CAPITULO VIII
LA MULTITUD ANÓNIMA

Die Masse könnt ihr nur durch Masse zwingen[VII].

GOETHE

La primera de las tres formas de sociedad de donde se desprende como de un fondo sombrío y primigenio nuestra sociedad basada en la amistad personal y el amor es la multitud anónima, forma la más frecuente y sin duda la más primitiva de asociación, que se halla ya en muchos invertebrados, como los cefalópodos y los insectos; pero esto no significa que no se vea también en los animales superiores, y aun en el hombre, que en ciertas condiciones, muy crueles, como por ejemplo el pánico, puede «regresar» a la formación de multitudes anónimas.

No se entiende por «multitud» cualquier acumulación casual de individuos de la misma especie, como por ejemplo cuando se juntan muchas moscas o muchos buitres en torno a una carroña o cuando en un lugar particularmente favorable de la zona de las mareas se instalan en grandes y apretadas masas caracoles o anémonas marinos. Caracteriza la multitud el que los individuos de una misma especie reaccionan unos sobre otros por atracción mutua y se unen en un todo mediante pautas de comportamiento que uno o varios individuos desencadenan en otros. Es propio de la formación de multitudes el que muchos individuos se desplacen en densas formaciones y en la misma dirección.

Las cuestiones de fisiología del comportamiento que plantea la cohesión de multitudes anónimas no sólo son relativas a la actividad de los órganos sensoriales y del sistema nervioso, que operan una orientación, una «taxia positiva», en el sentido de que incitan al individuo a buscar la compañía de sus semejantes, sino también y de modo muy particular en cuanto a la gran selectividad de esas reacciones. Es necesario explicar bien por qué determinado animal desea a toda costa estar en inmediata proximidad de un gran número de congéneres y sólo en caso de extrema necesidad se contenta con animales de otra especie como sustitutos. Esto puede ser innato, como por ejemplo en muchas especies de patos, que reaccionan selectivamente al color de las alas de sus congéneres y los siguen en vuelo, pero también puede deberse a un aprendizaje individual.

No nos es posible dar respuestas satisfactorias a todos los «porqués» que plantea la cohesión de las multitudes anónimas sin antes haber resuelto el problema de los «para qué», en el sentido visto más arriba, o sea en relación con el concepto darwiniano del valor de supervivencia.

Al plantear esta cuestión tropezamos de inmediato con una paradoja: si bien es relativamente fácil hallar una respuesta convincente para la pregunta al parecer insensata de que para qué puede servir la agresión, que es «mala», pero cuya función al servicio de la especie hemos visto en el capítulo III, es en cambio mucho más difícil decir para qué sirve esa acumulación de grandes masas, de multitudes gigantescas de peces, aves y aun mamíferos. Estamos demasiado acostumbrados al espectáculo de tales formaciones y bien podemos, como seres sociales que somos también, ponemos en su lugar y comprender que una sardina, un estornino o un bisonte no se sentirían muy a gusto solos. Por ello no se nos ocurre preguntamos para qué sirve ese fenómeno. Sin embargo, comprenderemos cuán justo sería preguntárselo en cuanto nos imaginemos las evidentes desventajas que implica la formación de grandes masas de animales: la dificultad de alimentarlos a todos, la imposibilidad de enmascarar los, cosa tan estimable en la selección natural, la mayor susceptibilidad a los parásitos, y así sucesivamente.

Podría creerse que un arenque que atravesara solo el océano, un fringilago o paro carbonero que emigrara solo a la llegada del otoño o un lemming (Myodes lemnus) que al llegar el hambre tratara de ir solitario en busca de campos más ricos, tendrían más posibilidades de supervivencia que esas multitudes de animales cuyas apretadas filas puede decirse que provocan su propio exterminio por los cazadores o pescadores que tienen práctica de esos animales. Sabemos que es un instinto imperioso el que hace apelotonarse a esos animales y que la atracción que ejercen los apretados pelotones sobre el individuo o sobre grupos pequeños de individuos aumenta, seguramente en progresión geométrica, con el número de sus componentes.

Para muchos animales, como el fringilago, esto puede ser un mortal círculo vicioso. Cuando las concentraciones normales de invierno de estas aves, por influencia de circunstancias exteriores fortuitas, como una cosecha excepcionalmente buena de hayucos en determinada comarca, sobrepasan considerablemente la cifra acostumbrada, se produce un efecto de bola de nieve muy superior a lo ecológicamente soportable, y las aves mueren de hambre en grandes cantidades. Al pie de los árboles donde dormía uno de esos gigantescos cúmulos de aves, en Suiza, cerca del lago de Thoune, donde tuve ocasión de estudiarlo, hallaba todas las mañanas del invierno de 1951 montones de cadáveres. Los exámenes post mórtem practicados revelaron inequívocamente que la muerte se había debido al hambre.

Yo no creo que sea un círculo vicioso sacar de las grandes desventajas demostrables que entraña la vida en grandes manadas la conclusión de que tal género de vida debe ofrecer en otros aspectos ventajas que no solamente compensen aquellas desventajas, sino que sean lo suficientemente poderosas para ejercer una presión selectiva y que en el curso de la filogenia produjeron los complicados mecanismos de comportamiento que hacen la cohesión de la manada.

Cuando los animales gregarios tienen algo de «armamento», por poco que sea, como las chovas, y los rumiantes o los monos pequeños, se comprende bien que la unión hace la fuerza. No es necesario que la defensa frente al animal de presa o la ayuda a un miembro de la colectividad por el agredido sean de eficacia enorme para que tengan un valor de conservación de la especie. Aunque la reacción social de defensa de las chovas no logre salvar al congénere atacado por un azor, por poco que este prefiera cazar urracas y no chovas y que estas lo molesten suficientemente, la defensa del camarada tendrá un valor muy importante para la conservación de la especie. Otro tanto puede decirse de la «intimidación» que el corzo intenta persiguiendo a los depredadores o del griterío lleno de odio con que una multitud de monitos hostigan al tigre o el leopardo para ponerlos nerviosos desde la seguridad que les ofrecen las copas de los árboles. Principios semejantes fueron los que dieron origen, por una transición fácil de comprender, a las organizaciones defensivas fuertemente armadas de los búfalos, los cinocéfalos y otros campeones de la paz, cuya capacidad de defensa espanta a las fieras más terribles.

Pero ¿qué ventajas puede tener la estrecha unión de una multitud de seres totalmente inermes, como las sardinas y demás pececillos que viven en bancos, o como las enormes bandadas de avecillas migratorias y otros muchos animales por el estilo? Sólo tengo una explicación que proponer, y no lo hago sin vacilar, ya que a mí mismo me parece difícilmente creíble que una sola y mínima debilidad en el comportamiento de los animales cazadores pueda tener consecuencias de tanto alcance para el comportamiento de sus presas. La debilidad a que aludo es que muchos (casi todos) los depredadores que cazan presas aisladas son incapaces de concentrarse en un solo objetivo cuando tienen el campo de visión lleno al mismo tiempo de otras presas de igual valor. Trátese de agarrar en una jaula un solo individuo. Aunque no se quiera coger uno concretamente y la intención sea vaciar la caja, se hará esta sorprendente experiencia: para agarrar uno hay que concentrarse exclusivamente en un solo individuo. Así nos convencemos, además, de cuán difícil es mantener la atención fija en un objetivo nada más, sin dejarse distraer por otro que parece más asequible. El otro pájaro, el que parece más fácil de agarrar, jamás, prácticamente, cae en nuestra mano porque uno no siguió sus movimientos en el par de segundos precedentes y por eso nunca puede predecir cuál será el que haga en el momento siguiente. Aparte de eso, con sorprendente frecuencia echa uno la mano en dirección de la resultante entre dos direcciones que prometían objetivos igualmente tentadores.

Esto es exactamente lo que sucede, según parece, a muchos devoradores cuando se les ofrecen al mismo tiempo muchos objetivos igualmente interesantes. Los experimentos realizados han demostrado que los pececillos rojos o dorados Carassius auratus a quienes se ofrecían más pulgas de agua o más dafnias (¡oh paradoja!) menos cogían. Se conoce el mismo comportamiento en los cohetes automáticamente guiados por radar, que vuelan sobre la resultante entre dos objetivos cuando estos están muy juntos uno del otro y situados simétricamente a ambos lados de la trayectoria del proyectil. Ni el pez de presa ni el cohete tienen la facultad de hacerse intencionalmente ciegos a uno de los objetivos para mejor dedicarse al otro. Es, pues, verosímil que tal sea la razón de que los arenques se formen en compactos batallones, como de que los aviones de caza a reacción que vemos surcar el cielo vuelen en densas formaciones, aunque por mucha práctica que tengan los pilotos eso no deje de presentar peligros para ellos.

Tal vez diga el que no ve las cosas de cerca que mis interpretaciones son un poco traídas por los cabellos; pero tienen en su favor argumentos potísimos. Que yo sepa, no hay ninguna especie animal cuyos individuos vivan en cohesión estrecha y que no se acerquen aún más íntimamente unos a otros cuando les inquieta la sospecha de que el enemigo devorador está cerca. Esto lo hacen sobre todo los animales más pequeños e inermes; e incluso en muchas especies, tal comportamiento es exclusivo de los jóvenes, y los adultos no obran del mismo modo. Hay peces que al acercarse un peligro forman un grupo compacto que da la impresión de ser un solo gran pez; y como muchos de los grandes peces de presa, como por ejemplo la barracuda, se guardan mucho de atacar presas grandes, por miedo de ahogarse, tal comportamiento protector parece perfectamente justificado.

Otro argumento, muy fuerte, en favor de mi interpretación, está en el hecho de que, visiblemente, ninguno de los grandes carnívoros, cazadores de profesión, ataca jamás el corazón de la apretada falange de sus presuntas víctimas. No son sólo los grandes carniceros como el león o el tigre los que, teniendo en cuenta la capacidad defensiva de la presa, lo piensen bien antes de decidirse a atacar un gran búfalo africano en medio de su rebaño, sino que los cazadores menores casi siempre tratan de aislar a un individuo antes de atacarlo en serio. El alcotán y el Falco peregrinus o halcón peregrino tienen una pauta especial de movimientos que sirve exclusivamente para tal fin. W. B. Beebe hizo observaciones análogas en los peces que viven en aguas libres, y vio cómo una gran caballa armada que perseguía un banco de pequeños erizos esperaba pacientemente hasta que uno de los animalejos abandonara sus filas para apresar por su parte una presa mínima. Por lo general, la tentativa terminaba pasando el pez chico al estómago del grande.

Los bandos de estorninos migradores aprovechan visiblemente la dificultad que tienen las aves de presa para apuntar a un objetivo y hacen además todo cuanto está en su mano para disgustarlas de su caza. En cuanto un vuelo de esas aves se halla al alcance de la vista de un alcotán o un gavilán, se apiñan tanto que parece como que no podrían servirse de sus alas. Así formados, empero, los estorninos no huyen ante el ave de presa, sino que se le echan encima y acaban por rodearla por todas partes, exactamente igual que una amiba rodea una partícula de alimento para incorporársela, mediante un espacio vacío que se llama «vacuola». Algunos observadores afirman que así quitan al gran pájaro de presa el aire bajo las alas, de modo que no puede volar, y menos atacar. Naturalmente, esto es algo que no parece tener sentido, pero de todos modos, la aventura es sin duda muy desagradable para el ave de presa y basta para quitarle la costumbre de cazar esos animales, lo cual redunda en el sentido de la conservación de la especie.

Según algunos sociólogos, la familia es la forma de cohesión social más primitiva y de ella salieron en el curso de la filogenia todas las formas de la vida en sociedad que hallamos en los seres superiores. Esto puede ser cierto en determinadas condiciones en lo relativo a insectos sociales, por ejemplo, como las abejas, las hormigas y los termes, así como ciertos mamíferos, entre ellos el hombre y los primates; pero no conviene generalizar. La forma más antigua de la sociedad en el sentido más laxo de la palabra es la formación de multitudes anónimas, de que nos dan el mejor ejemplo los peces en alta mar. Dentro de semejante multitud no hay ninguna suerte de estructura, ni mandantes y mandados, sino una formidable acumulación de individuos semejantes. Ciertamente, estos ejercen una influencia recíproca entre sí, y hay ciertas formas elementales de «comunicación» entre los componentes de ese grupo. Si uno de ellos, habiendo visto un peligro, se da a la fuga, comunica su miedo a todos los demás que lo han visto. ¿Qué dimensiones puede alcanzar el pánico en tales condiciones, por ejemplo en un banco de peces? ¿Es posible que el banco entero se contagie y se dé a la fuga? Es esta una cuestión puramente cuantitativa, y la respuesta depende del número de individuos que se asustaron y huyeron y de la intensidad de sus reacciones. La tropa entera puede responder a los estímulos que provocan atracciones, o sea «taxias positivas», aun cuando un solo individuo sea el que las recibe. Basta con que este avance firmemente en determinada, dirección para que le sigan otros peces. Y el que detrás vaya todo el banco es a su vez una cuestión cuantitativa.

El efecto puramente cuantitativo y en cierto modo muy democrático de este tipo de transferencia de motivación («inducción social» entre los sociólogos) hace que un banco de peces sea más difícil de mover cuantos más individuos lo componen y mayor es su instinto gregario. Un pez que por una razón cualquiera se pone a nadar en una misma dirección no tiene más remedio que salir del banco al poco tiempo, hallarse en libertad en el agua, y así quedar expuesto a todos los estímulos que tienden a hacerlo volver al banco. Cuantos más son los peces que se apartan en la misma dirección obedeciendo a algún estímulo externo, más son las probabilidades de que los siga el banco entero. Pero cuanto mayor es el banco y por ende mayor su resistencia a dejarse arrastrar, menos se alejarán sus individuos emprendedores antes de volver al banco como atraídos por un imán. Por eso, un gran banco de pececillos densamente hacinados presenta un lastimoso cuadro de indecisión. Una y otra vez se forma una pequeña corriente de individuos emprendedores que salen de la masa como el seudópodo de la amiba. Cuanto más largos se hacen estos seudópodos, más se adelgazan y más fuerte se hace visiblemente la tensión longitudinal; y por lo general, el avance termina con una fuga precipitada al corazón del cúmulo. Al ver esos esfuerzos fallidos uno se indigna contra la democracia y está a punto de reconocer las ventajas de la política autoritaria.

Pero una experiencia de Erich von Holst, muy sencilla y de gran importancia sociológica, nos demuestra que estamos bastante equivocados. Quitó a un gobio (Phoxinus laevis) la porción anterior del cerebro donde se hallan, por lo menos en esos pececillos, todas las reacciones de adhesión al banco. El gobio operado ve, come y nada como sus congéneres normales, y lo único que lo distingue de estos es que le da perfectamente lo mismo apartarse del banco sin que nadie lo siga. Lo que le falta es la vacilación y la preocupación del pez normal, que por mucho que desee nadar en una dirección determinada, en cuanto ejecuta los primeros movimientos se vuelve hacia sus compañeros y se deja influir por el número de los que le siguen o el de los que no le siguen. Al pez descerebrado por von Holst eso no le preocupaba lo más mínimo; y si veía alimento o cualquier otra cosa atractiva, nadaba con decisión hacia el objetivo y… he ahí que todo el escuadrón lo seguía. Precisamente el defecto del pez operado lo convertía en jefe.

La acción de la agresión intraespecífica al separar y distanciar los animales de la misma especie es contraria al instinto gregario, y la fuerte cohesión y la fuerte agresión se excluyen mutuamente. Pero en troquelados menos extremos, ambos mecanismos de comportamiento pueden avenirse. Incluso en las especies que forman multitudes inmensas, los individuos jamás se acercan más allá de cierto límite unos a otros, y siempre queda entre dos de ellos un espacio mínimo. Los estorninos que a veces se ven ordenadamente posados, como cuentas de un collar, en las líneas del telégrafo, a distancias exactamente iguales unos de otros, dan un buen ejemplo de ello. La distancia entre dos individuos corresponde exactamente a aquella que permitiría a dos animales tocarse con los picos. Inmediatamente después de posarse, los estorninos se hallan a distancias irregulares unos de otros; pero en seguida empiezan a picotearse los que están demasiado juntos, y así siguen hasta que entre todos queda establecida la distancia individual, «prescrita» como la llama acertadamente Hediger. Puede considerarse que el espacio cuyo radio determina la distancia individual es en cierto modo un pequeño territorio mueble, ya que los mecanismos de comportamiento que garantizan su integridad son en principio los mismos que delimitan los territorios de la forma dicha. Hay también territorios verdaderos, por ejemplo los pájaros bobos Sula bassana, que anidan en colonias, y que se reparten los puestos exactamente del mismo modo que los estorninos. El minúsculo territorio de una pareja de estas aves es exactamente el necesario para que dos pájaros vecinos posados en el medio de su territorio, o sea en su nido, apenas puedan tocarse con la punta del pico alargando bien el cuello.

Hemos mencionado, para no omitir nada, que la adhesión a la manada y la agresión intraespecífica no se excluyen del todo. En general, empero, en los casos típicos, los animales gregarios carecen de agresividad y en ellos desaparece por completo la distancia individual. Los peces gregarios que pertenecen al grupo de los arenques y los del grupo de las carpas se apiñan cuando están inquietos, pero también para descansar, hasta el punto de tocarse físicamente unos a otros. Y muchos peces que en la época de la procreación son de comportamiento territorial y muy agresivo, se vuelven de lo más pacíficos el resto del tiempo, y se juntan en grandes bancos. Tal es el caso en muchos cíclidos, gasterósteos, etc., etc. Es frecuente entonces que la coloración denote exteriormente ese humor no agresivo. En muchas especies de aves es costumbre también que en el período no dedicado a la procreación se retiren al anonimato de la enorme bandada, y así lo hacen las cigüeñas, las garzas, las golondrinas y muchísimas aves canoras, cuyas parejas no están unidas por ningún lazo en otoño e invierno.

Pocas son las especies de aves en que, incluso en los grandes bandos migratorios, sigan unidas las parejas las familias. Sucede esto entre los cisnes, los gansos silvestres y las grullas. El gran número de miembros y la estrecha cohesión de esos inmensos tropeles de aves, dificultan, como es de comprender, la vida en común de unos cuantos individuos, a la cual por lo demás estas aves no suelen conceder ningún valor. La forma de asociación es, pues, absolutamente anónima, y a cada individuo le gusta tanto la compañía de un congénere como la de otro. Aquella idea de amistad personal que expresa tan bien la famosa poesía aquella de «Ich hatt’ einen Kameraden, einen bessern find’st du nit»[3] no existe, sencillamente, en esos seres gregarios. Cada camarada es aquí tan bueno como otro; seguramente no puede encontrarse uno mejor, pero también sería difícil encontrarlo peor. Por eso no tiene sentido empeñarse en buscar y preferir un individuo determinado para compañero y amigo.

El lazo que mantiene unida tal tropa anónima es muy diferente de la amistad personal que otorga a nuestra sociedad su fuerza y continuidad. Podría creerse sin embargo que la amistad personal y el amor bien hubieran podido nacer en el seno de una asociación pacífica de ese tipo, idea aún más lógica para nosotros si se tiene en cuenta que la multitud anónima se originó sin duda, filogenéticamente, antes que los lazos personales. Para evitar los malos entendimientos quiero, pues, advertir lo que constituye el tema principal del capitulo onceno: que la formación de bandas anónimas y la amistad personal se excluyen mutuamente, porque la segunda —cosa extraña— siempre va estrechamente unida al comportamiento agresivo. No sabemos de ningún ser capaz de amistad personal y al mismo tiempo incapaz de agresividad. Es particularmente impresionante esto en el comportamiento de algunos animales que solamente son agresivos en la época del amor, y que en el resto del tiempo carecen de agresividad y forman tropeles anónimos. Y cuando esos seres forman lazos personales, los lazos se disuelven al extinguirse la agresividad. Por eso las parejas de cigüeñas, pinzones, cíclidos y otros animales se deshacen al formarse las grandes bandas anónimas de la migración otoñal.

Para nuestra mente humana, la amistad personal es uno de los valores más preciados, y cualquier organización social que no esté montada sobre esa base nos inspira una glacial sensación de inhumanidad. En los dos capítulos siguientes veremos esto con mayor claridad. El hecho es que los sencillos y al parecer inocuos mecanismos de formación de una multitud anónima pueden ser no solamente inhumanos, sino algo verdaderamente terrible. En la sociedad humana, esos mecanismos están más o menos ocultos, y en su lugar aparecen relaciones no anónimas, bien organizadas, entre los individuos; pero hay un caso en que hacen erupción con la fuerza indomeñable de un volcán y dominan por completo al hombre, dando ocasión a un comportamiento que ya no puede denominarse humano. Esta horrible recrudescencia de los antiguos mecanismos del comportamiento gregario se produce en el pánico en masa. Una vez fui testigo involuntario de la rápida aparición y del efecto de bola de nieve que tiene este proceso deshumanizador, y si no me arrastró su torbellino fue gracias a mi conocimiento del comportamiento gregario. Yo había visto venir el peligro antes que los demás y había tenido tiempo de precaverme de mis propias reacciones. No me inspira mucho orgullo recordarlo, sino al contrario, ya que nadie puede tener mucha confianza en su dominio de sí mismo cuando ha visto a hombres más valientes que él, hombres fundamentalmente disciplinados y aplomados, correr ciegamente, en confuso montón, todos en la misma dirección con los ojos exorbitados, la respiración jadeante y pisoteando todo cuanto hallaban al paso, exactamente como solípedos que salen de estampía, y no más que ellos accesibles a los razonamientos.