Capítulo 7
A las 6.15 de la tarde Laura se da cuenta de que va a tener que vérselas con una realidad que ha intentado evitar desesperadamente. Se dice que, por muy doloroso que vaya a resultarle, al igual que lo fue reunir el coraje para dejar a David, su vida será considerablemente más fácil una vez se haya enfrentado a ella.
Anouschka se ha marchado.
Anouschka no va a volver.
Laura va a tener que llamar a una limpiadora de las de la agencia.
A lo largo de las semanas, Laura ha reunido una colección de tarjetas de publicidad de empresas de limpieza que le han ido dejando por debajo de la puerta y las ha colgado a la vista de todos en el corcho que tiene en la cocina, tan sólo para demostrarle a Anouschka que había muchas más chicas donde la encontraron a ella. Ahora Laura coge una de las tarjetas y marca el número. Mientras lo hace se le vienen a la cabeza todas las historias de terror que ha oído sobre las asistentas de las agencias. Los robos, los destrozos, los engaños. Siempre les ha jurado a los amigos que le relataban estas historias que preferiría ponerse a cuatro patas y fregar el suelo ella misma a contratar a una chica de una agencia, pero por supuesto, ahora que de verdad se presenta el caso, eso ni se lo plantea. Hay que tirar la basura de la cocina, hay que sacarle brillo a la cristalería, y hay que colocar en platos los piscolabis que Anouschka compró ayer. Laura ya tendrá bastante que hacer con ocuparse de su pelo, su ropa y su maquillaje. Además, se encuentra en un estado de tensión emocional considerable, intentando soportar la ruptura de su matrimonio. No puede estar en todo, por el amor de Dios.
Laura prueba cinco números distintos sin éxito. En el sexto, el teléfono suena durante unos cinco minutos hasta que, justo cuando Laura iba a darse por vencida, deja de sonar y se hace un silencio. Laura no sabe si han cortado la línea o si alguien ha cogido el teléfono.
—¿Hay alguien ahí? —pregunta.
—Soy yo —dice una voz.
—Oh. Gracias a Dios que hay alguien. Porque es el sexto número al que llamo y todos los demás o tenían puesto el contestador, o estaban comunicando, o sencillamente no lo han cogido. —Enumera Laura, irritada, como si de alguna manera fuera culpa de la voz.
La voz, de forma muy molesta, no le proporciona ni disculpas ni explicaciones por los fallos de sus compañeras de las otras agencias. Tras unos segundos de silencio Laura ruge:
—¿Sigue ahí?
—Sí —susurra la voz, tímidamente, como si no estuviese segura de estar realmente ahí o no.
—Bueno, pues necesito a alguien y lo necesito ahora —ordena Laura.
—No es posible. Es sábado. No hay nadie aquí.
—¿Qué? ¡Usted está ahí!
—Sí. Pero soy sólo la asistenta.
—¡Exactamente!
—No. Verá, yo limpio esta oficina. No soy una de las chicas de la agencia. No abren hasta el lunes.
—¡Pero en el anuncio pone: «Abierto veinticuatro horas al día para cualquier imprevisto que le surja»!
—Yo no escribí el anuncio —razona la mujer, aguda.
—Entonces ¿por qué contestó el teléfono?
—Pensé que sería mi hijo. A veces me llama al trabajo. Se siente solo en la casa vacía. Sólo tiene cinco años. No me dejan traérmelo al trabajo, pero necesitamos el dinero, así que...
Laura se pregunta por qué se habrá empeñado esta mujer en endilgarle la historia de su vida cuando lo único que quiere es una limpiadora que sepa cómo abrir el trocito de plástico tan fastidioso que ponen en los tapones de las botellas de lejía.
—Lo que tú digas —la interrumpe Laura—. Mira, lo mismo me da que seas o no una chica de la agencia. Sabes limpiar, ¿por qué no te pasas por mi casa y limpias?
La mujer no dice nada.
—Te lo compensaré —dice Laura cuando le llega el tufillo del cubo de la basura.
—¿Cuánto?
—Pues, a mi asistenta de siempre le pago cuatro libras con sesenta la hora. A ti te pagaré cinco.
—No. No me compensa. Adiós.
—¡Espera! Digamos seis. Digamos siete... ocho.
—Veinte.
—¿Qué?
—Ya me ha oído.
Laura nota cómo se ruboriza. Veinte libras la hora es absurdo. Pero sabe que es esta mujer o nada. Maldita Anouschka. Maldita.
—Está bien. Veinte. Pero vienes para acá ahora mismo, ¿me oyes? —le dicta la dirección a la mujer lentamente, deletreando palabra por palabra.
—¿Y cómo se supone que voy a llegar hasta allí?
—¿Y yo qué sé?
—No. Creo que mejor lo dejo. Chelsea está a millas de aquí. No me apetece.
—Mira, mira, mira. Coge un taxi. Vale. Coge un taxi. Ya lo pago yo cuando llegues aquí.
—Me lo pensaré —dice la mujer con voz inquietante, y cuelga el teléfono.
Cuando Laura llama de nuevo para exigirle un compromiso en firme, el teléfono está descolgado.
¿Qué va a hacer?
Sólo le queda una salida. Llamará a Louella. Louella sabrá qué hacer. Pero el teléfono de la tienda de Louella suena una y otra vez, no coge el móvil, y el teléfono de su casa tiene puesto el contestador.
Extraño.
Parece que no le queda otra que sentarse y esperar.
Qué melancólica se siente. Qué sola. Pero es que, reflexiona, el final de un matrimonio siempre es triste. Como las partes dramáticas de las películas. La idea misma del final desprende poesía, y tiene una profundidad tal que hace que le tiemble el labio inferior. Entonces piensa que puede que esto le haga parecer afligida, así que deja de temblar.
Lo que necesita es poner algo de música. Se acerca a la vitrina de los CDs de David —David siempre ha sido el entusiasta de la música, ella nunca ha tenido tiempo para esas cosas, con todos sus demás compromisos— y rebusca en su colección de música country y western. Ninguno de los nombres le dice nada, por supuesto; ella no soporta este tipo de música, así que simplemente coge uno con una portada bonita y lo pone. David escuchaba mucha música de ésta cuando lo conoció. (Ella siempre se quejaba de que le daba migraña, así que tras un tiempo dejó de hacerlo, gracias a Dios.) Se pone a pensar en aquellos días lejanos. Entonces tenía unas expectativas altísimas para su relación. Siente una amargura muy grande de que David la haya decepcionado. Lo único que quería era un hombre que le diera una bonita casa en Chelsea, ropa bonita, bonitas vacaciones y algo de atención. Bueno, tenía la bonita casa, la ropa y las vacaciones, pero, ¿y el resto? David siempre estaba trabajando, siempre parloteando por el condenado móvil. Siempre saliendo de casa a las cinco y media de la mañana para ir a la oficina y volviendo tarde y agotado. Sólo pensaba en sí mismo. ¿Y sus necesidades como esposa, como mujer, por el amor de Dios?
Poco a poco, el quejido lastimero de la canción que ha puesto comienza a metérsele en el cuerpo a Laura —después de todo es artista—. Su cuerpo comienza a mecerse al ritmo de la música. Sus delgados brazos se elevan hacia lo alto y luego caen, como las largas y majestuosas ramas de un sauce llorón sobre un lago bañado por el sol. Sobrecogida por su elegancia natural, echa la cabeza hacia atrás, a un lado, al otro lado, y finalmente la dobla sobre el pecho. Su pelo flota al ritmo de sus movimientos. Sus largas piernas realizan piruetas y giros y saltos sobre el carísimo suelo nuevo de madera de arce. Sus esbeltos tobillos giran con gracia al ritmo de la música. Baila la danza de la libertad, de la independencia, baila la danza de la valentía, de la voluntad y de la alegría. La danza de la libertad.
Entonces de repente. Qué horror. Una voz detrás de ella. Lydia.
—¡OhDiosmío! ¡Me has dado un susto de muerte! —Es sólo un decir, por supuesto... pero lo cierto es que su madre la asusta de verdad. Lydia tiene cara de muerta. Se le está desprendiendo el maquillaje y la piel se retira, se desliza hacia abajo desde los altos pómulos como si quisiera escaparse de su rostro. Su madre parece estar borracha. Y tiembla.
—¡Qué haces aquí abajo! —la reprende Laura, porque en este momento le parece que la mejor defensa es un buen ataque—. Creí que estabas en la cama, descansando.
—Sí —farfulla Lydia—. Cigarro —explica, y le muestra un paquete arrugado como prueba. Laura, que ha instaurado una estricta prohibición de fumar en la casa, normalmente obliga a su madre a salir a la calle si quiere fumarse un cigarro. Sin embargo, sabe que cuando hace frío, Lydia ha cogido la costumbre de escabullirse al garaje, y Laura está dispuesta a hacer la vista gorda.
—Bueno —consiente—. Adelante. Ya sabes dónde está la llave del garaje —añade, magnánima.
—Cigarro —insiste Lydia, agitando el paquete con aire triunfal, y se aleja por el pasillo.
La puerta del garaje. La puerta del garaje. Sí. Debe encontrar la puerta del garaje. Pero no le gusta el garaje. No. Hay escalones empinados en el garaje. Y no hay luz. Nunca encuentra el interruptor. Y las llaves. No tiene ganas de buscar las llaves. De todas formas, nunca le ha gustado el garaje. Hay cosas desagradables en el suelo del garaje. Sorpresas desagradables. No le gustan las sorpresas desagradables. Puerta de la calle. Aquí. Mejor. Más fácil. Sin escalones. Sin sorpresas.
Anouschka, casi inconsciente por el frío, observa con extrañeza cómo se abre la puerta de la casa y sale Lydia. Una vez sobre la acera, se queda ahí, y su esquelético cuerpo se mece ligeramente en el viento helado que asola la calle vacía, como si se le hubiera olvidado por qué había salido. Luego se tambalea, se aferra al pasamanos que hay delante de la casa, y se le cae el paquete de tabaco al suelo. De forma instintiva, Anouschka se acerca para ayudar a la anciana. Lydia se aferra a ella. Su piel está tan caliente como fría está la de Anouschka.
—Usted fiebre —dice.
—Cigarro —se lamenta Lydia, mirando con consternación el paquete tirado a sus pies.
—Vamos, usted debe dentro —dice Anouschka, llevándola hacia la casa. Lydia no ofrece resistencia. Está tan delgada que parece disolverse entre los brazos de Anouschka. Vuelven a entrar en la casa y Anouschka cierra la puerta sin hacer ruido. Como puede, lleva a Lydia al segundo piso y está a punto de colocarla sobre la cama cuando ve que las sábanas están mojadas de alcohol y de orina. Anouschka las cubre con una manta y deposita a Lydia sobre ella.
Lo único que se le ocurre pensar a Anouschka es en lo furiosa que se va a poner la ceñora David. Se supone que las sábanas deben durar dos días y Anouschka cambió éstas ayer mismo.
Lydia se tumba y se queda en silencio excepto por el sonido del aire que obliga a entrar y salir de sus pulmones. Lydia tiene la cara gris. La boca ha perdido su forma y le cuelga, floja y asimétrica, a un lado de la cara. La piel arde al tacto. Duerme durante una hora o así.
Anouschka se queda sentada al borde de la cama y la observa. No le cae bien esta mujer pero siente lástima por ella. Se alegra de estar en un sitio calentito, pero ésa no es la razón por la que se queda allí. Se queda allí porque se da cuenta de que esta mujer está enferma y no puede dejarla sola.
Después de un tiempo Lydia abre los ojos.
—Esta manta... la odio, rasca —se queja, y tira de la manta de lana que tiene debajo.
—Usted debe tener. Cama es mojada.
Lydia gimotea.
—¿Por qué has apagado la televisión?
—Hace muy ruido, pienso quizá es mejor apagado con usted.
—¡Enciéndela, enciéndela, la quiero encendida, ahora, ahora, más alto!
Anouschka sube el volumen, ayuda a Lydia a incorporarse y le da algo de agua.
—¿Puede decir usted algo, ceñorita Lydia? Usted no parece bien. Muy malo.
—¿Y por qué yo no parece bien? ¿Por qué yo no parece bien? Porque no estoy bien. Y es todo culpa tuya, todo culpa tuya —grita Lydia, asombrosamente coherente tras su breve cabezadita.
—¿Yo? ¡Yo no hago nada usted!
—¡A mí no, idiota! Al menos, no directamente. Pero fuiste tú la que empezó con todo esto, esta mañana, con mi yerno, con David y con cómo lo sedujiste. Tú le diste la idea. ¿No te da vergüenza de haberte entrometido en esta familia y haber causado tantos disgustos con tu... con tu... —Lydia busca la palabra adecuada—... promiscuidad?
(Por desgracia Anouschka no puede disfrutar de toda la ironía que se esconde en esta acusación. Primero, porque no conoce a Lydia lo suficientemente bien para saber que la propia Lydia se ha acostado con suficientes hombres como para proveer de personal a una fábrica entera. Y segundo, porque Anouschka no sabe qué significa «promiscuidad».)
Lydia siente un agudo dolor en las sienes. Recuesta la cabeza sobre los almohadones y respira con dificultad hasta que se le pasa.
—Yo quiero ceñor David. Es amor verdadero.
—Oh, no empieces con eso. Ya te lo he dicho. Para él tú sólo fuiste un pasatiempo.
—¡No! ¡Usted forma de hablar enfada mí, enfada como trapo rojo a ternera! Yo no pasatiempo, yo no juguete. Es amor él y yo, yo digo, es amor. ¿Usted nunca enamoró? ¿Usted no comprende?
Lydia se la queda mirando fijamente, con sus ojos de anciana bien abiertos, aterrorizada. Qué vergüenza tener que oír y que admitir esas palabras, viniendo de una joven extranjera e ignorante.
Nunca has estado enamorada.
No. Nunca lo ha estado. Tan sólo manipulación, juegos y medias tintas. Siempre desde la cabeza, nunca desde el corazón. El dolor se vuelve más penetrante. Los colores de la habitación se apagan, se disipan. Respirar se está convirtiendo en un pesado esfuerzo.
Lydia le coge la mano a Anouschka. Susurra, con los labios secos:
—No, nunca lo he estado. —Anouschka le sostiene las manos. La piel de Lydia ahora está húmeda y fría—. El amor... ¿es agradable? —pregunta Lydia.
Anouschka asiente con la cabeza.
—Me lo imagino —dice Lydia, aunque la verdad es que no, y ahora ya es demasiado tarde.
Vuelve a cerrar los ojos y respira. Anouschka agarra con fuerza los húmedos dedos huesudos de Lydia y la observa respirar y respirar y respirar y darse por vencida.
*
Cuando Laura abre la puerta ve a una chica joven de pie en el umbral. Lleva un niño pequeño de la mano.
Al ver la mirada aterrada de Laura, la chica dice con aire desafiante:
—Me he traído al niño.
El niño, recuerda Laura, tiene cinco años. Pero la chica no parece tener más de diecisiete o dieciocho años. ¿Cómo puede ser? Laura se pasa un buen rato callada intentando calcular la ecuación mentalmente.
—¿Aún me necesita?
—¿Qué? Sí. Sí, por supuesto. Pero el niño... ¿tenías que traerlo?
—¿Qué se supone que iba a hacer con él, si no?
—Bueno, dijiste que antes lo dejabas solo...
—Porque no me quedaba otra. Ahora tengo elección. De hecho, tengo la opción de marcharme si quiero —añade, y le lanza una mirada de añoranza al taxi por encima del hombro—. Ahí está el taxista. Hay que pagarle.
—Bien —dice Laura con nerviosismo—. Hum... ¿sería posible que el niño se quedase ahí?
—¿Ahí? ¿Dónde? ¿En el taxi? ¿Él solo?
—Bueno... sí. Tienes que entenderlo, esta casa no es el sitio más adecuado para un niño. Está llena de antigüedades y cosas de ésas. Acabamos de redecorarla. Y esta noche tenemos invitados.
La chica se la queda mirando. Como si estuviera loca.
—Perdona. No quiero parecer... desagradable. Pero, ¿entiendes lo que te digo?
La chica no dice nada. El niño no dice nada. Se quedan ahí de pie delante de la puerta y la miran fijamente, sin dar crédito.
Laura coge el bolso de la mesa del recibidor. Sencillamente no soporta esta situación. No, no la soporta. Saca unos billetes del bolso: uno, dos, tres billetes de veinte. Se los pone a la chica debajo de las narices.
—Lo siento. Pero en serio, esta casa no está hecha para niños. Muchas gracias por venir pero creo que después de todo no va a ser necesario. Por favor, acepta este dinero y vete. Tengo tu número, así que tal vez otro día...
La chica no muestra expresión alguna. Coge el dinero y se vuelve hacia el taxi que espera en la calle. Pero el niño, justo antes de sentarse con su madre en el asiento trasero, se da la vuelta y levanta un único dedo en el aire en dirección a Laura, a modo de despedida.
*
David está raro. Normalmente se pone muy nervioso cuando vienen invitados y anda de acá para allá ajustando las luces y distribuyendo libros sobre mesitas de centro. Precisamente hoy, ya que mucho depende de este encuentro, Laura esperaba que fuera a estar especialmente hiperactivo. En vez de eso, se queda sentado en la penumbra de la sala de estar mientras ella lo hace todo: llena los cuencos de frutos secos, coloca los vasos que Anouschka ha dejado listos en una bandeja, perfuma las habitaciones con una fragancia de aromaterapia de lavanda y jacinto, enciende las velas, se viste, se arregla el pelo, revisa y vuelve a revisar su maquillaje: todo. Siente ganas de decirle algo como: «Podrías echarme una mano, ¿sabes?» o «Entonces, ¿tengo que hacerlo todo yo?», o alguna otra pulla sarcástica para ver si se pone a hacer algo, pero la tiene tan exhausta y es tan consciente de que éstas son sus últimas horas como marido y mujer que simplemente no se ve capaz de hacer ese esfuerzo.
No obstante, su actitud la está exasperando.
Igual que la exaspera el hecho de no tener una excusa.
De repente se siente confusa. Comienza a retorcerse las manos, aunque no le viene nada bien para la piel. ¿Debería o no debería? Dejar a un marido es un paso muy importante, y ese lunático de Internet la ha puesto de los nervios.
Toma una decisión. Necesita ayuda. Necesita consejo. Necesita asesoramiento.
La misma amiga que le aconsejó llevar la cuenta de sus gastos por si algún día se divorciaba también le dio el número de una asesora matrimonial estupenda llamada Christine. En aquel momento, por supuesto, la idea la había hecho reír.
—¡Yo nunca dejaré a David! —había dicho.
—Nunca se sabe —contestó la mujer, muy seria—. Eso decía yo de Jonathan hasta que le dio por empezar a beber, a jugar y a pegarme, y tuve que marcharme, simplemente tuve que hacerlo, antes de volverme loca.
Ahora, por supuesto, Laura se encuentra en la misma situación, bueno, al menos por lo de tener que marcharse. Laura encuentra los datos de la asesora en su agenda personal. Guardó dos números, como le dijo su amiga: el número de casa y el número de la oficina, sólo para emergencias. ¿Y qué es esto sino una emergencia?
Mira el reloj. Acaban de dar las ocho. Le quedan sólo un par de minutos antes de que lleguen los invitados, pero la gente siempre llega tarde, y además, unos pocos minutos de terapia y comprensión ya son mejor que nada. Pero, justo cuando Laura se dispone a marcar el número de Christine, David entra ceremoniosamente en la cocina y le anuncia en voz baja y lastimera que quiere hablar con ella. Empieza a murmurar algo sobre su matrimonio y todo lo que ha significado para él y lo mucho que lo siente si no siempre ha sabido ser el marido que ella deseaba. Esto significa que aquellos preciosos minutos se esfuman y, antes de que Laura se dé cuenta, suena el timbre y llegan los invitados.
David va corriendo al recibidor a saludarlos. Laura se queda en la sala de estar. Le parece vulgar ir corriendo a abrazar a los invitados. Ella es la anfitriona. Deben ser ellos lo que acudan a verla. Al menos accede graciosamente a quedarse en pie. Para que cuando entren en la habitación la vean: orgullosa, majestuosa e insoportablemente bella. Se quedarán atónitos al ver la suerte que tiene David. Admirarán su buen gusto. Aplaudirán su éxito.
Entran por fin. David los presenta: Gerard, mi esposa Laura; Laura, Margaux, la esposa de Gerard.
Laura observa a sus invitados.
Sólo hay un problema. La esposa, la mujer, Margaux es demasiado orgullosa, majestuosa e insoportablemente bella.
*
Lydia, según parece, nos ha dejado. No hay respiración, ni pulso, ni movimientos de ningún tipo. Éstos son síntomas claros de muerte, como Anouschka sabe bien. Se plantea bajar a la sala de estar a decírselo a la ceñora David pero se lo piensa mejor. Para empezar, ni siquiera debería estar en esta casa; y si Laura descubre que lo está, le dirá que tiene cosas que hacer, y francamente, Anouschka ya está harta. Piensa esperar las pocas horas que le quedan para ver al ceñor David fuera, con el frío, y a partir de ese momento no piensa volver a poner un pie en esta casa, ni mucho menos volver a limpiar en ella, nunca jamás. Además, como la ceñorita Lydia ya está muerta, parece absurdo ponerse a armar jaleo y alarmarlos a todos. La ceñora David ahora está con sus invitados. Anouschka oyó el timbre y la charla cortés que se dedicaron al entrar. A Laura no le iba a hacer ninguna gracia que interrumpiera su noche con malas noticias. Y finalmente, por si necesitara más razones después de todo lo dicho, a Anouschka no le extrañaría que ella intentara implicarla de alguna manera en el fallecimiento de Lydia. Si la pillas por sorpresa en un momento de estrés Laura puede decir cosas muy desagradables. Puede acusarte de cosas. Puede hasta mentir. No es que sea mala persona. Es sólo que tiene muy poca correa. Anouschka reúne sus cosas y se estremece al pensar en el frío que hace fuera. Pero no puede hacer otra cosa. No puede quedarse allí, junto al cadáver de una mujer cuya alma se encuentra en este momento ascendiendo por el empinado camino que lleva al gran huerto de manzanas del cielo.
*
—No sé por qué siempre tienes que presentarnos como las esposas de nuestros maridos, David —Laura suelta una risita nerviosa e invita a sus huéspedes a que se sienten—, y no simplemente como nosotras mismas.
—Oh, pero yo estoy encantada de que me presenten como la esposa de Gerard —protesta Margaux, y su amor por él se hace evidente en la manera en que pronuncia su nombre, mientras le dedica una sonrisa discreta para acompañar este elegante comentario. Laura, por el contrario, le lanza a Margaux una amarga mirada de desprecio. Las mujeres de gran belleza la sacan de quicio... prefiere tener el monopolio. No obstante, estaba dispuesta a ser amable, a tratar a esta tal Margaux como a una igual, o al menos como a alguien que le andaba cerca. Pero si pensaba adoptar esa actitud ya podía olvidarse porque Laura pensaba tirársele a la yugular, como solía hacer en estos casos.
—¿Margaux se escribe con a-u-x, o es Margot con g-o-t? —pregunta.
—Oh, es con a-u-x, como la actriz.
—¡Menos mal! —exclama Laura con exagerado alivio—. Siempre me ha parecido que Margot con g-o-t debería pronunciarse con una «t» al final... como Margotte. Y Margotte me suena a «argot». Nuestro apellido, Denver-Barrette, se escribe con dos «t» y una «e», así que sí hay que pronunciar las «t»; pero por supuesto eso es distinto.
—Sí —dice Margaux. Sin molestarse en disimular, le da la espalda a Laura y vuelve su deslumbrante rostro hacia los dos hombres—. ¿Llegaste a ver esa obra que ponían en el National, David? Gerard me comentó que estabas pensando en ir. Nosotros fuimos la semana pasada y aún estoy...
—Había una Margaux en mi internado cuando era pequeña —prosigue Laura, muy seria—. Una niña adorable. Con unas manos preciosas. Su poni le dio una coz en la cabeza. Después de eso, luchó durante años por mantenerse a la altura de las demás niñas, ya sabes a qué me refiero, pero finalmente se dio por vencida y se marchó justo antes de empezar el bachillerato. Creo que ahora trabaja en una residencia de ancianos, cambiando sábanas y dándoles de comer, cosa de ésas. Nada que exija un gran esfuerzo intelectual. Es curioso cómo asociamos personas concretas a los nombres, ¿no te parece? Ahora siempre que oigo el nombre de Margaux pienso en ella, rodeada de ancianos y de enfermos, recogiendo sus sábanas sucias y dándoles sopa tibia a cucharaditas. Pobre chica.
Durante los segundos siguientes ninguno sabe muy bien qué decir. A Laura se le llenan los ojos de lágrimas al pensar en el triste destino de su amiga y los otros tres miran el vacío.
—Se me ha ocurrido —por fin anuncia David con valentía—, que en vez de salir a cenar, podríamos pedir que nos trajeran la comida a casa. Han puesto un restaurante vietnamita estupendo a la vuelta de la esquina que tiene reparto a domicilio. Y la comida está exquisita. Así que les he pedido que se pasen por casa dentro de una media hora con una selección de sus mejores platos. ¿Qué os parece?
¿Qué os parece? Laura ni sabe lo que les parece a los demás ni le importa, pero ella, al menos, se siente asqueada. Salir a cenar y exhibirse en un restaurante decente es lo que más ilusión le hacía. ¿Se puede saber en qué piensa David?
—Eso significa que en vez de salir con el frío que hace y de sentarnos a una mesa todos estirados —prosigue David alegremente—, podremos quitarnos los zapatos, relajarnos y ponernos cómodos.
Laura mira horrorizada sus absurdamente caros tacones de fiesta de terciopelo malva. ¿Por qué iba a querer quitárselos? Sus zapatos forman parte de su esencia. La definen.
—Estupendo —asiente Gerard. Le gustan los hombres con esa actitud de no-dejarse-influir-por-el-protocolo. Margaux parece encantada. Laura se disculpa y desaparece. Sube al dormitorio y vuelve a marcar el número de Christine.
Si recibir asesoramiento antes era una opción, ahora es una jodida necesidad.
Por desgracia, cuando consigue contactar con Christine, ésta no parece muy contenta de que la haya llamado. Le explica que ésta es su línea privada, que tiene invitados en casa para celebrar el compromiso de su hijo y que éste definitivamente no es el mejor momento. Este número es sólo para personas que ya son clientes y sólo para casos de extrema necesidad. Pero Laura se siente muy necesitada. Se pregunta cómo pretende esta mujer anteponer los ligues de su hijo a la salvación de su matrimonio. Christine le recuerda que después de todo es sábado noche. Laura le da las gracias, pero sabe muy bien qué día y qué hora es. Christine se mantiene firme.
—Ésta es mi línea privada —repite—. Te daré el número de mi oficina: llama el lunes y mi secretaria te dará una cita.
—Me parece que no lo entiendes. Necesito resolver esto ahora. Hoy. ¿Es que no lo entiendes? Estoy a punto de dejar a mi marido y necesito saber si estoy haciendo lo correcto.
—Bueno, yo no me preocuparía por eso. Es natural tener dudas.
—Sí. ¿Y?
—¿Y?
—Y, y, venga, tú eres la asesora matrimonial, no yo, es natural tener dudas, ¿y qué más?
—Mira, mi trabajo no consiste en leer un guión. No puedo aconsejarte. No sé nada sobre ti.
—Bueno, pues tengo treinta y cinco años, soy alta, delgada...
—Mira, lo siento, pero esto no va a funcionar.
—Vale. Déjame ahí, a medias. ¿Cómo vas a poder dormir esta noche, sin saber siquiera qué ha sido de mí?
—No creo que tenga ninguna resp...
—¿No podrías fingir que me conoces? Quiero decir, después de todo un matrimonio en crisis debe ser muy parecido a otro. Ya debes haberte visto en la misma situación miles de veces con otra gente. ¿Qué les dijiste?
Christine suspira, frustrada.
—No sé... Les digo lo que sea más apropiado a su caso, y cada vez es algo diferente.
—Sí, pero ¿qué? ¿Qué? ¿Qué les dices?
—¡No lo sé! Sal de compras, cambia de trabajo, ten una aventura, montones de cosas...
—¡Ten una aventura! ¡Lo dices como si fuera tan fácil! ¿Crees que no lo he intentado? Ya he buscado en Internet, esta tarde, pero no he encontrado a nadie que dé la talla.
—Bueno, no sé qué decirte, a veces lo que buscamos está ahí mismo, lo tenemos delante, sólo que está tan cerca que no nos fijamos como deberíamos.
—No te entiendo.
—Bueno —continúa Christine, conteniendo a duras penas la exasperación que siente—, a veces intentamos con todas nuestras fuerzas encontrar respuestas a nuestras preguntas, y luego nos damos cuenta de que teníamos la solución ahí mismo, frente a nuestros ojos, esperándonos. Ha estado ahí todo el tiempo. Intentamos imaginarnos el futuro y nos complicamos la vida con ideas peregrinas que sólo nos llevan por callejones sin salida. Lo que andamos buscando ya está ahí.
Ya está ahí. Por supuesto. Ya está ahí. En su propia casa. En este mismo momento. El hombre de sus sueños.
Gerard.
*
Cuando Laura regresa por fin a la sala de estar parece que la cosa va bastante bien. Ha llegado la comida y los tres se han puesto manos a la obra, charlando y riendo. El menú vietnamita ha sido todo un éxito. Han descubierto que tienen amigos comunes y que han ido a los mismos destinos de vacaciones, lo cual es un buen fertilizante para una sólida relación personal que complemente la maravillosa asociación profesional que está a punto de comenzar.
Hasta ahora, David no se ha dejado desanimar por las rarezas de Laura. Ha aprovechado la oportunidad que le ha brindado su prolongada ausencia para explicarle a Gerard y a Margaux que Laura es artista conceptual, lo cual, espera, los impresionará y los vacunará contra cualquier comportamiento aberrante por su parte. Cuando Laura salió de la habitación de forma tan repentina, David les explicó a los demás que la inspiración puede llegarle en cualquier momento del día.
—Y cuando le llega —comenta en voz baja—, tiene que ir a pintar. Es su fuerza creativa en acción.
Ahora, aproximadamente una hora más tarde, Laura vuelve a la sala y, en vez de sentirse avergonzados por sus excentricidades, los tres le dedican amplias sonrisas, sabiéndose en presencia de una artista, y por tanto un ser superior, que sencillamente no puede plegarse a las normas de comportamiento convencionales.
En el ínterin, Laura, seguramente porque es artista, se ha cambiado de ropa, de joyas, de peinado y de maquillaje. Se ha quitado el sobrio cuello vuelto gris de cachemira; ahora lleva una túnica cruzada de seda color azul ópalo que ha cruzado con tan poco ímpetu que muestra más pecho del que cubre. Los bonitos hilos de perlas rosa han sido sustituidos por un extravagante revoltijo de ámbar que le llega, insinuante, hasta el bajo vientre. Se ha colocado la impoluta seda salvaje alrededor de los hombros al estilo échame-un-polvo. El discreto tono pastel que llevaba en los párpados se ha convertido en un oscuro kohl como sacado de la pasión turca; y para completar el efecto Laura frunce los labios, cubiertos de un chillón carmín ya-sabes-de-qué-voy, de forma sensual.
—Hola —dice al entrar en la habitación.
—¡Hola! —le contestan los tres a coro, obedientes.
—¿Quieres algo de comer? —pregunta David, señalando lo que queda en los platos—. Está todo riquísimo.
—Oh, sí, sí que lo está —asiente Margaux.
—Sí. De verdad. Riquísimo —añade Gerard.
—¿Por qué no cambiamos la música? —propone Laura, ignorando la comida y pulsando el botón de expulsar CD antes de que ninguno pueda responder.
—Eh... Por lo visto, Bach es el favorito de Gerard. Acabábamos de ponerlo.
—Tal vez sea hora de que Gerard descubra algún nuevo... favorito —susurra Laura antes de recostarse sobre un improvisado arreglo de cojines que ha tirado al suelo ex profeso. En cuestión de segundos, una inquietante melodía estilo kasbah comienza a reverberar a todo volumen por la sala de estar y Laura, echando la cabeza hacia atrás, se pone a flexionar las manos de forma sugerente.
—Humm... —murmura, echando la cabeza hacia atrás y separando ligeramente las piernas—. Este ritmo... es tan evocador.
No dice qué evoca exactamente; y se palpa el alivio de los demás. Entreabre los labios mientras sus hombros suben y bajan al ritmo de la música. Las manos, haciendo molinetes, se deslizan hacia abajo y comienzan a acariciar sus muslos. David, con la boca llena de brotes de soja, se queda boquiabierto de terror.
—La la la humm —canturrea Laura mientras se retuerce—. La la... la... humm humm la la. Aaah.
—Gerard nos estaba diciendo ahora mismo —David traga y empieza a hablar rápidamente— que le encantaría ver algunos de tus trabajos, cariño.
—Sí —confirma Gerard, con entusiasmo—. Me apasiona el arte, y siempre me interesa ver el trabajo de artistas noveles. Y por lo que me cuenta tu orgulloso marido, debes tener mucho talento, Laura.
—Para eso tendríamos que ir a mi estudio, en el piso de arriba.
—Bueno, me parece bien, por supuesto —dice Gerard.
—Oh. Muy bien —murmura Laura. Cielos. Estaba dispuesta a seducir a Gerard, pero parece que él le ha tomado la delantera. A veces la vida es tan dura y a veces es tan... fácil.
—¿Qué clase de cosas pintas, Laura? —pregunta Margaux.
—Déjame ver —empieza Laura—. ¿Cómo podría...? —murmura, como buscando palabras para expresar lo inefable.
—Yo estudié historia del arte. Me doctoré en historia del arte por Standford —le informa Margaux con modestia—, así que me encuentro familiarizada con la terminología artística... si eso te ayuda.
Laura sonríe.
—Sí. Me temo que la terminología no es lo mío. Yo soy el arte... de la vida. —Da un pequeño resoplido que podría interpretarse como de pena, de desprecio, o como que le picaba la nariz, ninguno está seguro—. El tema de mi trabajo —prosigue, magnánima— puede describirse aproximadamente como superficies. Texturas duras. Fluidos sólidos. Hormigón, granito, mármol, sílex. Sensaciones táctiles para los ojos.
—Entonces... ¿haces cuadros con piedras? ¿Una especie de mosaicos?
Otro resoplido ambiguo.
—No. Las pinto.
—Bien. —Afortunadamente, Gerard es un hombre tan educado que las estupideces no lo aturden—. Y... ¿Dónde encuentras tu inspiración?
—En el sexo, Gerard. En el sexo y la sexualidad. En los estados de excitación. En el deseo.
—Ya veo —Gerard, cortés, asiente con la cabeza. David se sirve una bebida y le sonríe con expresión estúpida a Margaux esperando contra todo pronóstico que todo se arregle por arte de magia.
—Me parece una idea estupenda —apunta Margaux, cordial, porque ella también ha tenido la suerte de tener unos padres que le han enseñado a ver lo mejor de cada uno—, muchas veces me sorprendo cuando miro, por ejemplo, un trozo de mármol y descubro unas imágenes asombrosas en los remolinos y las vetas de la piedra. ¿Sabías que la palabra mármol viene de la palabra griega marmoris, que significa «piedra brillante»? Así que me parece una idea... —Se para en seco. Laura, según parece, ha perdido todo interés en esta conversación: la música ha vuelto a entrar en su alma, se ha levantado y se ha puesto a bailar, deslizando las manos por sus costados y meneando la melena hacia aquí y hacia allá. Por segunda vez hoy (está claro que éste va a ser uno de los rasgos de su nuevo yo), Laura siente que el ritmo la penetra. Mientras se contonea al ritmo de la música siente cómo sus pechos se frotan suave pero agradablemente contra la seda salvaje del vestido. Nota cómo sus muslos se rozan al bailar. Lo cierto es que Laura es una mujer sensual. O una mujer sexual. Definitivamente, es una de las dos; si no ambas cosas. Todos estos años ha reprimido o, mejor dicho, David ha reprimido, su yo interior. Ésta, por fin, es la verdadera Laura que aflora: la flor que emerge del capullo: la niña que se hace mujer: la... bueno, la verdadera Laura, en cualquier caso. Ve que David la observa fijamente con una cereza incandescente de vergüenza que adorna como colorete barato sus mejillas. Bien; que sufra. ¡Laura lleva quince años sufriendo! Quince largos años de represión y humillación cuyo recuerdo acaba de aniquilar con esta espontánea danza de la alegría y del triunfo de la vida que está bailando frente a su aterrorizada audiencia. Podría pasarse la vida bailando, bailando, bailando.
Pero para Gerard, el tiempo de Laura se ha acabado. Se vuelve hacia David, abre las manos y establece contacto visual.
—Bueno, amigo mío —empieza—, antes o después tenemos que hablar de negocios. ¿Por qué no cogemos el toro por los cuernos? Sabes que, en principio, nosotros estamos listos para empezar. Si tienes alguna reserva por tu parte, David, habla ahora o calla para siempre. —Suelta una risita porque incluso los abogados dan rienda suelta a su sentido del humor de vez en cuando.
A David le late el corazón de la emoción. Por fin. Pero ¿cómo contestarle? No debe parecer demasiado interesado, incluso a estas alturas del trato; pero demasiada indiferencia podría denotar reticencia. ¿Y debería decirlo en tono serio? Dar aspecto de seriedad significaría que sabe comprometerse, pero quizá también que es algo inflexible. El tono de Gerard fue más bien desenfadado, pero no más de lo necesario. Puede que David deba contestarle en el mismo tono, o tal vez hacer otro juego de palabras con el tema del matrimonio y decir algo inteligente y gracioso, como por ejemplo: «Gerard, sí quiero».
¿Pensaría Gerard que es gay?
Entonces se le ocurre la frase perfecta. Como le pasa a veces. Las palabras adecuadas en el lugar adecuado y en el momento adecuado. Respira hondo y abre la boca.
Laura dice:
—Creo que ya es hora de que vayamos a mi estudio.
Laura ha dejado de girar para hacer este anuncio. Levanta la barbilla. Se acerca a Gerard. Se pasa la punta de la lengua, lentamente, por el labio superior para después recorrer con el índice, aún más lentamente, la húmeda huella que ha dejado.
—Sí —dice ella—, creo que ya estoy lista para ti.