CAPÍTULO VII

Por el otro lado de la reja, Jim Crowley vio llegar a Hilda.

La matrona desapareció por la puerta, que cerró tras de sí.

Hilda quedó sola. Se cubría con un uniforme gris oscuro. Estaba pálida y ojerosa.

—Hola, Jim.

—Vine para hablar contigo, Hilda. Es muy importante.

—Ya lo dije todo a Ronald y esta mañana se lo repetí.

—Sí —asintió Jim, frotándose el puente de la nariz—. Ya he oído muchas veces esa historia.

—¿Es que no me crees?

—No, Hilda. No te creo.

Las mejillas de la joven se sonrojaron.

—¿Por qué no, Jim?

—Estoy seguro de que lo de la confabulación es cierto, tú no mataste a Jerry, pero no estás diciendo la verdad.

—Entonces, perdiste tu tiempo al venir. —La joven fue a dar media vuelta.

—Espera, Hilda.

La joven titubeó, pero finalmente se detuvo y volvióse de nuevo hacia él.

—¿Qué quieres, Jim?

—Oye bien esto. Soy tu única tabla de salvación. Quiero decir que estoy dispuesto a demostrar tu inocencia y para ello necesito que me ayudes… He investigado tu vida.

—No es mí vida la que tienes que investigar, sino la de la persona que mató a Jerry.

—Para establecer su identidad necesito que cooperes conmigo.

—¿Qué es lo que has averiguado acerca de mí?

—Visité a algunos agentes y artistas que trabajaron contigo, de modo que tengo una información de primera mano. Llevaste una vida bastante agitada, Hilda. Hace cuatro años, en Chicago, fuiste la amiga de un gánster, Franz Chidsey. Un rival de Franz, Werner Reynolds, lo mató a tiros, pero a ti te dio lo mismo, porque te largaste con Werner a Vancouver. A tu nuevo hombre no se le pudo probar el crimen, pero él se cansó de ti.

—Fui yo quien le di la patada.

—Da lo mismo. Habías empezado a trabajar como vocalista antes de conocer a Franz y, luego de lo de Werner, proseguiste tu carrera. Según tus compañeros, te valías de todos los medios para prosperar.

—Muy bien, gran detective, fui todo eso, pero, cuando conocí a Ronald, empecé una nueva vida.

—No tengo mucha fe en los arrepentimientos.

—¿Sólo has venido aquí para insultarme?

—No, ya te lo dije. Para ayudarte. Tú intentaste asesinar, pero no lo conseguiste.

—¿Asesinar?

—Sí, a tu esposo.

Los ojos de Hilda se agrandaron.

—No sabes lo que dices, Jim.

—Lo sé perfectamente. Sabes que Ronald me llamó, porque habían atentado contra su vida. El me dijo que dos veces, pero yo descarté una. La primera, intentaron envenenarle con whisky. Fue la buena, sólo que las cosas te salieron mal, Hilda.

—No sé cómo te escucho.

—Me escuchas, porque te estoy diciendo la verdad.

—Suponiendo que fue cierto, ¿qué tiene que ver eso con el crimen?

—Mucho, nena, porque tuviste un cómplice. ¿Quién fue? Tienes que decírmelo, Hilda… Es tu vida la que está en juego… Es posible que no te condenen a la cámara de gas, pero pasarás largos años en la cárcel. Conozco bien el caso y ya puedes estar segura de que saldrías bien librada con una condena de diez años… ¿Estás dispuesta a pasarlos en la prisión, siendo inocente?

—Me estás engañando, Jim… No me condenarán… Es imposible.

—Tú eres la que te engañas a ti misma, si crees otra cosa.

La joven se llevó una mano temblorosa a la cara.

—No quiero estar en la cárcel —miró en su derredor—. Esto es horrible. Tienes que sacarme de aquí, Jim…

—Para sacarte es necesario que te ayudes a ti misma y sólo lo harás diciéndome la verdad.

Hilda miró a Jim con ojos muy fijos.

—Sí, Jim —dijo por último—. Tienes razón… Acertaste en lo de la botella de whisky.

—¿Quién se encargó de hacer el trabajo?

—Un mozo del Randy Star… Cobró cinco mil dólares.

—Su nombre.

—¿Para qué?

—Por si necesito hacer la comprobación.

—Rex Wolfe.

—¿Era tu amante?

—Oh, no…, no lo era.

—¿Quién lo era entonces?

—No había nadie.

—¿Jerry Chapell?

—¿Cómo quieres que te diga que Jerry Chapell y yo nunca nos entendimos?

—Entonces, era otro y quiero saber quién es.

Ella movió la cabeza, en sentido negativo.

—Escucha, Hilda, ibas a matar a Ronald por dinero, pero también el amor tenía que estar por medio. ¿Quién era el hombre? Dímelo de una vez; no podemos perder el tiempo. Ya has empezado a hablar y ahora no quiero que te detengas.

La joven, tragó aire.

—Richard Rooney.

—¿A qué se dedica?

—Ahora no trabaja en nada; fue viajante de una casa de herramientas agrícolas, pero lo despidieron hace cosa de tres meses.

—¿Cuál es su dirección?

—Calle River, 87. Es un bungalow con un jardín.

—¿Desde cuándo erais amigos?

—Desde hace dos meses.

—¿Cuándo ibais a intentar de nuevo matar a Ronald?

—Hoy. Ronald pensaba ir al hipódromo. Rooney le habría matado allí, en el subterráneo. Richard es un buen lanzador de cuchillos…

—Ronald me habló, antes, de que había suspendido su visita al hipódromo.

—Ya lo he supuesto.

—Es curioso el destino, Hilda. Ibas a matar a tu esposo impunemente, pero resulta que estás aquí, encerrada por un crimen que no has cometido. Deberías sacar la lección.

—Es cierto, Jim, pero nadie puede cumplir una condena en nombre de otro… No maté a Chapell… No le maté…

—Está bien, Hilda. Continuaré mi investigación.

* * *

Crowley subió al porche de la casa número 87 de la calle River y apretó el botón del timbre.

Poco después, se abrió la puerta.

Apareció en el hueco la figura de un hombre joven, de cabello rubio y rostro bien parecido.

—¿Richard Rooney?

—Sí, soy yo.

Jim enseñó su credencial.

—Quisiera hablar con usted.

—Pase, señor Crowley.

Entró en el living. Sobre un sillón, había un periódico doblado por la primera página. En ella aparecía una fotografía de Hilda Madden.

—¿Qué impresión le ha producido leer ese crimen, Rooney? —preguntó Jim.

—No mucha, la verdad… No me entusiasman los delitos de sangre.

—¿Ni siquiera cuando la culpable es su amante?

El rubio pestañeó.

—¿Qué quiere decir?

—Lo sé todo, Rooney.

—Explíquese, señor Crowley. No le entiendo una sola palabra.

—Vengo de hablar con Hilda. Ella me hizo una confesión completa.

El rubio esbozó una sonrisa.

—Le aseguro que no sé de qué me habla.

—Fuera máscaras, Rooney. No voy a meterme con usted… Tal como están las cosas, lo del intento de asesinato quedará olvidado.

—¿Qué intento de asesinato?

Crowley dejó ir su puño derecho.

Sonó un restallido, cuando entró en colisión con la cara de su interlocutor, el cual cayó en el sillón.

—¡Maldita sea! Crowley, ¿por qué me pega?

Jim avanzó sobre él y alargó la mano cogiéndole por el cuello de la camisa.

—Rooney, no quiero quebrarle un hueso; pero, si se empeña, le mandaré al hospital, por unas cuantas semanas.

—Usted debe haberse escapado de un manicomio.

—Rooney, tú eras el amante de Hilda. Juntos os confabulasteis para matar a su esposo, a Ronald. La primera vez, ella quiso hacerlo por su cuenta, pagó cinco mil dólares a un mozo del Randy Star, Rex Wolfe. Pero, por una casualidad, el intento resultó un fracaso. Hoy ibas a hacerlo tú. Sólo tenías que llegarte al hipódromo, adonde había pensado ir. Allí, en uno de los pasadizos, le lanzarías un cuchillo.

Rooney se quedó con la boca abierta.

—Oiga, le aseguro que todo eso, para mí, es una fábula… Ni siquiera conozco a esa mujer. Nunca vi personalmente a Hilda Madden. Esta mañana compré, el diario. Es la primera vez que la veo, en esa fotografía…

Jim apretó los dientes.

—¿A qué te dedicas, Richard?

—Soy agente de seguros.

—¿Por cuenta de quién trabajas?

—La Hamilton Company.

—Dime el número de teléfono.

Rooney se lo dio.

Jim dio un empellón a Rooney, lanzándole sobre el respaldo del asiento, y se acercó a la mesa ratona. Allí marcó el número de la Hamilton. Le atendió una voz varonil.

—Oiga, quiero hablar con Richard Rooney.

—No trabaja en la oficina… Es un agente que realiza su trabajo en la calle… Si quiere hablar con él, ha de hacer su llamada por la mañana, entre diez y doce.

—¿Desde cuándo trabaja el señor Rooney ahí?

—Unos tres años.

Jim había colgado ya, cuando se abrió la puerta. En el umbral apareció una joven de unos veintitrés años, cara picaresca, muy mona.

—Hola, Richard, ¿no estás todavía preparado?

—Llegó un amigo que me entretuvo, Lisa… Te presento al señor Crowley.

—¿Cómo está, señor Crowley? —dijo Lisa y, sonriente, alargó la mano a Jim.

Crowley se la estrechó haciendo una ligera inclinación con la cabeza. Luego, Lisa se dirigió hacia el rubio.

—Richard, he recibido hoy una carta de mis padres. Dicen que vendrán para nuestra boda… Definitivamente, ha de ser el día 23. Papá sólo puede desatender su negocio por veinticuatro horas. Ya le conoces.

—Sí, Lisa —dijo Rooney y miró a Crowley.

Jim se pasó el dorso de la mano por la mejilla.

—Tengo que marcharme —dijo—. Enhorabuena a los dos.

Se dirigió a la puerta y Rooney le acompañó. Salieron los dos al porche.

—Usted sufrió vina confusión, Crowley —dijo el rubio.

Jim emitió un gruñido y cruzó el jardín, hacia la calle.

* * *

—¿Por qué me mentiste, Hilda? —Disparó Jim, apenas la matrona se hubo retirado.

—No te mentí. Te dije la verdad, Jim… ¿Qué pasa?

—Richard lo negó todo.

—Lo imaginé.

—Llegó a probar que no te conocía. Trabaja en una casa de seguros y tiene una novia con la que se va a casar; una chica pelirroja, llamada Lisa.

—¿De qué estás hablando…? Eso es absurdo. Richard no tiene ninguna novia. Tampoco trabaja en esa casa de seguros… Te digo que no hacía nada…

—Me dijeron que trabaja con la Hamilton desde hace tres años.

—Pero si él, hace tres años, estaba en Nueva York…

—Descríbeme a Richard.

—Es alto, de cabello rubio.

—¿Cuál es su talla, exactamente?

—Un par de pulgadas más alto que tú.

—No, Hilda. Richard es más bajo que yo. Me llega aproximadamente por las cejas.

—Conozco bien a Richard… Te repito que es más alto que tú.

—¿Cómo es su cara?

—Muy guapo.

—¿Cuál es el color de sus ojos?

—Azules.

—No. Son negros.

—Jim, he visto muchas veces los ojos de Richard… Te repito que son azules.

—¿Tienes alguna fotografía de Richard?

—¿Cómo quieres que tenga una fotografía de él…? ¡Espera, Jim, ahora recuerdo…! Nos hicimos una, aunque yo no la tengo. Fue en un pabellón de tiro al blanco que hay en una casa de entretenimiento de la calle Monroe… Ocurrió hace tres semanas. Ya sabes, se dispara con un rifle, y, si se da en el blanco, la cámara con que está combinada la diana, hace la placa… Richard se quedó con la fotografía. Quizá, si vas a ese local, puedas conseguir una.

—Tienes que acordarte exactamente del día en que ocurrió eso.

La joven cerró los ojos y permaneció un rato pensativa. Al fin los abrió, haciendo chasquear los dedos.

—Ya recuerdo. Fue el 14 del mes pasado.

—¿Estás segura?

—Absolutamente, Jim.

* * *

—¿Dice el 14…?

—Sí, amigo, y ella es esta mujer.

Jim mostró la fotografía de Hilda, que se insertaba en la primera página del diario.

El hombre que le atendía estaba por los cincuenta años y se cubría con una blusa floreada y pantalones color marrón.

—Por regla general, los interesados se llevan la fotografía. Nosotros no guardamos copla, salvo en el caso de que sea una foto curiosa y se pueda exhibir como propaganda… Desde luego, yo no recuerdo a la dama ni tampoco al caballero… ¿Miró usted ya en la exposición que hay en la vitrina?

—Sí, pero allí no está.

—Bueno, buscaré entre las demás. Cada tres o cuatro meses, tenemos que quemar las antiguas, para dejar paso a las más recientes.

Jim sacó un billete de cinco dólares y lo puso en la palma del hombre, para que hiciese su búsqueda con interés.

Jim le vio meterse en una habitación. Encendió un cigarrillo y lo estaba acabando cuando el hombre salió por el hueco.

—Ha tenido suerte, amigo. Aquí está. Es la misma mujer. Salió perfectamente. ¿Sabe que la podría vender a los periodistas?

Jim le alargó otro billete de cinco dólares.

—Bueno, es suya —dijo el hombre.

Jim tomó la fotografía y tuvo la impresión de que le pegaban un mazazo en la nuca.

Allí estaba Hilda Madden y a su lado un hombre que estaba disparando el rifle al frente. Era muy guapo y tenía ojos claros. Pero aquel hombre no era el Richard Rooney que él había Conocido en la casa número 87 de la calle River.

* * *

Jim Crowley estaba fumando al lado de un árbol.

Ya había caído la noche.

Desde allí, el bungalow se ofrecía a sus ojos como una mancha oscura.

De pronto unos faros iluminaron la calle. Un coche se acercaba rápidamente.

El vehículo estacionó junto al bordillo de la acera, justo en el número 87.

Jim vio salir del coche al rubio con el que había hablado aquella mañana.

Rodeó el árbol y echó a andar sin hacer ningún ruido, porque sus zapatos estaban provistos con suela de crep.

Richard guardó las llaves de contacto y penetró en el jardín.

Jim se dio prisa para alcanzarle cuando abría la puerta.

El rubio fue a volverse, al sentir una mano sobre su hombro, pero entonces Jim le propinó un empellón, metiéndolo en la casa.

Crowley dio vuelta al conmutador de la luz y cerró a sus espaldas.

Se volvió bruscamente y quedóse mirando con asombro a Jim.

—Hola, muchacho —dijo Crowley—, ya me tienes otra vez aquí.

—¡Eh, oiga! Me cansó esta mañana con sus monsergas.

—¿Quién te pagó para que cerrases la boca?

—No sé de qué me habla.

Jim avanzó sobre él.

El rubio le tiró el puño a la cara, pero Jim lo esquivó fácilmente y le replicó con un zurdazo al estómago.

Su rival se dobló en dos hacia adelante y se derrumbó en el suelo, hecho un ovillo.

Jim le asió por la solapa de la americana y lo levantó, abofeteándole la cara.

—¿Quieres recibir lo que no te di esta mañana, Richard?

—¿Qué quiere saber?

—¿Quién era el otro tipo rubio, el amigo de la señora Madden?

—Su nombre es Prescott York y fue un condenado bastardo, por haber utilizado mi nombre. Lo hizo sin mi consentimiento… Yo no sabía nada.

—¿Quién te pagó por callar?

—Nadie. Usted me asustó esta mañana, cuando empezó a decir que yo tenía relación con esa mujer que mató a Jerry Chapell… Es verdad lo que le dije. No la había visto en mi vida, pero de pronto me di cuenta de lo que debía haber pasado. Prescott utilizó esta casa cuatro o cinco veces, me pidió la llave y pensé que él podía haber recibido aquí a la señora Madden… Usted me dio la pista para imaginar todo eso… Me voy a casar con una buena chica, usted la conoció. Por eso no quise decirle nada. No quería verme envuelto en el lío… El padre de Lisa es rico. Tiene un aserradero en Las Vegas. Si mi nombre apareciese en los diarios, envuelto en un caso de asesinato, él impediría nuestra boda.

—¿Dónde está Prescott?

—No lo sé.

—Dices que era tu amigo.

—Nos conocimos en un bar de la calle Bonanova… Fue hace cosa de cinco o seis meses. Coincidimos allí alguna otra vez… Bueno, la verdad es que la corrimos juntos con un par de muchachas, usted ya sabe lo que pasa… Fue por lo que me pidió la llave. Me dijo que tenía relaciones con una mujer casada… No debí hacerlo. Cometí ese error.

—Prescott viviría en alguna parte, en un hotel, en una pensión.

—No me lo dijo.

—¿De dónde era él?

—Creo que lo dijo en cierta ocasión… Sí, se refirió a Salt Lake City, pero no agregó más. Estoy seguro de que fue Salt Lake City.

—No me gustaría nada que me engañases otra vez.

—No le engañé, ni antes ni ahora. Ya le he dicho que si no le hablé de Prescott fue por no relacionarme con un caso de asesinato… No tengo nada que ver con eso… Se lo juro.

—Si esta vez me la juegas, volveré por aquí y entonces ya puedes estar seguro de que no te casarás el día 23.

—Por lo que más quiera, señor Crowley, no hable de mí a la policía, ni a los periodistas…

—Guardaré silencio, si me has dicho la verdad.

—Le juro que no le he mentido.

—¿No te habló nunca Prescott de la señora con la que se veía aquí?

—Se refirió a ella, como a una muchacha estupenda. Según él, lo tenía todo, belleza y seducción. Y, por la foto, he visto que no se equivocó… Demonios, ese Prescott sabía cómo arreglárselas para engatusar a piezas de esa clase.

Jim dejó libre a Richard y se dirigió hacia la puerta.

Salió sin despedirse.

* * *

—Quiero hablar con el señor Pete Williams —dijo Jim a la mujer de cabello color ceniza, que le abrió la puerta.

Era la casa número 223 de la calle Abedul, justo la que estaba al lado de aquélla donde Jerry Chapell había sido muerto por dos disparos de pistola.

—Lo siento, pero, no puede hablar con Pete.

—¿Está enfermo?

—No, emprendió viaje.

—¿Adónde fue, señora?

—No lo dijo. ¿Es usted de la policía?

—No. Sólo un detective privado. Jim Crowley. Me interesaba mucho hablar con su esposo.

—No es mi esposo. Es mi hermano.

—Perdone, pero quiero hacerle unas preguntas. ¿Estaba usted en la casa cuando sonaron los disparos?

—No, yo no estaba aquí. Me encontraba en la oficina.

—¿Cuál es la profesión de su hermano?

—Es pintor. Trabajaba en casa.

—¿Quizá se fue a pintar a alguna parte?

—Se llevó sus útiles, pero le repito que no dijo adónde iba.

—¿A qué hora se marchó?

—Hace aproximadamente dos horas. Discúlpeme, señor Crowley, pero tengo la cena al fuego.

La mujer entró en la casa y cerró la puerta.

Jim permaneció unos segundos inmóvil y, finalmente, dio media vuelta y se marchó de allí.