Capítulo 5
David está en su dormitorio, tirando ropa sobre la cama para meterla en la maleta. En realidad, no la está tirando porque David no es de los que tiran las cosas. Más bien está escogiendo y doblando esmeradamente las prendas y ordenándolas por colores, poniendo cuidado en llevarse ropa que le sirva en distintas condiciones meteorológicas y que le venga bien para lo que sea que vayan a hacer Louella y él tras fugarse juntos. Eso incluye una chaqueta formal y una corbata para el Claridges, más allá de eso no está seguro.
Va a dejar a Laura, la va a dejar en cuanto termine la cena de esta noche. Quiere que todo pase muy rápido. Quiere que pase ya mismo, antes de que le dé tiempo a pensárselo bien y cambiar de opinión. Quiere sentirse emancipado. Y liberado. Quiere dejar a su mujer dando gritos de alegría. Pero no le salen los gritos. Estaba tan seguro de lo de Louella. Estaba tan seguro de que la amaba. Pero ahora se pregunta si no le hacía más feliz la Louella que quería amar que la que de verdad tenía a su lado. Hubo algo en la forma en que volvió a pintarse los labios después de su último beso y en que no quisiera darle un beso de despedida que le recordó a... bueno, a Laura. Está claro que la pasión en esta fase de su relación debería ser más desenfrenada. Antes siempre lo era, cuando soñaba con ella en el coche. Y ese comentario que hizo justo después de que decidieran fugarse juntos, cuando le dijo que no se molestase en meter en la maleta su cazadora de aviador azul marino porque nunca le había gustado. Eso le sentó mal. David tiene en las manos la cazadora de aviador azul marino. A Laura tampoco le gustaba. Pero a él sí. A él sí.
De pronto, David se sienta al borde de la cama y se cubre la cara con las manos. Ya no está seguro de nada. Nunca se había sentido así. Toda su vida, siempre ha estado seguro de todo. Al levantarse esta mañana, estaba seguro de todo, seguro del trato que iba a cerrar esta noche, seguro de que quería hacer el amor con su mujer, seguro de que quería ir al gimnasio, volver, almorzar, ver el rugbi y quizá echarse un sueñecito. ¿Cómo ha podido pasar de estar seguro de todo eso a no estar seguro de nada?
Hoy ha cambiado algo. Y es como si en vez de ser él el que controlara los cambios, fueran los cambios los que le controlaran a él.
¿Ya no quiere a su mujer? La ha querido incondicionalmente durante quince años. Sí, tenía sus fantasías, pero igual que todos los hombres. Ha habido momentos en los que se ha preguntado cómo hubiesen sido las cosas si hubiera estado con Barbara y, sí, también con Louella, pero no eran más que ensoñaciones casuales que no significaban nada, nada de nada. Laura era su mujer. A veces lo sacaba de quicio pero básicamente, una vez casados, dejó de analizar la relación. ¿Qué sentido tenía preguntarse si las cosas iban bien, mal o regular? Estaban casados, así que de todas formas nada iba a cambiar.
Hasta hoy. Hoy, o al menos eso parece, todo se ha acabado, se ha quebrado, se ha roto en cuestión de horas. Todos esos años y más años de cariño, de peleas resueltas con esfuerzo, de acuerdos, respeto y buena voluntad, se han derrumbado y se han acabado. ¿Es posible? ¿No se acostarán juntos después de la cena de esta noche y se levantarán mañana por la mañana y todo volverá a ser como era antes?
Si David va a despertarse junto a Louella en una suite del Claridges, parece que no.
¿Será Louella la mujer de sus sueños?
Pues, no lo cree. La verdad es que no.
Entonces, ¿por qué va a embarcarse en esto con ella?
¿Le entusiasma o más bien le aterra la idea de que la vida pueda cambiar tan rápido y de forma tan radical? Se detiene a reflexionar consciente y deliberadamente sobre lo que siente en realidad; es algo que no suele hacer.
Reflexiona y reflexiona pero no le viene nada a la cabeza. Y entonces, de forma caprichosa e incómoda, empiezan a aflorarle extraños sentimientos desde el estómago. Hace años y años que David no ha tenido sentimientos como éstos. No los ha necesitado nunca. No los necesita en el trabajo —cuanto menos sentimientos, mejor— y no los necesita en su relación con Laura. Están casados.
Y ahora, aquí están, afloran aunque él no quiera, sin que él los controle y, lo que es peor, sin que pueda controlarlos. Es como lo que le pasaba con Barbara, oleadas enormes de sentimientos profundos e incontrolables. Los últimos quince años ha sabido reprimirlos, los ha anestesiado con éxito, pero resulta que durante todo este tiempo han estado ahí, en su interior. Ahora se siente algo confuso. Casi asustado. Un poco eufórico. Y nada de esto sale de su cabeza. Es increíble. Normalmente, todo le sale de la cabeza. Pero esto no le sale de la cabeza. Le sale del estómago. Sí. Lo que siente lo siente con el estómago y es algo completamente distinto, una forma completamente distinta de entender su vida.
¿Qué está haciendo? ¿Por qué lo está haciendo? ¿Adónde se habrá ido su existencia sencilla y bien organizada?
Siente miedo pero siente más euforia que miedo. Le entusiasma más esto de reencontrarse a sí mismo de lo que le aterra lo que pueda descubrir.
Pero entonces oye a alguien junto a la puerta. Vaya por Dios, es Laura. Esconde rápidamente la maleta en el fondo del armario y lo cierra de un portazo.
No es Laura. Es la asistenta.
—¡Oh! ¡Hola! —exclama, y casi se desvanece de alivio—. Hola, em... —Quiere llamarla por su nombre pero entonces recuerda que no sabe exactamente cuál es. Laura se lo dijo una vez. Era algo con «sch». ¿Sería Sascha? ¿Mascha? ¿Babouschka? Hace un supremo esfuerzo intelectual—. ¡Anouschka! —grita por fin, con aire triunfal.
—Ceñor David —anuncia Anouschka, solemne—. Yo viene hablar con usted de lo nuestro.
David se queda helado.
—¿De lo nuestro? —pregunta.
—Sí. Por favor no preguntar por mi inglés. Yo sabe exactamente que yo digo. Lo nuestro. Nuestro futuro.
—¿Futuro?
—Ceñor David... es muy aburrido que siempre yo pregunto usted, usted pregunta mí. Esta mañana nosotros tenemos copulación. Grande copulación. No poder ahora tirar basura. —Anouschka ahueca las aletas de la nariz. Siente la sangre de sus ancestros corriéndole por las venas. Luchará por aquello que es justo.
¿Se ha vuelto loca? ¿Qué querrá esta chica? ¿Dinero? David se pregunta todo esto (pero no se atreve a preguntar porque eso sería otra pregunta). Se lleva la mano a la cartera y se la muestra a Anouschka. Ella retrocede como si le hubiera pegado.
—¡No querer dinero! —grita, pero inmediatamente se obliga a serenarse. A respirar hondo. No debe alterarse, no es bueno para el bebé. Debe recordar que afrontar los problemas a base de peleas no funciona. Durante los años que lleva como limpiadora ha tenido oportunidad de estudiar una amplia gama de comportamientos humanos y ha extraído una valiosa serie de conclusiones de sus observaciones. No para de decirse a sí misma que a cualquier hombre le resultaría difícil acabar con su matrimonio. Tiene que apoyar a su querido David, endulzarle la vida, no amargársela como un nabo verde.
Quizá también el ceñor David se pregunte si ella lo ama. Si lo ama de verdad. Puede que necesite un poco de ánimo. Ojalá David entendiera el idioma natal de Anouschka —¡qué cosas más tiernas le diría! ¡Zzybrzy blechzy naya plz dzry! (¡Yo cogeré tus frutos, mi querido arbusto!).
—Ceñor David —insiste, ya más calmada—. Yo veo por puerta entreabierta que usted hace maleta. ¿Es para nosotros ir?
—Eh... no. No. Sólo estaba... organizando la ropa, eso es todo.
—Entonces, ¿no quiere mí, después de todo? ¡Usted quiere su mujer!
—No.
—¡No! ¡No me dice que no! ¡Usted quiere su mujer!
—No. No quiero a mi mujer. Lo juro.
—No comprendo. ¿A quién quiere?
David empieza a tener la impresión de haberse perdido en el rodaje de alguna peli europea de bajo presupuesto. ¿Qué está haciendo, metiendo en la maleta las prendas que no quiere llevarse, no metiendo las que sí quiere, confesándole a su asistenta que está a punto de dejar a su mujer por su mejor amiga cuando ni siquiera está seguro de querer hacerlo?
—Mire, ceñor David, yo digo otra vez, esta mañana nosotros tenemos copulación...
—Ya lo sé, y te he ofrecido dinero, pero...
Anouschka levanta una mano impaciente, aún ataviada con un guante amarillo, para hacerle callar.
—Estoy diciendo, esta mañana tenemos copulación, y ahora, ahora yo tener bebé. Bebé de usted, ceñor David.
Hay un largo silencio.
El estómago de David da un triple salto mortal.
—¿Bebé? Eso es ridículo. ¡Si lo hicimos esta mañana!
—Yo lo sé. Pero tests ahora es muy rápido. En almuerzo yo voy al Boots, compro test. Bombas va.
Nada de esto es verdad, por supuesto, pero primero: Anouschka se ha puesto a la pata coja, lo que significa que su mentira no se volverá contra ella, y segundo: seguramente está embarazada, porque su madre le dijo una vez que si te acuestas con un hombre casado, te quedas embarazada seguro. La vida siempre escoge el camino más cruel. En cualquier caso, está empezando a sentirse muy embarazada, muy cansada y algo mareada, aunque el amoniaco que la ceñora David le obliga a usar para limpiar los baños a menudo tiene ese mismo efecto sobre ella.
David, al que su madre nunca le habló de estas cosas, se pregunta si será posible que una mujer, bueno, eche un polvo a las diez de la mañana y sepa que está embarazada a las —mira el reloj— tres treinta y cinco de la tarde. Cuando piensa en todos los avances que se han hecho en la industria automovilística en los últimos años le da la impresión de que puede que sea cierto. De hecho, cuanto más lo piensa, menos posible y más probable le parece.
De repente, ve la luz. Ella dice la verdad. Esta mujer lleva su bebé en su interior. Su bebé. Es lo que siempre ha deseado por encima de todo —sostener a su hijo, a su niño, en sus brazos y saberse padre. Creyó que nunca ocurriría. Y había llegado a aceptarlo, nunca a olvidarlo, pero sí a aceptarlo...
—Y ese test... —comienza, con lágrimas en los ojos y voz vacilante— ¿dice si el bebé es niño o niña?
Anouschka asiente con seriedad. Los hombres siempre quieren niños. ¿Hay alguna mujer que lleve la vida que se merece? Ella no, y la ceñora David tampoco. En todas partes cuecen habas.
—Es niño —dice, solemne.
David reprime un grito de sorpresa.
Niño.
Mira a Anouschka. ¿Cómo ha podido ser tan estúpido? Esta chica de carita juvenil, que lleva Dios sabe cuánto limpiando su casa (ha visto llegar y marcharse a tantas asistentas que a David todas le parecen iguales). Ella es la mujer de sus sueños. Ahora que lo piensa —porque, sinceramente, hasta ahora no se lo había pensado mucho— la chica no lo había hecho nada mal en la cama esa mañana. Y además sabe limpiar (obviamente). Tiene pinta de ser de las que saben cocinar. Y ahora va a tener su bebé. ¿En qué estaría pensando cuando se planteó fugarse con Louella? Louella no es más que Laura con un peinado distinto. Y de repente lo sabe, sabe con seguridad lo que siente. Sabe que está harto de Laura, harto de Louella y de todo el neurótico tinglado que este tipo de mujeres traen consigo. Las cenas con invitados, la ropa de marca, las reformas, las vacaciones, ya estaba harto de todo eso. Está hasta el gorro de esas mujeres que se dicen sofisticadas y que quieren decirle qué hacer continuamente. Toma la cara de Anouschka entre sus manos.
—Salgamos corriendo de aquí juntos, tú y yo. —Siente las lágrimas de ella sobre las manos. Personalmente, ella preferiría coger el coche, pero en cualquier caso le gusta cómo suena lo de «juntos»—. Comenzaremos una nueva vida en alguna parte... en el campo... una casa preciosa con pista de tenis y piscina climatizada... un refugio de felicidad para nuestro bebé.
La pálida cara de Anouschka se nubla un instante.
—¿Qué ocurre, querida? —pregunta David con ternura.
—En campo pero cerca tiendas, ¿sí? Me gusta tiendas.
—¿Tiendas? Claro. Tiendas, por supuesto.
—¿Vamos ya?
—¿Ya? No.
—¿No ya?
—No, todavía no. Tengo que esperar... hasta esta tarde. Cosas de negocios... ¿entiendes?
Anouschka asiente con la cabeza. No lo entiende pero da igual, le preocupa que él se moleste si se da cuenta de que sólo entiende un porcentaje muy pequeño de lo que dice.
Las lágrimas le parecieron muy monas pero ahora un largo hilo de moco cuelga de la nariz de Anouschka, lo cual ya no es tan tierno. David le pasa un pañuelo con sus iniciales bordadas, ése que ella le había planchado ayer mismo. Ah, suspira Anouschka, sin limpiarse la nariz, sino estrechando el pañuelo contra su pecho. El primero de una larga lista de regalos. Por supuesto.
—¿Yo quedo esto? —pregunta, ansiosa.
—Hum... pues claro.
—¡Mi tesoro por siempre, ceñor David!
—Bien. Y... ¿por qué no me llamas David? Sólo David.
—¡Bien! ¡Bien! —repite entusiasmada. Luego se pone de nuevo a la defensiva—. ¿Cómo estoy segura que usted no cambiar de opinión? ¿Usted no dejarme?
David la observa detenidamente.
—Bueno, no sé. ¿Tal vez si te doy mi palabra?
—¿Su palabra? ¿Qué palabra?
—Mi palabra. Yo digo que no cambiaré de opinión, ¡y tú sabes que no lo haré!
—Oh. Bien.
La ha decepcionado. David detecta una expresión de desaliento en su cara, en su cara pálida y redonda, que le brilla de la emoción. Resulta que tiene una cara bastante agradable bajo esas sólidas matas de pelo. Unos bonitos ojos. Unas largas pestañas. Casi bonita. Casi, desde cierto ángulo, guapa.
—Mira, esto es lo que vamos a hacer, toma esto —dice. Rebusca en su cartera y le coloca en la mano un fajo de billetes de cincuenta libras.
—¿Por qué usted hace esto? ¿Por qué? ¡He dicho ya! ¡No querer su dinero!
—Lo sé, lo sé. Y no te estoy pagando. Sólo quiero decirte... que cojas esto y vayas a comprarte ropa, a la peluquería y a hacer la maleta, y que vuelvas a medianoche. Espérame junto al garaje. Yo saldré, en mi coche, y nos iremos, simplemente nos iremos. Nos fugaremos juntos y comenzaremos una nueva vida, ¿de acuerdo?
Anouschka se echa a llorar.
—Lo sé —dice David, comprensivo, dándole palmaditas en la húmeda mano. Todo esto debe ser muy fuerte para una simple limpiadora como ella—. Es mucha emoción para ti.
—¿Qué mucho? Lo que hace triste es que usted dice yo voy a peluquería. ¿Qué es mal con mi pelo?
—Nada —dice David, acariciando afectuosamente las grasientas mantas que le enmarcan la cara—. Sólo pensé que lo pasarías bien en la peluquería. Así tendrás algo que hacer mientras esperas a que termine mi reunión de negocios. Es importantísima. Si no lo fuese, me marcharía ahora mismo. Me marcharía contigo ahora mismo.
Anouschka contempla con tristeza los billetes que tiene en la mano.
—Bueno —dice—. Gracias.
Qué dulce es. Qué honesta. Le gusta, le gusta mucho. Dice:
—Aún pareces confusa.
—Usted piensa que lo sólo que quiero de usted es dinero. Como ceñora David. Quiero que sabe que no quiero usted por dinero. ¡Yo quiero usted, ceñor David, porque usted es ceñor David!
David no sabe por qué pero de pronto se siente tremendamente feliz. Se quita el anillo con sello que lleva en el meñique, el anillo de su padre. Le saca el guante de goma a Anouschka y se lo coloca en el anular.
—Éste era el anillo de mi padre. Desde el día en que me lo dio, no me lo he vuelto a quitar. Quiero que lo tengas tú. Ahora sabes que no cambiaré de opinión. No te decepcionaré.
—Bueno —dice ella. Hubiera preferido algo con un diamante pero éste tampoco está mal—. Yo quedo. Pero sólo hasta que bebé nace. Cuando bebé nace, yo pongo en su dedo.
—¡Pero le estará grande! —protesta David. (Después de todo, es abogado. Los detalles son importantes.)
—No, él debe tener. Lo que pertenece a padre debe ir a hijo.
Hijo. Hijo. La palabra le da saltos y piruetas por la cabeza. El hijo. Su hijo. David va a tener un hijo. Una nueva vida con un hijo.
De repente, todo es maravilloso.
David la besa tiernamente en los labios.
—¡Pues, nos veo esta noche! —susurra ella.
—Sí... ¡a medianoche! —exclama él. Y mientras pronuncia estas palabras, en este instante, de verdad lo dice en serio.
*
Laura está en la sala de estar colocando de nuevo las flores que ya colocó esta mañana pero que siguen sin estar perfectas si uno entra en la habitación desde el lado izquierdo.
David entra en la sala y vuelve a salir.
Dios, todo lo que hace la irrita tanto.
*
Laura se pregunta: ¿será esto lo que de verdad quiere? ¿Lo que quiere de verdad de la buena? Porque, afrontémoslo, romper un matrimonio es algo muy serio.
Tal vez deba volver a intentarlo. Tal vez se haya precipitado. Tal vez deba darle una última oportunidad a su matrimonio.
Sí. Va a hacerlo. Va a hacerlo, aunque sabe que no va a ser fácil. Suspira el suspiro del largo suplicio. Puede que sus expectativas, sus esperanzas de felicidad sean poco realistas. Su relación no es perfecta pero Laura no es tonta, sabe que nada es perfecto en esta vida. David es atento, cariñoso, considerado (hasta cierto punto), caballeroso —casi siempre— y amable. Entonces, ¿qué es lo que quiere? Tal vez quiera demasiado. Después de todo, lleva una buena vida. Sus únicas obligaciones son organizar la casa, llevar la agenda social, mantenerse más delgada y más guapa que cualquier otra mujer que David pueda llegar a conocer, y además, de media, una o dos veces por semana, abrir las piernas. Y todo esto no le resulta muy difícil.
Entonces, ¿qué es lo que le pasa? ¿Por qué ya no lo quiere?
En ese momento se le viene la palabra, inesperadamente, a la cabeza.
Deseo.
¡Deseo! Eso es. Es por eso. No desea a David.
Busca el teléfono, desesperada.
—Louella —empieza, incluso antes de que Louella haya tenido tiempo de coger el teléfono y de acordarse de toser—. Deseo. Eso es. No siento deseo por David. No anhelo estar con él, no ansío estar con él, no suspiro por estar con él. Si lo deseara, bueno, entonces no importaría ninguna otra cosa, ¿no es cierto?
—Laura... tengo un cliente.
—No, tienes que escucharme. Deseo, falta de... ¿crees que podría ser una razón para dejar a David?
—Lo siento pero no estoy muy segura de a qué te refieres. ¿Deseo? Hum. ¿Desear qué, exactamente?
—¡Desearlo a él! Emocionarme al oír su voz por teléfono; sentir algo en el estómago cada vez que entra en la habitación.
—Puag.
—¿Qué?
—Por como lo dices, suena como una gastroenteritis.
—Por favor, Louella... sígueme. Deseo: ¿debería esperar sentirlo? Estando casada con él, quiero decir. Y si así es, y si no lo siento, ¿es suficiente razón para largarme?
—Así que cuando dices deseo, lo que quieres decir es pasión.
¡Por supuesto! Pasión. Esa palabra lo describe aún mejor. Tacha deseo. Pasión. Pasión. Ésa es la palabra que buscaba Laura.
—¡Sí! ¡Sí! Pasión. Louella, sabía que me entenderías.
—El caso es que, en serio, Laura, ahora mismo no puedo hablar de esto —insiste Louella con un sonoro y teatral susurro—. Tengo a una mujer en la tienda a la que le interesa aquella cómoda de ébano y tiene pinta de ser de esas aficionadas que no notan las reparaciones que lleva el mueble. Tengo que hablar con ella ahora mismo.
—Pero Louella... ¡esto es importante!
—Nada es más importante que un cliente —sisea Louella en voz baja, mientras cuelga el auricular.
Casi de inmediato, vuelve a sonar el teléfono, pero no es Louella que llama para decirle que acaba de darse cuenta de que su amistad es más importante que sacarle un par de libras de beneficio a una cómoda vieja, sino que es Karen, la horrible hermana de David.
—¿Está David? —pregunta directamente, ya que hace años que Karen y Laura renunciaron a las preguntas de cortesía. Una vez, Karen fue a una de las fiestas de Laura y David, donde Louella había criticado la diadema de terciopelo verde que llevaba Karen. Karen era, desde siempre, muy sensible con sus diademas. Le dijo a Louella que pensaba que su comentario había sido un golpe bajo; Louella contestó, en voz alta, que ella habría creído que a estas alturas Karen estaría encantada de que le tocaran por ahí abajo. Karen, escandalizada, le había exigido a Laura que le pidiera a Louella que se marchase. Laura le explicó, con mucha paciencia según le pareció a ella, que Louella había bebido, así que se podía esperar cualquier cosa de ella. Karen dijo que si no se marchaba Louella, lo haría ella. Laura fue, con bastante cortesía según le pareció a ella, a buscar el abrigo de Karen.
—No —contesta Laura con frialdad.
—Ya veo —replica Karen, tomándose la ausencia de David y el hecho de que Laura se lo hubiera comunicado como algo personal—. ¿Y cuándo volverá?
—No lo sé —dice Laura. Y de pronto se le ocurre que si va a dejar a David, también va a dejar a Karen y que nunca más tendrá que volver a morderse, aguantarse o vigilarse la lengua con ella. Esta idea hace que le recorra la espalda un escalofrío de euforia. No más Karen. Qué alegría.
—¿No lo sabes? —repite Karen, horrorizada.
—No, no lo sé. Soy su mujer, no su secretaria.
—No. Ya no —insinúa en voz baja.
Guarra.
—De hecho —prosigue Laura, furiosa—, tampoco seré su esposa por mucho tiempo.
—¿En serio? —contesta Karen con toda la ironía que consigue aparentar, pero Laura nota que ha logrado captar su atención.
—Sí, en serio.
—¿Y eso por qué, exactamente?
Ja. ¿Quién manda ahora?
—Porque, Karen, voy a dejar a tu hermano.
—Y te he preguntado: ¿y eso por qué?
—¿Por qué? —dice Laura. Ya estamos otra vez. Empieza a sudarle la mano en la que sostiene el auricular. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué andan siempre con el maldito por qué?
—Estoy esperando una respuesta, Laura —insiste la aguda voz de Karen.
Laura no puede hacer más que colgar. Espera que este gesto resulte en sí mismo lo suficientemente dramático como para obviar una respuesta más coherente, dado que ésta es la única respuesta que, por el momento, tiene Laura.
En cualquier caso, no tiene sentido pensarse los pros y los contras. Laura va a dejar a David. Le ha dicho a la repugnante Karen que va a dejar a David y ahora no puede quedar mal con ella.
*
David será muchas cosas, pero no es un cobarde. Sabe que tiene que plantarle cara a Louella. Parte de ser el nuevo David (o mejor dicho el nuevo, nuevo David, porque ya era nuevo a la hora de almorzar, cuando se comprometió formalmente con Louella en el suelo del garaje; pero a la hora del té, ahora que está enamorado de Anouschka y ha decidido pasar el resto de su vida con ella, es aún más nuevo) es enfrentarse a sus demonios con coraje e integridad.
Y la imagen mental que ahora mismo tiene de Louella es ciertamente bastante perversa. A Louella no le gusta la gente que la hace enfadar. David lo sabe por sus cenas. La gente que no halaga lo suficiente sus crêpes farcies en esas cenas acaba sintiéndose como uno de ellos. Una vez le contaron que un ex novio suyo, un juez, encontró su nombre en un anuncio por palabras del Daily Telegraph que informaba de los peluches que tenía en el armario. Louella, cuando la enfadaban, no hacía prisioneros.
¿Cómo habrá llegado a meterse en este lío? Su día había comenzado de manera normal, predecible, como cualquier otro sábado: levantarse, Laura de mal humor, desayuno, rechazo de sexo por parte de Laura. ¿Cómo ha llegado todo a derrumbarse de esta manera? Cuanto más se acerca a la tienda de Louella, más le pesan los pies. ¿Qué le va a decir a Louella? ¿Hace un par de horas te prometí el oro y el moro, pero ahora he averiguado que la limpiadora está embarazada de mi hijo y pienso dejarte por ella?
Y entonces tiene una idea estupenda: le comprará un regalo a Louella. Las mujeres como Louella siempre quieren regalos, eso lo sabe, y le suavizará el golpe. Cuando hace algo malo en casa, normalmente consigue que Laura reduzca los consabidos morros al menos a la mitad si le trae un regalo caro. La tienda que está junto a la de Louella también es una tienda de antigüedades. Entra en un momento y se gasta trescientas sesenta libras más IVA en un bonito plato decorado con un querubín montado sobre una especie de atril y que sólo está algo dañado por la base. A Laura le encantan los querubines, seguro que a Louella también. Le pregunta a la mujer de la tienda (que, por cierto, es bastante atractiva, pero ya está bien por hoy) si se lo puede envolver para regalo, y ella lo hace encantada.
—¿Es para alguien especial? —le pregunta afablemente.
—Bueno, más o menos, sí... Es para Louella, la dueña de la tienda de al lado. Supongo que la conocerá, ¿me equivoco?
Al oír esto, la mujer se echa a reír, un largo y continuado gorgoteo de placer.
—Dios mío —se ríe por lo bajo, sin poder casi articular palabra—, si es para Louella, se lo envuelvo por cuenta de la casa. Normalmente cuesta diez libras, ¿sabe? —explica encantada.
—Vaya, ¡gracias! —exclama David. La gente puede ser muy amable cuando menos te lo esperas.
Con aire triunfal, se planta frente al escaparate de Louella. Si está ocupada, la esperará fuera. Obviamente, la suya es una conversación que deben tener en privado, eso ya se lo ha pensado él solo.
Pero la tienda está vacía, y Louella está ahí sentada, explotándose algo que tiene en la cara frente al recargado espejo de un tocador.
—¡Oh! —dice Louella al ver entrar a David—. ¡Oh! Estaba comprobando la calidad de este espejo. Es francés, ¿sabes? Eglomisé, una técnica especial que consiste en poner algo de plata sobre el cristal. O en el cristal. O bajo el cristal. Algo así.
Vaya por Dios, piensa David. Está muy nerviosa. Esto va a ser más difícil de lo que creía.
—Mira, Louella —comienza, reuniendo coraje, integridad, etc.—, pienso ir directo al grano. Esta mañana, bueno, técnicamente no fue por la mañana, sino más bien por la tarde...
—¿Te refieres a cuando estuvimos en tu garaje?
—Eh, sí. —Se pregunta si esta aclaración era realmente necesaria—. Bueno, pues fue un error.
—Lo sé —suspira Louella.
—¿En serio?
—Oh sí. Lo sé. Te iba a llamar yo misma para decírtelo. He estado pensándolo y lo he visto tan claro. Laura. Le romperíamos el corazón. Es decir, ya sería terrible perderte a ti, una fuente tan fiable de... cariño. Pero perderte porque te vas conmigo, su mejor amiga, su confidente... bueno, creo que eso sencillamente le rompería el corazón, sí que lo creo.
David se pregunta qué pasaría si se limitara a no decir nada en este momento. Aún quiere dejar a Laura, sólo que ahora no la va a dejar por Louella, sino por la limpiadora. ¿Constituiría el no decírselo una mentira que descalificaría su integridad?
De forma muy oportuna, decide que no.
En este momento se hace un largo silencio. En realidad no hay nada más que decir, pero por supuesto tras la ruptura unánime de una relación la etiqueta exige ciertos miramientos verbales antes de que se pueda dar por terminada la conversación.
—¿Estás ocupada? Con la tienda, quiero decir. —David se apresura a especificar no sea que ella lo interprete perversamente como una excusa para pedirle una cita.
—Oh, pues, sí. Sí, lo estoy. Ahora mismo está tranquila la cosa. Pero muchas veces, cuando está así, luego se pone imposible. La calma antes de la tormenta, no me extrañaría.
David sonríe, afable. Más silencio. Entonces Louella lo mira y se le ocurre algo.
—Eh... por eso piensas que es un error, ¿verdad, David? Por el daño que le haríamos a Laura. Quiero decir, no es porque por tu parte no sientas lo suficiente por mí, ¿no?
—Oh... ¡oh no! Es decir, ¡oh sí! ¡Lo que siento por ti es lo primero! —Entonces se acuerda del regalo. ¡Gracias a Dios que le ha comprado un regalo!—. De hecho, ¡quería demostrarte mis sentimientos regalándote esto!
Con un gesto bastante dramático saca el paquete. Louella parece tan emocionada que teme que se desmaye.
—Oh Daaayvid —entona. Puede que se haya precipitado al dejarle, si ahora resulta que es de este tipo de hombres. ¿Cuánto hace de la última vez que un hombre le regaló algo? Estrecha el paquete contra su pecho. Le flotan visiones de joyas frente a los ojos, como en los dibujos animados.
—Oh Daaayvid —repite, aparentemente incapaz de decir otra cosa. Examina el lujoso envoltorio, el papel azul marino y el lazo turquesa. No los reconoce inmediatamente como de Tiffany o de Bulgari. Mira el reloj. ¿Habrá tenido tiempo David de acercarse a Bond Street y volver desde que se despidieron?—. No tenías que comprarme nada, pero me alegro de que lo hayas hecho. ¿Puedo abrirlo ya?
—Por supuesto —replica David, cortés. La verdad es que está disfrutando. Tal vez deba hacerles regalos grandes a otras mujeres más a menudo. Laura nunca reacciona así.
A una velocidad poco elegante, Louella abre el envoltorio.
—¡Cuidado! —le avisa David—. ¡Es muy frágil!
—¿Sí? Vaya —protesta Louella. ¿Desde cuándo es frágil un collar de Cartier?
Segundos después tiene en la mano el mismo platito de imitación con un Cupido que le vendió a un marchante de antigüedades la semana pasada por cincuenta libras. Lo cual no era mucho más de lo que ella había pagado por él, pero ya estaba harta de ver ese cacharro cogiendo polvo en la tienda.
—¿Dónde lo has comprado? —dice, reprimiendo un gritito de sorpresa.
David explica orgulloso:
—Bueno, pues lo cierto es que lo compré en la tienda de al lado. Laura dice que no tengo ojo para las antigüedades pero yo creo más bien que...
—¿En la tienda de al lado? ¿No será en esa tienda de al lado, verdad? —Louella señala, acusadora, hacia la izquierda, con una uña rojo sangre.
—Pues sí. En la tienda de antigüedades de ahí al lado. Supongo que conoces a la dueña...
¿Que si la conoce? Tan sólo es Babs, la archienemiga y mayor rival de Louella, una ex stripper presuntuosa que existía con el único fin de hacerle la vida imposible.
—¿Cuánto te ha costado? —pregunta Louella desalentada, dándole vueltas en las manos a ese horrible trozo de pasta pintada, hasta que se fija en el gran desconchón que tiene en la base, que por cierto no estaba ahí antes.
—Bueno, es un regalo, no creo que... —balbucea David.
—¡Cuánto te ha costado! —pregunta Louella con un alarido.
—Trescientas sesenta libras —responde David con un hilillo de voz.
Louella suelta un resoplido y se deja caer sobre su escritorio.
(¿Debería decirle que el precio no incluía el IVA?, se pregunta David.)
—Por favor, por favor, no me digas que le dijiste que era para mí...
—Bueno, lo cierto es que... yo...
—Aaarg. Se lo dijiste. Se lo dijiiiiste.
David sabe que ha hecho algo malo, muy malo. Pero no sabe qué. Cree que lo mejor, seguramente, sea irse. Ahora mismo. Sin decir nada más. Mientras retrocede hasta la puerta de la tienda, Louella se lanza corriendo hacia él. Da un grito, pensando que va a atacarle. Se prepara para defenderse lo mejor que sabe. Pero lo que pasa es que Louella se lanza contra él y le echa los brazos al cuello.
—Oh, David, te lo suplico, si te importo lo más mínimo, si te queda aunque sea una migaja de cariño por mí, por favor, por favor, ¡llévate algún objeto de la tienda y sal a la calle con él!
Vaya por Dios. Pobre Louella. Todo esto ha sido demasiado para ella.
—Llévate algo, ¿de acuerdo? No estoy segura de poder... ¡Sí! Algo que sea demasiado grande para envolverlo pero lo bastante pequeño como para que puedas llevarlo tú mismo. Esta mesa... sí, esta mesa de caoba. Es una pieza bellísima. Con incrustaciones de madreperla o algo parecido, como demonios se llame. Es muy valiosa. Ni de broma vale las dos mil libras que pone en la etiqueta, por supuesto, pero de todas formas es una buena pieza. Puedes cargarla tú solo, ¿no? Por favor, por favor, llévatela, gratis y con mis mejores deseos, cógela y llévala en la misma dirección por la que viniste, y cuando estés enfrente de la tienda de Babs, si no te importa, párate, por favor, dime que te pararás y que te girarás y que me saludarás agitando la mano, y gritarás, sí, algo así, grita: «¡Volveré a por el resto de las cosas más tarde!» o «¡Estoy deseando que me lleven a casa el resto de las cosas!» ¡Por favor, David, por favooor!
Esta vez David tiene miedo de verdad. En estos momentos haría cualquier cosa por salir de esa tienda. Agarra la mesa. Se dirige hacia la puerta. Duda.
—Entonces, ¿qué digo?: «¡Volveré a por el resto de las cosas más tarde!» o «¡Estoy deseando que me lleven a casa el resto de las cosas!».
Ambos se paran a pensar.
—Cualquiera de los dos, David, cualquiera de los dos servirá —dice Louella con la poca energía que le queda.
—Bien.
David se marcha. Pasa por delante de la tienda de al lado. Se para. Agita la horrenda mesa por encima de su cabeza. Grita en voz muy alta:
—¡Volveré a por el resto más tarde! —porque prefiere ser conciso siempre que sea posible. Louella le saluda feliz desde su tienda, y su pulsera de abalorios tintinea aliviada.
La tienda de Babs, David se fija al pasar, tiene un cartel de «He salido cinco minutos» colgado en la puerta.
Mientras camina por King’s Road, David no puede evitar sentir preocupación por el hecho de que Louella haya cambiado de opinión tan rápido sobre lo de estar con él. Aunque él hubiera hecho lo mismo, lo suyo era distinto porque tenía sus razones, pero ¿qué razón tenía Louella? ¿De verdad le importaba tanto Laura? ¿O simplemente cambió de opinión porque él no le gustaba lo suficiente? Entonces posa los ojos sobre la mesa que lleva y se da cuenta de que no debería estar preocupándose por eso, tiene algo mucho más serio en qué pensar.
A Laura no le va a gustar nada la mesa.
Al cruzar la esquina de Cheyne Walk se para y mira a su alrededor. Por el momento, la calle está tranquila. Hay una mujer entretenida con un bebé en un carrito al otro lado de la calle: no se dará cuenta de nada. Hay un guardia de tráfico redactando una multa a unos cuantos metros, y una pareja abrazándose cerca de él. Diestra y silenciosamente, David deposita la mesa sobre la acera y sigue caminando. Cuando se da la vuelta un minuto después ve que la madre ha seguido su camino, que la pareja sigue besándose y que el guarda ha pasado al siguiente coche. La mesa sigue ahí, sola en mitad de la acera. Es la viva imagen del abandono pero de alguna manera —y David sabe que esto es ridículo pero ni siquiera él, con su perspicaz mente de abogado, puede evitar pensarlo—, de alguna manera resulta desgarradoramente romántica.
*
Tres millas al oeste de la mesa, hay otra mesa en un restaurante a la que está sentada Isabelle, en silencio, sintiéndose desgraciada, mirando cómo Shane y Amber dan cuenta de su tercera botella de Merlot. Amber lleva la blusa desabrochada hasta el ombligo y el cuerpo entero cubierto de pintalabios. Isabelle mira a su móvil cuando suena, y ve que es el número de Laura. Desvía la llamada.
*
Laura está subida a un taburete de acero pulido frente a la barra de nogal de su cocina, intentando llamar a Isabelle para explorar los defectos de David en mayor profundidad. Pero parece que el móvil de Isabelle no funciona.
En este momento, algunos dirían que en momento poco oportuno, entra David.
—Laura, quiero preguntarte algo. —Se sienta en un taburete junto al de Laura. Está invadiendo su espacio y eso a ella la pone de los nervios. Laura mira a David. Parece interesado, serio. Por Dios, piensa Laura, alarmada. ¡No querrá sexo otra vez!
Tendrá que adelantársele. Gruñe. Se lleva una mano a la cabeza.
—Uff, qué dolor de cabeza tengo —anuncia—. No se me va con nada.
David respira hondo. Ella examina más de cerca la expresión de su cara. Lo mira, ansiosa. No, ésta no es su cara de «quiero sexo». Se parece más a su estúpida cara de «quiero ser amable» que normalmente pone cuando tiene que comunicarle que se va de viaje de negocios, o que quiere ir a ver el rugbi con sus amigos, o cualquier otra información que sabe que va a molestarla o disgustarla.
—¿Has visto a Anouschka? —pregunta Laura, cansada—. Ya debería estar preparando el piscolabis. No entiendo por qué esa chica es incapaz de plegarse a un horario.
David sigue ahí sentado, con aspecto incómodo. Con aspecto triste.
—¿Bueno?
—¿Bueno?
—Bueno... ¿has visto a Anouschka o no? —pregunta Laura.
—No, no la he visto, cojones. ¿Entendido? No la he visto, ¡cojones! —gruñe David. Y se le pone rosa la punta de la nariz y frunce el ceño y se pone a hacer pucheros.
A Laura no le hace gracia eso, no señor.
—Pero bueno, ¡sólo te he preguntado! —grita—. Por como te comportas, cualquiera pensaría que te estaba acusando de... yo qué sé, ¡de tener una aventura con la limpiadora!
—¿Y? ¿Bueno? ¿Y qué si la tuviera? —responde David valientemente, imprudentemente, porque quizás, quién sabe, quizás si Laura se enteraba puede que se pusiese celosa de repente y que de repente quisiera estar con él y le hiciera sentir querido por una vez en su vida matrimonial.
Laura resopla. Con un resoplido de superioridad. Un resoplido que dice: como si tuvieras el coraje suficiente, amigo mío.
Entonces Laura ve la luz.
—Espera —le dice a David, inquieta—. Tengo que hacer algo. Espera un momento. —Va corriendo al cuarto de la limpieza, cierra la puerta e intenta una vez más contactar con Isabelle.
Isabelle está llorando de pie en una acera en Oxford Circus. Shane y la periodista se han marchado a echarle un vistazo a las artísticas cañerías de Shane, y sólo había sitio para dos en el MG clásico de Amber. Isabelle desactiva el desvío de llamadas de su teléfono por si Shane cambia de opinión. Le perdonaría, le perdonaría cualquier cosa, da igual lo mucho que le duela la espalda; si hiciera falta, se rompería la espalda. El teléfono suena inmediatamente. Dios, Dios, Dios, puede que sea él. Pulsa el botón verde.
—¡Sí! —grita.
—Soy Laura. ¿Y si David tuviese una aventura? Con nuestra asistenta. Que es polaca o albanesa o algo así. ¿Sería bueno o malo?
—Que te den, Laura —dice Isabelle.
*
Laura vuelve a la cocina.
Hasta ella tiene que admitir que lo de su exposición en la galería no tiene muy buena pinta. Bueno. Es el momento de pensar en su vida de forma positiva. Dios sabe que ha leído suficientes libros recién publicados sobre el tema. De todas formas, tiene un plan B: la ruta del diseño de interiores. Porque, como Laura se recuerda a sí misma, y no por primera vez, que todos y cada uno de los interioristas a los que ha contratado —y han sido unos cuantos— le han dicho que tiene una visión extraordinaria para el detalle y un instinto natural para el color. Si se ve achuchada, simplemente abrirá un negocio de diseño de interiores. No puede ser tan difícil, por el amor de Dios, coger el teléfono y encargar unos cuantos botes de pintura y un par de cortinas baratas.
—¿De verdad te duele la cabeza? —pregunta David afablemente.
—¿Qué?
—Tu dolor de cabeza. Me estabas diciendo, ahora mismo, antes de que, ya sabes, antes de que salieras zumbando porque tenías algo que hacer, que te dolía la cabeza. ¿De verdad te duele?
—Ahora, ¿qué? ¿Ahora soy una embustera?
—No; no estoy insinuando que estés mintiendo... como tal —prosigue con valentía—. Pero puede que sólo digas que te duele la cabeza porque pasa alguna otra cosa, algo de lo que te incomoda hablar conmigo.
Ella baja la vista al suelo y suspira. ¿Qué más da? Ya se ha decidido a dejarlo. Podría acusarlo de tener una aventura con Anouschka —él lo negaría—, tendrían una enorme discusión —dejarían de hablarse—, él cancelaría la cena y el trato que iba a hacer y él y la sustanciosa paga de ella se irían por el desagüe.
—Mira, Laura... —empieza él, porque el ver esa estúpida mesa abandonada a su suerte sobre la acera ha provocado que surjan ideas absurdas y románticas en su cabeza, sólo Dios sabe por qué, ideas sobre volver a casa y encontrar la manera de que las cosas vuelvan a funcionar con su mujer.
—A mí no me vengas con «mira, Laura», por favor. Ya he oído suficientes «mira, Lauras» para toda una vida. Creo que si oigo otro «Mira, Laura» explotaré.
—Simplemente no sé qué he hecho mal —gimotea.
—Mira, David —dice ella, robándole el copyright por la cara—, la verdad es que no puedo explicártelo. No lo entenderías aunque lo hiciera.
—¿Fue por algo que te dijo Isabelle? Has estado un poco rara conmigo —lo que quiere decir es «aún más rara», pero un poco rara será suficiente por ahora— desde que llamó esta mañana.
—Oh. ¡Ja! Sí. ¡Ja! Qué cómodo. Échale la culpa a Isabelle. Sí. ¡Ja! Qué cómodo.
—¿Fue eso? —insiste.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! Si tanto te empeñas, sí. Llamaba para decirme que tú, tú eres la razón por la que he perdido la exposición en la galería de Cork Street. Y ahora, hace un momento, cuando la he llamado, ¡me ha mandado a paseo! ¡Sí! Me mandó a paseo. ¿Ahora te das cuenta de lo que me estás haciendo? ¡Me estás reprimiendo! ¡Como mujer! ¡Como artista! ¡Como ser humano!
David palidece.
—No digo que no tengas razón, tan sólo me pregunto cómo...
Parece perplejo. Laura ve cómo frunce las cejas, intentando entenderla. Ojalá no lo hiciera. No le sienta bien esa expresión. Le hace los ojos pequeños y la nariz muy grande.
Gruñe, exasperada, y agita los brazos en el aire porque le faltan las palabras, de verdad le faltan.
David se la queda mirando. ¿Qué otra cosa puede decir?
—Te quiero —susurra, y sale de la habitación.
Laura se estremece ante la trillada frase. Va a dejarlo, prácticamente se lo ha dicho, está harta. Y lo único que se le ocurre decir a él es que la quiere.
¿Es que no se le ocurre nada mejor?