CAPÍTULO IX

Jim Crowley entró en aquel bar. Su nombre era Morongo y la clientela estaba compuesta por la bohemia de Los Ángeles. Allí había pintores, novelistas, poetas. La mayoría de ellos se cubrían con extrañas indumentarias. Predominaban los jovenzuelos provistos de rubias barbas y las muchachas esbeltas que se cubrían con shorts y que mostraban al aire sus esbeltas y bonitas piernas.

La atmósfera estaba llena de humo.

Al fondo del local, un pianista deslizaba perezosamente sus dedos por el teclado.

Jim subió a un taburete y pidió un whisky, a un mozo, que también necesitaba un afeitado.

De pronto, sintió que le tiraban de la manga. Al volverse, vio a una bonita chica que le sonreía.

—¿Por qué se hizo esperar tanto?

Ella podía tener diecinueve años y era morena, boca de labios muy rojos. Se cubría con un jersey blanco y, como las otras muchachas, con shorts azul marino. Sonreía encantadoramente, mostrando unos dientes blancos y bien alineados.

—¿Debí venir antes? —preguntó Jim.

—Es tal como me dijeron, olvidadizo —repuso la muchacha—. Ande, coja su whisky y venga conmigo… Tengo una mesa del rincón. Allí estaremos tranquilos.

Jim no tuvo inconveniente en alcanzar el vaso y seguir a la joven.

Tomaron asiento ante una mesa, donde había un vaso con restos de café con leche.

—¿Beberá algo? —invitó a la joven.

—No, gracias; prefiero que hablemos sobre lo nuestro.

—Muy bien —dijo Jim, sin saber de qué se trataba.

—Me alegré mucho de que un hombre como usted dedicase una crítica tan halagadora de mi tesis.

—Yo soy así, señorita.

—Estoy de acuerdo con usted en que el esquema básico debería haber sido más objetivo. Pero debe tener en cuenta que tuve que hacer un gran esfuerzo para llegar a la elevación cualitativa de la realidad, enteramente nueva, partiendo de la unidad armónica.

—Cuidado, respire.

—¿Eh?

—Es peligroso decir todo eso de un tirón, sin llenar los pulmones de aire.

—¡Oh! Señor Massner, no sabía que también hiciese chistes.

—Sólo durante las horas impares, de los días con luna menguante.

—Perdone, no le he preguntado por su mujer…

—Está muy mal.

—¿Cómo?

—Murió.

—Pero, señor Massner, si hablé yo con ella, por teléfono, esta mañana…

—¡Infiernos! Ya me distraje otra vez.

La joven le miró sorprendida y, de pronto, se echó a reír.

—No sabía que fuese usted tan bromista, profesor.

—Ni yo que fuese usted tan bonita. Tendrá que repetirme su nombre, no lo recuerdo.

—Mónica Green.

—¿No vino con su novio?

—No tengo novio.

—¿En qué están pensando los chicos de hoy…?

—Señor Massner, si le oyesen en la Universidad, difícilmente reconocerían en usted a nuestro más famoso filósofo.

—De vez en cuando, conviene despejarse un poco, Mónica.

En aquel momento se oyó junto a la mesa un fuerte carraspeo. Los dos jóvenes alzaron la cabeza y vieron, ante ellos, a un hombre de unos cuarenta y cinco años, muy delgado, que usaba lentes de alta graduación y exhibía corbata de lazo.

—Perdone, señorita, pero me acaban de decir en el mostrador que es usted Mónica Green.

—Sí, desde luego.

—Soy el profesor Stephen Massner —dio un taconazo, al tiempo que inclinaba la cabeza.

La joven se quedó con la boca abierta y, de pronto, miró a Jim.

—¿Quién es usted?

—El de los chistes durante la luna menguante.

—¿Cómo se ha atrevido a acercarse a esta mesa?

—Eh, Mónica, no se ponga de mal humor, recuerde que fue usted quien me cogió en el mostrador, con un guiño, y me trajo hasta aquí.

El profesor Massner arrugó el entrecejo.

—Señorita Green, debo decirle que no he venido a este lugar para perder mi tiempo.

—Perdone, profesor, ha habido un mal entendido —contestó la joven, muy nerviosa.

Jim se puso en pie.

—Quizá nos veamos otro día, Mónica. Este bar me gustó mucho.

—No intente hablarme otra vez, quien quiera que sea usted.

Crowley la obsequió con una sonrisa, al profesor con una reverencia, y regresó al mostrador.

Bebió su whisky a pequeñas dosis y encendió un cigarrillo.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó al mozo que le había servido.

—Danny.

—Quisiera hablar con Pete Williams, Danny. Es un pintor.

—Sí, ya lo sé. Le conozco, pero hoy no vino por aquí.

—Quizá esté alguien que le conozca bien.

—Sí, vi por ahí a Maudie Ritter.

—¿Quién es Maudie Ritter?

—La novia de Pete. Una pelirroja que trabaja como modelo… Está en aquella mesa contra la pared, debajo del reloj.

Jim miró en la dirección que el mozo le señalaba y vio a Maudie. Estaba por los veinte años y era muy bonita de cara. Se cubría con un jersey negro, de escote redondo. Estaba sentada, en compañía de un muchacho de cabello muy negro.

Jim pagó al mozo y agregó un dólar de propina.

Saltó del taburete y se dirigió a la mesa donde se encontraba la pelirroja.

—¿Maudie? —dijo, al llegar.

—¿Nos conocemos?

—No. Sólo me llegué aquí en busca de Pete Williams. No le encontré y me dijeron que eres su novia.

—Pete me hizo una llamada esta tarde, para decirme que se marchaba.

—¿Adónde?

—Lo ignoro.

—¿Acostumbra a marcharse así?

—Nunca dice dónde va. ¿Para qué le busca?

—Soy coleccionista y me interesé por uno de sus cuadros.

—¿Por cuál?

—El de las ninfas sorprendidas por los faunos en el bosque.

—Pete nunca pintó ese cuadro.

—Bueno, quizá fue otro del que me hablaron. Siempre me confundo.

—Es usted un extraño coleccionista.

—¿No podría ayudarme para dar con el paradero de Pete? Es importante.

—¿Para quién?

—Para él, naturalmente.

—No le creo una palabra; pero ya le he dicho que no sé dónde está.

El muchacho del pelo negro habló por la comisura de la boca:

—Lárguese ya, amigo. Está molestando.

—Todavía no terminé.

—Le apuesto a que sí. Mueve las piernas y dejará de ganarse un mamporro.

Al mismo tiempo que decía eso, el muchacho disparó el puño contra la cara de Jim.

Crowley lo alcanzó por la muñeca e hizo una presión con el brazo, llevándoselo a la espalda. Todo fue muy rápido. El compañero de Maudie se dobló haciendo un gesto de dolor.

—Cuidado, me va a partir el brazo.

—Vete al mostrador y no te muevas de allí hasta que yo me aleje de Maudie.

—Y un cuerno.

Jim le levantó más el brazo.

—¡De acuerdo, míster!

Jim lo dejó libre y el joven dio un traspiés, yendo hacia el mostrador.

Jim ocupó la silla que había quedado libre. Maudie le estaba mirando, con ojos brillantes.

—¿Cómo lo hizo…? Arthur es rapidísimo… Nunca vi a nadie esquivarle un puñetazo.

—Resultó fácil. Fui infante de marina.

—Un bizarro mozo, por lo que veo.

—Maudie, continuemos con lo de Pete Williams. Ya te dije antes que es urgente que hable con él.

—No sea tonto y siga hablando conmigo —dijo la joven, y abanicó las pestañas al tiempo que sonreía.

—Eres una chica muy atractiva y me gustaría pasar un par de horas contigo, pero el tiempo me apremia.

—Sé dónde está Pete, pero no te lo diré.

—¿Por qué no?

—Si vienes a mi apartamento, te diré dónde puedes encontrar a Pete…

—Tengo un plan mejor. Tú me dices dónde está, y yo me llego a hablar con él. Luego, te haré la visita.

—No hay acuerdo.

Jim dio un suspiro y sacó del bolsillo un montón de billetes. Puso uno de a cinco sobre la mesa y lo empujó hacia el lado en que se encontraba Maudie.

La joven continuó inmóvil y muda.

Jim dejó caer otro billete de a cinco y lo unió al primero.

—Nena, soy un hombre que se gana la vida a pulso. No puedo hacer grandes inversiones…

Maudie atrapó los dos billetes y los hizo desaparecer en su escote.

—Está bien. Encontrarás a Pete en el hotel Big Lake.

—¿Dónde está eso?

—Muy cerca de aquí. Sólo tienes que salir y caminar cien yardas a la izquierda. Verás el anuncio de, neón enseguida.

—¿Sabes cuál es su habitación?

—La doce.

—Gracias, Maudie.

—Me encontrarás aquí cuantío quieras. Estoy siempre, a estas horas.

—Lo tendré en cuenta —dijo Jim, y se alejó de la mesa.

Pasó junto a Arthur, el cual le dirigió una mirada cargada de odio.

Mónica Green se encontraba ya sola y acercóse otra vez a ella.

—¿Qué te ocurrió, Mónica? Se diría que te cayó el techo encima.

La joven hizo un gesto de rabia.

—Es peor que si me hubiese ocurrido eso. Al profesor Massner le molestó que yo le confundiese con usted. Apenas me escuchó. Dijo que tenía mucha prisa…

—No perdiste nada. Parecía un tipo muy aburrido.

—¿Sólo se le ocurre decir eso?

—Bueno, también podría ofrecerme para acompañarte a casa, pero tengo mucha prisa, ¿sabes?

—No consentiría que me acompañase, aunque el mundo se hubiese quedado sin hombres. Usted me estropeó mi gran noche.

—Se me ocurre una idea, para disculparme.

Antes de que la joven pudiese decir nada, él se agachó y la besó en los labios.

Mónica agrandó los ojos.

—¿Qué es lo que ha hecho?

—Ya lo viste. Es mi forma de pedir perdón.

—Usted es un fresco… Sí, señor, un caradura… ¿Cree que no le vi con esa pelirroja teñida…? Seguro que ajustaron algo.

—Eh, chica, no te embales.

—Es un tipo de esa clase.

—¿A qué clase te refieres?

—A los que se aprovechan de cualquier circunstancia y nunca dicen no a una muchacha atrevida.

—Te equivocas, Mónica, pero ¿sabes una cosa? No te diría no a ti, aunque no seas una muchacha atrevida.

La joven fue a responder algo, pero Jim dio media vuelta y se alejó hacia la puerta.

Salió a la calle y echó a andar en la dirección que Maudie le había señalado.

Poco después, vio las luces de neón con que se anunciaba el hotel Big Lake.

Era un edificio descascarillado, de feo aspecto.

Jim empujó una hoja de vaivén y pisó la raída alfombra de un vestíbulo iluminado pobremente.

Detrás del registro, vio a un hombre de unos cincuenta años, de hocico saliente y ojo izquierdo que se encendía y se apagaba como el intermitente de un coche.

—¿A quién busca?

—A Pete Williams.

—Oh, sí, está en la habitación 12.

Jim subió por una escalera que le condujo a un estrecho corredor, con puertas a ambos lados.

Un hombre y una mujer discutían en una de las habitaciones.

Jim llegó ante la doce, puso la mano en el tirador y lo hizo girar.

La puerta obedeció a su impulso.

Pero en el interior no había un hombre, sino dos. Uno era moreno, de mediana estatura y orejas arrepolladas, y el otro más alto, pelirrojo, de nariz ligeramente torcida.

—¿Pete Williams? —dijo.

—Sí, amigo, aquí es —contestó el pelirrojo—. Pero él no está.

—Me dijeron que le encontraría.

—El muchacho se fue por los tejados, como un gato —dijo el pelirrojo, y señaló una ventana que estaba abierta.

—De modo que también le buscan ustedes.

—Seguro, hermano.

—¿Policías? —dijo Jim, por decir algo.

—No nos lastime, hermano.

El moreno tenía la mano en la axila. Jim sabía que, si daba media vuelta, aquel tipo sacaría la pistola y se pondría a pegar tiros. Sus ojos brillaban como brasas.

—Oigan, se me está ocurriendo una cosa.

—¿El qué? —preguntó el pelirrojo.

Jim dio unos pasos hacia ellos, mientras respondía:

—Sé dónde está Pete Williams.

—¿Dónde?

—Seguro que fue a casa de su prima, una nena con muchas curvas y con el cabello color caoba… Tenían que verla…

En aquel momento, disparó su puño contra el tipo moreno.

Hizo un pleno, porque el fulano recibió el golpe entre los dos ojos y se derrumbó.

El pelirrojo no intentó sacar el arma. Trató de esquivar la izquierda de Jim y lo consiguió a medias, pero no pudo hacer lo mismo con el otro puño, que ya le llegaba a su cara.

Sonó otro chasquido y el pelirrojo voló hacia la cama, que aplastó como si fuese de juguete.

Jim alcanzó la pistola del pelirrojo y se la guardó en el bolsillo.

Se dirigió rápidamente hacia la puerta.

—Eh, chicos —dijo—, no quiero veros otra vez en mi camino.

Bajó apresuradamente la escalera y ganó la calle, ante la asombrada cara del encargado del registro.