CAPÍTULO II

Jerry Chapell pegó una palmada en la cadera de la pelirroja.

—Sally, estás engordando.

La joven hizo un mohín y pestañeó.

—Jerry, no me digas esas cosas.

—Te digo que estás engordando. Comes demasiado.

—Estoy a régimen, Jerry, y tú lo sabes.

—Lo estás mientras comes conmigo, pero luego lo rompes. Duff me ha dicho que le encargaste ayer dos cajas de bombones y he visto una de ellas vacía. ¡Demonios! Sally, has despachado casi un kilo de bombones tú sólita, en veinticuatro horas.

—Me gustan, Jerry.

—Eso engorda. ¿Lo oyes…? Engorda.

—Sí, Jerry.

—Estropearás tu figura, nena, y es una lástima. —Jerry miró a la joven de abajo arriba—. Sí, una verdadera lástima.

La pelirroja se volvió hacia el hombre que estaba sentado en un sillón, haciéndose la manicura con una pequeña lima.

—Eres un traidor, Duff.

Duff rió por la comisura de la boca.

—El jefe me paga para que le informe.

Jerry dio un manotazo en el aire.

—No quiero que peleéis.

—Te lo advertí, Sally —dijo Duff—. No quería comprarte los bombones, pero tú insististe.

—Cuando te conocí, pesabas cincuenta y ocho kilos —dijo Jerry—. Cincuenta y ocho kilos… ¿Lo oyes?

—Sí, Jerry.

—Estabas bonita, en aquella portada de la revista…

Duff rió otra vez.

—Tengo esa fotografía clavada en mi armario.

Sally saltó:

—¿Por qué se lo permites, Jerry? No está bien que Duff me tenga así.

—Déjalo.

—¿Es que no le das importancia?

—No, no se la doy. Y te lo advierto, nena. Te voy a pesar todas las semanas. Como subas de los sesenta, te licencio.

—Jerry…

—Ya te lo he dicho. Te licencio.

Sonó el teléfono, en aquel momento, y Jerry dirigió una mirada a Duff. Éste se levantó del sillón con movimientos lentos, guardó la lima en el bolsillo y cogió el auricular de la mesa ratona.

—¿Sí…? Está aquí —cubrió el micro con la mano y miró a Jerry—. Es Whipple. Pregunta si acepta diez mil sobre «Anaconda», en la primera de Santa Anita. Pagan tres a uno.

—Acepta.

Duff contestó al hombre que estaba al otro extremo de la línea:

—Correcto, Whipple… No hay de qué. El jefe te manda saludos.

Duff colgó el auricular y fue a dirigirse hacia el sillón, pero de pronto se detuvo y caminó hacia la ventana, mirando a la calzada, más allá del jardín.

—Eh, jefe. Se para un coche.

—¿Y qué? La calle no es nuestra.

—Hay un tipo que mira hacia acá. Joven, treinta y cinco años, alto, rubio, bien parecido… Tiene aspecto de poli… Empuja ahora la cancela del jardín… Viene hacia aquí.

Duff giró sobre sus talones y caminó hacia la puerta.

—Se lo despacharé enseguida, jefe.

—Trátalo bien. No me gustan los jaleos con los polis.

—Descuide, jefe. Le pondré una flor en el ojal.

Duff salió de la estancia.

Transcurrieron diez segundos y Duff volvió a entrar.

—Insiste en verle a usted, señor Chapell. Su nombre es Jim Crowley. Resultó ser un detective privado.

—¿Qué quiere?

—Sólo se lo dirá a usted… Si me lo permite, le desharé las narices. No me costará mucho trabajo soltarle un mamporro.

—Hazlo entrar.

—¿Está seguro de que quiere hablar con él?

—¿Cómo quieres que te lo diga, Duff?

—Está bien, jefe. Se lo traigo ahora mismo.

Duff se marchó de nuevo y a poco regresó con el visitante.

—¿Quiere hablar con Jerry Chapell? —preguntó el propio Jerry.

—Sí.

—Bueno, yo soy. ¿Qué es lo que quiere?

—Hacer un trabajo rápido para usted.

—Lo siento, pero esta semana no hago ofertas. Todos mis puestos están ocupados.

—Le falta uno.

—¿Cuál?

—Un asesino eficiente.

Se hizo un silencio en la estancia.

De repente, Jerry se echó a reír.

—Oiga, Crowley, me gustaría ver su credencial.

Duff ya tenía la mano en la axila, listo para sacar la pistola. Jim le dirigió una mirada de soslayo.

—Vine sin armas.

—Será mejor, para usted, que no me engañe.

—No te engaño, Duff —dijo Jim; y extrajo del bolsillo la cartera.

Jerry observó la credencial y luego la devolvió a Crowley.

—Creo que he leído algo respecto a usted. Se llenó de gloria en Florida.

—Gracias, Chapell; pero, si le parece, hablaremos de lo nuestro.

—¿Qué es lo nuestro?

—Iremos sin rodeos al asunto.

—Adelante.

—Usted quiere cargarse a su socio, a Ronald Madden… Ganará mucho con ello. Se quedará como dueño absoluto del Randy Star. Una vez se le ocurrió la idea, la puso en práctica. Primero utilizó el veneno. Cianuro.

Envenenó la botella de whisky, de la que Ronald acostumbra a beber en el despacho del club, pero le falló gracias a que el jefe de los camareros bebió antes que Madden. Entonces convenció a Duff para que lo hiciese. Pero también falló, porque Duff, a pesar de su habilidad con la pistola, no logró meter la bala donde quería.

Duff sacó la pistola.

—¿Le meto ya el plomo, jefe?

—Espera un momento, Duff.

Chapell miró pensativamente a su visitante.

—Oiga, cuando un hombre me canta las cuarenta, me hago enseguida una pregunta. ¿Se trata de un estúpido o de un loco?

—No soy una cosa ni otra, sino un tipo que quiere aprovechar su oportunidad.

—Explíquese, muchacho.

—Yo líquido a Ronald y usted me paga cinco mil machacantes.

Jerry soltó una carcajada.

—Es usted muy entretenido, Crowley. Debería ganarse la vida en la televisión, contando sus chistes.

—Le haré una faena aseada.

—Quiero que me conteste a algunas preguntas, Crowley. Y la primera de ellas es cómo se informó usted de todo esto.

—No acostumbro a dar a la publicidad mis fuentes de información. Es la norma entre los detectives privados.

Crowley sintió un golpe en la cabeza y se derrumbó de rodillas en la alfombra.

Luego la puntera de un zapato se clavó en sus riñones.

Rodó por el suelo y, cuando se detuvo, sintióse invadido por las náuseas.

—No le pegues más, Duff —oyó decir a Jerry.

—Deje que le arranque la piel, jefe.

—Estate quieto.

Jim alzó la cara. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y vio deformadas las figuras de los dos hombres y de la mujer. Sacó un pañuelo, con el que se enjugó.

—¿Es tan mal negociante, Jerry? —dijo.

—Usted tiene algo de estúpido y de loco, Crowley. Es la peor combinación para ir por el mundo. ¿Quién le metió en la cabeza la idea de que quiero matar a Ronald?

—Lo oí en el mercado.

Duff se puso en marcha para golpearle otra vez, pero Jerry lo detuvo, con un gesto imperioso.

—Crowley, le voy a confesar una cosa. Soy un hombre muy paciente. Dicen que gracias a esa virtud he logrado ser alguien importante en este estado. Pero lo que ignoran muchos es que tengo mi límite y que, cuando eso ocurre, hay muchos tipos que lo sienten. Lo peor para ellos es que no tienen tiempo para arrepentirse de haber dado un paso en falso.

—Muy instructivo, Chapell, pero me temo que usted no está, enfocando bien el asunto… Vine aquí para que usted pueda hacer el mejor negocio de su vida.

—Se equivoca. El mejor negocio ya lo hice. Llegué adonde quería llegar. Por si no lo sabe, le diré que soy dueño de cuatro garajes, una cadena de cines, y también tengo una buena colección de clubs nocturnos. De unos soy dueño totalmente y otros los tengo en sociedad; uno de ellos es el Randy Star. Estoy satisfecho con los socios que me busqué. No soy de esa clase de tipos que lo quieren hacer todo. Hace mucho tiempo me di cuenta de que, para triunfar en la vida, hacen falta buenos colaboradores. Yo poseo un olfato especial para encontrarlos. Y concretándonos a Ronald Madden, fue uno de mis mayores aciertos. Es un muchacho emprendedor, que sabe cómo dirigir un club nocturno. Si yo me quedase único dueño del Randy Star, la gente volaría de allí. Yo no me meto en la administración de los clubs, corresponde a los hombres de confianza que elegí. Sólo hago una cosa, en esa clase de negocios: poner la mano, para que me la llenen de billetes. Es lo único que me interesa.

Hizo una pausa y se echó a reír, apuntando a Jim con el dedo índice.

—Vino mal encaminado, Crowley. No envenené a Ronald y lo del disparo de Duff fue un simple accidente Duff es un gran tirador. Lleva trece años conmigo y apartó de mi camino a unos cuantos tipos que querían enviarme a la fosa. Ya puede estar seguro de que, si Duff hubiese querido matar a Ronald, lo habría conseguido sin gastar una segunda bala.

Crowley sacudió la cabeza.

—¿Me da un whisky?

—Claro que sí, Crowley… ¿por qué no…? Anda, nena, sírvele.

Sally fue al mueble bar y preparó un vaso de whisky, con cubitos de hielo. Se lo alargó a Jim y éste bebió un largo trago.

—Usted es duro, Crowley —dijo Jerry.

—¿Por qué dice eso?

—Usted vino aquí a dar la cara, sabiendo que yo no lo creería. No se llegó para ofrecerse como asesino eficiente. Sólo vino para saber cómo reaccionaría yo.

—En tal caso, puede estar representando una comedia.

—No, tampoco es eso y usted lo sabe.

—Corriente, Jerry. Sólo pretendía abrir la tapa de la olla. Ronald me lo contó todo.

—Debí suponerlo.

—Voy a admitir, por un momento, que no fue usted. ¿Quién intenta matar a Ronald?

—Hay muchas personas que desearían verle muerto: mis enemigos y los suyos.

—¿Quiénes son los enemigos de usted, Jerry?

Chapell se echó a reír.

—Son tan numerosos como la arena de la playa. Todo el que tiene que ver con las carreras, gente que he conocido a lo largo de mi vida… ¿Por qué cree que tengo a Duff al alcance de mi mano constantemente? En los últimos quince años, una docena de personas intentaron acabar conmigo.

—Hábleme de los enemigos de Ronald.

—Eso lo hará mucho mejor él. Nunca me he metido en su vida privada. De todas formas, imagino que también habrá tipos que desearían verle metido en un ataúd.

—¿Qué consecuencias va a tener esto, Chapell?

—¿Se refiere a lo que yo pueda hacer con Ronald?

—Sí.

Jerry se rascó la mejilla con el dedo índice.

—Si intentaron matar a Ronald, fue razonable que pensase en mí. Ni siquiera le hablaré de ello, a menos que él lo saque a colación. Continuaré siendo el mismo para Ronald —se echó a reír—. Siempre que él me siga poniendo billetes en la palma de la mano.

Jim apuró el contenido de su vaso y lo dejó sobre la mesa cercana.

—¿Qué le va a decir a Ronald, Crowley? —preguntó Jerry.

—Le diré que no creo que sea usted la persona que intenta matarle.

—¿Lo creerá él?

—Quizá resulte un poco difícil convencerle.

—Quiero hacerle una advertencia, Crowley. Sí tengo la menor sospecha de que Ronald atenta contra mi vida, tendré que defenderme y para mí solo existe una forma de hacerlo.

—Le mataría usted antes.

—Sí, Crowley. De modo que trate de meterse en la cabeza que yo no tengo nada que ver con el whisky con cianuro. En cuanto a lo de Duff, me extraña mucho que Ronald piense que pudo fallar.

—Está bien, Chapell.

—No quiero verle por aquí, ni que me siga los pasos, Crowley… Le he dado un buen trato. Espero que corresponda.

—Sí, Chapell, me dio un buen trato. No puedo quejarme.

Se volvió hacia Duff, que tenía la pistola en la mano; pero ahora el arma apuntaba al suelo.

Le tiró la derecha al mentón.

Duff voló por el aire y fue a golpear contra la pared.

Se puso bizco y se derrumbó sobre los cuartos traseros, quedando inmóvil.

—Gracias por su whisky, Chapell —dijo Jim; y abandonó la casa.