CAPÍTULO X
LAS RATAS

Zuletzt, bei allen Teufelsfesten

wirkt der Parteihass doch zum beste,

bis in den allerletzten Graus[IX].

GOETHE

Hay un tipo de organización social que se caracteriza por una forma de agresión que hasta ahora no habíamos examinado: la lucha colectiva de una comunidad contra otra. Voy a tratar de demostrar que es precisamente en esta forma social de la agresión intraespecífica donde el mal funcionamiento desempeña el papel de «lo malo» en el sentido propio de la palabra. Por eso, este modo de orden social nos proporciona un modelo capaz de darnos una idea clara acerca de algunos peligros que a nosotros mismos nos amenazan.

En lo relativo a su comportamiento para con los miembros de la propia comunidad, los animales que vamos a estudiar son verdaderos espejos de todas las virtudes sociales. Pero se transforman en unos salvajes en cuanto tienen algo que ver con otra sociedad que no sea la suya.

Las comunidades de este tipo tienen demasiados componentes para que puedan reconocerse individualmente todos; por eso, la pertenencia a una misma sociedad se manifiesta mediante un olor característico, propio de todos sus miembros.

Hace tiempo que se sabe de los insectos sociales, cuyas comunidades constan a veces de millones y millones de individuos, que en el fondo son sus sociedades familias compuestas por los descendientes de una sola hembra o bien de una pareja, fundadores de la colonia. También se sabe hace tiempo que las abejas, los termes y las hormigas de una de esas superfamilias pueden reconocerse mutuamente por el olor característico del panal, del nido o del hormiguero, y que cuando un miembro de una colonia extranjera penetra por inadvertencia en esos lugares, o bien cuando un experimentador humano hace el inhumano experimento de mezclar dos colonias no tarda en haber muertes.

Que yo sepa, fue en 1950 cuando se averiguó que en los mamíferos, y de modo más concreto en los roedores, hay superfamilias que así se comportan. Fueron F. Steiniger e I. Eibl-Eibesfeldt quienes simultáneamente, y de un modo totalmente independiente el uno del otro, hicieron este importante descubrimiento, el uno con el musgaño y el otro con el ratón doméstico. Eibl, que trabajaba entonces con Otto Koenig en la estación biológica de Wilhelminenberg, aplicaba el sano principio de vivir en contacto constante con los animales que quería estudiar, y así no solamente no perseguía los ratones que vivían libres en su barraca, sino que los alimentaba regularmente y con su comportamiento tranquilo y ponderado los amansó a tal punto que se dejaban observar sin obstáculos de muy cerca. Y sucedió un día que se abrió por casualidad un enorme recipiente donde tenía Eibl criando grandes ratones de laboratorio, de coloración oscura y no muy alejados de la variedad silvestre. Cuando estos animales osaron salir de su jaula y se pusieron a recorrer la pieza, los atacaron inmediatamente con gran saña los ratones silvestres que en ella vivían, y les costó encarnizados combates volver a su tranquila jaula, antes prisión, que a partir de ese momento defendieron victoriosamente frente a los ratones silvestres que en ella querían penetrar.

Steiniger puso las ratas noruegas que había cazado en diferentes puntos de un gran cercado, que ofrecía a esos animales condiciones de vida perfectamente naturales. Al principio parecían temerse unos a otros. No estaban agresivos. De todos modos, hubo algunos mordiscos serios cuando los animales se encontraban por casualidad uno frente a otro, sobre todo una vez que se hostigó a dos sobre un mismo borde de la cerca, de modo que se encontraran con cierta violencia. Sólo se hicieron verdaderamente agresivos, empero, cuando empezaron a aclimatarse y a ocupar territorios. Al mismo tiempo empezó la formación de parejas entre ratas noruegas que antes no se conocían, ya que procedían de lugares diferentes. Si se formaban varias parejas al mismo tiempo, los combates consiguientes podían durar bastante; pero si se formaba una pareja con cierto avance, la tiranía de las fuerzas juntas de ambos cónyuges ejercía tan fuerte presión sobre los desdichados cohabitantes del cercado que no les dejaba formar otras parejas. Las ratas noruegas célibes perdían categoría entonces, y la pareja los perseguía incansablemente. Aunque el recinto era de 64 m2, no le hizo falta a aquella pareja más de dos o tres semanas para acabar con todos los demás habitantes, que eran 10 o 12 ratas noruegas fuertes y adultas.

Tanto el macho como la hembra de la pareja victoriosa se manifestaban crueles contra sus congéneres vencidos, pero era evidente que el macho prefería martirizar y morder a los machos y la hembra, a las hembras. Los vencidos no se defendían mucho, únicamente trataban de huir, con desesperado afán, y se dirigían angustiados hacia donde raramente está la salvación para las ratas: hacia arriba. En los lugares donde se juntaban muchos, le fue dado a Steiniger ver con frecuencia ratas noruegas heridas y derrotadas sentadas al sol, sin protección, sobre matorrales y arbustos, jirones sin duda de territorio no ocupado. Sus heridas más frecuentes aparecían en la parte trasera de la espalda y en la cola, o sea allí donde el perseguidor alcanza al fugitivo. Raramente libera la muerte misericordiosa esos animales mediante una súbita herida profunda o una gran pérdida de sangre. Es algo más frecuente la muerte por septicemia, debida sobre todo a lesiones en el peritoneo. Pero, en general, la muerte se debe al agotamiento general y la sobreexcitación nerviosa, con el consiguiente bloqueo de las glándulas suprarrenales.

Observó Steiniger un método especialmente eficaz y pérfido en algunas hembras, verdaderas especialistas del asesinato: «Se acercan lenta y cautelosamente a su víctima —escribe—, para saltar de repente sobre ella cuando más descuidada está, comiendo por ejemplo, y le asestan un mordisco en un lado del cuello, lesionando muchas veces la carótida. En tal caso, la lucha es cosa de segundos. El animal herido de muerte se desangra por dentro, y después se hallan bajo la piel o en las cavidades naturales profusas hemorragias».

El que haya presenciado las sangrientas tragedias que acaban por hacer de una pareja la dueña absoluta de todo el cercado no creería que los descendientes de estos victoriosos asesinos sean capaces de construir, y muy pronto, una sociedad perfectamente tranquila. La amabilidad y aun ternura con que estas hembras tratan a sus hijos, es la misma que se advierte en las relaciones del padre y los abuelos, tíos, tíos abuelos, etc., etc., hasta quién sabe qué generación, con los jóvenes. Todas las madres instalan sus pequeñuelos en un mismo nido y es difícil concebir que cada una de ellas cuide solamente los suyos. Jamás hay combates graves en el seno de esta gran familia, aun cuando se componga de docenas de animales.

En una manada de lobos, cuyos miembros tan bien educados son unos con otros, los jerarcas comen los primeros de la presa común. Pero en una cuadrilla de ratas no hay jerarquía. Todos atacan a una las presas de buena talla, y los más fuertes son los que llevan la parte principal del esfuerzo. Para comer, como dice Steiniger, «los animales más pequeños son los más audaces, y los mayores toleran bastante bien que les arrebaten los trozos de alimento. En lo sexual también, los animales que apenas alcanzan la mitad o los tres cuartos de la talla normal son en todo más vivos y se diría que superiores a los adultos. Es visible que se les conceden todos los derechos, y aun el más fuerte de los adultos los deja hacer».

Dentro de la cuadrilla no se producen combates serios. Si acaso, pequeños encuentros que se resuelven a patadas o coces, jamás mordiendo. Tampoco hay distancia mínima entre los individuos; por el contrario, las ratas son más bien animales de contacto, en el sentido que dice Hediger, de que les gusta sentirse en contacto unos a otros. La ceremonia que indica su disposición al contacto amistoso consiste en deslizarse uno debajo del otro. Lo practican principalmente los animales menores, mientras que los mayores suelen manifestar su afección por los más jóvenes montándoseles encima. Es harto interesante que esta prueba de afecto un poco molesta suele ser la principal causa de disensiones, por lo demás inofensivas, dentro de la gran familia. Cuando un animal joven se pone demasiado pesado queriendo subirse encima o deslizarse debajo de otro mayor ocupado en devorar algo, este suele sacudírselo propinándole un golpe con la pata delantera o una patada con la trasera. Casi nunca se deben estas acciones a los celos ni a la envidia de lo que come el vecino.

Las comunicaciones en el interior de la superfamilia se trasmiten rápidamente mediante transferencia de motivación de un miembro a otro; y lo más importante es que las experiencias adquiridas se trasmiten y conservan por tradición. Cuando las ratas descubren un alimento nuevo, hasta entonces desconocido, es el primer animal que lo encuentra quien, según Hediger, decide si la superfamilia lo comerá o no. «Cuando varios miembros de la banda han examinado un cebo y no lo han aceptado, es seguro que ningún otro miembro se le acercará. Es más, los cebos envenenados que los primeros no han aceptado, los marcan con orina o excremento. Aunque sea bastante arduo depositar los excrementos en lugares difícilmente accesibles por sus condiciones locales, no es extraño hallar los cebos envenenados marcados de ese modo». Pero lo más sorprendente es que el conocimiento del peligro que ese tipo de cebo representa para ellos se lo trasmiten por tradición de una generación a otra y sobrevive así al individuo que tuvo la experiencia. Por eso es difícil la desratización, ya que la rata, que es uno de los más resistentes antagonistas biológicos del hombre, emplea en el fondo los mismos métodos que este, de trasmisión de las experiencias por la tradición y su propagación en el seno de una sociedad muy unida.

Solamente hay un caso en que los miembros de una de estas grandes familias se pelean seriamente, y es un caso interesante y significativo en muchos respectos: se da en presencia de una rata extraña a la gran familia, porque esa presencia provoca una agresividad intraespecífica dentro de la familia. Lo que hacen las ratas cuando un miembro de una familia extraña de ratas va a dar al territorio de las primeras (o cuando el experimentador lo pone entre ellas), es lo más horrible y repugnante que puede imaginarse. A veces el extraño se pasea durante varios minutos, y aun más largo tiempo sin tener idea del espantoso destino que le espera y a todo eso, los residentes siguen en sus ocupaciones como si nada. Hasta que el intruso se acerca lo suficiente a uno de ellos para que le llegue el olor. Inmediatamente, una sacudida eléctrica recorre a este animal residente, y en un abrir y cerrar de ojos, toda la colonia ha recibido, la alarma por el proceso de transferencia de la motivación que en la rata noruega se realiza tan sólo mediante movimientos de expresión y en la rata doméstica con un grito ensordecedor, satánicamente agudo, que repiten a coro todos cuantos miembros de la familia lo oyen. Entonces, con los ojos desorbitados por la emoción y los pelos enrizados, las ratas se disponen a la caza de ratas. Tan Furiosas están que cuando dos de ellas se topan, primero se muerden violentamente, por si acaso. «Luchan así durante 3 a 5 segundos —informa Steiniger—, después se olfatean concienzudamente con el cuello muy estirado y se separan en paz. El día de la persecución de una rata extranjera, todas las ratas de la cuadrilla están muy excitadas y desconfían unas de otras». Es evidente que los miembros de una familia de ratas no se conocen personalmente, al igual que las chovas, los gansos o los monos, sino por el olor, exactamente como las abejas y otros insectos sociales.

Y así como en estos, puede el experimentador cambiar en las ratas un miembro de la tribu en un extranjero odioso y viceversa, mediante procedimientos destinados a modificar el olor. Eibl sacó un animal de una colonia de ratas y lo trasladó a otro terrario ya preparado; a los pocos días lo volvió a llevar a su antigua colonia, donde lo trataron como a un extraño. Pero habiendo sacado la rata con un poco de tierra, partículas del nido, etc., de su cercado y habiéndola tenido en un tarro de vidrio limpio y vacío, de modo que el animal siguiera en el ambiente del olor tribal, cuando lo reintegró a la colonia, aunque habían pasado varias semanas, lo recibieron sin más trámite como a un miembro de la tribu.

Particularmente desgarrador fue el destino de una rata doméstica que Eibl, después de tratar según el primero de estos dos métodos, depositó otra vez en mi presencia en el cercado familiar. El animal no había olvidado el olor de su tribu, pero no sabía que el suyo había cambiado. De vuelta a su antigua morada, se hallaba pero perfectamente a gusto, y los agudos mordiscos de los que fueran sus amigos le cogieron del todo desprevenido. Incluso después de recibir varias lesiones de consideración, seguía sin dar señales de miedo ni hacer esos desesperados intentos de huida que se observan en las ratas verdaderamente ajenas a la familia cuando las ataca un miembro residente, Tranquilizaré a los lectores sensibles, aunque deba reconocerlo lleno de confusión ante los hombres de ciencia, que no esperamos en este caso el triste final previsto, sino que para devolver su nacionalidad al animal con que experimentábamos lo pusimos en el cercado familiar debidamente protegido por una jaulita individual de tela metálica.

De no haber intervenido esa reacción sentimental del experimentador, la pobre rata, ya extranjera, hubiera acabado de modo horripilante. Lo mejor que puede suceder en tales casos al animal es la muerte de miedo, como la observó S. A. Barnett en algunos casos. Si no, sus congéneres lo destrozan poco a poco. Raramente es dado ver expresados de modo tan patente en un animal la desesperación y el miedo pánico, al mismo tiempo que la seguridad e inevitabilidad de una muerte espantosa, como en una rata así juzgada por otras ratas; y ni siquiera se defiende. Bien diferente comportamiento el suyo del que muestra frente a una fiera carnicera cuando esta la tiene arrinconada y no le ofrece ninguna posibilidad de huir, como no se la ofrecían las ratas de la familia extranjera. Porque contra el enemigo devorador se vuelve con el valor que le presta la desesperación y emplea la mejor defensa posible, que es el ataque. Aquel a quien una rata noruega arrinconada haya saltado a la cara lanzando el estridente grito de guerra de su especie sabrá lo que quiero decir.

¿Cuál es la utilidad de ese odio entre las familias de ratas? ¿Qué función conservadora de la especie ha producido por evolución este modo de comportarse? Y lo más terrible y para nosotros los humanos más hondamente inquietante es que esos buenos pensamientos darwinianos sólo son aplicables cuando la selección se debe a causas del medio extraespecífico. Solamente en esos casos produce la selección una adaptación. Pero allí donde es la competencia entre congéneres la que ejerce la selección sexual, hay como sabemos el inmenso peligro de que los propios congéneres se empujen unos a otros a los más estúpidos callejones sin salida de la evolución. Anteriormente vimos ya dos ejemplos de tales extravíos en las alas del faisán Argos y en el ritmo de trabajo del hombre de las civilizaciones occidentales. Es, pues, perfectamente posible que el odio partidario, de facción, que reina en las tribus de las ratas sea realmente una «invención del demonio», completamente inútil. Por otra parte, no debe excluirse la posibilidad de que otros factores, todavía desconocidos para nosotros, del medio hayan intervenido y hasta estén interviniendo todavía. Pero hay algo que podemos afirmar con seguridad: las luchas tribales no cumplen las funciones de conservación de la especie características de la agresión intraespecífica que vimos en el capitulo IV, donde aprendimos lo que podía haber de bueno, de útil, en lo aparentemente malo. Tales luchas intestinas no sirven ni para la distribución espacial de los individuos ni para la selección de los más robustos paladines defensores de la familia… que raramente son (entre las ratas) los padres de la generación siguiente; y no cumplen ninguna de las funciones enumeradas en el capítulo III.

Fácil es comprender que el constante estado de guerra entre superfamilias vecinas ejerce necesariamente una presión selectiva sobre las ratas en el sentido de que cada vez se requiere mayor capacidad guerrera, y que la estirpe que queda rezagada, por poco que sea, en este aspecto va camino de una rápida extinción. Es probable que la selección natural premie a las más grandes superfamilias, porque como los miembros de una gran familia siempre se prestan ayuda contra los extranjeros, los pueblos poco numerosos siempre tendrán desventaja respecto de los muy numerosos. En la pequeña isla de Norderoog halló Steiniger la tierra repartida entre cierto número de familias de ratas, separadas unas de otras por una zona de unos 50 metros de ancho, una tierra de nadie que es en realidad no rat’s land (tierra de ninguna rata) donde las luchas son incesantes. Y como de este modo el frente a defender es relativamente más extenso para una población pequeña que para una grande, la primera está seguramente en condiciones desventajosas. Nos asalta la tentación de especular y decir que en aquel islote nórdico cada vez serán menos los pueblos de ratas, que los supervivientes serán cada vez más grandes y más sanguinarios, pues la selección premia así el incremento del odio de facción. Al final, todas las tribus pequeñas sucumbirán. Sin embargo, no puede predecirse con exactitud si dos o tres de ellos no subsistirán en una coexistencia pacífica equilibrada o si ganará un solo pueblo. Pero el investigador, que mientras estudia estos hechos no puede olvidar las desgracias que acechan a la humanidad, recuerda lo que dice Altrnayer van Siebel en la bodega de Auerbach, y piensa que le conviene perfectamente:

Das Unglück macht ihn zahm und mild,

er sieht in der geschwollnen Ratte

sein ganz natürlich Ebenbild[4].