CAPÍTULO PRIMERO
—Me puse en camino en cuanto llegó tu telegrama —dijo Jim Crowley.
—Es lo que esperaba de ti —contestó Ronald Madden.
—Faltó poco para que mi coche volcase en el trayecto al aeropuerto.
Ronald Madden no dijo nada a eso. Estaba mirando por la ventana, hacia fuera.
Jim Crowley se llegó junto a él y miró en la misma dirección.
En el trampolín de la piscina, vio a una rubia de figura maravillosa. Se cubría con un bañador que imitaba la piel de leopardo…
—Bonita chica, Ronald. ¿De dónde la sacaste?
—Es mi mujer.
Crowley encanutó los labios.
—¡Caramba! No sabía que te hubieses casado.
La rubia se puso de puntillas en el trampolín, alzó los brazos en el aire y saltó.
La zambullida resultó perfecta. Entonces Ronald se volvió sonriendo.
—Celebro que te guste, Jim.
Los dos hombres que se habían reunido en la habitación, frisaban en la misma edad: alrededor de los treinta y cinco años. Ronald Madden era de mediana estatura, moreno, rostro bien parecido, bigote recortado. En sus sienes aparecían algunas hebras de plata. Vestía un traje gris bien cortado, camisa blanca, corbata gris acero y en sus puños mostraba gemelos de oro. Olía a perfume varonil.
Jim Crowley era tres pulgadas más alto que Ronald Madden, de cabello rubio, rostro bronceado, los ojos verde claros. Se cubría con un traje de tergal azul, camisa blanca y corbata a listas.
Después de beber un trago, Ronald dijo:
—Me casé hace un año. Hilda es una gran chica… Yo había reunido algún dinero y pensé que había llegado el momento de hacer vida hogareña.
Jim Crowley dirigió una mirada en su torno. Se encontraban en una biblioteca donde había muebles caros y estanterías con libros encuadernados en piel y títulos dorados.
—Te buscaste una buena cabaña.
—Fue una oportunidad. Un productor de Hollywood decidió largarse a Europa, para continuar haciendo películas, y me vendió la casa. Sólo pagué por ella doscientos mil.
—¿Sólo? —sonrió Jim—. No está mal… Fue una ganga… Estuve haciendo números, por si podía comprarme el mes pasado una choza en los Everglades; pero no me atreví, porque me pidieron ochocientos dólares.
—Jim, ¿por qué no me lo dijiste…? Te habría mandado el dinero.
—No sabía siquiera dónde estabas; aunque, de todas formas, tampoco te lo hubiese pedido.
—Ya salió el orgulloso Jim Crowley.
—¿Cómo diste con mi dirección, Ronald?
—¿Olvidas que hay periódicos…? Hace un par de meses hablaron mucho de ti. Habías resuelto un caso difícil en Miami.
—Sí, lo recuerdo.
—Me bastó hacer una llamada a larga distancia y preguntar a la redacción de un diario de allá.
—Comprendo.
Se hizo un silencio en la estancia.
Ronald dio la vuelta a una historiada mesa y se sentó en un sillón de alto respaldo.
Jim Crowley quedó frente a él, sobre la mullida alfombra.
—¿Quieres que entremos en materia, Jim?
—Cuando tú quieras.
—Está bien, empecemos. —Ronald se apretó el puente de la nariz, cerró los ojos y los volvió a abrir—. Vas a conocer el secreto de mis ingresos, Jim. Soy dueño del Randy Star. Habrás oído hablar de él.
—Sí, muchas veces. Dicen que es el club de moda, en Los Ángeles.
—Un auténtico filón, Jim. Ésa es la pura verdad. Tengo un socio, de modo que a mí sólo me corresponde un cincuenta por ciento. Se trata de Jerry Chapell.
—¿El jugador?
—Sí.
—Se dicen cosas muy feas de él.
—Ya lo sé; pero las cosas más feas, respecto a Jerry, las vas a oír de mis labios —guardó otro silencio y se echó hacia adelante, sobre la mesa—. Jerry ha preparado mi muerte.
—¿Por qué?
—Es la mar de sencillo. Jerry y yo firmamos el contrato de sociedad con ciertas cláusulas. Una de ellas, la más importante, es que si uno de nosotros dos moría, el otro heredaría su parte.
—Ya comprendo. Si tú mueres, Chapell se convierte en el único dueño del Randy Star.
—Correcto, Jim.
—¿Cómo sabes que él prepara tu muerte?
—Ya lo ha intentado dos veces.
—Explícame eso.
—La primera vez ocurrió hace cosa de quince días. Yo estaba en el despacho del club. Tenemos allí nuestro pequeño bar. Yo estaba hablando con el jefe de los camareros, Bill Silver. Tuve ganas de beber whisky y dije a Bill que me sirviese de mi botella, una marca especial. También le invité a él. Estábamos hablando y Bill bebió primero. Yo, por fortuna, me entretuve un poco. Lo cierto es que Bill dejó caer el vaso y se apretó el estómago. Empezó a dar gritos… Bueno, tú sabes cómo reacciono ante un caso de peligro. Poseo ese sexto sentido que me pone en guardia. Alcancé el teléfono y llamé a un amigo, el doctor Callahan. No quise avisar a nadie más y, mientras llegaba el doctor, introduje a Bill Silver en el lavabo y le hice vomitar. Cuando llegó Callahan, me dijo que gracias a eso le había salvado la vida. El whisky estaba envenenado con cianuro. El doctor sacó a Bill Silver por la puerta trasera y se lo llevó a su clínica. De esa forma, pude mantener la cosa en secreto. Le pedí a Bill Silver que no hablase.
Luego tomé la botella, volqué su contenido en la bañera, y la rompí.
—¿No hiciste ninguna prueba con Jerry Chapell?
—No; pero aquella noche, cuando llegó, alrededor de las nueve, como de costumbre, observé que miraba por el rabillo del ojo hacia las botellas de la estantería, justo donde yo acostumbraba a guardar mi marca especial. Naturalmente, no quise hablarle de nada.
—¿Cuándo lo intentó por segunda vez?
—Hace dos días.
—¿En qué consistió?
—Jerry tiene un matón de su confianza, Duff Wilbur. Siempre va con él. Estando en el despacho del club, Duff sacó la pistola y empezó a juguetear con ella. De pronto, se disparó. La bala se enterró a dos pulgadas de mi cabeza, en el tapizado del sillón.
—¿Estaba allí Jerry?
—Sí, claro que estaba. Le grité a Duff que apartase la pistola y él así lo hizo. Jerry se puso blanco como el yeso. Atrapó a Duff por el cuello de la camisa y le pegó un puñetazo en las narices, pero todo fue una comedia, Jim… Duff es un pistolero. Maneja el arma como nadie.
—Sin embargo, falló un disparo que valía para su amo un montón de dinero.
—Te repito que no acertó en el blanco por un par de pulgadas, lo cual resulta admisible teniendo en cuenta que movía la pistola como si se ejercitase con ella.
—¿Eso es todo?
—Sí.
Crowley miró al trasluz el whisky que contenía su vaso y bebió un trago.
—Bueno, ¿qué dices, Jim?
—No tienes ninguna prueba.
—Eh, Jim, no te habrás vuelto como uno de esos policías que necesitan la evidencia para acusar a alguien.
—Voy a suponer, por un momento, que tienes razón. ¿Qué quieres que haga yo?
—Impedir que me mate, naturalmente.
—Muy bien, ya soy tu niñera. ¿Qué quieres? ¿Qué te arrope todas las noches y me siente en una silla a tu lado, mientras duermes?
—No, Jim. Ya te he dicho quién es el hombre que me quiere matar, Jerry Chapell. Has de atraparlo a él, retirarlo de la circulación.
—Es muy mal asunto; pero no creo que vayas a aceptar mi consejo.
—¿Qué consejo?
—Vende tu parte a Jerry Chapell y disfruta, con tu mujer, la vida.
Ronald rió con una mueca.
—¿Crees que te he traído de Miami para eso?
—No, imagino que no.
Ronald se puso en pie.
—Oye, Jim, te digo que el negocio del Randy Star es bueno, de lo mejor.
—Nunca he tenido un club nocturno, Ronald, pero hay una cosa evidente. Un negocio de ésos se pone de moda, se gana mucho dinero con él, pero, de pronto, un día surge otro en cualquier parte y se acabaron los ingresos… Con el Randy Star pasará lo mismo. Ahora es un sitio de moda, donde quiere ir todo el mundo, artistas de cine, productores… Pero ¿quién te dice que no empezará la mala racha dentro de seis meses o un año…?
Ronald pegó un puñetazo sobre la mesa. Sus maxilares estaban apretados.
—¿Es que no me conoces? ¿Renuncié alguna vez a algo que me perteneciese…? Soy luchador, Jim, y lo que he llegado a ser me lo debo a mí mismo. Admito que tienes razón, que habrá un día en que el Randy Star tenga que ceder su lugar preeminente a cualquier otro club. Entonces habrá llegado la hora de que me retire; pero no estoy dispuesto a vender mi parte, por miedo a morir. Lucharé contra Jerry Chapell. No consentiré que se salga con la suya.
—Cálmate, Ronald.
—¡Y un cuerno, me voy a serenar! Te hice llamar a Los Ángeles porque pensé que seguías siendo el mismo Jim Crowley que yo conocí.
—Sigo siendo el mismo.
—Sabes que hay muchos tipos, en esta ciudad, a quien yo podría haber elegido; pero te preferí a ti. ¿Por qué…? Tú conoces la respuesta. Eres un muchacho inteligente. No me extrañó nada que lograses un éxito tras otro, en Florida… Ésta era una oportunidad para que nos reuniésemos y para que tú ganases un buen montón de dólares… Sí, Jim… Así están las cosas. Si impides que Jerry Chapell lleve a cabo mi asesinato, te daré veinticinco mil dólares.
—Eso es mucho dinero.
—Ni un centavo menos.
En aquel momento se abrió la puerta y la rubia entró en la estancia. Se cubría con un albornoz corto, que dejaba ver sus esbeltas piernas.
—¡Oh! Perdón, querido —dijo con una sonrisa—. Creí que estabas solo.
Jim vio su rostro. Era bellísimo, ovalado, con ojos verde mar, la nariz recta y los labios carnosos, del color de la sangre.
Iba a retirarse, pero Ronald fue a su encuentro.
—Espera, Hilda. Quiero presentarte a mi mejor amigo.
—Entonces, es Jim Crowley —dijo ella.
Ronald sonrió, volviéndose hacia Jim.
—¿La oyes, Jim…? Le hablé muchas veces de nosotros dos.
La rubia alargó la mano a Crowley.
—¿Cómo estás, Jim?
—Perfectamente,' Hilda… Tengo que felicitar a Ronald por su buen gusto.
—Eres muy amable.
Ronald palmeó la espalda a Crowley.
—Jim estará unos, días en Los Ángeles. Le dije que se quedase con nosotros.
—No puedo —dijo Crowley.
Ronald frunció el ceño.
—¿Por qué no, Jim…? Creí que eso se daba por descontado.
—Vine a realizar un trabajo —repuso el detective—, y necesito libertad de movimientos.
—Insisto en que te quedes.
—Disculpa, Ronald, pero prefiero un hotel.
La rubia intervino:
—Creo recordar que Ronald me habló de que eras detective privado.
—Sí, Hilda, me dedico a las investigaciones…
—Siempre he pensado que es una carrera fascinante. ¿Me contarás alguno de los casos en que has intervenido…?
—Sí, Hilda, pero ahora me tengo que marchar.
—Espero que nos volvamos a ver muy pronto.
—Yo también lo espero.
—Bien venido, Jim.
—Gracias.
Hilda se volvió hacia su esposo.
—He de ir a la ciudad, Ronald. Tengo hora con mi peluquero. ¿Quieres acompañarme?
—Me daría un colapso —rió Ronald y se volvió hacia Jim—. Nunca acompañes a tu mujer a la peluquería ni a la casa de modas. Es un consejo gratuito, de un hombre casado. Si lo sigues, tu sangre seguirá circulando con normalidad.
Hilda se puso de puntillas y besó a Ronald en la comisura de los labios.
—No aparentes ser un ogro. Jim te conoce y sabe que, al menos, puedes ser el mejor esposo.
La joven dirigió una sonrisa a Crowley y salió de la estancia.
Al cerrarse la puerta, los dos hombres se miraron.
—¿Qué te parece, Jim…? Anda, dilo sin rodeos.
—Sus piernas son bonitas.
—¿Quieres que te ponga un ojo negro? —rió Ronald—. Me refería a su carácter.
—Muy jovial.
—Es una joya, Jim… Te lo puedo asegurar. Pero hablemos de lo otro. ¿Por qué dijiste que te ibas al hotel? Hablaba en serio, de que te quedases aquí.
—Lo supuse y yo también hablé con sinceridad. Si quieres que trabaje para ti, me iré a un hotel.
—¿Qué pasa si intentan matarme?
—Que habrá una linda viuda rubia.
Ronald rió otra vez, sacudiendo la cabeza.
—Te diré una cosa, Jim. Ha habido momentos en que creí que me encontraba con un Jim Crowley distinto al que conocía, pero me equivoqué. Entonces, te ocuparás del asunto.
—Sí, pero lo haré a mi manera.
—Bueno, tú corres con la pelota, Jim. Pero te advierto una cosa. Si me matan, ya puedes estar seguro de que apareceré ante ti todos los sábados, a las doce en punto de la noche, y será arrastrando las más gruesas cadenas de las que hayas tenido noticias.
—Duermo como un tronco. No podrás despertarme ni con un cañonazo.
Crowley giró sobre sí y se fue hacia la puerta.
—Jim.
—¿Sí?
—Lo tengo todo en el mundo. Una mujer hermosa y dinero. Me gusta vivir…
—Corriente, Ronald. Vivirás.