Capítulo 3

 

David está de pie y desnudo en el baño inspeccionando sus partes, con la boca dilatada en una amplia sonrisa. Nada como un poco de sexo extramatrimonial con la asistenta para ponerle a uno una sonrisa en la cara.

¿Qué ha hecho? ¿Está loco? ¿Qué arrebato le ha entrado? Se ha tirado a la asistenta. ¡A la asistenta! ¡Una mujer que no es Laura! Tras toda una vida de fidelidad conyugal, ¡acaba de tirarse a la limpiadora! ¿De verdad lo ha hecho? Sí, lo ha hecho. Y, ¿cómo se siente? Bueno, pues se siente horrorizado, avergonzado. Por supuesto que sí. Abochornado. Confuso. Pero más que nada se siente locamente feliz. Tras quince años de amargura con Laura, quince años de sí/ no/ tal vez/ pues va a ser que no, en la cama, acaba de echar el mejor polvo de su vida. Qué ironía. Está casado con una de las mujeres más bellas de Londres, es admirado y envidiado por todos sus amigos. Y va la asistenta, esa con granos y el pelo grasiento y a la que no entiende ni la mitad de las veces, y entra en el dormitorio, se mete en la cama desnuda y se pone a meneársela. ¡Es absurdo! Debería haberle gritado, haberle dicho que estaba loca, que debía darle vergüenza, ¡debería haberla sacado de la cama de una patada! En vez de eso, se despierta con aquello más tieso que el palo de una escoba, se da la vuelta y le echa un polvo. En realidad, le echa dos. ¡Y la segunda vez fue incluso mejor que la primera!

¿Excusas? Bueno, si él quisiera podría poner excusas. Podría decir que creía que era Laura —ya que estaban a oscuras—. Podría decir que se sentía desesperado después de que le dejaran con la miel en los labios. Pero lo cierto es que no quiere excusas. ¡Le gustó hacerlo con la asistenta! ¡Sí, le gustó!

Tiene que tumbarse sobre el suelo de mármol. Está mareado. Éste no es el David que David conoce. Es un David distinto. Un David mejor. Éste es David el hombre. El semental. El dios del amor, por todos los santos.

David está eufórico, embriagado con su propia virilidad. Está descubriendo tantas cosas sobre sí mismo que apenas puede seguir la velocidad de sus propios pensamientos.

David es capaz de ser infiel.

Y de volver a serlo.

David es capaz de tirarse a la asistenta y acto seguido levantarse y seguir con su vida. De arreglárselas con Laura, de arreglárselas incluso con una tragedia doméstica entre Laura y su madre, de llevar en brazos a su suegra al piso de arriba, de prepararle un té, de repartir comprensión, de escuchar a su suegra mientras le explica que tiene no sé qué terminal y que está a punto de morir, que su esposa nunca ha sospechado durante todos estos años que es adoptada. Después él dice que se va al gimnasio, como siempre —¡ha hecho todo esto sin siquiera pestañear!—. Ha entrado en el baño para vestirse pero al quitarse la bata se para un momento, no coge la ropa en seguida, se para y se observa. Se siente como si mirara su cuerpo por primera vez. Su polla. Creía que la conocía pero está claro que no, que no la conoce ni lo que es capaz de hacer, así que tal vez, por tanto, tampoco conozca el resto de sí mismo.

¿Es esto emocionante o aterrador? Toda su vida ha hecho las cosas como es debido, de forma prudente y recta. Nunca ha sucumbido a la tentación, más que nada porque nunca la ha sentido. Todo lo que siempre ha deseado es aquello que un buen hombre debería desear —que le fuera bien en los estudios, que le fuera bien en el trabajo, tener un buen matrimonio y ganar montones de dinero—. ¿Podría ser que fuera posible que él pueda ser alguien que desee cosas que no estén bien? ¿Qué desee tirarse a la asistenta? ¿En su lecho matrimonial? ¿Con su mujer en la habitación de al lado? Si desea eso, ¿qué más deseará?

Con estos pensamientos empieza a darle vueltas la cabeza. No puede pensar con claridad.

Puede que David no sea el capullo que siempre ha creído ser. ¿Puede que el David amantísimo, dócil y entregado a ganar montones de dinero haya dejado de existir?

¿Que David sea un mentiroso, un tramposo, un canalla, un mierda?

¿Y que esté tan encantado de serlo?

*

 

Laura acaba de entrar en su baño para retocarse el maquillaje. A Laura, retocarse el maquillaje siempre la hace sentir bien. Hay algo en la idea de hacer que su bella cara luzca aún más bella que la atrae poderosamente. (En momentos de estrés, se la ha visto levantarse a las tres de la mañana a retocarse el maquillaje y después volver a la cama. Sintiéndose sublime para un mundo que no puede verla, reflexiona sobre la ironía de su situación y sus pensamientos la acunan hasta que se queda dormida.) Ahora está en la sala de estar, reflexionando sobre sus prioridades. Tiene que ser práctica. Si va a seguir adelante con el proyecto de dejar a David, lo primero que tiene que hacer es arreglar la venta de la casa. Laura no está completamente segura de cómo funcionan las rupturas matrimoniales, pero está bastante segura de que siempre conllevan la venta de propiedades. Aparte de todo lo demás, dado todo el trabajo que ha hecho en la casa, no le importaría que le hicieran una tasación. Se trata de una casa independiente del siglo dieciocho con seis dormitorios situada en Cheyne Walk. Durante el año pasado Laura se gastó muchos miles, quién sabe, quizá incluso cientos de miles de libras en redecorarla. Ha sido un proyecto enorme y agotador, hubo que sacarlo todo y rehacer la casa entera, no tanto porque la casa estuviera mal, sino porque Laura siempre ha dicho que si no fuera porque es artista, hubiera sido una diseñadora de interiores estupenda.

Además, por supuesto, una vez que sepa cuánto vale la casa, podrá calcular cuánto le va a pedir su abogado a David. Del resto está bastante segura: de sus gastos mensuales en ropa, peluquería, manicura, pedicura, tratamientos faciales, masajes, etc., etc., etc., porque una amiga que se estaba divorciando de su marido le dijo una vez que resultaba muy útil llevar la cuenta de este tipo de cosas por si acaso y Laura siempre lo anota todo en un cuadernito que esconde en un cajón de su mesita de noche.

Laura marca el número de Louella. Louella sabrá recomendarle un buen agente inmobiliario, siempre tiene un nombre y un número para todo. Pero cuando Laura le explica lo que tiene en mente, Louella no se muestra muy servicial. Le dice que no puede creerse que Laura de verdad piense seguir adelante con esta estúpida idea. Se niega en redondo a ayudarla y la llama tonta y guarra.

Todas las amistades tienen sus más y sus menos. Así que Laura tiene que acudir a las Páginas Amarillas, como hace la gente normal, y escoge la primera agencia inmobiliaria de la que le suena el nombre. Un joven muy agradable llamado David (un nombre tal vez algo desafortunado, dadas las circunstancias) dice que se pasará por casa en cuanto le dé la dirección. Como David (es decir, el marido de Laura, al menos por ahora) va a salir en seguida para ir a su estúpido gimnasio, es un momento muy oportuno. Laura sube a su vestidor, se cambia, vuelve a bajar y se sienta en el sofá con un café a esperar al agente inmobiliario. Mientras hojea los últimos números de las revistas de decoración busca una buena razón, una buena de verdad, para dejar a su marido. Por mucho que lo intenta, lo único que se le ocurre es lo siguiente: David nunca le pregunta a Laura la clase de preguntas que Laura quiere que le pregunten. Nunca profundiza lo suficiente para descubrir lo que de verdad le va. Le dice, por ejemplo: «¿Qué tal el día?», pero Laura no quiere que le pregunten «¿Qué tal el día?», por el amor de Dios. Quiere que le pregunten qué clase de sentimientos ha tenido ese día. O le pregunta: «¿Has pintado algo?». ¿Y qué si ha pintado algo? ¿Y qué si no lo ha pintado? De lo que Laura quiere hablar es de su relación con su arte, de lo que le inspira, de lo unida que se siente a su obra. David no pregunta las cosas como debería. Porque David es incapaz de entender lo complicada que es la mujer con la que se ha casado, sus complejidades, sus dudas, sus sueños, sus dilemas.

Pero Laura no culpa a David por ser David. Se culpa a sí misma por haberse casado con alguien que sencillamente no es tan sofisticado como ella. Es culpa suya y está dispuesta a admitirlo. Pero acepta sin piedad que no hacer las preguntas adecuadas no es razón suficiente para terminar con su matrimonio. Va a tener que ocurrírsele algo mejor que eso.

Al rato David aparece para despedirse. Va ataviado con su francamente ridículo equipo de gimnasio de lycra y parece que se ha hecho algo en el pelo, que se ha peinado el flequillo hacia arriba y se ha echado gomina o algo. Tiene una pinta absurda.

Le pregunta por qué se ha puesto unos pantalones de cuero y se ha pintado los labios. Laura, obviamente, no puede decirle que es porque la misma amiga que le recomendó llevar la cuenta de sus gastos mensuales también le dijo que cuando llamas al agente inmobiliario estar guapísima ayuda a sumarle unos cuantos miles a la tasación de la casa. Contesta que simplemente le apetecía. Pues vale. David le da un beso de despedida, en el pelo, como se le ha enseñado, para no dejarle marcas de labios en el maquillaje. Ojalá no le haya dejado marca en el pelo.

Se obliga a sonreír. David la mira. Cuánto me quiere, piensa Laura. Le va a doler mucho.

¿Por qué no me siento culpable?, piensa David.

Ella vuelve a mirarle el pelo. ¿Debería decirle algo, cualquier cosa, para salvarle de la vergüenza de salir a la calle con estas pintas? Eso por no mencionar la vergüenza de Laura, porque la gente sabe que está casada con él, después de todo.

—¿Te has echado gomina en el pelo? —pregunta afablemente.

David se pone rojo.

—Hum, sólo un poco —dice tocándose el flequillo con nerviosismo.

Laura asiente con la cabeza.

—¿No te parece bien? —le pregunta él.

—No.

—Vale —contesta.

Se lleva la mano a la cabeza para aplastarse el flequillo. Entonces se acuerda. Mentiroso. Tramposo. Canalla. Mierda. Baja la mano.

—Bien —dice, y se marcha.

*

 

Todo va según el plan, David no anda por medio y el agente inmobiliario tendría que llegar en cualquier momento. Laura puede con esto, sí que puede. Sólo se necesitan algo de determinación y una cabeza fría. Entonces mira el reloj que está a su lado sobre la mesa. Las doce y media. Ya. ¿Adónde ha ido la mañana? De repente se acuerda de que tenía que haber llamado a su agente, Isabelle, esta mañana para confirmarle lo del almuerzo de hoy. Llámame antes del mediodía, le había dicho Isabelle. ¿Cómo ha podido olvidarlo? Le importa muchísimo su trabajo, pero este almuerzo se le ha ido totalmente de la cabeza. Entonces recuerda el trauma emocional por el que ha pasado esta mañana, con la decisión de terminar con su matrimonio y todo eso, y decide no castigarse demasiado por el tema.

Laura no sabe qué hacer. No puede salir ahora; el agente inmobiliario está a punto de llegar. Y de todas formas el encuentro con Isabelle iba a ser sólo un almuerzo casual, para hablar de los detalles de la exposición en la galería. No hay por qué ponerse nerviosa. Después de todo, Isabelle es su agente. Se gana la vida gracias al talento de Laura. Depende de Laura, y no al revés. Laura puede estar tranquila. Puede que todo esto hasta le haga bien a la relación. Últimamente Isabelle ha estado algo distante, no le devolvía las llamadas tan rápido como podía, cosas así. Laura podría sencillamente llamarla para disculparse. O, y a Laura le gusta cómo suena, podría limitarse a no hacer nada. Simplemente, ignorar el problema. Y cuando Isabelle la llame para preguntarle dónde está, y por qué no está en el restaurante, fingirá que creía que Isabelle quería quedar el sábado que viene. Simple. Ensaya la mentira delante del espejo: «Oh, Issy querida, creí que dijimos que era el sábado que viene. Sí, estoy segura de que dijimos el sábado que viene. ¿De verdad? Juraría que era el sábado que vie-e-ene». Las palabras le salen con toda facilidad.

Yo puedo con esto, piensa Laura. Puedo con todo lo que me proponga.

*

 

Esto ya está yendo demasiado lejos, decide Louella. Laura está a punto de cargarse un matrimonio perfecto por un simple capricho. A Louella no le asusta dejarlo todo para rescatar un matrimonio cuando es necesario. Además, ha empezado a llover, no hay ni un alma en la calle, nadie ha puesto un pie en la tienda durante la última hora y ese acerca el momento de almorzar. Laura siempre tiene un montón de comida en el frigo.

*

 

David el agente inmobiliario sube los escalones de la casa de Cheyne Walk de tres en tres. Joder, piensa. Sólo la comisión por una casa así haría que su agencia alcanzara el tope de sus expectativas de venta. Lo nombrarían Agente Inmobiliario del Año en el Sureste. Después de tan sólo tres semanas en este trabajo, a sus veintitrés años, sería el Agente Inmobiliario del Año en el Sureste más joven hasta la fecha. Su cara aparecería en la portada del boletín nacional de la agencia.

Su madre lo vería...

La venta de esta casa cubriría sus expectativas de venta personales para el año entero, aunque aún estamos en mayo. Le bailan símbolos de la libra delante de los ojos. Podría comprarle un anillo a Lucy y pedirle matrimonio, ¡justo a tiempo para su vigésimo primer cumpleaños!

Está tan excitado que siente que le está entrando un ataque de asma. Calma, Dave, respira hondo, recuerda lo que te enseñaron: la primera impresión es la que vale. No parezcas demasiado interesado. No digas ninguna estupidez. Respira hondo, respira hondo. Pero la imagen de la cara emocionada de Lucy no deja de aparecer frente a sus ojos, coronada por los símbolos de la libra, y le da la impresión de que todo empieza a dar vueltas.

Tras lo que son probablemente sólo veinte segundos pero parecen días se abre la puerta y ve a una mujer alta y muy delgada frente a él sonriéndole de oreja a oreja. David automáticamente recuerda el cuerpo de su Lucy allá en Devon, con todas aquellas rotundas curvas que siempre lo volvían loco de deseo. Qué suerte tenía. Sin poder evitarlo, David siente pena por el pobre tipo que sólo tiene este perchero huesudo junto al que acurrucarse por las noches.

—¡Ah! —exclama la mujer—. ¡Tú debes ser David Brackenbury!

Tiene un acento tan lleno de clase y de dinero y de otras cosas que a David le cuesta un mundo recordar que está demasiado nervioso para contestar. ¿Qué va a pensar ella de su voz? ¿Y si se lía con la gramática? Se da cuenta de que le está mirando de arriba abajo. Sabe que está pensando que es muy joven. David se estremece. Sabe que debería haberle pasado esta llamada a uno de los tipos mayores y con más experiencia de la oficina, pero decidió que iba a intentarlo porque su padre, el día en que murió, hizo prometer a David que siempre iba a seguir el camino más valiente. Demuéstrale que estás a la altura, se susurra David en silencio.

—La Sra. Denver-Barrette —dice, con voz alta y firme, con un claro énfasis en la «t» del final para indicarle que se acuerda de lo que le dijo por teléfono de que Barrette se escribe con «e» después de la segunda «t»—. ¡Una casa extraordinaria!

—¡Si aún no la has visto! —objeta ella.

—Ah, sí —dice David, inflando el pecho, sonriendo con toda la boca, con los ojos brillantes y rebosantes de toda la confianza que le dan sus veintitrés años y sus seis sobresalientes en la E.S.O., impulsado por el espíritu de su difunto padre, las esperanzas y los sueños de su madre y su amor inquebrantable por Lucy.

—Pero la primera impresión es la que vale, ¿no cree usted, Sra. Denver-Barrette?

Ya lo creo que sí, piensa Laura. Qué chico tan guapo. Qué limpio. Qué fresco. Lo pilla mirándola con deseo. Por supuesto. Pobrecillo. Ella está muy por encima de cualquiera a la que él pueda aspirar.

De repente toma conciencia de su propia belleza y le entran ganas de llorar. Tan bella pero tan frustrada.

Hasta este jovencito quiere acostarse con ella. Podría meterlo, en este mismo momento, en la casa, tumbarlo lentamente sobre el sofá. Podría enseñarle a hacer el amor. Se lo imagina, casi lo oye, gemir de ansia por estar con ella, con su joven cuerpo estremeciéndose de deseo. «¡Esto es el éxtasis!», gritaría él, aferrándose a ella. ¡Sí!, pensaría ella, pero sólo para sí misma. ¡Sí, lo soy!

—¿Por qué no pasas? —pregunta, invitándole con un gesto.

*

 

David baja al garaje a arrancar el Mercedes, pero cambia de opinión y decide hacer algo más masculino: ir andando al gimnasio. Justo cuando se aleja de la puerta del garaje y se dispone a cruzar la calle, ve a Louella acercándose a la casa.

Louella.

Siempre ha sentido una cierta debilidad por Louella. Nada serio. Tan sólo, bueno, a veces, en el coche, al volver a casa tras un largo día en los Juzgados Reales, con la capota del coche abierta, con el nudo de la corbata deshecho, con música country y western en el reproductor de CD, pensaba en Louella.

Pensaba en Louella y luego pensaba en la mujer a la que Louella le recordaba: Barbara. David estaba saliendo con Barbara cuando conoció a Laura. Estaba enamorado de Barbara. De hecho, diría (aunque nunca en voz alta, y sólo cuando estaba solo en casa o en el coche por miedo a que Laura pudiera oír sus propios pensamientos) que Barbara había sido el amor de su vida. A Barbara le gustaba la música country y western tanto como a él, pero eso no era lo único que tenían en común. Los malvaviscos y el dominó y los paseos en bici los domingos por la mañana; la lista era interminable.

David y Barbara llevaban dos años juntos; no viviendo juntos, porque Barbara estaba en proceso de divorcio y tenía que pensar en sus hijos. No quería que David viviera en su casa hasta que todo lo del divorcio estuviera arreglado y hasta que los niños hubieran tenido tiempo de acostumbrarse a su nueva vida. Unos niños muy buenos. Un niño y una niña. Tom y Rebecca. Qué cositas más lindas. Hubiera querido tener una parejita como ésa...

Barbara era especial e incluso a estas alturas, cuando pensaba en ella, ésa era la palabra que se le venía a la cabeza. Especial. Se reía mucho con ella. Tenían mucho de qué hablar y otras veces no hablaban de nada. Simplemente se sentaba y lo miraba fijamente y sonreía y él se daba cuenta de cuánto lo quería ella y eso estaba bien porque él también la quería muchísimo. Sólo que nunca encontraba las palabras para decírselo. Esperaba, cuando se acostaban, que ella lo notara, que notara lo que estaba pensando él, lo que estaba sintiendo, porque con ella no era sexo, es decir, sí que era sexo, un sexo estupendo, fantástico, pero también era amor, hacer el amor. ¿Lo habría entendido? Después, la abrazaba, algo triste porque ya había terminado, deseando volver a estar dentro de ella, deseando que llegara la próxima vez, y se preguntaba: ¿lo habrá entendido? La abrazaba muy fuerte y ella se reía y le decía que la estaba aplastando y él le pedía perdón y paraba y ella decía que no pasaba nada, me gusta que me aplasten, me gusta que me aplastes.

Entonces, de repente, Barbara lo dejó. Alguien le dijo años después que fue porque creía que tenía una aventura con otra mujer mientras estaba saliendo con ella. Lo cual, por supuesto, era mentira. ¿Por qué creería Barbara algo así? David jamás se habría ido con otra pudiendo estar con ella. Pero luego, después de que ella le dejara, se sentía tan triste, y Laura estaba tan dispuesta...

A veces Louella le recuerda a Barbara. De alguna manera tiene una cara parecida. La voz también es similar. Así que ahora, a veces, cuando David está solo en el coche, piensa en Barbara y después piensa en Louella y le empiezan a sudar las manos sobre el volante de cuero y los pantalones se le pegan a la piel de la entrepierna.

En ese momento ve a Louella avanzando por la calle hacia él. Menea las caderas al andar. Le gustan las mujeres que lo hacen. Se mira el pelo en el retrovisor del coche y se queda de pie esperándola en una postura espontáneamente casual.

Cuando pasa por delante de la puerta abierta del garaje, la llama, con aparente indiferencia:

—¡Hola, Louella! ¿Te has pasado a ver a Laura?

Louella siente que se le tensa la espalda. David. Por alguna razón no se esperaba que fuera a estar ahí. Normalmente iba al gimnasio los sábados, algo que, piensa ella, sólo hace para poder decirle a la gente que allí es donde va. Otros amigos de Louella que van al mismo gimnasio dicen que cuando está allí David se limita a sentarse en el bar y leer el Telegraph o a nadar un número infinito de líneas rectas de un extremo a otro de la piscina con una interpretación personal y poco elegante del crol. Louella nunca se ha tomado en serio a David. Le invita a las cenas que organiza, por supuesto, pero sólo porque es el marido de Laura. Laura es la interesante, David sólo abastece su cuenta corriente (lo cual tampoco viene nada mal). Lo malo de David es que lo único que hace es ganar dinero. Hay montones de hombres ahí fuera que se dedican a ganar dinero —incluso más dinero que David, en realidad— y que además son capaces de contar unas anécdotas divertidísimas en las fiestas, o que son increíblemente guapos, o que se meten en la cocina entre plato y plato y le dan a Louella un buen morreo mientras sus esposas no paran de parlotear con los pobres desgraciados que tienen sentados a su lado sobre el precio de las tulipas en Peter Jones. David no ofrece ninguno de estos servicios. A veces no estaba segura de que contribuyera a la fiesta en absoluto. Se sentaba a la mesa en silencio, masticando su comida lentamente como si le hubieran puesto estofado de pescuezo de pollo en vez de crêpe farcie au jambon et aux asperges, aburriendo a la gente con sus interminables galimatías llenos de tecnicismos legales que a nadie le interesaban lo más mínimo. Y siempre era el primero en decirle a su esposa en voz más alta de lo necesario que se-estaba-haciendo-tarde-y-que-tenían-que-irse-ya.

De todas formas, y en cualquier caso, ahora que lo ve, Louella se siente obligada a pararse a intercambiar con él un par de frases de cortesía. Seguramente no tiene la culpa de ser tan soso, será algo genético que dentro de cincuenta años se podrá identificar con toda exactitud en el ADN y se extirpará durante el nacimiento. Entretanto, a la gente como David habría que aguantarla con paciencia.

—Hola, David. ¿Otro coche nuevo?

David mira con cariño el reluciente Mercedes azul marino.

—Eso me temo, Louella. Ya sabes... los chicos y sus juguetitos.

Ella sonríe, paciente. Tanto dinero y tan poco carisma.

—Bueno, ya veo que estás ocupado, no te entretengo, sólo he venido a charlar un rato con Laura.

—¡Oh, no! Verás... no, no estoy ocupado. ¡Sólo estaba sacándole brillo a los retrovisores!

—Bien. —Pero ni siquiera a Louella, una mujer con una apisonadora por boca, se le ocurre nada más que decirle, así que asiente con cortesía y desaparece.

*

 

David (el agente inmobiliario) no está llevando demasiado bien esta venta y, aunque está seguro de que lo que está haciendo no está bien, no está seguro de por qué está mal. Para empezar, no sabe qué pensar de la casa. Por fuera parece un palacio, pero por dentro la han redecorado de una forma tan rara que no las tiene todas consigo de que un futuro comprador vaya a poder fijarse en nada aparte de la decoración. El recibidor es de un morado oscuro, la sala de estar, de un rojo sangre y la cocina, de un rosa chicle. George, el sobrino de David, podría haberlo hecho mejor a sus seis años con su caja de témperas. La iluminación es exagerada, hay demasiados armarios, se han arrancado detalles propios del dieciocho y aquí y allá se han embutido chorraditas arquitectónicas bastante desafortunadas. Hasta David se da cuenta de que han dejado la casa hecha una pena.

Y además está la Sra. Denver-Barrette. La Sra. Denver-Barrette es lo que su Lucy llamaría una friki. No para de pasarse las manos por el cuello y el escote, que le forma una V justo por encima de los pechos. Una de las veces se tocó uno de los pechos, colocó la mano debajo, lo levantó un poco y se lo acarició mientras le explicaba que habían demolido la chimenea que venía con la casa para crear una cascada artificial en la sala de estar. Se ríe de todo lo que dice él como si le estuviese contando chistes, aunque no lo hace. (David sabe, gracias a sus cursos de formación de agente inmobiliario, que es mejor reservar el humor para los encuentros posteriores con los clientes, una vez se ha creado una relación más firme.) En un momento dado ella desapareció de camino al baño y volvió a los cinco minutos con los labios cubiertos de pintura, de demasiada pintura, de hecho, porque en un lado se había salido de la línea de los labios y en el otro, por la comisura de la boca. También tenía uno de los incisivos de un rojo brillante. Ésa era otra cosa que le encantaba, que le fascinaba de su Lucy: nada de maquillaje. Su Lucy no creía en esas cosas. Y él siempre bromeaba con ella y le decía que podía permitirse no creer en esas cosas porque era tan guapa que no las necesitaba. Hasta sus granitos —Lucy no hacía nada para disimularlos— decía que eran parte de su cara y que no se avergonzaba de ellos. A David le encantaba eso de ella —la personalidad tan fuerte que tenía. Su madre dice que Lucy es muy arrojada. David siempre se olvida de buscar arrojada en el diccionario para averiguar qué significa exactamente. (Más o menos lo sabe.)

La Sra. Denver-Barrette menciona constantemente a su marido. Hasta ahora David se ha enterado de que el Sr. Denver-Barrette es un hombre ocupado, un hombre muy importante y un hombre con mucho éxito. Cuando David insinúa que puede que al Sr. Denver-Barrette le gustase asistir a un segundo encuentro (David sabe, gracias a sus cursos de formación, que hay que involucrar al órgano decisorio, es decir, al hombre, lo más pronto posible), la Sra. Denver-Barrette retrocede como si David hubiera intentado darle un puñetazo y dice no, no, no, no hace falta molestar al Sr. Denver-Barrette con todo esto. El Sr. Denver-Barrette está demasiado ocupado, es demasiado importante y tiene demasiado éxito como para molestarle con todo esto.

Aunque sea poco apropiado, David no puede evitar sentir pena por el Sr. Denver-Barrette, al que no conoce y al que, por lo que parece, seguramente nunca conocerá. Aunque durante la formación no le hablaron de estas cosas, David no puede evitar preguntarse cómo será tener que meterse en la cama con ella y que se te exija hacerle el amor todas las noches a una mujer de mediana edad como ésta, a la que empieza a colgarle un poco la piel de las mejillas, y con esas extrañas bolsas grises bajo los ojos que no se pueden cubrir del todo con maquillaje. ¿Tendrá su Lucy ese aspecto algún día? Simplemente no puede imaginárselo.

David comienza a preguntarse si la Sra. Denver-Barrette va en serio con lo de vender la casa. David recuerda la técnica «MMM» que le enseñaron durante el curso «Cómo triunfar en el negocio inmobiliario». MMM son las iniciales de: * Motivo * Momento * Monedero * (como todo empieza por la misma letra resulta más fácil recordarlo). Significa: * ¿por qué quiere vender el cliente? * ¿cuándo quiere dejar la casa? * ¿cuánto pide por la casa? Algún lumbreras que estaba en el curso sugirió que debería ser «WWW», Why, When y Wonga, que en inglés significa * Por qué * Cuándo * Pasta *, pero todo el mundo sabe que eso no son más que tonterías y que hay que tomarse las cosas en serio, y de todas formas, como David les recordó a sus compañeros, la gente se iba a confundir con las WWW de World Wide Web.

El caso es que, si aplicamos los criterios MMM, algo que todo agente inmobiliario debe hacer al encargarse de una nueva propiedad, parece que la Sra. Denver-Barrette no cumple ninguno de los requisitos. No deja claro cuándo quiere poner la casa a la venta («No lo sé exactamente, pero en algún momento»), dice que el dinero es lo que menos le preocupa («Me encuentro en un momento de mi vida en el que los sentimientos cuentan más que las libras, los chelines y los peniques») y se para en seco cuando se le pregunta por qué quiere vender («¿Quién conoce las verdaderas razones por las que hacemos las cosas en esta vida?»).

A David empieza a entrarle el pánico. Se había lanzado y le había preguntado * Momento * Monedero * Motivo *, cuando puede que el truco fuera preguntar en el orden que le había enseñado, es decir,* Motivo * Momento * Monedero. Puede que la clave psicológica de todo el asunto (Lucy dice que todo en la vida se reduce en última instancia a cuestiones psicológicas) fuera el orden en el que se hacían las preguntas. Oh Dios. Lo ha hecho mal. Lo ha hecho todo mal. Debería haberle dicho a Tony, su manager, que la Sra. Denver-Barrette había llamado. Cuando llamó, debería haber esperado a que Tony volviera del almuerzo y haberle pasado el caso, en vez de mentir y decirle a los demás que iba a salir a tomarse otro sándwich de atún y haberse escabullido a King’s Road sin dejar de mirar con nerviosismo por encima del hombro para asegurarse de que nadie de la oficina lo seguía. Ahora se iba a enterar todo el mundo, todo el mundo iba a descubrirlo y a David lo iban a echar del trabajo ipso facto porque si hay algo que Tony no soporta es el juego sucio. Eso y a los agentes inmobiliarios que van a efectuar una tasación pero no consiguen la venta. Ésa es otra cosa que Tony no soporta. Ahora David, él solito y en una sola tarde, se las ha apañado para reunir las dos condiciones que Tony no soporta. A David le van a poner de patitas en la calle y esto siempre pesará en su currículo y su nombre se hundirá en el fango del negocio inmobiliario. Nunca va a poder conseguir otro trabajo, como no sea en algún patético pueblecillo costero adonde sólo van viejos en busca de un lugar para morir.

David intenta desesperadamente concentrarse en lo que tiene entre manos. Necesita esta venta, necesita que le salga bien, necesita poder decirle a Tony, cuando lo vuelva a ver, con esa vocecilla en plan la-la-la que ponen los demás compañeros de la oficina: «Alguien llamó hoy; tú estabas fuera; quise ahorrarte la molestia; una casa de seis dormitorios en Cheyne Walk; tenemos la exclusiva; ya está todo apalabrado; os invito a una copa en el Cock and Feathers». Sabe que Tony no está demasiado impresionado con su trabajo, «infracogido» es la palabra que usó. No hay sitio a bordo para los que no puedan pagarse el pasaje. Eso es lo que dice Tony. Y a Lucy, como David no espabile pronto, se la va a llevar ese Paul Wybrow. Sólo cuando Lucy se enteró de lo del trabajo nuevo de David en Chelsea volvieron a irles bien las cosas. David está seguro de que si saca un anillo lo bastante grande en su fiesta de cumpleaños Lucy le dirá que sí. Es el momento perfecto. Esta casa le ha caído del cielo. Es el destino de David.

Venga, venga, tú puedes, se promete a sí mismo.

—¿Anotamos un par de cosas? —sugiere con una amplia sonrisa.

*

 

Laura tiene que decidirse. ¿Se lo va a tirar o no se lo va a tirar? Es obvio que él está interesado. Desesperado. La decisión recae totalmente sobre ella. La mitad de su cabeza piensa: por el amor de Dios, Laura, ¿de verdad vas a caer tan bajo como para follarte a un agente inmobiliario? La otra mitad piensa en todo el dolor y la humillación que David le ha hecho pasar —¿por qué no divertirse un poco de vez en cuando?—. Y una tercera mitad (Laura tiene una mente complicada) se pregunta cómo sería hacerlo con un completo extraño que igual tiene infecciones o verrugas en los genitales o que tal vez dé por hecho que ella se va a comportar o a hacer cosas que David nunca esperaría. Además, ahora que lo examina más de cerca, este David no es ni siquiera particularmente atractivo. Parece aceptablemente limpio pero le brillan algunas partes de la piel de la cara. El traje también brilla. Y la corbata. Lleva zapatos negros y calcetines marrones. Le sudan las manos.

Pero ¿qué más da? Joder, ¿qué más da? Laura tiene la confianza, la autoestima, por los suelos. ¿Por qué no iba a sentir el deseo de que las manos (aunque éstas estén algo húmedas) de un hombre más joven le acaricien el cuerpo? Éste sería el comienzo de su venganza contra David por todas aquellas veces en que él ha intentado hacerle el amor y se ha puesto a besarla y a abrazarla, dando por hecho que a ella también le apetecía. Es muy controlador. Hasta lo de los cereales, todo lo hacía por el control: por demostrarle lo que podía hacer o no, o mejor dicho, lo que quería hacer o no. Bueno, pues ahora es ella, Laura, la que tiene el control. Y va a demostrárselo.

Todas las mitades de su mente están decididas.

*

 

—¿Comenzamos por el dormitorio? Es decir, ¿por mi dormitorio? —le pregunta Laura a David el agente inmobiliario.

—¡Por supuesto! —exclama, contento al detectar algo de entusiasmo, aunque sea el más mínimo, por parte de ella—. ¡Usted primero! —sugiere, con una sonrisa aún más amplia. El flaco trasero de Laura se da la vuelta y comienza a subir las escaleras por delante de él (no quiere pensar cosas así, pero David no puede evitar reflexionar que hacerle el amor a una mujer tan huesuda como ésta debe ser como comer un asado de cerdo sin corteza).

Laura siente los ojos de él fijos en ella, quemándole las nalgas. Ah, piensa. Así deben sentirse las personas que tienen el control, que tienen poder sobre alguien: era una sensación maravillosa, aunque ese alguien fuera sólo un agente inmobiliario.

Llegan al dormitorio principal. Laura tiene cuidado y cierra la puerta tras de sí. Anouschka ha dejado la habitación perfecta: en el bolsillo del delantal lleva siempre un pequeño croquis que Laura le ha dibujado para mostrarle la colocación precisa que requieren los almohadones de seda (hay diecisiete) que van sobre la cama. Esta habitación es de tema barroco —la interpretación muy personal que Laura ha hecho del barroco—. El año pasado su dormitorio fue chino. Montones de T’ang. Ahora, incontables querubines los contemplan desde cuadros, lámparas de araña y cabeceros. No queda ni una superficie sin sobredorar. Todos los muebles son reproducciones porque Laura, para desprecio de Louella, no puede evitar pensar que las antigüedades no son más que objetos de segunda mano.

—¿Te importa que no deshagamos la cama? —pregunta Laura, quitándose la chaqueta y cerrando las cortinas de terciopelo—. Es que esta noche vienen unos invitados a tomar unas copas y seguramente querrán que les haga un tour por la casa (todo el que viene quiere hacerlo, me temo que mi reputación me precede); además, mi ama de llaves acaba de arreglar la habitación.

David se apresura a tranquilizarla.

—Oh, faltaría más, por supuesto, ni me acercaré a la cama. No será necesario para lo que tengo que hacer.

—Súper —sonríe ella.

Se quita toda la ropa y se tumba sobre la alfombra de Aubusson.

Y entonces se lo piensa mejor. Se levanta, enrolla la alfombra, saca una manta de una cómoda intensamente dorada y la coloca en el suelo. No es el gesto más romántico del mundo, admite Laura, pero el Aubusson le costó ochenta y cinco mil libras y no está segura de que se puedan quitar las manchas de semen de una alfombra.

Vuelve a tumbarse.

David da un gritito sofocado y se queda con la boca abierta.

Sí, sí, piensa Laura, soy bella. Dime algo que no sepa.

—Sra. Denver-Barrette —balbucea. Le suda la cara. Las partes brillantes le brillan más que nunca bajo la querúbica luz del dormitorio. Ella se ríe. ¡Qué divertido es todo esto! Sin estorbos sentimentales que la pongan nerviosa, sin tener que preocuparse por si este chico estúpido se tomará el hecho de que ella esté dispuesta a hacerlo con él como un signo de debilidad o no: todas esas cosas por las que se preocupa cuando está en la cama con David su marido sencillamente han desaparecido al estar en el suelo con David el agente inmobiliario.

Levanta una rodilla, coqueta, y le mira con lascivia.

—Ven —lo incita—. Con cosas así debéis soñar los chicos jóvenes como tú.

Para serte sincero, no.

Con mudo terror Laura se da cuenta, al pasar los segundos lentamente y sin pasar nada, de que lo que ella ha tomado por timidez por parte de él puede que en realidad sea hasta... desgana.

—Tienes que desnudarte —ordena. Hace un gesto de irritación en dirección al brillante traje—. No podemos hacer gran cosa mientras lleves todo eso puesto.

—Sra. Denver-Barrette —tartamudea David a duras penas—, no sería muy profesional por mi parte...

—Que le den a la profesionalidad —dice Laura—. Tengo a medio Londres detrás mío y tú te quedas ahí pensándotelo. ¿Quieres esta casa o no? —añade, exasperada.

Sí, sí que quiere esta casa. La quiere con todas sus fuerzas. Lenta pero no sugerentemente David empieza a desnudarse, dobla con cuidado la chaqueta del traje y la coloca sobre la cama de forma que no se vea la etiqueta. Se desata los cordones (con nudo doble sobre la lazada) y se quita los zapatos. El aroma de sus pies inunda la habitación. Es consciente de que le huelen los pies —es un problema que tiene desde la niñez— y Lucy lo sabe y ha aprendido a aceptarlo. Cuando va a su casa se quita los zapatos nada más entrar (de todas formas, todo el mundo tiene que hacer lo mismo en casa de Lucy, ya que su madre no se lleva muy bien con el mundo exterior), y los mete en una caja de cartón que dejan tras la puerta principal especialmente para sus visitas. Ahora, aquí, en casa de Laura, no hay caja: David esconde los zapatos bajo la abigarrada colcha de seda que cubre la cama y cruza los dedos. Se quita los calcetines y los une en una bola para que no se separen en la lavadora, y después recuerda que no se los está quitando para meterlos en la lavadora, se los está quitando para acostarse con la Sra. Denver-Barrette sobre el suelo de su dormitorio y para que le den la exclusiva sobre la casa de seis dormitorios en Chelsea, así que vuelve a separarlos, luego piensa que ya que está, por qué no dejarlos doblados de todas formas, entonces oye cómo la Sra. Denver-Barrette suspira con impaciencia y empiezan a temblarle las manos y simplemente los tira sobre la cama. Se desabrocha torpemente la corbata y los botones de la camisa. Se quita la camisa y descubre un pecho lampiño, tan blanco como si lo hubieran lavado con detergente, y con granos donde debería haber músculos. Se baja la cremallera de los pantalones y mueve las caderas hasta que caen al suelo.

Está en calzoncillos.

Con gesto impaciente, Laura adelanta la mandíbula para indicar que también debe quitarse los bóxers de Bart Simpson.

Se los quita.

David no tiene una erección. Eso está claro. Laura no puede reprimir un gritito sofocado. Hacía años que no veía un pene en reposo. El de David su marido siempre está rígido cuando se queda desnudo delante de ella; y durante el postcoito ella siempre sale disparada hacia el baño para darse una ducha vaginal y no tener que verlo. Había olvidado que órgano tan poco atractivo es en estado de relajación. O puede que sea sólo el de David el agente inmobiliario, que tiene el mismo aspecto fofo y desaliñado que un calcetín usado, un objeto sin coherencia, sin forma, sin sentido.

Sin erección.

—Lo siento —dice David con un hilillo de voz—. Tal vez debería volver a ponerme la ropa —sugiere, con un atisbo de esperanza.

—No seas tonto. Lo que te pasa es que eres tímido, eso es todo. Te sientes abrumado —le dice Laura—. Ven, túmbate encima mío. —Le hace gestos de que se acerque. David se lo piensa. No es que sea demasiado grandote, pero a la Sra. Denver-Barrette se le notan tanto los huesos que le da miedo de que se vaya a romper, a partirse bajo su peso. Así que se acerca y se tumba a su lado, sobre la manta.

—Puedes besarme —dice ella.

David acerca su trasero al de ella y, apoyándose incómodamente sobre un codo, coloca su boca cerrada sobre la de ella. Laura detecta un tufo intenso a atún en su aliento y esto no contribuye a mejorar el tono romántico del momento.

Presiona los labios con fuerza y después con más fuerza contra los de ella, pero están recubiertos de tanto maquillaje que se resbala una y otra vez. Piensa en la venta, se dice. ¡Piensa en la gloria! ¡Piensa en la comisión! Se obliga a abrir la boca y a acercar la lengua laboriosamente a la de ella. La lengua tiene un olor intenso a atún. Entre la textura húmeda y escamosa y el fétido aroma salino podría ser un atún. La lengua se queda ahí colgada, inerte e indecisa, en la boca de ella. Le llena la boca de peso y de olor.

Ambos creen oír un ruido en la puerta y miran hacia allá, pero no hay nadie.

Llegados a este punto, a Laura se le ocurre que tal vez todo esto no fuera tan buena idea, después de todo. No tiene la sensación de estar vengándose de nadie, ni resarciéndose de nada; ni siquiera siente lujuria. Siente tan sólo el deseo de escapar de la masa húmeda y acre que es este hombre. Mira al techo, desesperada. Por si las cosas no pudieran ponerse peor, se da cuenta de que hay un trozo que se les ha pasado por alto a los decoradores; no le han pasado el rodillo como Dios manda. Menos mal que David está encima suyo mirando hacia abajo —puede que aún no lo haya notado—. Con cuidado, casi con ternura, extrae la lengua de su boca. Esto no va a funcionar. Va a tener que buscar otra razón para dejar a David su marido. Acostarse con David el agente inmobiliario es más de lo que puede soportar.

—Más vale que sigamos adelante —dice—. Estoy segura de que tu tiempo es muy valioso, y queda mucho por ver de esta casa, muchos detalles, el papel pintado de esta habitación, por ejemplo, que hice que confeccionaran especialmente para que combinara con el resto de la decoración.

David no está seguro de qué es lo que ha hecho mal —o bien— pero, sea lo que sea, da gracias por ello y se levanta rápidamente de un salto y comienza a vestirse.

—¡El papel pintado! —parlotea Laura mientras él levanta la cabeza—. Tengo interés en que hagas una mención especial del papel pintado en la lista de características de la casa cuando la redactes. Son los detalles como ése los que deciden o sentencian una venta —le informa Laura.

Pero lo único en que puede pensar David es que si le está hablando de redactar la lista de características de la casa el trato debe ser suyo, aunque no haya podido darle lo que ella esperaba. Puede que el beso fuera necesario. Su Lucy le decía siempre que el sabor de sus besos permanecía durante horas en su boca. Puede que fuera un chico más romántico de lo que pensaba.

Ya es hora de que te centres, se recuerda a sí mismo.

—El papel pintado... el papel pintado es espectacular —proclama, mientras contempla los remolinos rojos y dorados—. Pondremos una foto de él en el folleto, una foto sólo del papel pintado —dice con una amplia sonrisa.

La Sra. Denver-Barrette parece contenta.

David está eufórico. Esto de ser agente inmobiliario, se dice, es pan comido.

*

 

Suena el timbre y Laura se lleva un susto de muerte. ¿Y si es David (su marido)? ¿Cómo iba a justificar la presencia de un agente inmobiliario en su casa? De ése que acaba de ponerse los pantalones. Pero por supuesto David (el marido) tendría sus propias llaves, ¿no? Aun así, para asegurarse mira por el vídeoportero del recibidor antes de abrir la puerta. Es Louella. Mierda. Mal momento ha escogido para venir. ¡Muy mal momento! Sí, sí: Louella es la mejor amiga de Laura, pero ahora mismo no, por el amor de Dios. Y seguro que sólo ha venido porque no hay nadie en la tienda y porque quiere almorzar de gorra. Tal vez, si Laura no hace ruido, puede que Louella piense que no hay nadie en casa y se largue sin más. Corre a esconderse detrás de la puerta de la sala de estar.

De pronto, resuena un sonoro berrido.

—¡Sra. Denver-Barrette! ¿Le importa que le eche un vistazo a los armarios por dentro? —vocea groseramente el agente inmobiliario por el hueco de las escaleras. Se dio cuenta de que el chaval no tenía ninguna clase en el mismo momento en que le puso los ojos encima. Y ahora por supuesto se ve obligada a responderle con otra voz:

—Adelante. —Louella, que está de pie delante de la puerta, la oye y Laura se ve obligada a abrirle.

(Laura se pregunta si esta clase de conspiraciones que tiene la vida, por las que de repente tantas cosas salen así de mal, así de rápido, son algo que, por alguna razón, sólo le pasa a ella.)

Louella se desliza hacia el interior de la casa por la rendija de puerta abierta que le ofrecen.

—¿Con quién estabas hablando? —pregunta.

—Oh, con David —responde Laura con fastidio. (¿Es que nadie va a respetar su privacidad, ni siquiera en su propia casa?)

—¡Eso no es cierto! Acabo de ver a David. Está en el garaje.

—Bueno, tienes razón, perdona, estaba distraída, lo que quise decir es que era Anouschka.

—Parecía una voz de hombre.

Laura se encoge de hombros.

—Estas mujeres de los países del Este, ya sabes...

Louella no se lo traga. Las dos se quedan mirando la magnífica escalera central como si de alguna manera fuera a proporcionarles la respuesta a todas las preguntas del universo. Y de verdad lo hace. David el agente inmobiliario aparece en el rellano y baja las escaleras atropelladamente.

—Bien. Bueno, ya he tomado las medidas del piso de arriba y ahora voy a hacer lo propio con la salita, la cocina y todo lo demás, ¿de acuerdo?

Laura se estremece. ¿La salita?

—¿Te refieres a... la sala de estar? —le corrige. Él se la queda mirando con la boca abierta. Ella lo fulmina con una mirada que claramente le desea la muerte, una enfermedad o que de cualquier otra forma quede completamente incapacitado.

David, aterrorizado, desaparece, aferrándose a su metro para darse valor.

—¿Se puede saber qué pasa aquí? —pregunta Louella—. ¿No será un agente inmobiliario? Lo es, ¿no es cierto? ¡Has llamado a un agente inmobiliario para que le tome medidas a las habitaciones! Y seguro que ni siquiera se lo has dicho a David, ¿me equivoco? ¿Se lo has dicho? ¡No se lo has dicho! Por el amor de Dios, ¿has perdido la cabeza? ¡Estás llevando todo esto demasiado lejos y demasiado rápido! ¡Si te decidiste a dejarle esta misma mañana!

—Lo bueno de discutir contigo, Louella querida, es que una ni siquiera tiene que abrir la boca.

—Laura... he venido hasta aquí para convencerte de que no te metas en este jaleo sin pies ni cabeza en el que quieres meterte. En serio... ¡no tiene ni pies ni cabeza! Vamos, sentémonos, hablemos de ello y arreglémoslo antes de que hagas algo de lo que vas a arrepentirte.

A Laura el sermón la deja fría.

—Mira, no tengo tiempo para esto. Por qué no te acercas al frigorífico y coges una botella de vino y algo de mi mejor trucha asada y luego te largas. Después de todo, a eso viniste, ¿no es cierto?

—¿Cómo te atreves? ¡A lo que vine fue a ayudarte a salvar tu matrimonio!

—Por supuesto. Tú... la experta en relaciones.

—¡Pero bueno! ¡Sabes que ha habido siempre muy buenas razones por las que mis relaciones se han acabado!

—¡Sí! Una muy buena razón, mejor dicho... ¡ninguno de ellos te aguanta!

—¡Guarra! ¡Bruja! ¡No te mereces a David! ¡Será más feliz sin ti! Te crees que eres increíble..., la semana pasada, ese vestido rojo que llevabas cuando te pasaste por la tienda, el de los flecos y las tachuelas..., ¡era horrendo, sencillamente horrendo! Cuando te fuiste, dos mujeres que había en la tienda se echaron a reír, ¡y no podían parar! ¡Y los pantalones que te pusiste para la cena que di la semana pasada te hacían un culo enorme! ¡Y las mechas de la parte de atrás de la cabeza se te han puesto verdes! No iba a decirte nada, por lealtad, por nuestra amistad, pero ya veo que la lealtad y la amistad no significan nada para ti, así que ahora... ahora... ¡considérate avisada! —Louella se gira bruscamente sobre los talones y sale de la habitación. Cuando era joven, antes de dedicarse a la compraventa de antigüedades, fue miembro de la compañía del teatro de variedades de Birmingham, y hay cosas que nunca se olvidan.

Cierra la puerta de la calle de un portazo. David, el agente inmobiliario, se pregunta si la Sra. Denver-Barrette habrá decidido largarse y dejarlo allí solo. Viniendo de ella, no le extrañaría.

—¡Sra. Denver-Barrette! ¡Sra. Denver-Barrette! —la llama, sin olvidar nunca el énfasis cariñoso en la «t» final. No hay respuesta. Se pone a vagar por la casa, buscándola. Finalmente la encuentra en el vestidor de la planta baja. Espera un momento y pregunta cortésmente—: ¿Piensa llevarse los electrodomésticos?

Pero la Sra. Denver-Barrette no contesta. Está de pie mirándose al espejo, examinando con atención un mechón de pelo de la parte de atrás de la cabeza mientras lo levanta con dos dedos.

—Sr. Brackenbury —dice con firmeza—, ¿puedo preguntarle algo?

David palidece.

—Eh... por supuesto. Quiero decir, siempre que mis capacidades profesionales se encuentren a la altura, estaré encantado de...

Laura pregunta:

—¿Le parece que tengo el pelo verde, aquí, en la parte de atrás de la cabeza?

*

 

David, el agente inmobiliario, se retira a la cocina. Sencillamente, no sabe qué hacer. La casa es horrorosa. Aunque se presentara un comprador lo suficientemente valiente para adquirirla, tendría que demoler todos los trabajitos que le han hecho y volver a reconstruirlo todo. Hay una loca comiendo bombones, bebiendo sherry, viendo la tele y arrancándose los pelos de los dedos de los pies con unas pinzas en uno de los dormitorios. En la cocina hay una chica muy rara limpiando los cantos de los muebles con un cepillo de dientes. Y la Sra. Denver-Barrette parece haber perdido todo interés en el hecho de que él esté allí: está hablando por teléfono con su peluquero. Quiere preguntarle si puede bajar a ver el garaje —porque Tony, su jefe, dice que en esta zona los garajes valen casi más que las casas—, pero no puede intentar hablar con ella si ella no le responde, ¿verdad? Nota un palpitar nervioso en las sienes. Le está entrando uno de sus dolores de cabeza. Le gustaría coger un vaso de agua pero no se atreve. Empiezan a caerle sudores fríos por la nuca. Lo está haciendo todo mal, mal, mal. Siente ganas de llorar. Se da la vuelta. La chica del cepillo de dientes se le queda mirando.

—Perdona que yo no dicho esto antes. Hay algo que tengo que decir a ti —dice en tono suplicante.

Se miran el uno al otro con temor mutuo.

—Eh... ¿sí? —susurra David.

—¡Bienvenido a la casa Denver-Barrette! —exclama la chica.

*

 

David el agente inmobiliario ha salido al jardín. No es un jardín grande, pero no importa: a la gente que tiene el dinero suficiente para comprar una casa como ésta tampoco le hace mucha gracia el tema del aire libre.

Laura le ha dejado que saliese y se pasease solo. Le ha dicho que ella, personalmente, no sale nunca al jardín, pero que a veces lo ve por la ventana cuando abre las cortinas por la mañana.

Le ha explicado a David que ha hecho que quiten la glicinia de doscientos años de antigüedad (ya estaba muy vieja), además de los parterres de rosales (demasiado asimétricos), para darle al jardín un aspecto más moderno. David no está seguro de que un jardín moderno vaya demasiado bien con una casa georgiana. En realidad, sí está seguro: no va bien para nada; de lo que no está seguro es de cómo va a hacer que suene bien cuando empiece a enseñar la casa. Han enlosado todo el jardín de pizarra negra. Han empotrado tres peceras verticales en la pared del fondo y las han llenado con unos peces negros que parecen bastante nerviosos. Tres enormes macetas negras con forma de conos cierran un lado de la zona enlosada y otras tres, el otro. De las macetas sobresalen unas grandes flores de plástico negro. Hay una gran mesa negra de hierro forjado con sillas a juego.

La impresión general es: negro.

Laura dice que el jardín es deliberada y conscientemente monocromo. Laura dice que es una forma irónica de reflejar la finitud de la naturaleza.

David decide que necesita sentarse un rato. Saca una de las sillas de su colocación perfecta y se deja caer sobre ella. Hace frío, mucho frío, fuera, pero lo prefiere al ambiente cargado de esa casa. Un pez se le queda mirando largo rato con expresión triste, hasta que David se da cuenta de que el pez está flotando sobre su costado cerca de la superficie del agua y que por tanto está muerto.

—Nunca les da de comer, ¿sabes? —dice una voz por encima de su hombro.

—¡Oh Dios mío! —aúlla David aterrorizado, empalándose sobre el contemporáneo reposabrazos al darse la vuelta para ver quién es.

Es la de las pinzas y los pelos de los dedos de los pies, una mujer mayor y pelirroja, más delgada si cabe que la Sra. Denver-Barrette, con una bata de seda morada aleteando sobre sus pechos de piel de tortuga y una botella de sherry bajo el brazo.

—Le he explicado que si no les das de comer a los peces lo más normal es que se mueran, pero por supuesto ella sabe lo que se hace. ¿Quién eres? —pregunta la mujer, con expresión complacida.

—Me llamo David Brackenbury. Soy agente inmobiliario —proclama con orgullo, mientras le alarga la mano. Lydia mira la mano que se le ofrece con algo parecido a la repulsión.

—¿Agente inmobiliario? ¿Y qué coño estás haciendo aquí, en el jardín de mi hija?

—Ah. Usted debe ser la madre de la Sra. Denver- Barrette —concluye David, entusiasmado.

Lydia se limita a mirarle como si confirmara todo lo que ella había pensado.

—¿Eres el hombre que intentaba acostarse con ella sobre el suelo de su dormitorio hace un ratito?

—¡Oh, Dios mío! Usted nos vio... No era... Yo no...

—No. Eso ya lo vi. Ahora, escúchame. Soy psicoterapeuta sexual. Podría ayudarte. —Lydia acerca una silla a la de él y la bata se abre un poco más. Alcanza a ver sus pezones, pardos y marchitos y acartonados.

—¿Ayuda? No estoy seguro de necesitar... ayuda.

Lydia arquea una ceja.

—¿En serio? Antes, cuando pasé frente a la puerta del dormitorio, me pareciste un hombre al que no le vendría mal que le echara una manita.

—Fue sólo porque...

—¿Sí?

—Bueno, porque me cogió de sorpresa.

—Venga, hombre, una disfunción eréctil la tiene cualquiera. No es nada de lo que avergonzarse. Existen técnicas —le explica, mientras le coloca una mano en el muslo—, capaces de curar hasta los casos más graves.

David está aterrorizado. Aterrorizado. Y eso no es lo peor. Esta extraña, bueno, mejor dicho, horrible mujer, cuya nudosa mano cubierta de manchas pardas y extrañas arrugas azules le acaricia el arranque del muslo con bastante energía, está surtiendo un efecto sobre su cuerpo que tumbarse desnudo sobre la Sra. Denver-Barrette no había tenido. Se odia por ello, desea que pare, pero no para, se vuelve más fuerte, más grande, más duro y, de un momento a otro, cuando su mano masajeante avance lenta pero resueltamente hacia arriba por su pierna, Lydia llegará a su destino y lo comprobará por sí misma.

—Hum, madre de la Sra. Denver-Barrette —comienza, ya que no los han presentado formalmente—, no creo que sea buena idea... —balbucea.

Pero de pronto ella se detiene. Retira la mano. Se le queda mirando. Con asco. Con horror.

—¿Dijiste que eras... agente inmobiliario?

—Eh... sí.

Al oír esto, a Lydia parece darle una especie de ataque. Se retuerce y grita y se mira la mano que acaba de separar de su muslo como si estuviera contaminada.

—¿Sabes que me estoy muriendo? —pregunta.

—Pues no.

—¿Pues no? ¿Pues no? ¡Pues sí! ¿Y tú vienes a esta casa con tu traje barato, tu camisa vulgar, tu asqueroso cuaderno y tu boli de plástico para quitarme este techo de los hombros antes incluso de que esté en la tumba? ¡Examina los rincones más remotos de tu alma! ¿No sientes piedad? ¿No tienes honor? ¡Criatura vil, horrible y cruel! —resuella con dificultad, le da una última e intensa calada a su cigarrillo y, apagándolo sobre la mesa de diseño, se pone en pie tambaleándose y se aleja.

David se queda solo. Temblando. Sigue teniendo una erección. Le dan ganas de darse un golpe para aplacarla a la muy desgraciada. ¿Cómo puede sentirse atraído sexualmente por una mujer tan mayor? Por una mujer tan mayor que además se está muriendo. ¿Cómo va a vender la casa ahora? Su conciencia nunca se lo permitiría. Se levanta y coloca en su sitio el contenido de sus boxers. Se queda mirando al pez muerto con envidia. Después respira hondo y vuelve a entrar en la casa.

*

 

Será mejor que no siga dándole caña a este pobre chico. Está sentado en el sofá a su lado, hecho un flan. La taza de té que tiene sobre el regazo —por alguna razón, a Anouschka se le había metido en la cabeza que había que ofrecerle té— repiquetea sobre el platito. De todas formas, Laura ya no está segura de querer vender: puede que David se ofrezca a mudarse a otro sitio y que ella pueda quedarse con la casa y vivir de lo que gane con sus cuadros. En cualquier caso, no hay razón para acelerar demasiado las cosas. Ya ha tomado la decisión de dejarle, y eso ya es bastante.

Laura mira el reloj: es la 1.37 de la tarde. Le quedan menos de once horas para averiguar por qué va a dejar a David antes de comunicárselo al final del día. Porque Laura se ha prometido a sí misma hacerlo hoy, porque se comprende que simplemente no puede aguantar ni un día más de este matrimonio, y Laura nunca rompe una promesa que le haya hecho a nadie, y mucho menos a sí misma. (En este momento, a Laura se le ocurre, ahora que piensa en buscar una razón para dejar a David, que lo único que tendría que hacer es volver a subir al agente inmobiliario al dormitorio y quedarse allí el tiempo suficiente para que su marido volviera a casa y los pillara y ahí tendría su razón, como caída del cielo. Pero Laura quiere dejar a David, no que él la deje a ella. Quiere quedarse con la superioridad moral. Eso es lo que quiere Laura. Así que este chico que tiembla tanto en realidad no le sirve de nada. De hecho, ya se ha aburrido de él. Tiene caspa y un gusto pésimo para las camisas. Le rechinan los zapatos y su corbata le está causando migrañas. De vez en cuando le llega el tufillo de sus pies. Quiere librarse de él ya.)

En cuanto a David, el agente inmobiliario, no sabe qué decir ni qué hacer. Quiere esta casa. Quiere a Lucy. Pero no quiere ser el culpable de la muerte de una señora mayor. Le recuerda demasiado a su abuela. Con un hilillo de voz dice algo que ninguno de los dos entiende del todo. La Sra. Denver-Barrette suspira y vuelve a mirar el reloj, esta vez sólo para lanzarle una indirecta. Le explica a David que tiene que pensar en sus opciones. David capta el mensaje. Se va.

Laura casi ni oye la puerta de la calle cuando se cierra tras él. Vuelve a ponerse frente al espejo. Tiene cita con Rupert para el lunes por la mañana, pero ¿cómo va a aguantar hasta entonces? Si fuera verdad que sus mechas se habían vuelto verdes, Rupert se lo hubiera dicho ayer, cuando estuvo en la peluquería, ¿no? ¿Cómo va a aguantar hasta el lunes, por el amor de Dios? Condenado Rupert, ¿por qué habrá tenido que irse precisamente hoy?

Laura se decide a tomar medidas drásticas. Va a la cocina, coge unas tijeras y se corta un mechón de pelo de la parte de atrás de la cabeza. Es rubio, de un perfecto rubio botón de oro. Debía habérselo imaginado. Pobre Louella. Pobre tontorrona celosa de Louella. Ya se estaba aburriendo de su amistad, de todas formas. O puede que se reconcilien. Normalmente lo hacen. Dejará pasar una media hora o así y después la llamará.

*

 

David el agente inmobiliario camina lentamente por el Embankment. Ha fracasado en la que con toda seguridad iba a ser su mejor oportunidad: una casa de seis dormitorios en Cheyne Walk. Podría pasarse la vida entera trabajando de agente inmobiliario, pero no encontraría otra igual. Ha decepcionado a su padre; no es digno de Lucy. Le escuece una barbaridad el eccema bajo la camisa; y se lo rasca hasta que la sangre comienza a empapar las rayas de su camisa tipo «soy agente inmobiliario». Por qué esperar a lo inevitable. Le escribe un mensaje a Lucy: «Me lo he pensado mejor. Boda cancelada. Lo nuestro, cancelado. No tiene sentido. Lo siento». SMS enviado. Se queda ahí de pie, mirando al río. El agua gris y aceitosa topa una y otra vez con la pared de abajo. Sube por el terraplén y se sienta sobre el parapeto. La marea está tan alta que el agua casi le llega a los pies. Se imagina esa agua fría refrescando su acalorada piel. Se la imagina deslizándose contra su cuerpo y subiendo y bajando por su interior, llenándole la boca, la garganta y los pulmones. El agua oscura y comprensiva. Alarga los brazos manchados de sangre hacia ella y le da la bienvenida, le da la bienvenida a su ser.

*

 

Lydia, arriba en el dormitorio, se está impacientando. Ya se ha echado un par de sueñecitos; la botella de sherry está vacía; se ha tomado un par de trufas de chocolate al ron de más y piensa que puede que esté enferma. Lydia suele vomitar después de comer. Lo tiene todo: puede comer lo que le dé la gana y nunca gana peso. Antes podía decidir cuándo hacerlo y cuándo no. Pero ahora su estómago suele hacerlo quiera ella o no.

Ya se ha ocupado del agente inmobiliario. Ahora está intentando confeccionar un plan para que su hija no siga adelante con su ridícula idea de dejar a David. Tiene que centrarse. Siempre que logre centrarse, Lydia encontrará una solución. Cree firmemente que no hay nada en la vida tan imposible que no se pueda resolver con la suficiente determinación. Pero con tantos canales de televenta en la cara televisión de Laura resulta difícil concentrarse.

Entonces, de repente, Lydia se echa a llorar, aunque hace mucho que no llora con lágrimas de verdad, cincuenta y tantos años más o menos, le resulta extraño sentir las lágrimas sobre su piel; y aunque la verdad es que le resulta extraño sentir cualquier cosa sobre su piel reconstruida quirúrgicamente, las lágrimas le resultan más extrañas de lo normal. Le sorprende profundamente su propia espontaneidad. Es algo novedoso. Y doloroso. Intenta convencerse a sí misma de que sólo está disgustada por haberse comido todos esos bombones y porque una vez más siente esa sensación de que le arañan la barriga. Pero no llora por eso. No. Llora porque se siente vieja y cansada y sola y desearía, en vez de llevar el pelo corto y teñido de pelirrojo y una microfalda de cuero rojo, estar sentada en un jardín, con un vestido blanco de algodón, contemplando las rosas rojas junto a un hombre que le sostenga la mano, un hombre con el que hubiera pasado una vida de calma y fidelidad, y que llevaría esas mismas rosas rojas a su tumba cuando ella ya no estuviese allí.

Llora porque ha rechazado a todos los hombres que le mostraron un amor verdadero porque, si él ya la quería, ¿qué sentido tenía que salieran juntos? En lugar de eso se había empeñado en relacionarse con los inconstantes, los indecisos, los inconsistentes y a menudo sencillamente con los crueles. En sus tiempos había sido muy generosa. Éste era un juego al que podía dedicarse sin correr riesgos porque su belleza era la red que la recogía al caer. En cualquier momento, siempre que ella quisiese, podía descolgar el teléfono y tout de suite podía estar segura de que acudiría algún perrillo fiel, meneando el rabo obediente y desbordante de gratitud porque se hubiera acordado de su existencia, ofreciéndole cenas, diamantes y devoción. Ahora todos los perros estaban muertos. O tenían problemas de espalda, manos temblorosas y las orejas llenas de cera y de pelo. Hacía mucho que habían perdido la capacidad de reaccionar a sus encantos, aunque algunos aún podían distinguir sus bellos rasgos con sus ojillos miopes y legañosos. A los pocos que aún retenían algo de carisma, una cierta cordura y un par de dientes hacía mucho que los habían cazado mujeres buenas que les habían dado hijos y nietos y unos hogares pulcros y felices.

Ahora su propia hija, repitiendo sus errores, estaba arruinando su propia felicidad con el mismo desdén por su propio bienestar.

La muy tonta. La muy tonta.

Lydia tiene que detenerla. No porque sienta la necesidad de proteger a su hija —Laura puede cometer todos los errores que quiera— sino porque Lydia sabe que tiene que proteger sus propios intereses. El médico, con muy poca humanidad, la había enviado a casa a morir, pero ¿y si no se muere? La mayoría de los médicos basan sus diagnósticos en investigaciones que se hacen sobre hámsteres. Puede que Lydia no reaccione exactamente de la misma manera. Puede que, en vez de matarla, el alcohol sea lo único que la mantiene con vida. El dinero de David es el que mueve su mundo, que quizá aún no esté listo para dejar de girar. Entretanto, le llega desde debajo de las sábanas el olor acre de la orina, y le da un vuelco el corazón. Esta incontinencia moderada pero incuestionable cada vez que se queda dormida es algo atroz. Cruel. Su cuerpo se desintegra a su alrededor. Cada día que pasa, sus ojos ven peor, sus oídos oyen peor. Le duelen los huesos, se le hinchan las venas, su vejiga tiene vida propia. Los intestinos no hacen su trabajo, las encías se le encogen. Cada día trae con él un nuevo horror. Pero hoy, hoy es peor que nunca. Tiene la vista cansada y le duele la cabeza. Tiene dolores en todo el lado derecho del cuerpo.

Lo que tiene que descubrir la idiota de su hija, antes de que sea demasiado tarde, es que necesita a David. Se cree que por tener una estúpida exposición en una galería de poca monta va a poder mantenerse sin su ayuda. Pero la verdad es que depende completamente de David. Laura cree que puede arreglárselas sola pero no es cierto. Laura debería sentirse agradecida por lo que tiene y no matar a la gallina de los huevos de oro con tanto entusiasmo.

La exposición. A Lydia se le había olvidado lo de la exposición. Toda esa gente. Y ella, Lydia, la madre. La estrella. Qué emocionante. Se recuesta en la cama y piensa detenidamente en el tema —Dios sabe que alguien tiene que hacerlo y está claro que Laura no está por la labor— y pronto se da cuenta de que no le va a quedar otra que entrar en acción. No puede seguir dependiendo del dinero de David —eso está claro—. Entonces va a tener que resucitar la carrera de su hija. ¿Y qué mejor lugar para hacerlo que en una galería de arte en el West End?

Se levanta y baja sigilosamente las escaleras. Se sirve un generoso vaso de ginebra, lo cual siempre le ayuda a concentrarse, pero antes de que pueda siquiera llevarse el vaso a los labios, la providencia decide mostrarle exactamente lo que estaba a punto de buscar: un ejemplar de las Páginas Amarillas abierto sobre la mesa del recibidor. Pasa las páginas con rapidez. En la «G» de «Gafas de sol: establecimientos», «Gafas: fabricantes y mayoristas» y «Galerías de arte y marchantes», Lydia pronto encuentra lo que busca.

Vuelve de puntillas al dormitorio de invitados para que no la oigan y, con mucho cuidado, marca el número en su móvil. En un primer momento le dicen que el encargado está ocupado y que no puede ponerse al teléfono, pero que leerá los mensajes que le dejen más tarde.

—Me parece que no lo ha entendido. Soy Lydia Branbury, madre de la artista Laura Denver-Barrette. —La recepcionista, perpleja, finalmente le pasa con el encargado.

—Ah —comienza Lydia—. Espléndido. Sr. David... o, mejor dicho, Patrick... sólo quería expresarle la enorme ilusión con la que espero la exposición de mi hija que va a celebrarse este mismo año. Supongo que habrá que ir de media etiqueta, ¿me equivoco?

Patrick le explica que está en plena reunión de presupuesto con su personal y que puede ponerse lo que le parezca. Lydia está emocionadísima. Y quiere que él lo sepa. Ella misma, por supuesto, hizo sus pinitos en la pintura, pero sus compromisos profesionales nunca le dejaron suficiente tiempo libre para explorar a fondo sus habilidades. Y tiene un montón de preguntas que hacerle. Le interesa saber si ya tienen a alguien que se ocupe de las relaciones públicas. Y si Patrick enviaría un taxi a su casa a recogerla. Además de los canapés que se ofrezcan la noche de la inauguración, ¿podrían organizar una cena agradable en algún sitio para un pequeño grupo de amigos íntimos?

Patrick contesta que se imagina que la respuesta más fácil a sus preguntas es no y que tiene que dejarla ya. Lydia se muestra preocupada. Y consternada. ¿No se merece una exposición de un artista novel con el talento de su hija todo lo que se menciona arriba?

Patrick suspira. No lo sabe y, en este momento, no le importa.

Oh. Sea como sea, ¿le importaría a Patrick que Lydia, la madre de la artista, repartiera un par de tarjetas de visita en la galería? Lydia es una psicoterapeuta y asesora sexual con muchos años de experiencia y está segura de que los clientes de Patrick apreciarían...

Los clientes de Patrick no lo apreciarían. Y Patrick no quiere de ninguna manera verla intentando vender su rollo sexual en su galería.

¡Vaya por Dios! Este tono, esta descortesía, están fuera de lugar. ¡Como Patrick no tenga más cuidado con sus modales, puede que Lydia le aconseje a su hija, la artista, que se lleve la exposición a otra parte!

Patrick no quiere tener cuidado con sus modales. Y si Laura quiere cancelar la exposición, a él le da lo mismo, hay artistas noveles de sobra. De hecho, puede que sea buena idea que la cancele. Y cuelga el teléfono.

Oh.

La cosa no tenía que salir así. Lydia sólo quería ser útil, mostrar interés, poner de su parte. Se termina la ginebra y se sirve otra. No sirve de nada. Le tiembla todo el cuerpo. Las manos, las piernas. Tiembla tanto que se ve obligada a sentarse, y después a tumbarse, sobre la cama y a cubrirse la cabeza completamente con las sábanas. ¿Qué es lo que pasa hoy? Su vida se está desmoronando. Su segura y placentera vida se está hundiendo.

*

 

Anouschka aún está ocupada vaciando los muebles de cocina de la ceñora David. A Laura le gusta que vacíe los muebles una vez a la semana. Personalmente, Anouschka cree que esto no es muy necesario, ya que como Laura nunca cocina no se usan las sartenes y los muebles no se ensucian. Hasta ahora, esta tarea fastidiaba bastante a Anouschka, pero hoy estaría encantada de vaciar los muebles, vaciarlos una vez más y volverlos a vaciar, porque cuanto más tiempo permanezca en la casa, más probabilidades tiene de ver al ceñor David. Se pregunta cuándo le irá a decir a Laura que va a dejarla por su Anouschka —ahora está en el gimnasio, así que quizá lo haga cuando vuelva.

Anouschka cierra los ojos mientras limpia el inmaculado interior de los muebles. Se imagina cómo sería volver a su patria con su guapo y flamante marido. Se imagina la envidia de todas sus amigas que se quedaron en casa, que como mucho pueden aspirar a casarse con el hijo del carnicero o con el chico del operario de la fábrica. La suave brisa le apartará el pelo de la cara y hará que flote tras de sí. Ese día no tendrá acné. (No sabe muy bien cómo va a pasar, pero de alguna manera, qué más da cómo, de alguna manera, habrá desaparecido.) Ella y el ceñor David llegarán en un carruaje tirado por dos caballos blancos. Anouschka llevará un vestido de raso y unas gafas de sol de Gucci, no de las que venden sobre una manta sino en una tienda Gucci de verdad. El ceñor David reservará el ayuntamiento para el convite. La ceremonia será larga e intensa. La gente se desmayará del calor que hará en la iglesia y de lo fragante que será el incienso. Y después, el banquete: cerdos asados enteros con patatas fritas de sabor queso y cebolla (a Anouschka la vuelven loca). Algunos de los camareros serán sus antiguos compañeros de clase, que la mirarán con envidia y admiración. Se dirán: «Ojalá la hubiera cazado mientras podía». El banquete continuará hasta las cinco de la mañana, y entonces el ceñor David la llevará al hotel, al único que hay en su pueblo, donde habrá reservado la habitación más grande. Allí le cubrirá el cuerpo, que ese día no tendrá cicatrices, con un millón de besos y le hará el amor como Dios manda —quizá un poco más suavemente que esta mañana.

La ceñora David entra en la cocina. No está de muy buen humor. Le grita a Anouschka que termine la cocina y vaya a comer su almuerzo rápido, rápido, porque hay mucho que hacer esta tarde, mucho.

A Anouschka, como parte del trato que hicieron al ascenderla a ama de llaves, se le paga con un descanso de quince minutos para que pueda parar a comer algo cuando se queda trabajando hasta la hora de almorzar. Por supuesto, tiene que traer su propio almuerzo. Y se le ha pedido que almuerce y que se tome la taza de café una vez preparada (de café soluble, no del de filtro, que es el bueno) en el garaje. Nunca se le ha explicado por qué tiene que irse al garaje, pero a Anouschka no le importa. Le gusta estar allí. Allí hay silencio, no se oye gritar a la ceñora David cuando le da una de sus rabietas, y puede sentarse en el pequeño taburete que se ha puesto a su disposición junto al reluciente coche de David e imaginarse a ellos dos marchándose juntos en él algún día.

Pero hoy, mientras Anouschka baja de puntillas los escalones que comunican la casa con el garaje, aferrando su sándwich casero de filete de cerdo con remolacha e intentando mantener en equilibrio su humeante taza llena de grumos de café calientes y remojados, oye voces. Al principio oye sólo la de David y el corazón le da un brinco de alegría. Luego oye la voz de esa horrible amiga de la ceñora David, la ceñora Louella. Se para y escucha con atención. Están riéndose. No, están discutiendo. Ahora vuelven a reírse. Anouschka no se atreve a respirar. Louella ha llamado grandullón a David. ¿Qué significa eso? Y entonces dice el ceñor David:

—Grandullón está coladito por su nenita bonita, grandullón quiere pasarse la vida entera con su nenita bonita.

Con. Con. ¿«Con» significa «con», o puede significar «en» o «junto a»?, se pregunta Anouschka. ¿Y «pasar»? La semana pasada, en la página treinta y cuatro del libro de Anouschka, Mary pasó por delante de la confitería y se gastó treinta peniques en dulces. ¿Que el ceñor David quiere pasar la vida con la ceñora Louella? Están locos estos ingleses. Locos, locos. Nada de lo que dicen tiene sentido. Temblando de turbación, da un paso más hacia el garaje para poder ver qué pasa.

Entonces oye a alguien que se le acerca por detrás. Rápidamente, se da la vuelta y se zambulle en el pequeño vestidor que hay junto a la puerta que comunica la casa con el garaje. Se le derrama el café sobre la mano pero aunque el líquido le quema la piel, no se atreve a soltar ni un murmullo. Se siente culpable. ¿Por qué? Ella es la que tenía que estar en el garaje. Una vez las pisadas pasan de largo, abre con cuidado la puerta sólo lo suficiente para ver deslizarse furtivamente a Lydia. Anouschka cierra la puerta con cuidado y se sienta a almorzar. Se lleva el sándwich a la boca, pero no tiene hambre. No es sólo que el filete de cerdo esté pasado. Le tiembla la mano —pero eso no es nada comparado con el palpitar de su atormentado corazón.

*

 

Louella y David se encuentran bastante desnudos sobre el suelo del garaje de Laura y David, así que tal vez sea mejor que Laura no llegara a enseñárselo a David el agente inmobiliario. Laura nunca se ha interesado por el garaje (los invitados nunca bajan al garaje, así que ¿por qué iba a interesarle?); no ha supervisado obras ni reformas en el garaje, así que seguramente por eso es una de las partes más cómodas de la casa. O por lo menos, a Louella le parece muy cómoda. Hasta el frío suelo de hormigón, sobre el que Louella está sentada, algo aturdida, le parece cómodo.

Y es porque Louella está enamorada. De David.

Y David está enamorado. De Louella.

Después de la bronca con Laura, Louella volvió a cruzarse con David al alejarse por la calle hecha una furia. Le gruñó unas palabras de despedida al pasar a su lado a toda velocidad, pero entonces se paró en seco y pensó: venganza.

Venganza.

La mejor manera de vengarse de Laura por el desplante que le ha hecho sería acostarse con su marido. Fue un reflejo absurdo —a Louella ni siquiera le gustaba David— pero qué demonios. Louella nunca en su vida se había privado de hacer cosas absurdas y no iba a empezar ahora, a los treinta y siete. Si Laura se enteraba se iba poner de los nervios: completamente —deliciosamente— de los nervios. Esta tontería de querer dejarlo no era más que eso: una tontería, concluyó Louella. De hecho, puede que Louella hasta le esté haciendo un favor a Laura. Cuando Laura se enterase, puede que el shock la devolviese a la realidad. Sea como fuere, Louella se decidió a hacer el mayor sacrificio posible por su amiga.

Así que se dio la vuelta y entró en el espacioso garaje donde David seguía sacándole brillo a los retrovisores de su coche, con la lengua sobresaliéndole ligeramente de una de las comisuras de la boca mientras concentraba toda su atención en la tarea. Y mientras lo observaba, con su elegante ropa de marca que pretendía ser de sport, frotando con brío la pintura de su bonito Mercedes azul marino de gama alta, le había parecido que hoy tenía algo diferente. ¿Se habría cortado el pelo? ¿Habría perdido peso? ¿Habría ganado peso? Definitivamente, había algo nuevo. Nunca se había fijado, pero David tenía buen cuerpo. Llevaba la camisa desabrochada —Louella nunca había visto a David con la camisa desabrochada— y no se había afeitado. Louella sintió un temblor en la entrepierna. Algo inesperado. Y poco apropiado. Estás haciendo esto sólo por venganza, se recordó a sí misma.

Por fin David levantó la vista y la vio.

—¡Vaya! ¡Louella! ¡Menudo susto me has dado! Creía que... que te habías ido.

—Bueno, sí, me fui, pero después me acordé de algo.

—¿Oh?

—¡Bueno! ¡David! Me alegro de verte, David. ¡Hace mucho!

—¿Mucho qué?

—Hace mucho que no nos vemos.

—Bueno, tampoco mucho... estuvimos cenando en tu casa el martes.

—Ah, sí. Pero quiero decir... bueno, ya sabes. —El pelo del pecho de David asomaba, tentador, por el cuello abierto de la camisa. A Louella le encantaban los hombres peludos. ¿Por qué, en todos estos años, nunca se había planteado montárselo con David? Porque era una amiga fiel. Sí. Nunca habría traicionado a Laura. Pero ahora Laura ya no lo quería. Ahora esa lealtad estaba de más. Pobre David. Pobre, vulnerable y adorable David. Tan trabajador, tan cariñoso... y a punto de ser cruelmente rechazado por una esposa insensible y egoísta. Laura no lo merecía. Lo único que tenía que hacer Louella era contarle a David lo que Laura se traía entre manos (que ahora mismo, en ese mismo momento, tenía a un agente inmobiliario dando vueltas por los dormitorios con una cinta métrica, maquinando el reparto del dinero, urdiendo su traición, tramando su deslealtad) y David sería suyo.

—David, querido, hay algo que tengo que contarte —susurró ella. David se había echado hacia atrás instintivamente pero Louella había avanzado hacia él con decisión, cerrando tras de sí las puertas del garaje.

Una vocecilla en su mente le decía que, por mucho que Laura fuera una perra tonta y consentida, está mal decirle a un hombre que su mujer está a punto de dejarle (a) antes de que a la mujer le haya dado tiempo a decírselo ella misma y (b) cuando ni siquiera estás segura de que la mujer vaya en serio. Pero por primera vez en mucho tiempo, Louella no pensaba escuchar las vocecillas en su mente. Toda lógica se había esfumado en el garaje de los Denver-Barrette al subírsele a Louella las hormonas a la cabeza. Lo agarró de repente y lo atrajo hacia sí. Cayeron, desordenadamente, sobre el capó del Mercedes de él. Al principio a David sólo le preocupaba lo que los botones de metal de la chaqueta de Louella pudieran hacerle a la carrocería, pero cuanto más se adentraba la lengua de ella hacia el fondo de su garganta, más se perdían sus preocupaciones en el fondo de su mente.

Lo de la asistenta, pensó él, eran ganas de follar. Pero esto era lo bueno. No llegaron a acostarse —Louella no llevaba ropa interior a conjunto, así que puso sus límites— pero habían explorado el cuerpo del otro con un fervor que presagiaba algo más profundo. Louella descubrió, para alegría suya, que David no era tan aburrido haciendo el amor como conversando. De hecho, en realidad se le daba bastante bien. Y puso mucho empeño en que no le cayera baba en el pelo, lo cual es una cualidad que siempre se agradece en un hombre.

*

 

A Lydia le tiemblan los dedos mientras hurga en su bolso en busca de un paquete de cigarrillos. La verdad es que se encuentra bastante pachucha. Tiene que serenarse. Sólo necesita fumarse otro par de cigarrillos y tomarse otra copita y se calmará. Por supuesto, Laura no permite que se fume en la casa, así que tiene que reptar hasta el garaje para echar un cigarrito. Vaya por Dios. No debía haber llamado a Patrick. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Puede que al final todo salga bien. Después de todo, David está enamoradísimo de Laura. No la dejará ir sin luchar. Tal vez, poniéndonos en el peor de los casos, si ella le dice que quiere dejarlo, puede que él encuentre la forma de pararle los pies. No la dejará ir sin pelear. Lydia está segura. Y si Laura ya no va a poder hacer la exposición en la galería, bueno, pues seguramente se piense mejor lo de dejar a David. Una cosa es ser valiente cuando te crees que estás en lo más alto, y otra muy diferente es serlo cuando te das cuenta de que tu destino es permanecer en el anonimato.

Lentamente, baja de puntillas los escalones que comunican la casa con el garaje. Una vez, hace un par de años, se cayó por estos mismos escalones después de disfrutar a fondo de uno de los cócteles que Laura y David suelen celebrar en verano, y desde entonces les tiene pánico.

Desgraciadamente para Lydia, al final de los escalones le espera algo que da mucho más pánico.

David, el marido de su hija, está sentado en el suelo del garaje junto a Louella, la mejor amiga de su hija. Louella lleva la camisa desabrochada hasta la cintura y el sujetador subido hasta la barbilla como una especie de insólito collar. David, según parece, está besándole el cuello a Louella mientras gira uno de sus pezones entre sus dedos como si estuviera intentando abrir una caja fuerte. Louella está recostada contra la pared del garaje, fumando un cigarrillo y observando a David.

Lydia se para en seco sobre las escaleras. Por suerte está en penumbra y ellos están en el extremo más alejado del garaje. Si Lydia se queda inmóvil y sin respirar, puede que no la vean.

Durante un ratito, David permanece en silencio, concentrado en su tarea. De pronto separa la boca del cuello de ella.

—¿Te gusta? —Lydia oye que le pregunta a Louella.

—¿El qué? ¿Lo de los besos?

—Eh, no. Lo de... —retira la mano de su pecho y le muestra los dedos como prueba— la otra cosa.

—Oh. Eso. Pues... la verdad es que no.

—Es lo que siempre le hago a Laura. A ella parece gustarle.

Lydia siente ganas de llorar.

—Yo prefiero ir directa al grano, sin perder el tiempo, ni antes ni después. Así nos ahorramos tiempo y complicaciones.

—Bien —contesta David, intentando seguir el hilo de sus pensamientos. Le ha sido fiel a Laura durante todos estos años. Intenta recordar las normas de la etiqueta sexual. Esta mañana, con Anouschka, no se preocupó mucho de eso, pero ella no es más que la limpiadora. Louella es distinta—. ¿Lo hacemos ahora? —le pregunta educadamente.

—No. Creo que no —replica Louella con firmeza—. Mi pelo... el suelo del garaje... ya me entiendes. Cuéntame otra vez cómo vamos a fugarnos juntos.

Lydia se tapa la boca con una mano para acallar un involuntario grito de terror.

—Bueno, pues no sé, la verdad es que me imagino que no sería muy complicado. Esta noche tengo que hacer acto de presencia en lo de la cena y las copas; es muy importante para mi trabajo.

—Y para el dinero.

—Sí. Y para el dinero.

—Sí. Bueno, eso es importante.

—Sí. Y después, simplemente meto un par de cosas en una maleta y le digo a Laura que quiero dejarla y me meto en el coche y me largo de aquí y voy a tu piso a recogerte.

—¿Y luego qué?

—¿Luego? Oh, pues luego, no sé, nos vamos a un hotel. A algún sitio bonito en el campo... Wiltshire. O Somerset.

—¿Wiltshire? ¿Somerset? ¡No seas tonto, no llegaríamos hasta las tantas de la mañana! No, nos quedaremos en Londres. En Claridges. Me gusta Claridges. Más en concreto, tienen una suite de la que tengo muy buenos recuerdos. —Louella le da una calada extra larga a su cigarro Silk Cut y suspira.

David se pregunta si lo cortés llegados a este punto será preguntar cómo son esos recuerdos; pero su instinto le dice que mejor no preguntar.

—Vale —dice con desgana—, entonces, a Claridges.

—¿Y luego qué? ¿Luego montamos nuestro negocio de cáterin?

—Sí. Supongo.

Terminados los planes a largo plazo, Louella parece animarse, y se la ve mucho más contenta. Apaga el cigarro y se gira para darle a David un violento abrazo, cuya fuerza parece provenir de un profundo sentido del deber y de una intensa gratitud más que de ningún otro sentimiento. Lo cierto es que a David, que aborrece el tabaco, besarla ahora le sabe como chupar un cenicero. Eso nunca ocurría cuando soñaba con Louella en su coche. En su coche ella sabía a leche y miel, no a alquitrán.

Pero para Lydia, que observa la escena desde su escondite en las escaleras, esto ya es demasiado. Todo su mundo se está viniendo abajo en esta casa. Se siente mareada. Se siente enferma. Vuelve a meter los paquetes de tabaco, las pastillas y las botellitas de alcohol en miniatura en el bolso. Sube sigilosamente al dormitorio, se tumba en la cama y se pregunta, cuando Laura deje a David o David deje a Laura —parece superfluo preocuparse por cuál de las dos cosas ocurrirá antes— y ella, Lydia, se encuentre desamparada, qué sentido tendrá seguir viviendo, aunque para entonces seguramente ya estará muerta.

*

 

Ahora David y Louella están sentados en el frío suelo del garaje, hablando de sus recuerdos de infancia, sus relaciones con sus padres, sus esperanzas, sus miedos y sus decepciones en la vida. Eligen apodos el uno para el otro (Grandullón y Nenita), tienen su primera pelea y su primera reconciliación. Deciden que llevan todas sus vidas buscándose el uno al otro. Para Louella, que ha tenido más novios que antigüedades de dudosa procedencia ha vendido, ésta es una experiencia completamente nueva: querer a alguien.

Louella sigue pensándose si contarle a David los planes que tiene Laura. Al parecer, no tiene por qué: por lo visto, y milagrosamente, ya es todo suyo de todas formas. Al principio tienen algunas dudas sobre cómo exactamente van a pasar el resto de sus vidas juntos. Después deciden que van a vender todo lo que tienen, algo que a Louella tampoco le daría mucho que hacer, y a comprarse una casita de campo en Dorset, donde dirigirán una empresa de cáterin. Louella hizo un curso de cocina en los setenta, al terminar el colegio, y está segura de que sabrá arreglárselas. David se encargará de los temas legales y financieros.

Por fin se separan, abrazándose, cansados, mejor dicho exhaustos, pero muy felices y muy enamorados. No hay razón, concluye Louella, para decirle que Laura se está planteando dejarle. Tan sólo le disgustaría y le confundiría. Han quedado en que David le dirá a Laura que lo suyo se ha acabado después de la reunión de negocios de esta noche y que entonces se alojarán en un hotel. No hay razón para preocuparse por nada más allá de esta noche; aunque también es cierto que Louella va a tener que decidir qué hacer con su gato, Golosina, porque David es alérgico a los animales.

En el último momento, mientras se viste y se arregla el pelo, Louella le pregunta a David qué pensará Laura de que ellos dos vayan a fugarse juntos.

De repente, David agacha la cabeza. Con tono preocupado y grave, en voz baja, contesta:

—No sé qué decirte, porque ya no sé qué es nuestro matrimonio. Es decir, no sé qué fin tiene. Qué sentido tiene. Yo creía que el matrimonio era algo definitivo, inmutable. Pero en algún momento del día de hoy, no estoy seguro de cuándo ni cómo, me di cuenta de que no soy feliz, y no creo que Laura lo sea tampoco. ¿Debe uno esperar felicidad tras quince años juntos? La quiero, pero creo que sólo la quiero por costumbre. Tan sólo porque es mi esposa. ¿Me enamoraría de ella ahora, si no estuviéramos casados? No lo sé. Simplemente, no lo sé.

Vaya por Dios, piensa Louella. ¡No pensaba que fuera a tomarse la pregunta tan en serio!

—Vale, bien, lo que tú digas —concluye Louella, mientras sale de la habitación.

—Espera, Louella. Tú que eres su amiga, ¿qué crees?

Pero Louella tiene cosas que hacer. Louella ya no está allí.