CAPÍTULO IV
LA ESPONTANEIDAD DE LA AGRESIÓN

Du siehst, mit diesem Trank im Leibe

bald Helenen in jedem Weibe[IV].

GOETHE

En el capítulo anterior creo haber demostrado suficientemente que la agresividad de muchos animales respecto de sus propios congéneres no es nada perjudicial a la especie en cuestión, antes bien, es un instinto indispensable para su conservación pero esto no debe inducir al optimismo acerca de la actual situación de la humanidad, sino todo lo contrario. Las pautas innatas de comportamiento pueden ser trastornadas por cualquier cambio, insignificante en sí, de las condiciones del medio. Tan incapaces son de acomodamiento rápido que en circunstancias desfavorables la especie puede desaparecer. Y los cambios que el hombre ha hecho en su propio medio están lejos de ser insignificantes. Si uno pudiera ver sin prejuicios al hombre contemporáneo, en una mano la bomba de hidrógeno y en el corazón el instinto de agresión heredado de sus antepasados los antropoides, producto aquella de su inteligencia e incontrolable este por su razón, no le auguraría larga vida. Y si se considera esta situación como ser humano personalmente interesado, parece una pesadilla y resulta difícil creer que la agresividad sea otra cosa que un síntoma patológico de la decadencia de nuestra cultura contemporánea.

¡Y si esto fuera todo! El conocimiento de que la tendencia agresiva es un verdadero instinto, destinado primordialmente a conservar la especie, nos hace comprender la magnitud del peligro: es lo espontáneo de ese instinto lo que lo hace tan temible. Si se tratara solamente de una reacción a determinadas condiciones exteriores, como quieren muchos sociólogos y psicólogos, la situación de la humanidad no sería tan peligrosa como es en realidad, porque entonces podrían estudiarse a fondo y eliminarse los factores causantes de esas reacciones. Freud podría enorgullecerse de haber sido el primero en señalar lo autónomo de la agresión, y también en demostrar que la falta de contacto social, sobre todo cuando llega al punto de Liebesverlust (pérdida de amor) eran factores que la favorecían mucho. De esta idea justa en sí, han sacado muchos maestros norteamericanos la falsa consecuencia de que bastaría evitarles todas las frustraciones o decepciones y darles gusto en todo para que los hijos fueran menos neuróticos, mejor adaptados al medio y, sobre todo, menos agresivos. Pero un método norteamericano de educación basado en una de tales hipótesis sirvió únicamente para demostrar que la pulsión agresiva, como tantos instintos, surge «espontáneamente» en el corazón del hombre. Así se formaron innumerables niños desvergonzados y cabalmente insoportables; cualquier cosa menos no agresivos. El aspecto trágico de esta tragicomedia apareció cuando los muchachos salieron del seno de su familia y en lugar de la tolerancia de sus padres se hallaron frente a la dura opinión pública, por ejemplo a su entrada en una universidad. Bajo la presión de una integración social aplicada rudamente, como me han asegurado algunos psicoanalistas norteamericanos, muchos de los jóvenes así educados se convierten en neurópatas. Y según parece, el método todavía no ha sido abandonado totalmente, ya que hace unos años, un colega norteamericano muy considerado que laboraba como huésped en nuestro instituto, quiso quedarse tres semanas más, no por razones científicas, sino sencillamente, y sin comentarios, porque su mujer había invitado a su cuñada a la casa, y los tres hijos de la cuñada eran del tipo «sin frustraciones».

La opinión, completamente errónea, que se enseña de que tanto el comportamiento humano como el animal son de tipo predominantemente reactivo y que aun conteniendo elementos innatos puede modificarse por el aprendizaje, todavía tiene profundas raíces, y difíciles de extirpar por nuestro erróneo entendimiento de principios en sí verdaderamente democráticos, a los que en cierto modo Se opone el hecho de que ya desde la cuna no somos todos tan iguales y que no todos tenemos por derecho propio las mismas perspectivas de llegar a ser ciudadanos ideales. Añádase a esto que durante varios decenios fue la reacción, el «reflejo», el único factor del comportamiento a que dedicaron su atención los psicólogos dignos de ser tomados en serio, que abandonaban a los vitalistas, siempre algo místicos y contempladores de la naturaleza, todo lo «espontáneo» del comportamiento animal.

En el estudio de la conducta, en sentido estricto (etología), fue Wallace Craig el primero en hacer objeto de investigación científica el fenómeno de la espontaneidad. Antes de él había ya William McDougall opuesto al Animal non agit, agitur, de Descartes (inscrito en su estandarte por los psicólogos norteamericanos llamados behavioristas), la divisa suya, mucho más acertada, de The healthy animal is up and doing (El animal sano es activo y hace algo). Pero él mismo tomaba esta espontaneidad como una consecuencia de la fuerza vital mística, cosa que nadie sabía exactamente lo que era. Por lo tanto, no se le ocurrió observar con detenimiento la repetición rítmica de las pautas de comportamiento espontáneas, y menos aún medir los valores liminales de los estímulos desencadenadores de un modo continuo, como lo hizo después su alumno Craig.

Con series de machos de palomas Streptopelia risoria realizó este experiencias en que tenía la hembra separada por períodos cada vez más largos, con el fin de averiguar qué objetos podían todavía provocar la danza de amor del macho. A los pocos días de desaparecer la hembra de su especie estaba el macho dispuesto a cortejar a una paloma blanca de que antes no hiciera ningún caso. Pocos días después consintió en hacer sus caravanas, inclinaciones y arrullos ante una paloma disecada, después ante un trozo de tela enrollada y, finalmente, tras varias semanas de soledad, tomó por objeto de sus movimientos de cortejo un rincón vacío de su jaula, donde por lo menos la convergencia de las aristas ofrecía un punto de fijación óptica. Traduciéndolo al lenguaje de la fisiología puede decirse que en estas observaciones se advierte cómo un comportamiento instintivo no ejecutado durante mucho tiempo —en este caso la danza amorosa— hace bajar el valor liminal de los estímulos que lo desencadenan. Este es un hecho generalmente conocido, y se produce con tanta regularidad que ha pasado al acervo de la sabiduría popular en el dicho «A falta de pan, buenas son tortas», o en este otro, aún más certero: «—¿Quieres a Juan por esposa? —Si no hay otra cosa…». Otro tanto observa Goethe cuando pone en boca de Mefistófeles: «Con este filtro en el cuerpo, pronto verás una Helena en cada mujer»… y si se trata de un Streptopelia risoria, aunque sea en un trapo viejo o un rincón vacío.

El descenso del umbral de los estímulos desencadenadores puede, en casos especiales, llegar incluso al cero, en que el movimiento instintivo de que se trate se «dispara» sin estímulo externo comprobable. Tuve muchos años un estornino, criado en cautividad, que nunca había cazado moscas ni se lo había visto hacer a ninguna otra ave. Durante toda su vida había recibido el alimento en su jaula, en una escudilla que yo mismo le llenaba a diario. Y un día lo vi encima de la cabeza de una estatua broncínea que mis padres tenían en el comedor de su departamento, en Viena. Su conducta era muy extraña. Con la cabeza inclinada, parecía examinar el blanco cielo raso que tenía encima; después sus ojos y los movimientos de su cabeza me parecieron denotar inconfundiblemente que seguía con atención un objeto móvil. Finalmente voló varias veces hasta el techo y se apoderó de algo que yo no podía ver, volvió a su puesto de observación, realizó todos los gestos que hacen las aves cuando matan una presa y pareció deglutir algo. Después se sacudió, como hacen tantas aves en señal de tranquilización y volvió a su posición de descanso. Infinidad de veces me subí a una silla o trepé por una escalera —porque los techos eran altos en la Viena de entonces— para ver las presas que agarraba mi estornino, y nunca vi que hubiera el menor insecto.

La «acumulación» o represamiento de un movimiento instintivo, que se produce al eliminar durante mucho tiempo los estímulos que lo desencadenan, no tiene solamente por consecuencia el incremento de la disposición reactiva, sino que provoca además procesos más profundos, que afectan al organismo entero. En principio, todo verdadero movimiento instintivo al que se niega del modo dicho la posibilidad de una abreacción o descarga tiene la propiedad de inquietar todo el animal y hacerlo buscar los estímulos que la desencadenan. Esta búsqueda, que en el caso más sencillo consiste en correr, volar o nadar de acá para allá desordenadamente, pero en los más complicados puede comprender todos los modos de comportamiento del aprendizaje y el insight o discernimiento inteligente de la situación, es lo que Wallace Craig ha denominado comportamiento de apetencia. Fausto no espera tranquilamente sentado que las mujeres corran hacia él y, como es bien sabido, se arriesga a tomar el temible camino de las Madres para conquistar a Helena.

Siento tener que decir que en pocas pautas del comportamiento instintivo están tan claramente marcados el descenso liminal y el comportamiento de apetencia como precisamente en la agresión intraespecífica. Ya en el primer capitulo vimos ejemplos del primero, como el de la mariposa marina, que a falta de congéneres toma las especies más cercanamente emparentadas por objeto sustitutivo, o como el del ballestero azul, que en la misma situación no solamente ataca a otras especies de Balistidae sino también a peces de especies muy distintas, que nada más tienen en común con la suya el estímulo desencadenador del color azul. En cuanto a los cíclidos en cautividad, de cuya interesantísima vida familiar hemos de volver a ocuparnos con más detalle, una «acumulación» de la agresividad, que normalmente descargaría en los enemigos del territorio vecino, puede fácilmente tener por consecuencia la muerte del cónyuge. Casi todos los acuariófilos que tienen pececillos de estos cometen un error que es casi inevitable: poner en un gran recipiente cierto número de jóvenes de la misma especie para darles la posibilidad de acoplarse en forma natural y sin inhibiciones; y lo consiguen, y llegan a tener en el acuario, de por si demasiado reducido para tantos peces ya adultos, una pareja de enamorados que relucen con sus galas nupciales y que se dedican afanosa y acordemente a expulsar a sus hermanos y hermanas del territorio. Pero como los desdichados no pueden irse, se ponen acobardados y con las aletas hechas tiras junto a la superficie, por los rincones, cuando no nadan como locos a toda velocidad, expulsados de su escondite. Su dueño, humanamente, siente compasión por los perseguidos, pero también por la pareja que acaba de poner huevos y que se preocupa por su progenitura. Entonces saca rápidamente los peces que están de más y deja a la parejita propietaria exclusiva de todo el acuario. Cree haber hecho lo que debía… y en los días no presta mucha atención al recipiente ni a sus habitantes. Cuando, al cabo de unos días, va a visitarlos ve sorprendido y horrorizado que la hembra está muerta y flota hecha pedazos en el agua; y de los huevecillos o los pequeñuelos no se ve ni rastro.

Este triste suceso, que se repite con regularidad cabalmente predecible del modo arriba dicho, sobre todo con el cíclido amarillo de las Indias Orientales y con el pez madreperla del Brasil (Geophagus brasiliensis), puede evitarse fácilmente dejando en el acuario una victima propiciatoria (o sea otro pez de la misma especie), o bien, cosa más humana, escogiendo desde el principio un acuario bastante grande para dos parejas, separadas por un vidrio. Entonces cada pez puede desahogar su cólera con el otro del mismo sexo —casi siempre se ve arremeter hembra contra hembra y macho contra macho— y a ninguno de los esposos se le ocurre descargar con la esposa. Tal vez parezca chiste pero es un hecho que cuando veíamos que un macho empezaba a ponerse brusco con su compañera era un indicio casi seguro de que la separación así instalada estaba cubierta por las algas o había perdido su visibilidad de algún otro modo. Entonces bastaba con limpiar la división entre los dos «apartamientos» para que inmediatamente se produjera un terrible altercado, necesariamente sin consecuencias, entre los vecinos y que al mismo tiempo la calma volviese dentro de cada hogar.

Cosa semejante puede observarse entre los humanos. En el buen tiempo pasado del Imperio austriaco, en que todavía había criadas, vi en casa de una tía mía que había enviudado el siguiente comportamiento, regular y predecible: nunca le duraba una criada más de 8 a 10 meses. Cuando llegaba una nueva, por lo general mi tía estaba encantada, contaba a quien quería oírla las excelencias de la «perla» que había encontrado al fin. Al mes, su entusiasmo había decrecido y descubría en la pobre muchacha imperfecciones mínimas; posteriormente se transformaban estas en grandes defectos, que hacia el final del período mencionado eran ya odiosos; y finalmente, con toda regularidad, acababa por despedirla con un gran escándalo y sin previo aviso. Después de lo cual estaba la anciana lista para encontrar un ángel de bondad en la nueva criada que se presentase.

No tengo la menor intención de burlarme de mi anciana tía, que ya murió hace mucho y era por lo demás una excelente persona. He tenido ocasión de observar exactamente el mismo comportamiento en hombres muy serios y perfectamente capaces de dominarse, y claro que en mí también, forzosamente, en cautividad. La llamada enfermedad polar, cólera de las expediciones o locura del desierto suele apoderarse de preferencia de grupos pequeños de hombres que se hallan aislados y dependen enteramente unos de otros, sin posibilidad de reñir con personas extrañas a su pequeño círculo de amigos, como por ejemplo entre prisioneros de guerra. Por lo dicho se comprenderá que la acumulación de la agresividad reprimida resulta tanto más peligrosa cuanto más íntimamente se conocen, entienden y aprecian los miembros del grupo unos a otros. Puedo por experiencia afirmar que, en tal situación, todos los estímulos desencadenadores de la agresión y del comportamiento combativo intraespecífico sufren una fuerte depresión de sus valores liminales. Subjetivamente se expresa esto por el hecho de que cualquier movimiento expresivo del mejor amigo, como carraspear o sonarse la nariz, provoca reacciones que serían comprensibles si un animalón tabernario le hubiera propinado una bofetada descomunal al ofendido. El conocimiento de la ley fisiológica a que obedece ese fenómeno tan doloroso nos impide ciertamente asesinar al amigo, pero no aminora nuestro sentimiento. Al que es comprensivo no le queda otro remedio que salir de la barraca, la carpa, el iglú o lo que sea donde estén concentrados y dar una patada demoledora a cualquier objeto no muy caro pero que haga mucho ruido. Esto siempre sirve de algo, y es lo que en fisiología del comportamiento se llama movimiento reorientado o desviado, o como dice Tinbergen, una actividad redirected. Más adelante veremos que esta clase de reacción es muy corriente en la naturaleza para evitar los perniciosos efectos de la agresión. Pero el que no sabe o no es comprensivo, mata al amigo. Son cosas que pasan.