anouschka había pensado que era ella la que necesitaba lavarse, dado que el ceñor David había eyaculado encima y dentro de ella, pero como no la invitó a ir con él al baño se secó lo mejor que pudo con un trapo, se vistió y volvió a sus deberes.
David está liado con el té para su suegra, preparando la bandeja y la taza de porcelana y el platito, y metiendo las hojas de té en la bolita plateada. Está ignorando a Anouschka. No hay duda. Haciendo como que no está ahí.
Anouschka lo desea.
Anouschka lo quiere con desesperación.
Anouschka lo ama de verdad.
¿Qué puede hacer para que él se dé cuenta? Está igual de frío con ella como siempre. Ahora se comporta igual que antes, como si ella ni siquiera estuviera allí. No le habla. La ignora. Pero ahora son pareja, son una sola persona. ¿Qué puede decir o hacer ella? No habla inglés lo bastante bien como para expresar lo que siente. Sólo va por la página treinta y ocho del libro: si ya hubiera llegado a la sesenta y cuatro habría cubierto el futuro en más profundidad y tal vez hubiera sido capaz de hacerle llegar su mensaje, pero por el momento no hay esperanza.
Entonces recuerda la canción, la canción que aprendió siendo niña, tan sólo una niña pequeña, pero ya entonces sabía que algún día, cuando encontrara a su verdadero amor, el amor de su vida, se la cantaría. Uno de sus amigos tenía un reproductor de casete muy antiguo y un tío que le compraba cintas pirata para que no dijera nada cuando iba a su casa a acostarse con su madre una vez al mes. Anouschka y sus amigos se sentaban alrededor de este mismo reproductor en el frío dormitorio de Pyoter y escuchaban las crepitantes canciones de amor mientras el tío de Pyoter ponía a prueba los muelles de la cama en la habitación de al lado. La primera vez que oyó esta canción supo que iba a ser su himno. Su inglés era bastante básico por entonces, pero también lo era la letra de la canción, que decía poco, pero decía lo suficiente.
La canción le vuelve flotando a la cabeza. La melodía. Pasa la fregona por el suelo empapado mientras observa la espalda del ceñor David. Recuerda sus dedos dentro de ella, su boca sobre sus pechos. Recuerda la canción. Hum, humm, hum, humm. Sí, la va a cantar. La va a cantar. Así el ceñor David entenderá lo que siente. Entenderá que él es la persona destinada a ser suya. Sabrá que su lugar en el mundo está en sus brazos, entre sus piernas.
Canta. No recuerda la letra completa pero recuerda lo más importante: «Love, baby, hum, humm, love, love, hum, humm, baby, hum, humm, love, love...». En voz baja al principio pero luego se eleva hasta un apasionado crescendo: «Love, baby, baby, hum, hummmmmm, l-o-v-e, l-o-v-e, baby...».
David termina de preparar el té y lo lleva arriba.