CAPÍTULO XIII

Viajaron hacia Venice.

Crowley tenía a la derecha a Floyd y, a la izquierda, al tipo de la cara aplastada, que resultó llamarse Frank Evans.

Manejaba el volante un rubio, que respondía al nombre de Leo.

Cerca del mar, abandonaron la carretera principal y siguieron por un camino asfaltado.

Al llegar ante un portón, el rubio Leo hizo sonar dos veces el claxon.

Abrieron enseguida y el coche continuó su camino a través de un jardín, hacia una casa que se veía al fondo y cuyas ventanas del piso bajo estaban iluminadas.

Floyd hizo descender a Jim clavándole el cañón de la pistola en el costado.

Un tipo de largas patillas abrió la puerta.

—El señor Madden está en la biblioteca.

Pero Ronald Madden no se encontraba solo.

Después de entrar en la biblioteca, Crowley dedicó su atención a una pelirroja de cuerpo escultural, que bebía un martini sentada en el brazo de un sillón. Se cubría con un vestido de noche negro, muy escotado, y sus ojos eran grandes y del color de la esmeralda.

Ronald Madden estaba sentado tras de una mesa. Parecía un tótem esculpido, tal era su quietud.

Crowley avanzó unos pasos.

—Hola, Ronald.

Madden esbozó una sonrisa.

—Llegaste muy lejos, Jim.

—Todo lo que pude. Un descuido, por tu parte, y te la habría jugado.

—Pero no tuve ningún descuido. Tu último truco resultó muy malo. Yo estaba con Floyd, cuando recibió la llamada de su nena. Pete Williams no podía pedirle dos mil dólares, por la sencilla razón de que estaba muerto. Apenas hacía unos minutos que me lo habían comunicado desde Salton Sea. Sólo tuve que sumar dos y dos, para llegar a la conclusión de que tú estarías en el apartamento de mi buen amigo Floyd, esperándole. No le quise decir nada a Floyd, para que todo fuese más real; pero decidí tomar precauciones, porque ya era hora de que nos viésemos de nuevo. Habrías hecho un buen negocio capturando a Floyd, porque fue él quien mató a Jerry Chapell.

—Enhorabuena, Ronald. Eres un tipo con mucho cerebro.

—Ese halago, viniendo de ti, me conmueve.

—Ya veo que has sustituido a Hilda.

—Oh, perdona, no te he presentado; ella es Abby Sturner… Abby, éste es el gran Jim Crowley.

La pelirroja dobló la cabeza y sonrió.

—Es un chico con una gran fachada.

—Ahí donde le ves, él y yo nos llevábamos de calle a todas las italianas de Nápoles… ¿Eh, Jim? ¿Te acuerdas, cuando se la pegamos al sargento Smith…? Le quitamos la novia, Abby, ¿y qué crees que ocurrió luego…? —Ronald lanzó una risotada—. Jim y yo nos la jugamos a los dados. Qué tiempos aquéllos, ¿verdad, Jim?

—Sí, fueron buenos.

—Podrían haber sido igual ahora. —Ronald Madden borró, poco a poco, la sonrisa de su cara—. Pero tú no lo has querido. Preferiste luchar contra mí… ¿Qué clase de víbora eres, Jim?

—¿Por qué por una vez no dejas de ser cínico, Ronald? Estás contra la ley, o contra la justicia, que es mucho peor. Nunca debiste esperar una colaboración de mí.

—Deja ya de decir sandeces… Tú no puedes comprenderme, Jim… Soy un tipo que está lanzado hacia arriba… Y no consiento que nadie se interponga en mi camino… Fíjate en todas las personas que trataron de obstaculizarme… ¿Qué ha sido de ellas…?

—Jerry Chapell está muerto y tu mujer en la cárcel.

—Hay otros tipos.

—Oh, sí, el camarero que consintió en envenenarte, por los cinco mil dólares que le entregó tu mujer…

—¿Sabes dónde está ése?

—No soy adivino.

—Descansa muy cerca de aquí, en la pequeña bahía que hay a la derecha, a unas cien yardas. Está en el fondo del mar con una piedra al cuello… Así han acabado todos.

—Te olvidas de uno, Ronald.

—¿De quién?

—Prescott York, el muchacho que enamoró a tu mujer.

—Oh, sí, el bastardo que quiso matarme.

—¿Dónde le enterraste a él?

—Está vivo.

—¿Vas a decir que se te escapó de las manos?

—No, Jim. Lo tengo conmigo aquí, en esta casa, y como te digo, se encuentra vivo, aunque él quisiera estar muerto.

—Ya entiendo; te estás vengando bien de Prescott York.

—Sí, Jim… Y quiero que lo veas…

—No tengo interés.

—¡Quiero que lo veas! —gritó Ronald.

—Corriente, Ronald. Le veré.

—Traed a Crowley, muchachos. Y tú, pelirroja, espera aquí.

—Lo que tú mandes, Ronald —dijo Abby.

Salieron por una puerta que había al fondo, disimulada en la pared, y caminaron por un largo corredor.

Bajaron, por una escalera de piedra, a un sótano, de cuyo techo pendía una lámpara que arrojaba una luz mortecina.

Dos hombres, en mangas de camisa, estaban sentados ante una mesa sobre la que descansaba un tocadiscos. Junto a la pared, un hombre yacía tendido de bruces. Sus ropas estaban hechas jirones. Le habían propinado muchos latigazos.

—¿Qué infiernos pasa? —dijo Ronald.

Los dos hombres se levantaron. El más grueso carraspeó.

—El tipo no puede más, señor Madden.

—¡Maldita sea! ¿Cómo queréis que os de las órdenes…? Dije que tenía que seguir bailando… Dale un poco de agua y reanímalo, Pat.

Pat, el más delgado, alcanzó una jarra de barro y arrojó un chorro de agua sobre la cabeza del hombre que yacía en la paja.

—Adelante, Chris —dijo Ronald—. Pon en marcha ese condenado disco.

Prescott York empezó a levantarse.

Chris alcanzó un látigo que estaba sobre la mesa y lo hizo restallar sobre las espaldas de la víctima. Inmediatamente, Prescott imprimió a su cuerpo movimientos para seguir el ritmo de la pieza; pero no lo conseguía, porque había agotado sus fuerzas.

Ronald se echó a reír.

—Anda, Prescott, baila tu pieza favorita… ¿No lo oyes…? Tú ibas a ser mi asesino… Ahí tienes el twist que tú mismo elegiste. Es un hermoso título… Hoy me he enamorado de una viuda… ¡Baila, maldito…! ¡No te pares…!

Pero Prescott no podía apenas moverse.

Ronald se lanzó sobre Pat y le quitó el látigo de la mano. Su cara reflejaba un gran sadismo.

Levantó el brazo para descargar la tira de cuero sobre Prescott y Jim dio un paso hacia él, para impedir el castigo; pero, en aquel momento, Floyd le clavó la pistola en la espina dorsal.

—Estate quieto, chico. Esto no va contigo.

Ronald azotó dos veces a Prescott. Eso pareció despertarlo. Se puso a bailar con más ritmo que antes.

—¡Muy bien, muchacho! —gritó Ronald, al tiempo que reía a carcajadas—. Así está mucho mejor… ¡Baila, chico…!

Prescott fue de un lado a otro. Bailaba con las fauces abiertas, los ojos cerrados, chorreándole el sudor por la cara y el cuello.

Finalmente, dio un gemido y se desplomó golpeando la cabeza contra el suelo.

Ronald fue a castigarle otra vez.

—Se ha desmayado —dijo Jim—. Y esta vez no podrás levantarlo con tus latigazos.

Ronald le miró, con ojos llenos de ira.

—¿Lo has visto, Jim…? Así es como yo trato a la gente que me traiciona… Anda, Chris, dile a mi amigo Crowley cuántas veces ha bailado Prescott esa pieza…

—He perdido la cuenta, pero deben ser un centenar… Hemos establecido tres turnos, jefe, porque esta música ya nos vuelve locos.

—Quiero que sea sólo Prescott quien se vuelva loco.

—¿Y qué harás entonces con Prescott? —preguntó Jim—. ¿Le enviarás a un hospital de enfermos mentales?

—No, muchacho. Se quedará aquí, también para siempre.

—¿Cuándo acabarás de matar, Ronald?

—Eso no depende de mí.

—Oh, sí, son los otros los culpables, ¿verdad?

—Lo has comprendido muy bien, y ahora me tienes que perdonar, pero mi pelirroja me está esperando.

—Claro, Ronald, me hago cargo… Debes atenderla. La chica es un bombón.

—Te lo tomas con mucha filosofía.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —dijo Jim, y le tiró el puño a la cara.

Ronald no tuvo tiempo de esquivarlo, porque el puño de Jim le llegó como una centella. Recibió el golpe en plenas narices y se fue hacia atrás. Cayó de espaldas, porque no hubo nadie para sostenerlo.

Floyd saltó hacia adelante, con el dedo en el gatillo, apuntando al vientre de Jim.

—Te has ganado una bala en las tripas, Crowley.

Ronald lanzó un rugido. Sus narices habían estallado en sangre. Le chorreaba por la boca, por la barbilla, le manchaba la blanca camisa.

—No dispares, Floyd… Esto se lo voy a hacer pagar… Quiero verle convertido en una piltrafa, ¿lo oyes, Floyd?

—Sí, jefe.

—Es eso lo que vais a hacer con él. —Ronald se puso un pañuelo en las narices. Sus ojos brillaban más intensamente, mientras miraba a la cara de Crowley—. Bueno, Jim, volveré dentro de una hora y, para entonces, quizá me pidas por favor que te mate.

—No ocurrirá, Ronald.

—Te juro que no te mataré hasta que me lo pidas… ¿Lo habéis oído, chicos…? Ha de ponerse de rodillas delante de mí y decirme: «Mátame, Ronald, por favor»… ¿Queda entendido?

Los verdugos hicieron gestos de conformidad.

Luego Ronald emitió una risita y se marchó por la escalera, hacia arriba.

Al llegar a lo alto, se detuvo y volvió la cabeza.

—Te veré luego, Jim.

—No pienso marcharme —repuso Crowley.

—Preferiré los chistes que hagas luego —dijo Ronald, y salió cerrando la puerta tras de sí.

Jim se vio rodeado por los hombres de Ronald.

Floyd guardó la pistola en el bolsillo y tomó del suelo el látigo.

—Tengo prioridad, muchachos —dijo—. Crowley me debe algo.

Jim sabía que, si le castigaban como a Prescott, no tendría ninguna probabilidad para escapar. Era ahora cuando debía poner en juego sus recursos.

Aquellos fulanos estaban muy confiados, porque eran cinco, y ninguno de ellos esgrimía la pistola.

Tomó la mesa por el borde más cercano a él, y la levantó, empujándola sobre Floyd y Frank.

Los dos hombres cayeron con la mesa encima.

Sin perder un segundo, Jim saltó sobre Chris que, en mangas de camisa, tenía a la vista la pistolera, bajo la axila izquierda.

Logró atraparlo por el cuello y rodaron por el suelo. Su otra mano sacó rápidamente el arma de la funda.

Pat lanzó un grito y tiró de su pistola con mucha rapidez.

Pero Jim le había tomado ventaja y empezó a apretar el gatillo.

Varias armas hicieron fuego, casi al mismo tiempo.

Un enjambre de insectos de plomo se pusieron en camino en busca de carne que morder.

Las que iban destinadas a Jim encontraron en su camino el cuerpo de Frank.

Crowley sintió cómo el gordo se estremecía, cada vez que era alcanzado por un proyectil.

Todo acabó en muy poco tiempo.

Jim apartó de sí a Frank cuando vio que los otros tipos estaban muertos.

Se acercó a Prescott, el cual continuaba sin sentido. No podía entretenerse con él.

Subió la escalera y abrió la puerta. En el corredor no había nadie.

Irrumpió en la biblioteca. Allí sólo estaba la pelirroja.

—¿Dónde está Ronald, Abby?

—Subió a su dormitorio, para cambiarse.

—¿Cuál es?

Segunda habitación, del piso de arriba.

Jim continuó corriendo, mientras decía:

—No te metas en esto, Abby, y, si quieres un buen consejo, lárgate de aquí.

—Es lo que haré. A la hija de mi madre no le gustan los líos.

Jim abrió la puerta y, en aquel momento, el tipo de las patillas le hizo un disparo desde el vestíbulo.

La bala calentó la cara de Crowley.

Disparó a su vez y el tipo recibió el pildorazo en la cabeza y se derrumbó sin protestar.

Jim corrió hacia la escalera central y saltó los peldaños de dos en dos. Al llegar arriba, se detuvo al oír la voz de Ronald.

—¿Eres tú, Jim?

—Sí, Ronald, aquí me tienes.

—Sigues en forma, ¿eh, muchacho? Te libraste de todos los chicos.

—No tuve más remedio que matar a Floyd, pero le hubiese preferido vivo. El habría confesado contra ti.

—Ahora no tienes ninguna prueba.

—Claro que la tengo. Prescott está vivo. Pero quiero llegar a un acuerdo contigo, Ronald, porque no me gustaría matarte.

—¿Qué acuerdo?

—Te entregarás a la policía. Tú y yo iremos juntos.

—No digas eso, muchacho. Tú y yo hemos de hacer grandes cosas… Tengo mucho dinero, Jim… Serás mí socio… ¿Qué te parece eso…? Bueno, ¿eh?… Otra vez los dos juntos como en el pasado… Nadie nos podrá vencer… Nos convertiremos en los dueños de la costa del Pacífico, pero luego sabrán de nosotros en la del Atlántico… Seremos poderosos, Jim.

De pronto, Ronald apareció por enfrente disparando.

Jim apretó a su vez el gatillo.

Una bala le rozó el brazo y le impulsó por la escalera, dando dos vueltas de campana. Al fin, pudo detenerse y se levantó; pero de arriba ya no hacían fuego. Ronald estaba quieto.

Subió lentamente, sintiendo un ligero dolor en el brazo.

—Jim —oyó decir a Ronald, y se acercó a su antiguo amigo.

Ronald tenía dos balas en el estómago.

—Muchacho, me ganaste.

Jim no dijo nada.

—Bueno —dijo Ronald—. Después de todo, celebro no haberte matado… Siempre fuiste el tipo por el que sentí más simpatía…

Su cara se crispó y exhaló un gemido, quedando completamente inmóvil.

* * *

Jim pulsó, el timbre.

Sólo tuvo que esperar unos segundos. Mónica le abrió la puerta.

—¿Puedo pasar?

—Te estaba esperando, Jim.

Jim entró y se dejó caer en un sillón.

Pasóse una mano por la frente.

—¿Cómo ha terminado todo? —preguntó Mónica.

—Prescott murió en el hospital, hace un par de horas; pero antes hizo una confesión… Hilda será procesada, por intento de asesinato.

Mónica se acercó a Jim y le pasó una mano por el cabello, acariciándolo con la punta de los dedos.

—Estás cansado, Jim.

—Sí, mucho…

—Sigue estando libre la habitación de mi prima Anna.

Crowley se puso en pie y la rodeó por la cintura.

—No puedo quedarme aquí.

—Jim, ¿por qué no?

—Quiero que nos casemos antes…

—Oh, Jim… —exclamó Mónica y, echándole los brazos al cuello, le besó fuertemente en la boca.

FIN