CAPÍTULO XI
El pueblo de Salton Sea se ubicaba al norte del lago del mismo nombre.
Al oeste se veían las montañas de Santa Rosa y al este comenzaba enseguida el desierto.
El coche da Mónica corrió por la calle Mayor, que dividía en dos el centro del pueblo. Junto al bordillo de la acera, Jim vio un «Ford», modelo veinte años atrás, sobre el que había un cartel en el que se leía: «Contemple una puesta del sol en los montes Chuckwalla». Al volante, un hombre de unos sesenta años fumaba una pipa.
En la calle había una veintena de hoteles y otros tantos bares, algunos de ellos de reciente construcción.
Jim indicó a Mónica que estacionase ante el establecimiento llamado Palomar.
Se habían turnado en el volante, durante el viaje, y cada uno durmió un rato.
—Entra ahí y pide un doble almuerzo, Mónica. Volveré enseguida.
—¿Adónde vas?
—A preguntar por mi hombre —repuso Jim, y echó a andar por la acera.
Encendió un cigarrillo, cuando se acercaba al coche donde estaba el abuelo.
—Buenos días, amigo —dijo, apoyándose en el hueco de la portezuela.
El abuelo volvió la cabeza. Tenía ojos de mirada despierta.
—Hola, míster. Suba rápido y le llevaré en un suspiro a los montes Chuckwalla. No habrá visto otra cosa parecida en toda su vida.
—Ya leí el cartel.
—Tiene suerte; hoy es mi cumpleaños… Le dejaré el servicio en diez, dólares.
—¿Cuál es su nombre, amigo?
—Gary Fruit, pero algunos me conocen con el nombre de Chuckwalla.
—Muy bien, Gary, vine aquí en busca de un amigo. Se llama Pete Williams.
—¿Pete…? Le conozco.
—Qué coincidencia.
—Hace años, yo le llevaba en este coche a los montes, le gustaba pintar aquellos paisajes… Bueno, siempre hay allí una veintena de pintores. Luego, Pete se compró su propio coche, pero muchas veces nos hemos encontrado por aquellos andurriales.
—Pete me dijo en Los Ángeles que hoy se llegaría por aquí.
—No le he visto.
—Quizá llegó esta madrugada.
—No vine de Chuckwalla hasta esta mañana a las ocho.
—¿Cuántos caminos existen para ir a los montes?
—Hay tres, pero hoy todo el mundo elige el que se inauguró hace un par de años. Las dos vías son caminos polvorientos.
—¿Dónde se aloja Pete Williams, cuando va a los montes Chuckwalla?
—Tiene una cabaña que compró hace cosa de cinco años. Podemos llegar allí en cosa de hora y media, sí «Eddie» se porta bien. —Al decir eso, dio una palmada en el volante.
Jim miró hacia el local llamado Palomar. Mónica no estaba a la vista.
—Corriente, Gary —dijo, entrando en el viejo «Ford».
El abuelo soltó una risita y puso en marcha el vehículo, que lo hizo emitiendo chirridos por todas partes.
—¿Llegará completo, Gary?
El viejo soltó una carcajada y lo hizo con mucha habilidad, porque la pipa continuó entre sus dientes.
—«Eddie» no corre tanto como los coches de ahora, pero ya puede estar seguro de que jamás dejó de cumplir con su obligación.
Cuando salieron del pueblo, Gary dobló por una carretera bien asfaltada.
Al fondo, muy lejos, Jim vio unos montes con las cumbres nevadas.
—Ahí las tiene, amigo. Las maravillosas colinas Chuckwalla.
—Gary, quiero hacerle una pregunta. ¿Vio gente extraña por el pueblo, mientras estuvo en la calle Mayor?
—Llegaron una veintena de coches. Casi todos tripulados por gente joven, pintores, que van allá, como Pete Williams.
—¿Ningún tipo de mala catadura?
—No. Estoy seguro de que no. Tengo ojo clínico.
Corrieron un par de millas en silencio.
—Usted es detective privado.
—¿Cómo lo sabe?
—Le dije antes que tengo ojo clínico. He conocido a un par de tipos de su profesión. Uno era bueno y por eso no duró mucho. Le pegaron dos tiros en los intestinos… Fue en San Francisco. Lo leí en los diarios. Le llevé un par de docenas de veces a los montes, donde se entretenía pescando los días libres. Me contaba muchas cosas acerca de criminales. Como le digo, era un buen tipo… El otro resultó una mala persona. Era un pillastre de siete suelas. Se fugó con la mujer de un cliente y vino a pasar aquí la luna de miel. Pero resultó malo para los dos. El coche en que viajaban rompió la dirección y cayeron por un precipicio. El sheriff me llamó para identificar al tipo. Los dos habían quedado listos para meterlos en un pañuelo.
Un coche pasó zumbando por la izquierda.
Jim se fijó en los pasajeros. Eran dos muchachas que cubrían la cabeza con pañuelos.
—Deben ir a ciento veinte —dijo Gary—. Y es lo que pregunto yo, ¿por qué tanta prisa? ¿Qué le ocurre a Pete Williams? ¿Se metió en algún jaleo?
Pasaba de un tema a otro, sin apenas hacer pausas.
—Sí, abuelo.
—Es un muchacho muy impulsivo. Cada vez que viene aquí se trae una chica distinta… El whisky es terrible… Pete cambia mucho, cuando bebe. Una vez, dejó a una chica plantada en la carretera. Pete estaba borracho… ¿Se imagina lo que es caminar por este desierto, durante dos horas? Cuando encontré a la chica, estaba deshidratada… Le canté unas cuantas verdades a Pete y él me soltó un puñetazo. Luego me pidió perdón… No me hizo mucho daño por fuera. Hay golpes que sólo duelen por dentro. Usted lo debe saber, parece un tipo muy entero… Si quiere beber un trago, encontrará un frasco en la gaveta.
Jim apartó unos papeles de la gaveta y encontró enseguida el frasco. Estaba casi lleno. Bebió un trago de whisky. Era muy fuerte.
Pasó el frasco a Gary, quien, conduciendo con una mano, bebió un par de dedos de licor.
Los montes, a lo lejos, se iban agrandando.
Les adelantó otro coche donde viajaba un hombre con sombrero «Stetson».
—Ahí va el ayudante del sheriff. No se fíe de él, si lo encuentra. Es una mala persona… Odia a todo el mundo. Su mujer se divorció de él. Shell estaba muy enamorado de ella. No pudo soportar aquello y descarga su ira en todos los que le rodean. El único que lo mete en vereda es su jefe, el sheriff Cordovan.
Jim se amodorró. Hacía mucho calor.
Pensó en Mónica, en que le estaría esperando en el bar Palomar. Deseó que la chica no se moviese de allí. Era muy atractiva. Nunca había pensado en casarse y, de pronto, imaginó a Mónica como su mujer. Rechazó enseguida la idea. ¿Por qué se le ocurría, ahora que estaba en peligro su vida? Ronald Madden no era de los que se echaban atrás. Tenía a su disposición un ejército de pistoleros y había ordenado su muerte.
¿Qué pasaría, si Ronald se saliese con la suya…?
Trató de recordar los viejos tiempos, cuando él y Ronald fueron enviados a Italia para prestar su servicio militar. De pronto, le vino a la memoria un incidente: aquel día en que Ronald dijo que le habían robado la cartera. Le echó la culpa a un negro, y sin darle tiempo a contestar, se abalanzó sobre él y lo tumbó de un puñetazo. El, Jim, tuvo que saltar sobre Ronald para evitar que marcase con su bota la cara del negro. Y luego resultó que Madden había depositado la cartera debajo del colchón.
Ahora, vio otra vez la cara de Ronald después de haberse lanzado contra el negro. Sus ojos brillaban llenos de odio, proyectado el maxilar inferior hacia adelante, los puños apretados… Aquél había sido el verdadero Ronald.
Pensó que, en aquella ocasión, Ronald habría sido capaz de matar al negro. Estaba seguro de ello.
Ronald era un peligroso asesino. Le dolía mucho reconocerlo, pero ya no tenía ninguna duda y debía acabar con él.
Se durmió, pensando otra vez en Mónica.
Una mano lo zarandeó.
—Eh, míster, ya llegamos.
El coche continuaba corriendo.
Gary señaló una cabaña que se alzaba en lo alto de una ladera. Por delante, había un muro a medio construir.
—Ésa es la cabaña de Pete Williams. Está ahí. Puede ver su coche al costado de la cabaña.
Jim vio el automóvil azul y blanco.
Gary hizo girar el volante y llevó el «Ford» hasta cerca del coche de Pete Williams, un «Chevy».
Los dos saltaron a tierra y, en aquel momento, se abrió la cabaña.
Pete apareció en el porche, manejando un riñe.
Jim se dijo que Maudie lo había descrito bien, ya que tenía el cabello del color de la paja y desde aquella distancia, unas diez yardas, podía ver sus ojos azules.
—Hola, Pete —saludó Gary.
—¿Quién es el tipo, abuelo?
—No me dijo su nombre todavía, pero vino para hablar contigo.
—Soy Jim Crowley, detective privado.
Peía se quedó un momento inmóvil y luego levanté el rifle.
—No me gustan los detectives privados.
—Respeto la opinión de los demás, pero necesito echar una parrafada con usted.
—Yo no, de modo que lárguese.
—Decida cuando le haya dado una noticia.
—No me interesa.
—Creo que sí, Pete. Maudie murió.
—¿Eh?
—La mataron dos tipos que fueron en su busca.
La, cara de Pete empezó a palidecer.
—No sé de qué me habla.
—Lo sabe bien, Pete. Usted huyó del hotel Big Lake. Se escapó de allá por una ventana. Lo hizo muy a tiempo, porque des fulanos se llegaron para enviarle a la Morgue.
—Eso lo ha soñado usted.
Jim dio un suspiro.
—Oiga, Pete, estoy investigando la muerte de Jerry Chapell. Lo mataron en la casa vecina a la suya… Usted dijo que había visto otras, dos veces a la señora Madden entrar en aquel bungalow.
—Lo que dije estuvo bien dicho.
—No, Pete. Se limitó a repetir lo que le ordenaron. Naturalmente, le engrasaron con dinero.
Pete puso el dedo en el gatillo.
—Oiga, sabueso. Me está poniendo nervioso con su charla. Le dije que no quiero oírle más. Lárguese o le juro que le meto uña bala en el ombligo.
—Muy bien, me iré, pero le voy a decir algo. Lo mismo que yo le encontré, le encontrarán también ellos. Usted se ha convertido en un peligro para cierta persona, pero tienen una forma de arreglarlo. Estarán seguros cuando usted haya muerto.
—¡Maldita sea! —gritó Pete—. Márchese de una vez.
Jim lo vio con los ojos desorbitados y supo que, si no daba media vuelta, Pete haría fuego sobre él.
—Vámonos, Gary —dijo.
El abuelo emitió un gruñido y se dirigió hacia su coche.
Jim fue tras él y los dos volvieron a ocupar sus asientos.
Gary puso en marcha el «Ford» y éste trazó un semicírculo e inició el regreso por el camino por donde había llegado.
Cuando se alejaban, Jim vio que Pete continuaba en el porche, observándoles atentamente, con el rifle levantado.
—Bueno, ya terminó el viaje —dijo Gary—. Por el mismo dinero le puedo llevar a ver la cascada del Arco Iris.
—No me interesa, al menos en esta ocasión, Gary. Siga adelante y pare a doscientas yardas.
—¿Es que va a volver?
—Sí.
—Imagino que no servirá de nada, si le aconsejo lo contrario.
—Ese hombre es muy importante para, mí y para otra persona. Sólo yo puedo salvarle la vida.
—Pete es terco como una mula.
—Ya tuve ocasión de comprobarlo.
Gary sacó el coche de la carretera y lo introdujo por entre los abetos.
Cuando el vehículo se hubo detenido, Jim saltó fuera.
—Espere aquí, Gary.
—Cuídese. No quiero llevar su cadáver al pueblo.
Jim le contestó con una sonrisa y emprendió la marcha hacia la cabaña de Pete, siguiendo un camino paralelo a la carretera.
Eligió la parte donde se estaba construyendo el muro y sacó la pistola.
Llegó hasta la pared, sin que hubiese ocurrido nada.
Cuando asomó la cabeza por la esquina, vio que en el porche no había nadie.
Se deslizó por debajo de la baranda, ya que había espacio suficiente para dar paso a su cuerpo. Luego, se movió sigilosamente hasta llegar junto a la puerta. Abrió de golpe y se metió dentro.
Pete Williams estaba tendido en un diván, junto a una chimenea apagada. El rifle estaba en el suelo y trató de alcanzarlo.
—No, Pete, no hagas eso.
Pete se sentó en el diván, escupiendo una sonrisa por los labios.
—No ha debido volver, sabueso.
Jim pegó una patada a la puerta, cerrándola, y se acercó al diván.
—Pete, todo lo que te dije antes fue verdad.
—Váyase al infierno con su verdad.
—Te diré lo que vamos a hacer. Regresaremos a Los Ángeles.
—Dígame que tiene dos nenas estupendas esperándonos y ya puede contar conmigo.
—Iremos a la policía y tú confesarás.
Pete frunció el ceño.
—¿Qué es lo que tengo que confesar?
—Repetirás a ellos lo que me vas a decir ahora. Quiero saber quién te pagó, y cuánto, a cambio de tu testimonio contra la señora Madden.
—Nadie me pagó. Yo vi a la señora Madden entrar en la casa, poco antes de que sonasen los estampidos y también la vi antes.
—Eso es falso, Pete.
—Es la pura verdad.
—No, Pete. No lo es. Debiste cobrar una buena cantidad, pero ya no volverás a recibir un centavo. Ahora lo que ellos quieren darte es plomo.
—No va a conseguir de mí nada.
—Estoy seguro de que sí, pero quisiera que declarases espontáneamente.
—Váyase a meter el hocico donde comen los cerdos.
Jim dejó ir la izquierda. Lo hizo con bastante fuerza.
Pete recibió el puñetazo en el pómulo y dio una vuelta de campana, cayendo por el otro lado del diván.
Se levantó hecho una furia.
—¿No le da vergüenza, pegar con una pistola en la mano?
Jim guardó el arma en el bolsillo.
—Es muy valiente —sonrió Pete, y se lanzó sobre Jim.
Crowley le detuvo, golpeándole en el plexo solar. No quería prolongar aquella pelea. Tenía mucha prisa.
Soltó un derechazo en el hígado de Williams y enseguida le cazó con la zurda.
Pete rodó por el suelo, como una pelota, estrellándose contra la pared.
Quedó medio aturdido.
Jim se acercó al mueble bar y sacó una botella de whisky. Se puso de cuclillas ante Pete y le hizo beber.
Williams soltó un bufido espolvoreando el whisky.
—¡Maldito sea…! Usted quiere ahogarme.
Jim dejó la botella a un lado y cogió a Pete por el cuello.
—Cuéntamelo todo, Pete.
—No puedo.
Jim le golpeó la cabeza contra la pared.
—Anímate, muchacho, o será peor para ti. ¿Quieres que te deje sin dientes?
—¿Cuál es la condena por perjurio?
—En las presentes circunstancias, no te pasará nada. Te amenazaron para que dijeses lo que debías decir. Los fiscales acostumbran a hacer tratos con los buenos muchachos que les echan una mano. Es lo que harán contigo. El fiscal que se encargue de este caso te tratará a cuerpo de rey, de modo que puedes hablar sin ningún temor. Tus enemigos no son los polis, sino los hombres que intentas proteger.
—Hablaré, pero suélteme, me hace daño.
Jim lo dejó libre.
Los dos se levantaron y Pete fue hacia el diván.
Jim se le adelantó y soltó una patada al rifle, enviándolo a cuatro yardas de distancia.
Pete se dejó caer en el diván y Jim permaneció en pie, enfrente.
—Usted tiene razón, Crowley. Me pagaron.
—¿Cuánto?
—Siete mil dólares.
—¿Quién te pagó?
—Floyd McAdam.
—¿Quién es Floyd McAdam?
—Me dijo que trabajaba para un personaje importante.
—Descríbelo.
—Unos treinta años, alto, moreno, cejas espesas, sienes y mejillas hundidas… Cuando sonríe, dobla ligeramente la comisura izquierda de la boca. Su piel tiene el color de la arcilla seca.
—Te fijaste muy bien.
—Soy pintor.
—¿Dónde se celebró la entrevista?
—En el bar Elsinore, de la calle Orange.
—¿Cuándo?
—Un día antes de que mataran a Jerry Chapell.
—¿Me vas a hacer creer que estabas en el bar y que, de pronto, Floyd McAdam se acercó para que participases en un crimen?
—No, no fue así. Primero, me hicieron una llamada telefónica a casa. Era un hombre y dijo ser Floyd McAdam. Tenía que hablar conmigo acerca de un buen negocio. Iba a ganar mucho dinero, pero debía ser discreto. Me citó, para una hora más tarde, en el bar Elsinore. Cuando llegamos allí, me contó lo que iba a pasar al día siguiente, en la casa de al lado.
Williams se apretó, nerviosamente los dedos.
—Mi primer impulso fue negarme. Así se lo dije… No quería intervenir en aquello. Entonces, Floyd me dijo que ya estaba metido y que, si me echaba atrás, me pesaría mucho. Supe lo que quería decir. Floyd me mataría. No tuve más remedio que acceder.
—¿Cuándo te pagaron?
—En aquel mismo momento. Floyd llevaba los siete mil dólares en billetes de a cien. Me dijo lo que tenía que declarar a la policía. Yo había visto entrar a aquella mujer dos veces, con anterioridad al crimen.
—¿Has vuelto a ver a Floyd McAdam?
—No, pero no pude quedarme en mi casa. De pronto me di cuenta de que había prestado un servicio a aquellos fulanos, pero, si las cosas se ponían feas para ellos, al primer tipo que matarían sería a mí. Empecé a sentir miedo y me largué… Me di cuenta de que me seguían y eso me llenó de pánico. Logré despistarlos y fui al hotel Big Lake, pero luego pensé que no tardarían en dar conmigo. Escapé casi de milagro, descolgándome por la ventana y una canal de desagüe… No tenía adónde ir, salvo dos sitios, el apartamento de Maudie y esta cabaña. Elegí en primer lugar el apartamento de Maudie, pero después me dije que tampoco eso serviría de nada y decidí llegarme aquí. Tan sólo pensaba permanecer unas horas. Había llenado el tanque de gasolina y pensaba dirigirme hacia el Norte… Es lo que haré ahora.
—No, Pete, ya te lo dije antes. Tú y yo volvemos a Los Ángeles.
—No puede obligarme a ir a Los Ángeles. Usted sabe que me matarán.
—No te queda otro remedio que rectificar el mal que hiciste. Tuviste noticias de un crimen y no lo denunciaste a la policía.
—Me habrían asesinado.
—Los polis te habrían dado protección.
—Me río yo de esa protección. Esa gentuza llega a todas partes.
—Tú eres un testigo especial, Pete. No te pasará nada. Tu declaración servirá para incriminar a Floyd McAdam y él nos conducirá al personaje principal.
—No sé quién es.
—Yo sí lo sé.
Pete Williams se ponía más nervioso cada vez.
—Oiga, Crowley, le haré la confesión por escrito, la firmaré y usted podrá llevársela.
—No sirve, Pete. Hiciste una declaración verbal contra la señora Madden y no estás impedido ni enfermo. Tu confesión ha de ser verbal, ante los mismos polis que oyeron el testimonio anterior.
En aquel momento, se abrió la puerta de golpe.
Jim se arrojó instintivamente al suelo.
Una pistola arrojó plomo, desde el hueco, hacia el interior de la cabaña.