CAPÍTULO XIV
CONFESIÓN DE ESPERANZA

Bilde mir nicht ein, ich könnte was lehren,

die Menschen zu bessern und zu bekehren[XIII].

GOETHE

Al contrario de Fausto, yo si me hago la ilusión de poder enseñar a los humanos a mejorarse algo y de convertidos. Esta idea no me parece presuntuosa; por lo menos, no lo es tanto como la contraria, que no procede del convencimiento de la propia incapacidad para enseñar sino de la suposición de que «los hombres» no están en condiciones de aprender la nueva doctrina. Y esto no es así sino en el caso especial de un intelecto poderosísimo que se adelanta siglos a su época. Entonces no lo comprenden y él corre peligro de muerte. De muerte física en el potro del tormento o de muerte social, por el silencio que se hace en torno suyo. Cuando los contemporáneos escuchan a alguien y leen sus libros, se puede postular con toda seguridad que no se trata de un intelecto titánico. En el mejor de los casos podrá alabarse de haber tenido que decir algo en el preciso momento, en que «era necesario» decirlo. Entonces se produce más efecto, esperando a que el auditorio haya llegado casi a las ideas que el maestro les expone, que estaban por decirlo así en el aire. Algunos sienten que les ganaron por la mano y exclaman, como Thomas Huxley, según dicen, cuando leyó el Origen de las especies, de Darwin: «En realidad, a mí también podía habérseme ocurrido».

No es, pues, en mí una presunción exagerada creer honradamente que en un futuro cercano muchas personas, y tal vez la mayoría, tengan por verdades axiomáticas y cosas de cajón lo que en este libro se dice de la agresión intraespecífica y de los peligros que corre la humanidad cuando aquella funciona indebidamente.

Si saco aquí las conclusiones que se imponen de cuanto llevo dicho y, a la manera de los sabios griegos, formulo unas cuantas reglas prácticas de conducta a modo de medidas preventivas, más temo que se me moteje de banal o adocenado, y no que se me refute. Después de lo que escribí en el último capítulo acerca de la actual situación de la humanidad, parecerán mis proposiciones de medidas a tomar contra los peligros que se ciernen sobre nosotros algo más bien insuficiente. Pero ciertamente, esto no quiere decir nada contra lo acertado de las conclusiones. En medicina también parecen todas las medidas terapéuticas débiles e insignificantes en comparación con la enorme cantidad de conocimientos de fisiología y patología que fue necesario adquirir antes de poder formular siquiera una terapia razonable. La investigación raramente provoca cambios de importancia en el curso de la historia, como no sea para destruir, porque es fácil emplear indebidamente la fuerza. Más para emplear de un modo positivo y benéfico los resultados de la investigación se necesita no menos perspicacia y aplicación a los detalles que para obtenerlos.

Mi primera recomendación, la más obvia, está ya expresada en el Γνώϑι σαυτόν, se trata de ahondar en el conocimiento de las concatenaciones causales que determinan nuestro propio comportamiento. Ya empiezan a apuntar varias líneas de orientación según las cuales podría desarrollarse una ciencia aplicada del comportamiento humano. Una de ellas es el estudio fisiológico objetivo de las posibilidades de abreacción de la agresividad en su forma original sobre objetos sustitutivos, y ya sabemos que hay métodos mejores que las patadas a latas vacías. La segunda es el estudio, mediante el psicoanálisis, de lo que se llama sublimación. Es de esperar que esta forma específicamente humana de catarsis contribuya mucho a calmar la tensión producida por la inhibición de las pulsiones agresivas. Debemos también mencionar, por más que sea evidente, que el tercer medio de evitar la agresión es fomentar el conocimiento personal y, si es posible, la amistad entre individuos miembros de familias o grupos de ideología diferentes. Pero la cuarta y más importante medida, que debe ser tomada inmediatamente, es canalizar el entusiasmo militante de un modo inteligente y responsable, o sea ayudar a las generaciones más recientes —que por una parte son de tendencias muy críticas y aun suspicaces y por otra parte están ansiosas de emociones— a hallar en nuestro mundo moderno causas verdaderamente dignas de ser servidas con entusiasmo. Veremos estos preceptos en detalle uno tras otro.

Aun en su modesto estado actual no deja de ser aplicable algo de nuestro conocimiento acerca de la naturaleza de la agresión. El hecho de poder decir con seguridad qué es lo que ya no sirve es de por sí apreciable.

Dos procedimientos que de inmediato parecen ofrecerse para controlar la agresión están condenados al fracaso, como puede verse teniendo en cuenta lo que dijimos sobre los instintos en general y la agresión en particular. Únicamente quien ignore la espontaneidad esencial de las pulsiones instintivas y esté acostumbrado a representarse el comportamiento tan sólo en términos de respuestas condicionadas o incondicionadas podría abrigar la esperanza de disminuir y aun eliminar la agresión poniendo al hombre lejos de toda situación estimulante capaz de desencadenar un comportamiento agresivo. En el capitulo IV vimos ya los resultados probables de tal empresa. El otro intento que también fracasaría con toda seguridad sería el de controlar la agresión oponiéndole un veto moral. La aplicación de uno u otro de estos dos métodos sería tan acertada como querer reducir la creciente presión de una caldera apretando con más fuerza la válvula de seguridad.

Otra medida, que considero teóricamente posible pero muy poco aconsejable, sería el intento de eliminar por selección eugenética las pulsiones agresivas. Por el capítulo anterior sabemos que en el entusiasmo humano hay agresión intraespecífica que, si bien es peligrosa, parece sin embargo indispensable para lograr los fines más altos de la humanidad. Por el capítulo dedicado a la vinculación sabemos que en muchos animales y seguramente también en el hombre es el vínculo componente indispensable de la amistad personal. Finalmente, en el capitulo que trata del gran parlamento de los instintos se expone detalladamente cuán compleja es la interacción de las diferentes pulsiones. Las consecuencias serían imprevisibles si una de ellas, y precisamente la más fuerte, faltara por completo. No sabemos en cuántos y hasta qué punto importantes modos de comportamiento humanos entra la agresión como factor motivante, pero opino que deben ser muchos. El aggredi en su sentido original y lato (el afrontar las situaciones o abordar los problemas, el amor propio o el respeto por sí mismo, sin el cual no se haría casi nada, desde la rasurada diaria hasta las más sublimes creaciones científicas o artísticas), y es probable que todo cuanto está relacionado con la ambición, el afán de escalar puestos o subir de categoría y otras muchas actividades indispensables, desaparecerían de la vida humana si se suprimieran las pulsiones agresivas. Del mismo modo desaparecería también con toda seguridad algo importante que es propio y exclusivo del hombre: la risa.

A mi enumeración de lo que con toda seguridad está funcionando indebidamente sólo puedo oponer, por desgracia, algunas medidas cuyo éxito me parece probable y las más prometedoras parecen ser las que ya hicieron sus pruebas ampliamente en el curso de la filogenia y la evolución cultural.

Debe esperarse el éxito principalmente de aquella catarsis que obra por abreacción de la agresión sobre el objeto sustitutivo. Como ya vimos en el capítulo dedicado al vínculo, también los dos grandes artífices tomaron ese camino cuando se trataba de impedir los combates entre determinados individuos. Hay además razones para ser optimistas en el hecho de que el hombre es capaz, por poco que se observe a sí mismo, de reorientar voluntariamente la agresión que surge contra cualquier objeto sustitutivo apropiado. La elección de los objetos sustitutivos suele efectuarse de acuerdo con consideraciones de índole racional, aun cuando no siempre tengamos sentido exacto de lo que serían los efectos posibles de las pulsiones contenidas. Siempre he visto que personas incluso muy irascibles, de aquellas que encolerizadas pierden al parecer todo control de sus actos, se abstienen en realidad de romper objetos valiosos, y prefieren emprenderla con las chucherías. Pero sería un error profundo creer que, intentándolo empeñosamente, podrían abstenerse de romper nada. Cierto es que el hecho de comprender a fondo la fisiología de las pulsiones contenidas ayuda bastante a dominar la agresión. Aquella vez que cuento en el capitulo dedicado a la espontaneidad de la agresión, en que a pesar del ataque de enfermedad de los campos de concentración yo no pegué a mi amigo sino propiné un puntapié a una lata de petróleo vacía, sin duda se debió a mi conocimiento de los síntomas de la acumulación de energía instintiva. Y cuando aquella tía de que hablo en el mismo capítulo estaba tan convencida de la infernal maldad de sus sirvientas, su error era debido a su ignorancia de los procesos fisiológicos en cuestión.

Y ciertamente, no me era inferior mi tía en el dominio moral sobre sí misma. Estas diferencias de comportamiento dan así un claro ejemplo de cómo la comprensión del encadenamiento causal de nuestras acciones puede proporcionar a nuestra responsabilidad moral la fuerza necesaria para intervenir y dirigir allí donde el imperativo categórico por sí solo fracasa irremediablemente.

La reorientación de la agresión es el camino más prometedor y el que primero se le ofrece a uno para hacerla inofensiva. Con mayor facilidad que los demás instintos se conforma con objetos sustitutivos y queda plenamente satisfecha. Los griegos de la Antigüedad estaban familiarizados con el concepto de catarsis, o descarga purificante, y los psicoanalistas saben muy bien cuántas acciones perfectamente loables derivan su impulsión y su adicional utilidad de la agresión «sublimada» y aminorada. Pero naturalmente, no debe confundirse la sublimación con una sencilla reorientación. Hay considerable diferencia entre el hombre que golpea la mesa con el puño en lugar de golpear el rostro del adversario en la conversación y aquel que irritado por una cólera sin salida ni desahogo escribe un ardiente panfleto contra sus superiores, animado por nobles ideales que nada tienen que ver con la causa de su cólera.

Uno de los muchos casos en que la ritualización filogenética y la cultural han dado con soluciones muy parecidas del mismo problema es el método con que ambas han realizado la difícil misión de evitar la muerte del antagonista sin acabar al mismo tiempo con la combatividad, tan importante para la conservación de la especie. Todas las normas de «lucha limpia» de origen cultural, desde la caballería andante hasta los acuerdos de Ginebra, han tenido una función análoga a la de los combates filogenéticamente ritualizados de los animales.

Es el deporte una forma de lucha ritualizada especial, producto de la vida cultural humana. Procede de luchas serias, pero fuertemente ritualizadas. A la manera de los combates codificados, de los «duelos por el honor», de origen filogenético, impide los efectos de la agresión perjudiciales para la sociedad y al mismo tiempo mantiene incólumes las funciones conservadoras de la especie. Pero además, esta forma culturalmente ritualizada de combate cumple la tarea incomparablemente importante de enseñar al hombre a dominar de modo consciente y responsable sus reacciones instintivas en el combate. La caballerosidad o «limpieza» del juego deportivo, que se ha de conservar en los momentos más excitantes y desencadenadores de agresión, es una importante conquista cultural de la humanidad. Además, el deporte tiene un efecto benéfico porque hace posible la competencia verdaderamente entusiasta entre dos comunidades supraindividuales. No solamente abre una oportuna válvula de seguridad a la agresión acumulada en la forma de sus pautas de comportamiento más toscas, individuales y egoístas, sino que permite el desahogo cumplido de su forma especial colectiva más altamente diferenciada. La lucha por la jerarquía superior dentro del grupo, la ruda acometida común por un objetivo apasionante, el arrostrar animosamente grandes peligros, el socorro mutuo con olvido de la vida propia, etc., etc., son pautas de comportamiento que en la prehistoria de la humanidad tenían un gran valor selectivo. Por la acción ya señalada de la selección intraespecífica, se fue elevando y perfeccionando y, hasta los últimos tiempos, todas estas cualidades juntas eran peligrosamente apropiadas para presentar a los hombres llenos de virilidad e ingenuidad la guerra como algo de ningún modo aborrecible por completo. Por eso es una verdadera suerte que se puedan cultivar esas virtudes en las formas más duras del deporte, como el alpinismo, el buceo o las expediciones. Cree Erich von Holst que la búsqueda de nuevas competencias internacionales, y bastante peligrosas, es el motivo más importante de los vuelos espaciales, que precisamente por eso despiertan tanto interés en el público. La gente comprende que ayudan a conservar la paz. ¡Ojalá sea cierto todavía por mucho tiempo!

Las competencias entre naciones no solamente son benéficas porque facilitan la abreacción del entusiasmo nacional sino también porque producen otros dos efectos contrarios a la guerra: en primer lugar procuran un conocimiento personal a hombres y mujeres de diferentes naciones y partidos y en segundo lugar hacen que se unan para una causa común personas que de otro modo pocas cosas podrían unir. Son dos fuerzas poderosas opuestas a la agresión, y debemos examinar brevemente de qué modo pueden desplegar su benéfica acción y qué otros medios podrían emplearse para aplicarlas a nuestro objetivo.

En el capítulo dedicado al vínculo vimos que el conocimiento personal no solamente es condición indispensable para la formación de mecanismos más complejos inhibidores de la agresión, sino que contribuye a embotar la pulsión agresiva. La anonimidad contribuye mucho al desencadenamiento del comportamiento agresivo. El ingenuo siente verdaderamente cólera y rabia contra los «judas», los «gabachos», los «macaroni» y los «cochinos extranjeros» en general. Es probable que eche rayos y centellas contra ellos en la mesa del café, pero nunca se le ocurriría la menor descortesía si se reuniera con uno de los nacionales del país odiado cara a cara. El demagogo conoce bien la acción inhibidora de la agresión que produce el contacto personal y, como es natural, trata de impedir que se encuentren en sociedad aquellos a quienes quiere mantener enemigos. El estratega también sabe cómo puede disminuir la agresividad de los soldados atrincherados si los deja «fraternizar» con los que están enfrente.

Ya he dicho cuánto aprecio el conocimiento práctico que del comportamiento instintivo de los seres humanos tienen los demagogos, y no sabría recomendar nada mejor que la aplicación al logro de nuestros fines pacificadores de los métodos que a ellos les dan tan buenos resultados. Si la amistad entre individuos de naciones enemigas es tan contraria al odio nacional como los demagogos suponen —al parecer con mucha razón—, debemos hacer todo cuanto podamos para favorecer las amistades individuales internacionales. No hay persona capaz de odiar a un pueblo en el que tenga varios amigos. Unas cuantas «pruebas» de ese tipo bastan para despertar una sana desconfianza respecto de todas esas abstracciones que atribuyen a «los» alemanes, «los» rusos o «los» ingleses propiedades o cualidades nacionales típicas… por lo general desfavorables, claro está. Que yo sepa, fue mi amigo Walter Robert Corti el primero que realizó un intento serio de oponerse a la agresión entre naciones fomentando las amistades internacionales. En su célebre aldea para niños de Trogen, Suiza, viven juntos muchachos de todas las nacionalidades posibles, en amistosa convivencia. ¡Ojalá este intento halle imitadores en gran escala!

Lo que se necesita es movilizar el entusiasmo por causas generalmente reconocidas por todos los seres humanos como valores de orden supremo, independientemente de toda lealtad nacional, cultural o política. Ya llamé la atención hacia el peligro de definir un valor mediante una petición de principio. Un valor no es de ningún modo cualquier objeto al cual pueda adherirse por troquelado y condicionamiento precoz la reacción instintiva del entusiasmo militante. E inversamente, el entusiasmo militante puede adherirse a prácticamente cualquier rito o norma social institucionalizada y hacerlos parecer valores. La lealtad sentimental a una norma institucionalizada no la convierte en valor, porque, si así fuera, aun la guerra técnica moderna sería un valor. Recientemente, J. Marmor ha subrayado el hecho de que, incluso en la actualidad, «los libros de historia de todas las naciones justifican sus guerras por valientes, justas y honrosas». Esta glorificación lleva dejos de patriotismo y de amor a la patria. Las virtudes como el heroísmo y el valor militar se consideran «viriles» y se asocian tradicionalmente a las acciones guerreras. En cambio, la evitación de la guerra y la búsqueda de la paz suelen considerarse acciones propias de afeminados, cobardes y débiles, deshonrosas y subversivas. Se glorifican y disimulan las realidades brutales de la guerra mediante innumerables relatos de heroísmo y gloria y nadie toma en cuenta las raras advertencias de algún general como Sherman: «Le guerra es un infierno y su gloria, tonterías.» Estoy enteramente de acuerdo con el doctor Marmor cuando habla de los obstáculos psíquicos que se oponen a la eliminación de la guerra en tanto que institución social y cuenta entre ellos el insidioso efecto de los juguetes y los juegos guerreros, que preparan todos el terreno para la aceptación psicológica de la guerra y la violencia. Creo como él que la guerra moderna se ha convertido en institución y comparto su optimismo en creer que, siendo una institución, la guerra puede ser abolida.

No obstante, pienso que debemos tomar en cuenta el hecho de que el entusiasmo militante tuvo su origen en un instinto defensivo que hizo a nuestro ancestro prehumano sacar la mandíbula al mismo tiempo que se le erizaban los pelos, y que las situaciones clave estimulantes que todavía lo desencadenan llevan la marca de su origen. Una de las más eficaces de esas situaciones es la existencia de un enemigo contra el cual se hayan de defender los valores culturales. El entusiasmo militante se parece peligrosamente en un aspecto al grito de triunfo de los gansos y a normas de comportamiento instintivo análogas en otros animales. El lazo social que une el grupo está en relación estrecha con la agresión dirigida contra los extremos. En los humanos también, el sentimiento de ser todos uno (tan importante para servir una causa común) se refuerza considerablemente en presencia de un enemigo determinado y amenazador que es posible odiar. También es mucho más fácil lograr que la gente se identifique con una causa común, sencilla y concreta, que con una idea abstracta. Por todas estas razones, la tarea de los jefes que convencen a los jóvenes y los transforman en militantes es envidiablemente fácil. Debemos aceptar el hecho de que en la URSS como en China, la joven generación sabe muy bien por qué lucha, mientras que en nuestra cultura se buscan en vano causas dignas de entusiasmo. El que muchos jóvenes norteamericanos se hayan identificado recientemente con los derechos de los negros norteamericanos es una excepción digna de nota, aunque el fervor con que lo hicieron tiende a acentuar la habitual falta de entusiasmo por otras causas, no menos justas e importantes, como la prevención de la guerra en general. Los factores de guerra tienen hoy las mejores probabilidades de provocar el entusiasmo militante por la posibilidad que se les ofrece de modelar el señuelo a su antojo.

Véase como se vea, el defensor de la paz lleva la peor parte: Todo aquello por lo que vive y labora, todos los objetivos superiores que persigue, son o deberían ser determinados por su responsabilidad moral, y eso presupone una gran cantidad de conocimientos, de comprensión verdadera. Nadie puede, pues, sentir entusiasmo por ellos si no posee cierta cultura. El único valor que no puede ponerse en duda y que puede ser apreciado independientemente de toda moral racional o toda educación es el vínculo de amor y amistad humanos, fuente de toda bondad y caridad y que representa la gran antítesis de la agresión, verdaderamente, el amor y la amistad caracterizan mucho mejor todo lo que es bondad que la agresión todo lo que es maldad, ya que sólo por error se la considera una pulsión destructora y mortífera.

La tercera medida que puede y debe tomarse inmediatamente para evitar los destructores efectos de uno de los más nobles instintos del hombre consiste en el dominio inteligente y con sentido critico de la reacción tratada en el capítulo anterior con el nombre de «entusiasmo militante». Tampoco en esto debemos avergonzamos de aprovechar las experiencias de la demagogia habitual y aplicar al bien y a la paz lo que a ellos les sirve para menar a la guerra. Como sabemos, a la situación estimulante que desencadena el entusiasmo pertenecen tres condiciones, variables independientemente unas de otras. La primera es tener algo que defender, que para el hombre sea un valor; en segundo lugar, un enemigo que ponga en peligro ese valor; y en tercer lugar, compañeros sociales que piensen igual que uno y que también estén dispuestos a defender el valor amenazado. Un factor menos necesario puede ser también el jefe o caudillo que llame a la lid «sagrada». Ya dijimos también cómo esos papeles del drama pueden ser representados por figuras muy diversas, concretas o abstractas, animadas o inanimadas. El del entusiasmo, como el desencadenamiento de muchas reacciones instintivas, obedece a la regla llamada de la suma de estímulos, según la cual los diversos estímulos desencadenadores se suman en su efecto, de modo que la debilidad e incluso la ausencia de uno puede ser compensada por la mayor efectividad de otro. Por eso es posible provocar el entusiasmo verdadero por algo valioso sin despertar necesariamente la enemistad contra un antagonista, real o fingido.

La función del entusiasmo se asemeja en vanos respectos a la del grito de triunfo en los gansos silvestres y a comportamientos instintivos análogos de otros animales, que se componen de la fuerte acción del vínculo social entre los vinculados o coligados y de agresión contra el enemigo. En el capítulo III expliqué cómo mientras es indispensable la figura hostil con la menor diferenciación de aquellas acciones instintivas, como en los cíclidos y los patos tadornas, en estados de mayor evolución, como en los gansos silvestres, ya no es necesaria aquella figura para mantener la cohesión del grupo y su acción conjunta. Yo quisiera creer y esperar que la reacción de entusiasmo de los hombres hubiera alcanzado la misma independencia respecto de la agresión primitiva, o que estuviera a punto de alcanzarla.

De todos modos el simulacro de enemigo, el espantajo, es todavía un medio muy eficaz empleado por los demagogos para fomentar la unidad y el sentimiento entusiasta de cohesión, y las religiones militantes han sido siempre las que más éxitos políticos han tenido. No es, pues, nada fácil fomentar el entusiasmo de muchas personas por los ideales de paz sin servirse de un simulacro de enemigo con no menor eficacia que los factores de guerra.

El pensamiento que primero podía ocurrírsele a uno, que es el de utilizar al diablo como espantajo y azuzar a los hombres contra el «Malo», fue considerado de plano peligroso incluso por hombres de mente muy elevada. Malo es por definición todo aquello que pone en peligro lo bueno, o sea lo que sentimos como valor. Y como para el científico los valores supremos son los descubrimientos, el peor no valor es para él todo cuanto se oponga al conocimiento y a su difusión. Yo mismo tal vez me dejaría inducir por las peligrosas insinuaciones de mi agresividad al ver la personificación del mal en ciertos filósofos que desprecian las ciencias naturales, y en particular a los que niegan la evolución. Si no supiera nada de la fisiología de la reacción entusiasta y del automatismo (de índole semejante a la de los reflejos) de sus manifestaciones, quizá estaría en peligro de dejarme arrastrar a una guerra de religión contra los científicos que opinan de modo contrario al mío. Para eso, más valdría renunciar a toda personificación del mal. Pero aun sin eso, la acción unificadora del entusiasmo podría conducir a la enemistad entre dos grupos cuando cada uno de ellos es partidario declarado de un ideal bien definido y circunscrito y solamente con él se «identificaba», y empleo aquí la palabra en su sentido tradicional, no en el psicoanalítico. Con razón ha dicho J. Hollo que en nuestros tiempos son peligrosas las identificaciones nacionales, porque sus fronteras están demasiado marcadas y hacen sentir frente a «los rusos» de un modo «enteramente norteamericano», y viceversa. Si uno conoce muchos valores y en virtud de su entusiasmo por ellos se siente de acuerdo con todos los hombres que al igual que él aman la música, la poesía, las bellezas de la naturaleza, la ciencia, etc., etc., sólo puede dirigirse con reacciones combativas sin inhibiciones a las personas que no entran en ninguno de esos grupos. Es necesario, pues, aumentar el número de tales identificaciones, y eso solamente puede hacerse mejorando la cultura general de la juventud. El amor por los valores humanos se aprende en la escuela y en el hogar. Sólo esos valores hacen un hombre del hombre y no sin razón se llama humanidades o estudios humanísticos a cierto género de formación. Y así, los valores que parecen a millones de años luz de la lucha por la vida y de la política pueden ser salvadores. Para ello no es necesario, ni siquiera deseable tal vez, que las personas de las diversas sociedades, naciones y partidos sean educadas para aspirar a los mismos ideales. El modesto traslape de los modos de ver los valores exaltantes y que merecen ser defendidos puede aminorar los odios entre pueblos o bandos y fomentar la paz y la felicidad.

Estos valores pueden, según los casos, ser de índole muy especial. Yo estoy convencido, por ejemplo, de que los hombres que desde cada lado de la gran cortina se juegan la vida por la gran aventura de la conquista del espacio cósmico se respetan mucho unos a otros. Con toda seguridad se conceden que cada quien lucha por valores reales. Y con toda seguridad, los vuelos espaciales son muy benéficos en este sentido.

Hay sin embargo dos empresas más altas y colectivas de la humanidad en el sentido más verdadero de la palabra, a las que toca dentro de un marco más amplio la tarea de poner de acuerdo a partidos o naciones sin relaciones unos con otros, y aun enemigos en lo tocante a los mismos valores, y unificarlos en un mismo entusiasmo. Se trata del arte y de la ciencia. El valor de uno y otra es aceptado por todos, y ni siquiera a los demagogos más audaces se les ha ocurrido hasta ahora calificar de despreciable o «degenerado» todo el arte de un partido o de una cultura atacados por ellos. La música y las artes plásticas obran además libres de las barreras lingüísticas y eso les permite decir a las personas que se hallan a un lado del telón que al otro lado hay también gente que ama el bien y la belleza. Mas para eso el arte debe seguir siendo apolítico. Bien sabidas son las terribles consecuencias que tiene el arte dirigido por una tendencia política.

La apreciación general de la música negra es quizás un paso importante hacia una solución de los candentes problemas raciales de los Estados Unidos. Desposeídos estos de su libertad y consumada la destrucción de sus tradiciones culturales propias, el orgullo y los prejuicios raciales han hecho todo lo posible para no permitirles el acceso a las culturas occidentales ni a las normas sociales fundamentales. El único valor cultural de que no fue posible despojarlos por entero fue la música. La incontestable capacidad creadora de los músicos y compositores negros pone fuertemente en duda —por no decir otra cosa— la falta de capacidad creadora que algunos atribuyen a esa raza.

El arte está llamado a crear valores supranacionales y suprapolíticos que ningún grupo mezquinamente nacional o político pueda negar y si se deja uncir a un objetivo político cualquiera incumple su misión. Para cualquier clase de arte, sea esta poesía o pintura u otra, ponerse al servicio de una propaganda significa un grave error y en definitiva, el autoaniquilamiento. Por fortuna la música, que, si bien es perfectamente capaz de excitar el entusiasmo militar no puede especificar la tarea merecedora de apasionamiento, escapa a ese sino. Y el más chapado a la antigua de todos los feudales aristócratas puede apreciar la arrebatadora belleza de la Marsellesa por más que la letra de ese himno pida que se emplee la sangre de los nobles como fertilizantes de los campos franceses (qu’un sang impur abreuve nos sillons).

La ciencia tiene en común con el arte el crear un valor indiscutido, que tiene su fundamento en sí mismo intrínseco, independiente de la militancia o de las ideas personales. Al contrario que el arte, no es directamente comprensible y por eso casi sólo puede tender un puente entre unos cuantos individuos que tienen un entusiasmo común, pero que así resulta tanto más firme. Sobre el valor relativo de las obras de arte se pueden tener distintas opiniones, aunque también se puedan distinguir en ellas lo verdadero y lo falso. Pero en la ciencia, estas palabras tienen un sentido más estricto. No son las opiniones de las personas, sino los resultados de posteriores investigaciones los que dicen si una afirmación corresponde o no a la realidad.

A primera vista parece imposible entusiasmar a mucha gente en la actualidad por los valores abstractos de la verdad científica, que parece un concepto demasiado ajeno a las cosas de este mundo, mezquino y poco práctico, para competir con los señuelos que, como la ficción de la amenaza a nuestra sociedad y del enemigo amenazante, en manos de expertos demagogos hasta ahora siempre fueron infalibles para provocar el entusiasmo colectivo. Pero un examen más acucioso hará dudar de este modo de ver tan pesimista. La verdad no es ficción, al contrario que los señuelos mencionados. La ciencia no es otra cosa que la aplicación del entendimiento humano normal, y para todo lo demás puede considerarse ajena a las cosas de este mundo. Es mucho más fácil decir la verdad que tejer una serie de mentiras que no se delaten por contradicciones internas. «La razón y el buen sentido no necesitan mucho arte».

Más que ningún otro bien cultural, la verdad científica es propiedad colectiva de toda la humanidad. Y lo es porque no la hace la mente humana, como el arte o la filosofía (porque esta también es poesía, en el sentido más alto y noble del vocablo griego hacer, crear). La verdad científica es algo no creado por el cerebro humano y conquistado, arrancado por la fuerza, a la realidad externa, ajena a lo subjetivo. Como esta realidad es la misma para todas las personas, los resultados de la investigación científica siempre concuerdan, cuando son correctos, a un lado y otro de la cortina de hierro o de otras cortinas. Cuando un científico (a veces inconscientemente y de buena fe) falsea por poco que sea los resultados de la investigación para hacerlos concordar con sus ideas políticas, la realidad le opone un no rotundo, porque los resultados fallarán a la hora de aplicarlos en la práctica. Hubo por ejemplo en el Este hace unos años una escuela de genetistas que por motivos visiblemente políticos, esperamos que inconscientes, afirmaba haber demostrado la trasmisión por herencia de los caracteres adquiridos. Para todos los que creen en la unidad de la verdad científica esto era profundamente inquietante. Hoy ya todos los genetistas del mundo son de la misma opinión y aquella teoría está olvidada. Solamente es esta una victoria parcial, sin duda; pero es una victoria de la verdad y que autoriza un mayor entusiasmo. Es innecesario hablar del valor de la medicina y de su estimación general. La inviolabilidad de la Cruz Roja es quizás la única ley más o menos respetada por todas las naciones.

La educación en el sentido de una simple trasmisión de conocimientos no es sino una de las condiciones necesarias para la apreciación real de esos y otros valores éticos. Otra condición no menos importante es que ese conocimiento, con sus consecuencias éticas, se trasmita a la joven generación de modo que esta pueda identificarse con tales valores. Ya he mencionado (los psicoanalistas lo saben desde hace mucho tiempo) que, para hacer posible la trasmisión de los valores, debe haber relaciones de confianza y respeto entre las generaciones. He dicho asimismo que la cultura occidental, aun sin el peligro de la guerra atómica, está más inmediatamente amenazada por el peligro de la descomposición, porque no consigue trasmitir a los jóvenes sus valores culturales, ni siquiera los éticos. A muchas personas —y probablemente a todas las que se dedican a la política— mi esperanza de aumentar las probabilidades de paz eterna suscitando en los jóvenes un entusiasmo militante por los ideales de la ciencia, el arte, la medicina, etc., les parecerá muy poco realista y aun ilusoria. Ellos dirán que los jóvenes son hoy muy materialistas y están llenos de escepticismo por todos los ideales en general y por los que provocaron el entusiasmo de sus mayores en particular. Y yo responderé a esto que efectivamente así es, pero que los jóvenes tienen muy buenas razones para tomar tal actitud, porque las ideas culturales y políticas caducan hoy con pasmosa rapidez, y a ambos lados de la cortina separatoria pocas son las que todavía se mantienen vigentes. Para un observador extraterrestre, la cuestión de saber si será el capitalismo o el comunismo quien venza en la tierra resultaría secundaria. De cualquier modo, las diferencias entre estas dos ideologías están desapareciendo a gran velocidad. Para semejante observador, lo que importaría más que nada a la humanidad seria impedir que su planeta se hiciera demasiado radioactiva para los seres vivos, y a continuación, evitar que la «explosión» demográfica resulte aún más perjudicial que la explosión de «la Bomba». Aparte del evidente arcaísmo de la mayor parte de lo que se tiene por ideales, hay otras causas que justifican la negativa de la juventud a aceptar las costumbres y normas sociales que se les entregan. Estoy perfectamente convencido de que los «jóvenes coléricos» de nuestra civilización occidental tienen el derecho de enojarse con la generación anterior, y no me extraña que sean escépticos hasta el punto de volverse nihilistas.

Nos quejamos del prosaísmo y la materialidad de nuestra época y del hondo escepticismo de nuestra juventud. Yo creo y espero que uno y otro se deben a la sana defensa contra los ideales fabricados, contra los simulacros para desencadenar el entusiasmo, en cuya trampa tantas personas, y sobre todo jóvenes, cayeron últimamente. Yo creo que debería utilizarse precisamente este prosaísmo para predicar las verdades que se pueden demostrar con cifras, aunque tropiecen con un duro escepticismo, porque ante ellas todo el mundo está obligado a ceder. La ciencia no es ningún misterio ni ninguna magia negra, sino que se puede aprender con métodos simples. Yo creo que son precisamente los prosaicos y escépticos los susceptibles de entusiasmarse por la verdad demostrable y todo lo que entraña.

Yo no estoy, ciertamente, proponiendo que toda la población de la tierra se dedique a los estudios científicos. Pero la educación científica bien podría generalizarse lo suficiente para que ejerciera una influencia decisiva en las normas sociales aprobadas por la opinión pública. No hablo aquí de la influencia que podría ejercer el mejor conocimiento de las leyes biológicas que rigen nuestro propio comportamiento —no tardaré en hablar de ello— sino solamente del benéfico efecto que tendría en general una educación científica. Es raro que la disciplina propia del pensamiento científico no infunda al hombre bueno, aparte de su inveterada costumbre de honestidad, la estimación por el valor que la verdad científica tiene en sí. La verdad científica es una de las mejores causas a defender. Y aunque por fundarse en hechos irrebatibles pueda parecer menos exaltante que la belleza artística o que tantos otros ideales antiguos rodeados por el prestigio de lo mítico y romántico, no deja de ser superior a todos los demás por su incuestionabilidad y su absoluta independencia respecto de todo compromiso cultural, nacional o político.

Si un valor es ético en el sentido de que su contenido puede pasar la prueba de la interrogación categórica de Kant, la identificación entusiasta con ese valor hará de antídoto contra la agresión de índole nacional o política.

Pero prosigamos con las ideas que suscita el doctor Hollo. Supongamos que un hombre, sean cualesquiera sus obligaciones o compromisos nacionales o políticos, se identifique además con otros ideales que no sean nacionales ni políticos. Aunque patriota (como lo soy), y aun sintiendo una rotunda hostilidad contra otro país (que no es mi caso), de todos modos no podría desear de todo corazón la destrucción de tal país si comprendiera que vivían en él personas que como yo laboraban con entusiasmo en el campo de las ciencias inductivas, veneradores de Charles Darwin y celosos propagandistas de la verdad de sus descubrimientos; y que también había allí gente que compartía mi admiración por Miguel Ángel, por el Fausto de Goethe, o por la belleza de los bancos de coral, o por la protección de los animales silvestres, y así sucesivamente, por toda una serie de entusiasmos secundarios. Me resultaría imposible odiar sin reservas a un enemigo que compartiera siquiera una de mis identificaciones con valores culturales y éticos.

El número de ideales culturales y éticos con los cuales se puede sentir identificada la gente a pesar de su pertenencia a una nación o un partido está naturalmente en proporción directa con su repugnancia a obedecer al llamado de cualquier mezquino entusiasmo nacional o político. Únicamente la educación de toda la humanidad podría aumentar el número de los ideales con los cuales puede identificarse el individuo. La educación sería así más «humanista», dando a esta palabra un sentido nuevo y más amplio.

Es preciso que los ideales humanistas de este tipo sean cada vez más reales y vivos para poder rivalizar en la estima de los jóvenes con todas las situaciones estimulantes románticas y prestigiosas que son primordialmente más eficaces en el desencadenamiento de la antigua reacción del entusiasmo militante que hace alzar la mandíbula y erizarse el vello. Mucha inteligencia y mucha comprensión serán necesarias, tanto por parte del educador como del educando, antes de que se logre ese fin. Claro está que algo de la aridez académica inevitablemente inherente a los ideales humanistas podría impedir para siempre que el común de los mortales reconociera su valor, si no fuera por un aliado nada árido que el cielo ha dado al hombre: el humor, facultad tan específicamente humana como el lenguaje o la responsabilidad moral y que en su forma más evolucionada parece hecha a propósito para permitimos discernir lo verdadero de lo falso.

Ciertamente, uno puede entusiasmarse por la verdad abstracta, aunque no deje de ser un ideal arduo y nada ameno a veces y es bueno apelar para su defensa a otro modo más ameno de comportamiento humano: la risa. La risa se asemeja en muchos aspectos al entusiasmo, en su carácter de comportamiento instintivo, así como en su procedencia filogenética de la agresión y, sobre todo en su función social. Así como el entusiasmo compartido por un mismo valor, la risa en común a propósito de cualquier cosa crea un sentimiento de compañerismo fraternal. La risa franca en compañía es premisa a veces de verdadera amistad y aun un primer paso hacia ella.

La risa no es solamente una franca expresión de humor, sino que con toda probabilidad proporciona también la base filogenética sobre la cual ha evolucionado este. En tres cosas se parecen, pues, la risa, el entusiasmo militante y el ceremonial del grito de triunfo de los gansos: los tres son pautas del comportamiento instintivo, los tres derivan del comportamiento agresivo y contienen todavía algo de su primitiva motivación y los tres cumplen una función social semejante. Como decíamos en el capítulo V dedicado a la costumbre, la ceremonia y la magia, la risa nació probablemente por ritualización de un ademán de amenaza reorientado, al igual que el grito de triunfo de los gansos. Como este y como el entusiasmo, la risa crea, además de la unidad entre los participantes, un poco de agresividad contra los excluidos. Si uno no puede reír con los que ríen, se siente extraño, fuera del grupo, aunque la risa no vaya dirigida contra él y aun contra nada en particular. Pero cuando no es así y la risa va contra uno cuando se ríen de él, el elemento agresivo y al mismo tiempo la analogía con ciertas formas del ceremonial del grito de triunfo aún resultan más claros.

Pero en un sentido más elevado, la risa es más específicamente humana que el entusiasmo. Formal y funcionalmente ha llegado en su evolución más alto que el ademán de amenaza, que todavía está contenido en ambos modos de comportamiento. Pero al contrario del entusiasmo, en los grados más intensos de la risa no hay el peligro de que aparezca la agresión original y que se convierta en ataque efectivo. Los perros que ladran a veces también muerden, pero los hombres que ríen nunca disparan. Y si las coordinaciones motrices son más espontáneas e instintivas que las del entusiasmo, por otra parte sus mecanismos desencadenadores son más selectivos y controlables por la razón humana. La risa jamás quita el sentido crítico; en cambio, el entusiasmo hace perder al hombre el dominio de si mismo.

Mas la risa puede transformarse en un arma crudelísima y muy dañina cuando hiere injustamente a un ser humano indefenso: reírse de un niño es criminal. El dominio infalible que la razón tiene sobre la risa nos permite aplicarla de un modo que haría el entusiasmo muy peligroso, dadas su ausencia de sentido crítico y su seriedad animal: azuzarla a conciencia y con toda intención contra un enemigo. La risa y el entusiasmo son como los perros bravos, que uno puede lanzar contra quien se le antoje. Pero mientras la risa siempre está sometida a la razón, por bárbara y dolorosa que sea, el entusiasmo siempre amenaza con soltarse y volverse contra su amo.

El enemigo contra el cual conviene azuzar a la risa es una forma concreta de mentira. Pocas cosas hay en el mundo que tanto merezcan ser consideradas decididamente malas y merecedoras del aniquilamiento como la invención de una causa, artificialmente fabricada, para provocar el entusiasmo militante y la adoración, y pocas cosas hay en el mundo tan endemoniadamente cómicas como su desenmascaramiento súbito. Cuando el patetismo fingido da un tropezón y pierde los coturnos, y cuando el hinchado pretencioso revienta estruendosamente, como un globo pinchado por un espíritu festivo, debemos soltar libremente la carcajada que tan a maravilla desencadena este género de súbita baja de tensión; Es una de las pocas acciones instintivas del hombre que la auto interrogación categórica aprueba por completo.

El filósofo y escritor católico G. K. Chesterton formuló una vez la sorprendente opinión de que la religión del porvenir se basará en buena parte sobre una forma superior y más sutil de humorismo. Tal vez esto sea un poquito excesivo, pero para no ser menos paradójicos podemos decir nosotros que en la actualidad no se toma el humor suficientemente en serio. Yo creo que es una potencia benéfica que en los tiempos actuales está de parte de la moral responsable, tan recargada de trabajo. Y creo que esta potencia no sólo está en evolución cultural, sino también en desarrollo filogenético.

La responsabilidad no solamente aprueba los efectos del humor, sino que halla en él un firme apoyo. Según la definición del Concise Oxford Dictionary la sátira es un poema dirigido contra los vicios y las locuras reinantes. Su fuerza persuasiva estriba en su atractivo y en que puede hacerse escuchar por oídos que el escepticismo y la experiencia de la vida hacen sordos a todo sermón declaradamente moralizante. Es decir: la sátira es la forma de predicar apropiada para nuestra época.

Si, al ridiculizar los ideales insinceros, el humor es un aliado poderoso de la moral racional, todavía lo es más cuando opera en el sentido de la auto ridiculización. Hoy ya no podemos tolerar a los pedantes e hipócritas porque esperamos que cualquier humano inteligente tenga sentido del humor y de ser él mismo ridículo en algunas cosas. Un hombre que se toma absolutamente en serio no nos parece cabalmente humano, y este sentimiento tiene un fondo muy sano. Lo que los alemanes llaman tan acertadamente tierischer Ernst (seriedad animal) es siempre un síntoma de megalomanía, y aun sospecho que una de sus causas. La mejor definición del hombre es que es el único ser capaz de reflexionar, o sea capaz de verse dentro del marco del universo que lo rodea. El orgullo es uno de los principales obstáculos que nos impiden vemos tales y como somos en realidad, y el fiel servidor del orgullo es la falsa idea que uno se hace de sí mismo, o sea el no verse uno como es. Estoy convencido de que un hombre con suficiente sentido del humor no corre peligro de sucumbir a ilusiones demasiado halagadoras acerca de sí mismo. Es imposible que no vea cuán necio y vanidoso sería si lo hiciera. Creo que una percepción realmente sutil y aguda de los aspectos risibles de nuestra propia persona es el mejor aliciente del mundo para que seamos sinceros con nosotros mismos, y este es uno de los primeros postulados de la moral razonante. Hay entre el humor y la interrogación categórica un asombroso paralelismo, ya que ambos tropiezan con incompatibilidades e incongruencias lógicas. Obrar contra la razón no sólo es inmoral sino a veces también divertido… y esto es bastante divertido. El primero de todos los mandamientos debería ser «No engañarse a sí mismo». Y la capacidad de obedecerle está en proporción directa de la capacidad de ser sincero y leal con los demás.

… Importa poco saber si esta mayor eficacia del humor se debe a que la tradición cultural lo haga respetar cada vez más o a que, gracias a la filogénesis, la pulsión instintiva de la risa tenga pujanza. Es probable que ambos procesos operen al mismo tiempo. De todos modos, no cabe dudar de que el humor se está haciendo rápidamente más eficaz, más penetrante y más sutil en el desenmascaramiento del engaño y la insinceridad. Tal es por lo menos mi opinión. Para mí, el humor antiguo era menos eficaz, menos penetrante y menos sutil. Charles Dickens es el escritor satírico más antiguo cuya pintura de la naturaleza humana me haga todavía reír de verdad. Yo entiendo perfectamente contra qué «vicios y locuras reinantes» van dirigidas las sátiras de los romanos de la Antigüedad o de Abraham a Santa Clara, pero no me hacen reír. Sería en extremo revelador un estudio histórico sistemático de las situaciones estimulantes que hicieron reír a la gente en las distintas épocas.

Creo que el humor ejerce en el comportamiento social del hombre una influencia en cierto modo análoga a la de la responsabilidad moral, porque tiende a hacer de nuestro mundo un lugar más sincero, y por lo tanto mejor. Creo que esta influencia aumenta rápidamente y que, entrando cada vez más sutilmente en nuestros razonamientos, se mezcla más íntimamente a ellos, y con efectos todavía más cercanos de los de la moral. En este sentido, estoy absolutamente de acuerdo con la sorprendente declaración de Chesterton.

De la exposición de lo que sabía he ido pasando gradualmente a la descripción de lo que me parece muy verosímil y, finalmente, en las últimas páginas, a la confesión de lo que creo. Esto también le está permitido al que estudia la naturaleza con ánimo científico.

Yo creo, para decirlo de una vez, en la victoria final de la verdad. Esto seguramente parecerá un poco pretencioso, pero pienso de verdad que esta victoria es muy probable. Y diría que es inevitable, a menos que la humanidad se suicide en un futuro próximo, cosa que también es posible. Más de no ser así, bien puede predecirse que las verdades sencillas relativas a la biología humana y las leyes que rigen su comportamiento se convertirán a la corta o a la larga en bien común, aceptado por todos como lo fueron en otro tiempo las verdades científicas más antiguas de que hablamos en el capítulo XII. Al principio, también ellas parecían inaceptables a una humanidad que estaba demasiado pagada de sí misma y cuyo exagerado orgullo herían. ¿Es mucho esperar que el temor de una inminente autodestrucción pueda producir un efecto moderador y enseñarnos a conocemos mejor?

No me parece de ninguna manera utópica la posibilidad de proporcionar a todo ser humano sensato un conocimiento suficiente de los hechos esenciales de la biología, que son efectivamente mucho más fáciles de comprender que el cálculo integral, por ejemplo, o el cálculo del interés compuesto. Además, la biología es una ciencia fascinante, con tal de enseñarla de un modo inteligente, a fin de que el alumno no se dé cuenta de que siendo él mismo un ser vivo, lo que le dicen le concierne directamente. Tua res agitur. La enseñanza hábil de la biología es la única base sobre la cual se pueden edificar opiniones sanas sobre la humanidad y sus relaciones con el universo. Porque hay una antropología filosófica que descuida los hechos biológicos y que ha hecho mucho daño inculcando a la humanidad ese orgullo que no sólo precede a la caída sino que es su causa. Lo que debe considerarse la verdadera «big science» es la simple biología del Homo sapiens.

El conocimiento suficiente del hombre y de su posición dentro del universo determinaría, como ya he dicho, automáticamente los ideales que debemos empeñamos en implantar. Una dosis suficiente de humor inmunizaría al hombre contra los ideales fingidos y fraudulentos. El humor y el conocimiento son las dos grandes esperanzas de la civilización.

Creo que el mayor saber dará al hombre ideales puros y buenos y que el poderío igualmente creciente del humor le ayudará a burlarse de lo falso. Creo que ambos juntos bastan para dar a la selección un sentido más deseable. Muchas propiedades del hombre que desde el paleolítico hasta un pasado reciente eran consideradas virtudes supremas, así como muchos dichos («right or wrong, my country», con razón o sin ella, mi país es lo primero) que todavía hoy son capaces de provocar el entusiasmo militante, parecen ya, al que piensa, un poco peligrosos, y al que tiene vis cómica, para morirse de risa. El efecto habrá de ser favorable. Si en los utos, el más desdichado de los pueblos, la selección pudo en unos cuantos siglos provocar una nefasta hipertrofia del instinto de agresión, bien puede esperarse, sin pecar de optimismo exagerado, que un nuevo género de selección produzca en los pueblos civilizados su reducción a un grado considerable.

Yo no creo que los grandes artífices de la evolución vayan a resolver este problema de la humanidad acabando del todo con la agresión intraespecífica. Esto no correspondería a los métodos que tienen ya probados. Cuando una pulsión comienza a hacerse peligrosa en una situación biológica nueva y a causar daños, no por ello es eliminada totalmente, porque eso significaría renunciar a sus indispensables funciones. Lo que suele suceder es que se crea un mecanismo inhibidor especial acomodado a la nueva situación para impedir los efectos nocivos de la pulsión. En la filogénesis de muchos seres, la agresión fue inhibida para hacer posible la cooperación pacífica de dos o más individuos, y así surgió el vínculo del amor y la amistad personales, sobre el cual está edificada también nuestra organización social. La nueva situación biológica de la humanidad hace indiscutiblemente necesario un mecanismo inhibitorio que impida la agresión efectiva no sólo contra nuestros amigos personales sino también contra todos los humanos, de todos los países e ideologías.

De ahí se deduce la obligación incontrovertible, que es un secreto descubierto observando a la naturaleza, de amar a todos nuestros hermanos humanos, sin distinción de persona. Este mandamiento no es nuevo, nuestra razón comprende bien cuán necesario es y nuestra sensibilidad nos hace apreciar debidamente su hermosura. Pero tal y como estamos hechos, no podemos obedecerlo. Sólo podemos sentir la plena y cálida emoción del amor y la amistad por algunos individuos, y con la mejor voluntad del mundo, y la más fuerte, nos es imposible hacer otra cosa. Pero los grandes artífices si pueden. Y yo creo que lo harán, como creo en el poder de la razón humana, y en el de la selección, Y creo que la razón empujará a la selección por un camino razonable. Creo asimismo que dará a nuestros descendientes en un futuro no demasiado lejano la facultad de obedecer al más grande y bello de todos los mandamientos verdaderamente humanos.