Capítulo 6
–¿Está bien yo limpio aquí? —pregunta Anouschka, asomando su pálida cara por la puerta. Aguanta la respiración y espera los insultos. No le cae bien a Lydia. Eso lo sabe. Pero tiene que ofrecerse a limpiar, para que cuando Laura le pregunte si ha limpiado el segundo dormitorio de invitados pueda decir al menos que se ofreció a limpiarlo pero que Lydia le pidió que se fuera.
Lydia no dice nada.
Debe estar dormida. Anouschka se acerca de puntillas y mira bajo las sábanas. Lydia no está dormida. Tiene los ojos abiertos. No se mueve. Anouschka no sabe si respira o no. Pero parece que no.
Acerca su cara a la de Lydia.
—Perdone, ceñorita Lydia —susurra—, ¿es usted muerta?
Lydia frunce el ceño ante el fuerte tufo a perfume barato que le devuelve la conciencia.
—No. No, no estoy muerta. Tan sólo estaba algo cansada, eso es todo. No logro dormir como es debido pero tampoco consigo mantenerme despierta.
—¡Yo voy digo ceñora David! —grita Anouschka, dirigiéndose a la puerta.
—¡No! No. No lo hagas. Yo... la verdad es que no quiero que me vea así. Sólo necesito descansar. Estaré bien.
—¿Qué piensa que está mal con usted? Usted era a la última cuando usted llega esta mañana —dice Anouschka. Siente ganas de añadir: «cuando usted cierra puertas de sala de estar en mi cara», pero cuando ve los rasgos hundidos de esta pobre anciana y las bolsas que tiene bajo los ojos, no tiene valor.
—Mi hija. Ella es lo que está mal.
—¿La ceñora David? ¿Ella te hace enferma?
—En cierta manera, sí —suspira Lydia. Siente ganas de contárselo a esta chica, de contárselo todo, que Laura va a dejar a David, o que David va a dejar a Laura, pero que de cualquier forma le van a cerrar el grifo de la pensión, que se convertirá en lo que ha temido toda su vida, que será pobre, que preferiría morir a ser pobre, lo cual es ridículo porque de todos modos se está muriendo. Pero, ¿cómo puede decirle todo esto a una limpiadora?
—¿Cómo te hace enferma? —pregunta Anouschka.
—Oh, mira, no importa. No me siento con fuerzas para explicarlo.
—Usted no comió su almuerzo. —Ambas contemplan el plato de comida.
—No —contesta Lydia.
—¿Está bien si yo como?
—Si... si lo quieres...
Anouschka sonríe. En su casa no se tira la comida. Engulle la masa templada en cuatro grandes cucharadas. Lydia la observa, fascinada y asqueada.
—¿Le hago tete caliente? —sugiere Anouschka.
—¿Tete?
—¿Taza de tete caliente?
Lydia sonríe sin querer. Si dejas de lado los granos, el olor y la estupidez, la verdad es que esta chica es muy dulce. Es más cariñosa que Laura, eso seguro. No puede evitar pensar que ella misma, Laura y esta chica, ninguna es superior a la otra. Todas dependen de David y de su dinero. Puede que Laura se crea superior a Lydia; puede que Lydia se crea superior a la limpiadora, pero en realidad ¿qué diferencia hay?
Lydia se esfuerza por incorporarse sobre un codo.
—Estoy mayor —comienza estoicamente—, pero tú, eh...
—Anouschka. Me llamo Anouschka.
—Sí, tú, Anouschka, tú eres joven. Deberías esforzarte por hacer algo grande en tu vida. No te pases los días aquí, limpiando, por una miseria. Ésa no es vida para nadie.
Ahora le toca sonreír a Anouschka.
—En realidad no me quedo aquí. Yo no hago esto más. Yo voy pronto. ¡Yo voy esta noche! —¿Por qué no iba a contárselo a Lydia? Laura se iba a enterar tarde o temprano, y puede que temprano fuera lo mejor para todos.
—¿Oh? ¿Y se lo has dicho a Laura?
—No.
—¿Por qué no? Podrías tener el detalle de decirle que te vas.
—¿Detalle? ¿Y qué detalle hace ella a mí? ¡Yo no hago detalles más! ¡A nadie! No ahora que soy... ¡la nueva ceñora David!
Oh Dios. Lydia no puede soportarlo. Todo este estrés, toda esta confusión, y ahora la limpiadora se vuelve loca.
—No seas ridícula —farfulla Lydia, dejándose caer sobre los almohadones.
—¡Yo no ridícula! —grita Anouschka—. ¡Yo voy! ¡Medianoche esta noche! ¡Con ceñor David!
—¡Vamos, por favor! ¡Que te acostases con él esta mañana (y sí, os pillé in fraganti, pero no te preocupes, no se lo he dicho a nadie, soy demasiado discreta para eso) no significa que se vaya a fugar contigo! ¡No seas absurda!
—¡Usted no sabe! ¡Qué sabe usted! —escupe Anouschka.
—Sí que lo sé, tontorrona. Sí que lo sé porque he visto a David en el garaje con Louella, la mejor amiga de Laura, y prometió fugarse con ella. Lo oí de sus propios labios y con mis propios oídos. —Lydia se señala los labios y los oídos. Con esta chica con esa expresión tan seria nunca se puede estar segura de que se esté enterando de lo que dices—. Mira, querida, a ver si me entiendes. David se quedará con alguien de su misma clase. De su mismo calibre. Si va a dejar a Laura... —sólo de pensarlo Lydia siente una punzada breve y aguda en el costado—, lo hará por alguien como Louella. No por alguien como... tú.
—¡Yo no creerla!
—No seas tonta. ¿Por qué iba a mentirte? Da igual lo que te haya dicho, ¡va a fugarse con Louella esta noche!
—¡Él me da palabra! ¡Él me da anillo!
—Haría cualquier cosa para hacerte callar. Ya sabes cómo son los hombres.
A Anouschka le da vueltas la cabeza, pero no tanto como para no poder pensar con claridad. Sabe qué tiene que hacer. Se quita de un tirón el absurdo delantal de guinga que Laura le obliga a llevar y se arranca los guantes de goma.
—¿Qué haces? —exclama Lydia, alarmada por el brillo lunático que ve en los ojos de Anouschka.
—Yo voy matar ceñorita Louella —anuncia Anouschka. Y parece que lo dice en serio.
*
El tema de «necesito una razón» sigue preocupando a Laura. La corroe como un picor molesto. Ha probado con el pensamiento lateral. Ha leído algunos números antiguos de sus revistas de mujeres, algunas de las cuales incluyen consultorios sobre sexo y sentimientos y relaciones y todas esas cosas que a las mujeres de la edad de Laura ya deberían habérseles pasado, pero que aún no se les han pasado del todo. Quería ver si había alguna carta que se pareciese a su propia experiencia, quería encontrar una respuesta de esa manera. Casi todas las cartas hablan de hombres que quieren dejar a sus mujeres o que las engañan de un modo u otro. Lo más parecido que encontró a su situación personal fue la historia de una mujer con dos hijos y un marido que la adora, pero que acaba de descubrir que él se traviste: ¿debería marcharse o quedarse? Debería quedarse, sentencia la revista, porque tiene hijos, y porque su marido tuvo el valor de admitir cuál era su afición delante de ella y porque de todas formas travestirse, en esta época y en estos momentos, no es ningún escándalo, ¿no? Como Laura y David no tienen hijos y como él (que ella sepa) no se pone su ropa interior, la carta no le sirve de mucha ayuda. Pero la idea principal, la regla general, parece ser que sólo puedes dejar a un marido y acabar con un matrimonio si tienes una razón muy sólida para hacerlo. Así que vuelta a la primera casilla.
Dios, ya no soporta esto del matrimonio. No lo soporta. Necesita tranquilizarse y admitir que por el momento, dadas las circunstancias, se encuentra en un estado emocional muy delicado. Se toma un par de pastillas de paracetamol. Realiza un par de posturas de yoga e intenta serenarse.
Entonces tiene una revelación.
David no tiene una aventura con Anouschka.
Pero quizás deba tenerla.
¡Por supuesto! Ésta es la respuesta a todos sus dilemas. David debe tener una aventura con ella. Sencillo, obvio. David tiene una aventura, Laura se entera, todo el mundo sentirá compasión por ella —pena no, es demasiado bella para suscitar pena—, sólo compasión, y la razón para acabar con su matrimonio le habrá llovido del cielo. El aspecto más maravilloso de esta idea es que Anouschka ya está allí, en la casa, así que no habrá que perder el tiempo. Y Anouschka hará cualquier cosa que le pida Laura. De hecho, la única desventaja de este plan es que cuando Laura se entere de lo de David y Anouschka tendrá que echar a Anouschka y aguantar todo el estrés de buscar una nueva limpiadora por enésima vez. Laura suspira. Nada en esta vida resulta exactamente como uno querría. No importa.
Sale en busca de su asistenta y la encuentra a punto de salir por la puerta principal.
—¿Anouschka? —grita Laura, altanera, desde el final de las escaleras—. ¿Adónde crees que vas?
—Uh —gruñe Anouschka, aterrada—. Ya es seis. Acabado.
—¿Acabado? No seas tonta. Llegamos a un acuerdo: te quedas esta tarde. Sabes que tenemos invitados, y tú ibas a ayudarme a peinarme y a sacar la ropa del armario. Lo sabes. ¿Se puede saber qué estás haciendo?
—Debo ir, ceñora David. Es algo que debo hacer.
Anouschka tiene un ligero aspecto de loca. Tiene los pelos de punta e infla la nariz al respirar. Esto no mejora su apariencia en absoluto, observa Laura.
—Lo que tienes que hacer, querida, es cumplir el acuerdo contractual que tienes conmigo. —Laura alza la voz. Cuando empiezan con ella, Laura obliga a todas sus limpiadoras a firmar un papel que ha impreso con su procesador de textos y que está repleto de palabras rimbombantes sobre el deber, la responsabilidad, el compromiso, la integridad. Cuando la cosa se pone fea, Laura alude a este contrato. Cuando la cosa se pone muy, muy fea, el dicho contrato se extrae de un cajón y se restriega por la nariz de la interesada mientras se mencionan nombres de abogados y se hace énfasis en la severidad del sistema penal inglés.
Normalmente funciona.
Anouschka se arrastra con aire triste hacia las escaleras y cierra la puerta de la calle tras ella. Ojalá hubiera salido un par de segundos antes...
Laura comienza a bajar lentamente la magnífica escalera.
—Oh —exclama, al acercarse a Anouschka—. Vaya. Pareces cansada. Mejor dicho, pareces exhausta.
Anouschka, aunque sabe que no debe, siente que se le acelera el corazón.
—Sí. Es verdad. Le digo, desde esta mañana. Yo no bien. Es mejor que yo voy. ¿Sí?
—No, Anouschka. Lo mejor es que descanses un poco. Una horita o así. Ya verás, te hará bien. Vendré a despertarte sobre las siete para que te dé tiempo a limpiar las copas antes de que lleguen los invitados.
Anouschka piensa: la ceñora David se ha vuelto loca.
Laura la toma con amabilidad pero con decisión del codo y la lleva arriba, al dormitorio principal.
—Pero ceñora David... ¡es su habitación!
—Eso ya lo sé, Anouschka. Pero así soy yo... estoy dispuesta a renunciar a mi propia cama cuando veo que alguien la necesita. Puedes desnudarte.
—¿Es qué?
—Desnudarte. Ya sabes, todo. Menos el sujetador y las braguitas. No podrías dormir con toda esa ropa puesta. Tendrías demasiado calor. Venga, venga. No hay tiempo que perder. Cuanto antes te duermas, más descansarás.
Anouschka tiene miedo. Esta mujer es incluso más rara de lo que pensaba, y ya pensaba que lo era bastante. Se pone a darle tirones al cinturón de su gabardina beige y de forma sistemática, bajo la atenta mirada de Laura, se quita toda la ropa, hasta que se queda sólo con unas bragas grises que le llegan desde el ombligo hasta las rodillas (los viejos remedios contra el frío se resisten a morir) y un sostén que cuelga como un par de alforjas vacías sobre el pecho plano. Laura señala la cama, impaciente. Por segunda vez en el día de hoy, aunque ahora con menos entusiasmo que esta mañana, Anouschka se mete en la cama.
—Eso es, así se hace. —La anima Laura como una malévola canguro, remetiéndole las sábanas de seda, tirando los diecisiete almohadones al suelo: a estas alturas ya no le preocupan este tipo de cosas—. Tú quédate aquí, calentita y a gusto. Volveré dentro de una hora. Ya verás cómo te encuentras mucho mejor para entonces.
Laura cierra las cortinas y sale de la habitación, apagando la luz y cerrando la puerta tras de sí.
Las sábanas aún huelen a David y al semen de David. Anouschka quiere convencerse de que todo esto es muy reconfortante, pero no puede. Laura está loca y Anouschka ya está harta de ella. Pero le tiene demasiado miedo como para decirle que no. Toca el anillo, el anillo del ceñor David, para que le traiga suerte, y se pone de pie sobre el alféizar de la ventana. El dormitorio está tan sólo en el primer piso. La caída no puede ser tan mala. Anouschka se imagina sus manos cerrándose sobre el cuello de la ceñorita Louella. Luego piensa en David, en su bebé, en su casa de campo, en la envidia que les dará a sus amigos, en el orgullo que sentirá su familia, en la ropa que se comprará, en los diamantes que llevará, en la felicidad que poseerá si logra escapar ahora.
Se cuelga del canalón, se aferra con todas sus fuerzas y baja deslizándose por él hasta que no puede más y salta.
*
A veces, sólo a veces en esta vida, las cosas resultan tan perfectas que sientes que es el destino. Laura se asombra de la pureza y la indescriptible perfección de su plan. Se acerca rápidamente al espejo del recibidor a ponerse otra capa de pintalabios. Si vas a pillar a tu marido en la cama con tu limpiadora, o con tu ama de llaves, no está de más sentirte guapa cuando lo hagas.
—OhDiosmío. OhDiosmío. ¡No puedo creerlo! ¿Cómo has podido hacerme esto? —le grita a su reflejo. O mejor—: OhDiosmío. OhDiosmío. ¡No puedo creerlo! ¿Cómo has podido tú, precisamente tú, hacerme esto? —ensaya.
En el momento justo, exactamente en el momento justo, David pasa a su lado. No le preocupa que su mujer esté hablando sola frente al espejo del recibidor; según parece, lo hace a menudo.
—¿Adónde vas? —pregunta Laura amablemente.
—¿Humm?
—Te he preguntado: ¿adónde vas?
—Oh. A la cama.
—A la cama. ¿A las seis de la tarde?
—Sí. Sí. No me encuentro... muy bien. Me echaré un sueñecito. Antes de que lleguen los invitados.
—Ya veo.
—¿Tienes algún problema con eso? —pregunta, agresivo.
—No. En absoluto, David —contesta ella con dulzura. Es todo tan fácil que parece mentira.
Cuando se gira y se aleja caminando hacia el dormitorio, es como si sus pasos marcaran la cuenta atrás de los últimos momentos de su matrimonio. Por un momento siente miedo al darse cuenta de que todo va a ocurrir antes de la reunión de esta noche, pero ahora que cada elemento del plan está en su sitio simplemente no se puede evitar; además, seguro que David tiene millones de sobra para salvarla de la indigencia incluso sin ese nuevo trato que quería sacar adelante.
Ahora, ahora es de vital importancia medir los tiempos. Tiene que esperar, esperar justo lo suficiente para que a David le haya dado tiempo de entrar en la habitación, tiene que estar en el dormitorio para que ella pueda hacer su entrada y descubrir la terrible verdad. Una última mirada al espejo. Sí, es el momento. Está bellísima y se sabe perfectamente el papel. Echa a andar hacia el dormitorio. Lentamente. Un, dos, tres. Abre la puerta de repente. David está solo en el dormitorio, sin hacer nada, sentado sobre la cama con aspecto abatido.
—¡Ja! —chilla ella.
David levanta la vista y la mira.
—Me siento fatal, Laura. Fatal.
¿Dónde está Anouschka? ¿Dónde está la condenada Anouschka? Laura se acerca a la cama y levanta las sábanas, exasperada. Entra en ambos baños. Nada. Hace un frío horrible en el dormitorio. David ha entrado y ha abierto la puta ventana de par en par sólo para molestarla. Furiosa, la cierra de un manotazo tan fuerte que el marco vibra visiblemente. David la mira con cautela y con cansancio.
—La próxima vez que quieras abrir la ventana podrías preguntarme antes. También es mi dormitorio, ¿sabes? —da un alarido y sale hecha una furia.
David suspira. ¿Qué puede hacer? Su mujer ha perdido la cabeza. No puede más, ya no puede con ella. Se tumba en la cama, se cubre la cabeza con las sábanas y piensa que ojalá fuera otra persona.
*
Las seis y doce. Se está acabando el tiempo y Laura no quiere dejar las cosas para más tarde. Ahora quiere acción. Así que David no quiere tener una aventura, ni tampoco parece probable que vaya a comenzar ninguna en las próximas horas. Bueno; pues que se quede con la superioridad moral si tanto le importa.
Ella será la que tenga una aventura.
Para Laura, habría sido la cosa más fácil del mundo echarse un amante en cualquier momento de su matrimonio, igual que hacen todas sus amigas. Dios sabe que habría tenido donde elegir. Estaba ese hombre que había conocido en una de las cenas de Louella que no podía quitarle los ojos —ni las manos— de encima. Naturalmente Louella le dijo que hacía lo mismo con todo lo que llevaba falda; hacía mucho que Laura había aprendido a convivir con los tremendos celos de su amiga. Y también estaba el dueño de la tienda de iluminación donde Laura se había gastado once mil libras en apliques de estilo veneciano. Se le iluminó la cara cuando la vio entrar en la tienda. Y aquel diseñador que decía que era gay pero que no dejaba de seguirla con los ojos siempre que iba a su tienda. Podría continuar con la lista, pero ya había dicho lo más importante. Lo importante era que había hombres ahí fuera y que ella siempre se había empeñado demasiado en serle fiel a David para hacer nada al respecto.
Pero ya no.
Va a tener una aventura. Sí, puede que el agente inmobiliario de esta mañana se sintiese abrumado, pero seguro que había hombres ahí fuera que estarían a su altura y que sabrían soportar la presión de estar con una mujer como ella.
Va a tener una aventura. No una de esas aventuras completas y como Dios manda, de las de quedar en una cafetería y darse la mano por debajo de la mesa —no hay tiempo para eso— sino una virtual. Por Internet. Eso bastará.
Va a tener una aventura y va a hacer que la descubran. Cuando David entre en la habitación y se la encuentre diciéndole a un hombre cuánto lo desea, o mejor, cuando se encuentre a un hombre diciéndole cuánto la desea, sí, lo mismo le dará que la otra parte esté en sus brazos o simplemente en la pantalla del ordenador. La intención es lo que cuenta.
En el último día del curso «Diseño de interiores para el entorno urbano contemporáneo», les enseñaron todo sobre Internet, y la mujer que se sentaba al lado de Laura, que por lo visto era toda una experta, le dijo a Laura que sacaba a todos sus hombres de la red. Le enseñó las páginas que permitían elegir el sueldo de la pareja que buscases, aparte de los detalles obvios como nada de gordos, nada de tíos bajitos, que los dientes sean suyos, etc. Esto, le explicó, significa que puedes librarte de la escoria simplemente con hacer clic en un casillero. Después te enseñaban una foto del hombre, así que era un sistema infalible. Laura se había burlado de ella entonces, pero mira por dónde. En esta vida nunca se puede decir de esta agua no beberé, reflexiona con filosofía mientras enciende el ordenador para decirle al solvente pretendiente de su elección que (a) Laura existe y (b) ahora se encuentra disponible para él.
*
Louella está en su tienda, a punto de cerrar al final de la jornada. Entra un hombre. Un hombre alto y apuesto con un elegante traje. Más o menos de su edad, puede que algo mayor. ¡Ésta sí es la suya! Piensa Louella. Gracias a Dios que se saltó el almuerzo, así se evita esa hinchazón de después de las comidas que puede decidir o sentenciar un encuentro. Automáticamente se le van los ojos a sus manos para hacer una rápida inspección de anillo, no es que eso lo diga todo pero puede decirte algo, al menos a las principiantes.
No hay anillo.
—¿Le importa que curiosee un poco? —pregunta con una voz que en el mejor de los casos denota Eton y en el peor Marlborough. Cielos, qué más da. Qué más da a qué se dedique.
—Por supuesto —contesta. Lenta y suavemente. Inclina la cabeza ligeramente hacia la izquierda, que definitivamente es su lado bueno—. ¿Está buscando algo en especial?
—Un regalo de boda, en realidad —repone él con una sonrisa que muestra unos bonitos dientes tratados por los mejores dentistas—. No es un amigo muy íntimo, ¿sabe? Tan sólo un camarada.
—¡Por supuesto! —parlotea Louella, con la cabeza aún hacia la izquierda, aunque empieza a dolerle un poco el cuello.
—Sí —continúa él. Suspira—. A veces me parece que todo el mundo está casado, menos yo. ¡Sigo buscando a la mujer perfecta! Irónico, ¿no cree? Uno puede tenerlo todo: la casa de Londres, la finca del campo, los coches, los yates, las casas de veraneo en Antigua y en Sevilla, pero si no tienes a nadie con quien compartirlos, no significan nada.
Louella tiene que recordarse que debe cerrar la boca y limpiarse discretamente el hilillo de baba que le cuelga de una de las comisuras.
*
Es increíble cuántos hombres ricos hay por ahí esperando escuchar que una mujer guapa y delgada de treinta y tantos años cuyo marido no sabe apreciarla está dispuesta a ofrecerle una relación seria a largo plazo a alguien que pueda proporcionarle el estilo de vida apropiado.
Cielos, piensa Laura. Si hubiera sabido que encontrarle un sustituto a David iba a ser así de fácil, podría haberlo hecho hace años.
Con la galería de fotos la cosa no podría ser más fácil. Tras un repaso rápido a lo que hay disponible, Laura ve a tres hombres que dan el perfil, pero pronto rechaza a dos. Uno, por el nombre tan feo que tiene (no se ve diciéndoles a sus amigos que su nuevo galán se llama Desmond; ¿qué clase de nombre es ése?), y el otro, porque menciona el paracaidismo entre sus aficiones. A Laura no le hacen mucha gracia los hombres intrépidos.
El tercero, sin embargo, como los cuencos de gachas, es perfecto. Vive en el centro de Londres (Laura se imagina una casa de campo en Mayfair) y trabaja en la banca (Money, Money, Money), y se llama Edward. Una nunca se equivoca con un Edward. Está soltero y busca una mujer que «esté a la altura de sus expectativas más exigentes». Laura está convencida de poder estar a la altura, y de hecho muy por encima de cualquier fantasía que cualquier hombre pueda tener. Le envía un email. Se describe brevemente y casi con toda exactitud. Mi nombre es Laura. Soy una artista conceptual extraordinariamente atractiva (le pareció absurdo andarse por las ramas, los hechos son los hechos), alta, esbelta, rubia, rica. Luego se sienta y espera a que dé comienzo la aventura.
*
—¿Qué es esto? —pregunta el rico y apetecible desconocido, con el plato del querubín en la mano—. Bonita pieza. ¿De qué época diría usted que es?
—Bueno —comienza Louella, dispuesta a soltarle el discurso de su vida—, la verdad es que es precioso. ¡Está claro que tiene usted buen ojo! Es del siglo dieciocho, sí, yo diría que de finales del dieciocho, tal vez 1867, 77...
—¿Querrá decir 1776, 77?
—¿Sí?
—Bueno, es que como dijo siglo dieciocho...
—¡Oh! ¡Sí! ¡Perdone! ¡Por supuesto! ¡Sí! ¡Pues claro! ¡1776! ¡Eso es! Está ligeramente dañado en la base, como puede ver, justo aquí, pero por supuesto, dada la edad de la pieza, eso sólo la hace más auténtica, ¿no le parece?
—Es precioso. De hecho, creo que es perfecto. Un querubín... simboliza el amor, ¿verdad? Así que resulta perfecto para una boda. A este mundo le vendría bien un poco más de amor, ¿no cree?
—Oh, estoy de acuerdo, absolutamente de acuerdo.
—¿Cuánto cuesta?
—Oh... me temo que es una de mis piezas más caras... eh... déjeme ver... Ya que es para una boda... la boda de un amigo... puedo dejárselo en cuatrocientas cincuenta libras, pero me temo que no puedo rebajárselo más...
—¿Cuatrocientas cincuenta libras? Me parece bien. Como le he dicho, no es uno de mis amigos íntimos, así que tampoco quiero gastar demasiado. Déjeme ver, tengo el dinero aquí mismo, nueve de cincuenta, es correcto, ¿no? —Comienza a pasar con mucha ceremonia los billetes de un fajo nuevo y brillante—. Y, espero que no le importe que le pregunte, pero esta noche, o cualquier otra noche, en realidad, ¿se plantearía salir a cenar conmigo?
—¡Oh! ¡Oh! —balbucea Louella mientras su mente se pone espontáneamente a revisar su vestuario en busca del conjunto perfecto para salir a cenar con este hombre tan guapo—. Bueno, tendría que mirar la agenda por supuesto, pero en principio, ¡sí, me encantaría!
—Genial. ¿Hay algún restaurante en concreto que te agrade o que te gustaría que eligiese?
Louella abre sus profusamente pintados labios para contestar. En ese mismo momento la puerta de la tienda se abre de un portazo que hace que tiemblen las lámparas de araña y que los adornos de porcelana de Quimper boten en sus estantes.
Es Anouschka.
Anouschka está llena de odio.
Entra en la tienda hecha una furia y va directa a la garganta de Louella. Parece que arrastra un poco una de las piernas pero esto sólo subraya el tono folletinesco de la escena.
—¡Diga que no es verdad que él quiere usted más que mí! ¡Diga que no! —grita Anouschka.
—¡Por el amor de Dios, muchacha estúpida, ten cuidado con lo que haces! ¡Estás arruinando mi tienda!
—Mí importa un carajo su tienda. ¡Yo vengo aquí y matar usted!
Louella se vuelve hacia su nuevo hombre y se ríe.
—Por favor, no te preocupes —intenta tranquilizarlo—. No es inglesa. —Se vuelve de nuevo hacia Anouschka—. Mira, querida, ya veo que estás confusa...
—No, yo no confusa —dice Anouschka, a voz en grito—. Yo vengo aquí y decir usted que quiero al ceñor David y esta noche yo voy con ceñor David, ¡nosotros vamos juntos!
—¡Muy bien!
—¿Qué?
—¡Muy bien! ¡Que lo paséis bien!
—¿Usted no importa?
—No, mí no importa —dice Louella, furiosa, y se acerca a Anouschka, se acerca tanto que Anouschka ve las profundas arrugas que hay junto a la boca de Louella, en las que comienza a colarse el pintalabios rojo sangre—. De hecho, me parece una idea estupenda. Haz lo que te dé la gana. Lárgate con David...
—¿Aunque es marido su mejor amiga... ?
—Aunque es marido mi mejor amiga. Tan sólo ten cuidado de hacerlo con discreción, y de hacerlo ya. Largo. ¿Me entiendes? —gruñe Louella junto a la aturdida cara de Anouschka.
—Usted ceñora muy rara —dice Anouschka con un gritito sofocado, y retrocediendo rápidamente—: Usted hace grande amor con él, hombre que es marido su mejor amiga, en suelo garaje hace dos, tres horas, y ahora yo digo usted yo voy con él y usted dice OK. ¿Eso es amor? Yo pienso no.
El desconocido rico, apetecible y apuesto, que se ha interpuesto entre las dos mujeres, palidece.
—Lo cierto es que tendría que irme ya —farfulla—. Está claro que tenéis mucho de qué hablar. —Comienza a retroceder hacia la puerta.
—¡No! —brama Louella—. ¡No te vayas! ¡No le hagas caso! No es más que una limpiadora, por el amor de Dios. ¡Una simple limpiadora! ¡Y encima, extranjera! Ni siquiera entiende lo que decimos. ¡Lo que dice no tiene sentido!
Pero le está hablando a su espalda, y luego a la ráfaga de viento frío que entra por la puerta que se bate tras salir él.
*
Esto es increíble. Increíble. Seis minutos y medio después de que Laura le enviara el mensaje a Edward, recibe una respuesta. Lo primero que piensa es que si este hombre tiene la más mínima vida social, ¿se puede saber qué hace sentado frente a la pantalla del ordenador un sábado por la tarde esperando que a alguien le dé por contestar su mensaje? Después adopta una actitud más fatalista. A veces las cosas pasan porque es el destino. Seguro que acaba de llegar a casa tras un carísimo almuerzo con unos amigos y va a cambiarse para ir a tomar unas copas con unos colegas en el club. Su vida es glamurosa y variada pero sin embargo, de algún modo, está vacía porque le falta alguien como Laura. Él piensa: aunque estoy muy ocupado, ¿por qué no me conecto un momentito para ver si quizá, sólo quizá, hay alguien ahí fuera para mí? Por supuesto, ya ha recibido miles de respuestas, pero las ha ignorado todas: ninguna era de La Persona Especial que andaba buscando. Enciende el ordenador y ¡boom! O mejor bam. Ahí está el email de Laura. Lo lee una y otra vez. Dios mío, piensa. Con dedos temblorosos, escribe una respuesta: «¿Sigues ahí?».
Con dedos temblorosos, Laura contesta:
—Sí, aquí estoy.
—Hola.
—Hola.
—Gracias por tu email.
—De nada.
—¿Qué tipo de arte te gusta?
—Bueno, es más que eso, no es simplemente que me guste, soy artista profesional; me especializo en estudios de superficies duras... en realidad son como cuadros dentro de cuadros.
—Suena genial. Me encantaría verlos. ¿Están expuestos en algún sitio?
—¿Y tú? ¿A qué tipo de banca te dedicas?
—M&A. Son cosas complicadas, me temo. Dinero a lo grande, grandes riesgos.
—Ya veo.
—Es difícil conocer a alguien por Internet, ¿no te parece?
—Sí. Pero siento que tengo una afinidad especial contigo.
—Sí. A mí me pasa lo mismo... contigo, quiero decir. ¿Te gustaría que nos conociéramos?
—Me encantaría.
—Genial. ¿Dónde y cuándo?
—¿Esta noche?
—Bien. Claro. ¿Por qué no? ¿Te gustan las tapas?
—A mi marido sí. Me temo que mis gustos son más conservadores.
—¿Tu marido?
—Sí. Pero no te preocupes. Voy a dejarlo. Como quien dice, ya lo he dejado. Así que estoy libre y sin responsabilidades para comenzar una nueva relación.
—¿Por qué vas a dejarlo?
—Sí. Buena pregunta. Me lo estoy pensando. Aún estoy en esa fase en la que me pregunto si la sola idea de plantearme que debe haber algo más en la vida que lo que hago todos los días no es razón suficiente para querer dejar a mi marido o si es la mejor razón que puede haber.
—A mí me parece un poco vaga.
—De eso infiero que no estás casado y nunca lo has estado.
—Exacto.
—Por eso te parece vaga.
—¿Es que no crees en el santo matrimonio? ¿Qué hay de eso? ¿Has olvidado tus votos matrimoniales?
—No... ¡pero casi! Los hice hace quince años.
—¿Crees que el matrimonio es algo de usar y tirar? ¿Algo provisional? ¿Qué derecho tienes tú a burlarte de algo que trasciende nuestra naturaleza humana?
—Creo que no te entiendo...
—¿No? Pues esto es lo que quiero decir: no se puede separar lo que Dios ha unido. Y eso te incluye a ti. No puedes hacerlo, por ningún motivo, y mucho menos por este... por este repugnante capricho provocado por tu inmenso egoísmo.
Vaya por Dios. Qué contrariedad. Laura no sabe qué pensar de esto. Sus dedos se quedan suspendidos sobre las teclas. Por fin teclea:
—¿Eres actor?
—No, sólo soy un hombre honesto. La gente como tú sois las que actuáis. La gente como tú, que se toma el matrimonio como un pasatiempo. Hoy en día encumbramos a las personas tan sólo para verlas caer. Aplaudimos de alegría cuando vemos separarse a los que una vez creíamos tan felices. Pero el matrimonio es un sacramento, no una telenovela. Es un juramento sagrado. Una vocación.
—Perdona... creí que era una página de contactos. Buscaba una cita. He debido equivocarme. Lo siento. Adiós.
—He convertido en mi vocación el meterme en estos pozos de depravación donde va la gente casada a malvender sus juramentos para avisarles del sinsentido, no ¡de la perfidia de sus ambiciones! Del narcisismo de su injustificado egoísmo y...
Laura apaga el ordenador sin salir como es debido, aunque sabe que le va dar un montón de problemas la próxima vez, pero qué más da.
Entonces David, porque es como es, elige ese preciso instante para entrar en el estudio. Tras despertar de bastante mal humor de su sueñecito ha bajado a buscar unos papeles del trabajo. No podía haber escogido un peor momento. Si hubiera entrado segundos antes se hubiera encontrado con la línea sobre las tapas y Laura habría dejado que le subiera el rubor a las mejillas y habría tartamudeado un par de excusas, es sólo un amigo, de verdad... y... y... y todo habría ido sobre ruedas a partir de ahí con aquella excusa perfecta brillando ante los ojos de David escrita en mil millones de píxeles que no mienten.
*
Anouschka sale de la tienda y siente el hostil aire de la tarde. No hay nada más que quiera decirle a la ceñorita Louella. Ve en sus ojos que le ha dicho la verdad sobre David y que no tiene ningún interés en él. Va andando hasta la casa y se coloca junto a la puerta del garaje. El dinero que le ha dado David le pesa en el bolsillo de la rebeca. Podría ir a un café y esperar allí, pero quiere sentirse cerca de él. Sabe que está ahí dentro. No puede verle ni tocarle pero sabe que está ahí dentro. Aún no son las siete, le quedan cinco horas de espera, pero esperaría la vida entera si tuviera que hacerlo, esperaría una eternidad entera al hombre al que ama.
Louella la observa alejarse arrastrándose. Y cuando se va, la puerta se queda abierta y el viento invernal entra con toda su fuerza, invadiendo cada rincón de la tienda. A Louella le da igual. Louella tiene una botella de vino dulce que guarda en un escritorio de nogal para las emergencias. Después de bebérsela, lo ve todo más claro. La vida parece más fácil. No existen los problemas. Ahora simplemente va a tumbarse, aquí mismo, sobre el frío y acogedor suelo de la tienda. Está llorando, pero no porque esté triste. Sino porque las lágrimas aparecen desde ninguna parte y se posan sobre su cara. No sabe por qué vienen las lágrimas. En realidad no tiene ningún problema que pueda señalar. Y de todas formas ya no recuerda qué era eso del amor que con tanta ansia deseaba. Ni lo que era. Ni lo que habría podido llegar a ser. Qué más da.