CAPÍTULO III
—Te engañaron, Jim —exclamó Ronald Madden.
—No creo que lo hiciesen.
—¿Por qué no…? Anda, dime una razón.
—Soy detective privado. Llevo doce años ejerciendo mi profesión. Me acostumbré a conocer a las personas.
—Jerry Chapell no es una persona, sino un bicho.
—Yo apuesto por su sinceridad.
Los dos amigos se encontraban en el despacho del Randy Star. Los muebles eran de gran precio y las paredes estaban construidas con material a prueba de ruidos.
Ronald se llegó al mueble bar y escanció en dos vasos.
Jim dirigió una mirada al whisky.
Entonces Ronald bebió un trago y dijo:
—No hay peligro. Desde que ocurrió aquello, todos los días descorcho personalmente una botella. El resto se lo lleva un mozo al bar.
Jim también bebió.
—Suprime de la lista tu socio, Ronald.
—No puedo suprimirlo.
—Me encargaste de este caso y nunca tengo en cuenta los argumentos de mi cliente, si a mi juicio no me sirven para la investigación. —Hizo una pausa—. Tú dirás si debo continuar.
—No lo tomes así, Jim.
—Entonces, colabora conmigo.
—Muy bien, haré lo que tú quieras.
Ronald se puso a pasear por la estancia. Después de permanecer un rato pensativo, dijo:
—Está Barry Taylor.
—¿Quién es Barry Taylor?
—El dueño del club Margot… Era el novio de Hilda. Trabajaba con él cuando la conocí.
—No sabía que Hilda había sido artista.
—Cantaba y bailaba un poco, pero lo importante de ella era su figura. Cuando contraté a Hilda para mi club, Barry Taylor me hizo una escena.
—¿Qué pasó?
—Di una gran fiesta en la terraza del hotel Baldof para lanzar a Hilda. Taylor se presentó allí borracho. Se abrió paso por entre todos los invitados y, de pronto, se puso a insultarme. Pero eso no fue todo… Cuando uno de los detectives del hotel se lo llevaba, se volvió hacia mí y dijo: «Algún día te mataré».
—¿Qué hiciste tú?
—Nada. Comprendí que lo decía ofuscado.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace año y medio.
—¿Qué ocurrió después?
—Nada. No ha ocurrido nada… Barry Taylor ha coincidido conmigo en un par de fiestas, pero nos hemos ignorado el uno al otro.
Jim cabeceó pensativo.
—¿Quién más?
—Oye, ¿quieres que te de la lista del censo de la ciudad?
—Imagino que tendrás algún amigo entre ellos. Sólo quiero los enemigos.
Ronald se frotó el mentón nervioso.
—Henry Gregor…
—¿Quién es Henry Gregor?
—Un contrabandista de drogas. Intentó comprar a dos de mis empleados, para el suministro a los clientes del club; pero lo supe a tiempo y denuncié el caso a la policía, Departamento de Narcóticos. Henry fue detenido, pero no se le pudo probar nada… También él prometió que un día se vengaría de mí. Me lo dijo aquí mismo, en este despacho, hace nueve meses.
—Va aumentando la lista.
—Estás cometiendo un disparate, Jim. Te repito que nuestro hombre es Jerry Chapell.
—Deja que sea yo quien lo decida.
—Estupendo. Tú te pondrás a investigar sobre Barry Taylor y Henry Gregor. Mientras tanto, Jerry llevará a cabo su trabajo.
—Creo que estás obsesionado por tu socio. Le debes odiar mucho.
Ronald endureció las facciones.
—No me hables así, Jim.
—Dime si me equivoco.
Ronald inspiró profundamente y, dejando escapar el aire por entre los dientes, dijo:
—Está bien, Jim. Tienes razón… Odio a ese tipo, no lo puedo remediar.
—¿Por qué?
—Tengo un buen motivo para ello. No trabaja nada. Soy yo quien levanté este club.
—Jerry pondría algo.
—Sí, claro que lo puso. El dinero.
—Entonces, sin su dinero no existiría el Randy Star… Debiste pensar en ello, antes de asociarte con él.
—Necesitaba que alguien aportase el capital.
—¿No pudiste encontrar otro socio?
—¿Crees que vas a salir a la calle y encontrar en la próxima esquina a un hombre dispuesto a invertir trescientos mil en un negocio…? Sí, ya sé que debería estar agradecido, pero hay algo más.
—¿El qué?
—No me gusta su forma de mirar a Hilda. La desnuda con los ojos, cada vez que la ve… Hay algunas veces que desearía meterle un par de balas en el corazón.
—¿Habéis disputado por eso?
—Un día, hace un par de semanas, le dije que ya estaba cansado de que mirase morbosamente a mi mujer. Sólo se le ocurrió una respuesta. Reírse. Entonces no pude contenerme y le pegué un puñetazo. El muy cobarde no intentó defenderse.
—¿Y qué hizo Duff?
—No estaba allí. Se había quedado en el bar.
Crowley dejó correr un minuto.
—Odias mucho a ese hombre, y es lo que te hace pensar que sólo él es la persona que está interesada en que mueras.
—Oye, muchacho, no quise meter a Hilda en esto, por eso no te conté nada con respecto a ella. Pero estoy seguro de una cosa. Jerry ha intentado matarme porque hace una doble y magnífica jugada. Se queda con el club y con mi mujer.
—¿Qué dice Hilda a eso?
—¿Crees que he hablado con Hilda del asunto?
—¿Por qué no? Es tu esposa.
—Oye, Jim. Hilda es una mujer que ha nacido para poseerlo todo, joyas, abrigos, un «Cadillac», una casa como la mía y un hombre como yo, un hombre que la ame y que convierta sus sueños en realidad… ¿Por qué preocuparla estúpidamente? Tú me conoces bien. ¿Me crees capaz de ir a inclinar mi cabeza sobre su hombro y llorarle mis penas…? Hilda me lo ha dicho un par de veces. Jerry Chapell le fue antipático desde el principio. Fue algo instintivo. Lo mismo me ocurrió a mí. A veces, Jerry se presenta en nuestra casa. Lo hace muy de tarde en tarde, pero, cuando ocurre nos pone de mal humor a los dos, a Hilda y a mí. —Se echó a reír—. Hilda y Jerry… Oh, no, muchacho, Jerry es un tipo encanallado, le gustan las muchachas que empiezan. Son más fáciles para él… Ellas se dejan impresionar por el nombre del gran Jerry Chapell, por su dinero y sus maneras… Jerry saca dividendos de ello, porque constantemente está cambiando de amiga… Naturalmente, él ha pensado en Hilda. Me consta. Se habrá pasado muchas noches sin dormir, imaginando de qué forma lograrla y, al fin, dio con la combinación. Sólo tenía que liquidarme a mí y la tendría. Lo que él ignora es que Hilda, aunque yo muriese, jamás le aceptaría.
Ronald se acercó otra vez a la bandeja y se sirvió whisky en el vaso.
—Para mí no ofrece duda, Jim. Es Jerry Chapell… ¿Qué esperabas que te dijese él, cuando pusiste las cartas boca arriba? —Parodió la voz de Jerry Chapell—: «Oh, sí, señor Crowley, yo soy el asesino, el hombre que quiere matar a su amigo Ronald Madden. Póngame las esposas y lléveme al presidio más próximo». —¿Acaso es eso lo que esperabas?
—No, Ronald. Sólo quería ver su reacción.
—Y, al parecer, resultó tan positiva que lo desechaste como culpable.
—Sí.
—¿No has pensado que él estaba representando un papel?
—Es posible que hubiese representado, pero yo lo habría descubierto.
—Bueno, ya acabé la lista de sospechosos. No puedo ayudarte más. Existen otros fulanos, pero no tienen importancia.
—Falta alguien importante en la lista.
—¿Quién?
—Hilda.
Los labios de Ronald dibujaron una mueca.
—¿Hilda has dicho?
—Tu mujer.
—¿Estás loco?
—No, Ronald. No lo estoy.
—De modo que es Hilda quien quiere matarme…
—Para mí, sólo hubo un intento, el del envenenamiento, ya que lo de Duff fue casual. Alguien metió cianuro en la botella.
—Y tú piensas que fue Hilda.
—¿Por qué no? Demuéstrame que me equivoco.
Ronald quedó unos segundos en suspenso y, de pronto, lanzó una carcajada.
—Hilda mi asesina… Es lo más divertido que he oído en mi vida.
—Hay esposas que matan a sus maridos, Ronald… Todos los días ocurren casos como ése. Yo mismo he investigado algunos.
Ronald quedó bruscamente serio.
—No dudo de que existen casos de mujeres dispuestas a matar a su esposo. Pero Hilda no es de ésas, está enamorada de mí, se casó conmigo porque me quería… ¿lo oyes?
—¿Frecuenta ella este despacho?
—Viene alguna vez.
—Intenta recordar… ¿Se llegó aquí el día que descubriste el whisky envenenado?
—No sé cómo me contengo y no te saco a patadas de aquí, Jim.
—No tienes necesidad de hacerlo a patadas. Dime que me marche y lo haré. Con eso, te librarás de todas mis preguntas y yo tomaré el avión de Miami.
Hubo un silencio entre los dos hombres. Luego, Ronald se pasó una mano por la cara y emitió un gruñido por entre los dedos.
—Lo siento, Jim, pero eso que has dicho me ha, puesto nervioso.
—Estamos haciendo un examen de la situación. Debes contestar con objetividad.
—Muy bien. Responderé a tu pregunta. Hilda no estuvo aquí aquel día. Hacía una semana que no se llegaba a este despacho y yo bebí whisky de la botella todas las noches… Ella no pudo ser.
En aquel momento sonó el teléfono.
Ronald se acercó a la mesa y descolgó el auricular.
—¿Sí?
—Hola, querido.
—Hilda, ¿cómo estás?
—Muy aburrida sin ti… ¿Por qué no vienes?
—No puedo, ya lo sabes.
—Cuando llegues estaré dormida.
—Se me ocurre una idea, pon la TV., y entretente un rato.
—No me divierte la TV… Es a ti a quien necesito.
—Sí, nena, pero ya sabes que me gusta estar al frente del negocio, hasta que esto se calme un poco.
—¿Quién está contigo?
—Jim.
—Dale mis saludos. Dile que mañana tiene que almorzar con nosotros… ¿Sabes una cosa, Ronald? Me fue simpático tu amigo. Es agradable, sincero…
—De acuerdo, Hilda, se lo dirá.
—Por favor, Ronald, despiértame, si estoy dormida.
—Sí, nena.
Ronald esperó a que Hilda colgase, para hacerlo él a continuación. Luego se quedó mirando a Jim.
—Debería estrangularte por dudar de Hilda.
—¿Qué pasa?
—Le fuiste simpático. ¿Y sabes por qué…? Por tu sinceridad… Quiere que almuerces mañana con nosotros.
—No puedo aceptar.
—¿Por qué?
—Tengo trabajo.
—¿Qué te pasó con ella, Jim?
—¿A mí…? Nada.
—No te gustó desde un principio. Estoy seguro de que le tomaste el número cambiado. Pensaste acerca de ella con tu cerebro de detective. Una mujer hermosa es igual a una aventurera. Una mujer con una cara y un cuerpo como el de Hilda, sólo puede ser un demonio…
—No opino de las personas por su figura, y puedo asegurarte que no formé ningún juicio acerca de ella, ni en favor ni en contra.
—Si la conocieses como yo, te darías cuenta de lo ridículas que son tus sospechas.