CAPÍTULO XIII[6]
ECCE HOMO

Ich darauf, mir meine schwarzen

Stiefel van den Zehen ziehend,

sprach: “Dies, Dämon, ist des Menschen

schauerlich Symbol; ein Fuss aus

grobem Leder, nicht Natur mehr,

doch auch noch nicht Geist geworden;

eine Wanderform vom Tierfuss

zu Merkurs geflügelter Sohle.”[XII]

CHRISTIAN MORGENSTERN

Supongamos que un observador objetivo de otro planeta, Marte por ejemplo, estudiara el comportamiento social del hombre con ayuda de un telescopio cuyo aumento fuera insuficiente para alcanzar a reconocer los individuos y seguir su comportamiento individual pero que sí le permitiera ver grandes acontecimientos, como migraciones de pueblos, batallas, etc. Pues bien: nunca se le ocurra pensar que el comportamiento humano estaba regido por la razón, ni siquiera por una moral responsable.

Suponiendo que nuestro observador extraterrestre fuera un ser puramente razonable, que no supiera nada del funcionamiento de los instintos en general y el de agresión en particular, ni de cómo su funcionamiento puede ser erróneo, se vería bien apurado para hallar una explicación a nuestra historia. No puede, en efecto, decirse que los fenómenos históricos, que siempre se repiten, sean explicables por la razón ni el entendimiento humano. Es un lugar común atribuirlos a lo que suele llamarse «la naturaleza humana». La ilógica e insensata naturaleza humana hace que dos naciones compitan y luchen aun cuando no les obligue a ello ninguna razón de índole económica; y que dos partidos políticos o dos religiones cuyos programas son sorprendentemente parecidos se combatan con terrible encarnizamiento; y que un Alejandro o un Napoleón sacrifiquen a millones de sus súbditos en el intento de unir a todo el mundo bajo su cetro. Es curioso que en la escuela nos enseñen a respetar a algunos personajes de esos que han cometido tamaños absurdos y a honrarlos como a «grandes» hombres. Estamos acostumbrados a someternos a lo que llaman la sabiduría política de quienes llevan la dirección del Estado, y todos los fenómenos de que aquí estamos tratando nos parecen tan habituales que la mayoría de nosotros no nos damos cuenta de hasta qué punto es estúpido y perjudicial para la humanidad el comportamiento histórico de los pueblos.

Pero una vez reconocido el hecho, no nos queda más remedio que plantearnos la cuestión de por qué unos seres en apariencia razonables han de conducirse de modo tan insensato. Es evidente que debe haber factores potísimos capaces de quitar el timón a la razón humana y de hacernos totalmente incapaces de aprender por la experiencia. Como dice Hegel, la historia nos enseña que los hombres y los gobiernos jamás aprenden nada de la historia ni sacan consecuencias de ella.

Todas estas sorprendentes contradicciones tienen una explicación nada difícil y pueden ordenarse y organizarse correctamente en cuanto se llega al conocimiento de que el comportamiento social del hombre, lejos de estar dietado únicamente por la razón y las tradiciones de su cultura, ha de someterse a todas las leyes que rigen el comportamiento instintivo de origen filogenético; y esas leyes las conocemos muy bien por el estudio del comportamiento animal.

Pero supongamos ahora que nuestro observador extraterrestre fuera un etólogo consumado y que supiera a fondo todo cuanto hemos expuesto brevemente en los capítulos que anteceden. Inevitablemente, llegaría a la conclusión de que la sociedad humana está constituida de modo muy semejante a la de las ratas, porque de igual modo son sus componentes sociables y apacibles dentro de su propia tribu pero se conducen como unos verdaderos demonios con los congéneres que no pertenecen a su bando. Si además de eso nuestro marciano advirtiera el explosivo aumento de la población, la creciente peligrosidad de las armas y la división de los humanos en unos pocos campos políticos… no auguraría a la humanidad un futuro mejor que el previsible para unas cuantas sociedades de ratas en un barco donde casi no quedara nada por devorar. Y aún sería optimista el pronóstico, porque de las ratas se sabe que la reproducción se detiene automáticamente cuando el apiñamiento de la población alcanza cierto grado, mientras que en el hombre hasta ahora no hay un sistema eficaz que impida la llamada explosión demográfica. Por otra parte, es probable que después de la matanza quedaran todavía suficientes ratas para conservar la especie, mientras que del hombre sería difícil predecir otro tanto para después de emplearse la bomba de hidrógeno.

Hay una gran verdad en el símbolo relativo a los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. El conocimiento debido al pensamiento conceptual expulsó al hombre del Paraíso, donde podía abandonarse tranquilamente a sus instintos y hacer lo que quería cuando se le antojaba. Pero la parábola del árbol del conocimiento sería más certera si le añadiéramos algo que la haría coincidir con mi idea de Adán: la manzana que le dieron no estaba madura. El conocimiento nacido del pensamiento conceptual le quitó al hombre la seguridad que sus bien adaptados instintos le proporcionaban, mucho antes de procurarle otra adaptación que le garantizara la misma seguridad. Como dice Arnold Gehlen, el hombre es por naturaleza una criatura en peligro.

El pensamiento conceptual y la palabra modificaron toda la evolución del hombre al lograr algo que es equivalente a la herencia de los caracteres adquiridos. Hemos olvidado un poco que el verbo «heredar», mucho antes de su significado biológico, tenía uno jurídico. Cuando un hombre inventa las flechas, por ejemplo, y el arco, no sólo su progenie, sino toda la comunidad hereda el conocimiento y el empleo de esas armas, y dominan su empleo como si se tratara de un órgano de su cuerpo. Su pérdida es en todo como la regresión de un órgano con el mismo valor de supervivencia. Así puede efectuarse en el curso de una o dos generaciones un proceso de adaptación ecológica que en la evolución normal, sin el concurso del pensamiento conceptual, hubiera requerido un período de tiempo de escala muy diferente y mucho mayor. Nada tiene, pues, de sorprendente que la evolución de los instintos sociales y, cosa aún más importante, las inhibiciones sociales, no hayan podido avanzar a la par del rápido desarrollo que el acrecentamiento de la cultura trasmitida por tradición, y principalmente del adelanto material, ha impuesto a la sociedad humana.

Los mecanismos del comportamiento instintivo sin duda no estaban en condiciones de afrontar las nuevas condiciones creadas inevitablemente por la cultura desde sus albores. Se ha podido demostrar que los primeros inventores de instrumentos líticos, los australopitecos africanos, utilizaron las armas recién inventadas no sólo para cazar animales, sino también para matar a sus congéneres.

La experimentación y el diálogo con el medio ambiente debidos al pensamiento conceptual le procuraron sus primeros instrumentos o medios: el hacha de piedra y el fuego. Pero no tardó en aplicarlos a asesinar a sus hermanos y a asarlos, como lo demuestran los hallazgos efectuados en los enterramientos del hombre de Pekín: junto a las primeras huellas del uso del fuego yacen huesos humanos mutilados y visiblemente tostados. El Prometeo pekinés que aprendió a conservar el fuego, lo utilizó, entre otras cosas, para asar a sus hermanos. El pensamiento conceptual dio al hombre el dominio del medio extraespecífico y le dejó sueltas las riendas de la selección intraespecífica, con las malas consecuencias que ya sabemos; y seguramente habrá que cargarle también en el debe la exagerada agresividad que todavía padecemos. El pensamiento conceptual dio al hombre la palabra y, con ella, la posibilidad de trasmitir el conocimiento por él adquirido a otros hombres y de hacer adelantar la cultura; pero todo esto produjo en sus condiciones de vida cambios tan rápidos y radicales que le falló la capacidad de acomodación de sus instintos.

Casi, casi creería uno que cada don que el pensamiento conceptual hace al hombre se paga con un mal que es su peligrosa e inevitable consecuencia. Pero, afortunadamente para nosotros, no es así, porque aparte del pensamiento conceptual tiene el hombre otra facultad característica que le ayuda a conocer mejor su medio ambiente, y esta es la curiosidad, la curiosidad insaciable, base de toda exploración y experimentación, actividades que aun en su forma más primitiva implican una función semejante a la de plantearse cuestiones. La experimentación exploratoria es como un diálogo con la naturaleza ambiente. Plantearse una cuestión y tomar nota de la respuesta conducen a anticiparse a la naturaleza y a ligar, gracias al pensamiento conceptual, las causas con los efectos. De ahí a prever conscientemente las consecuencias de sus actos no hay más que un paso. Las mismas facultades, pues, que proporcionaban al hombre instrumentos y un poder peligroso en si le daban el medio de impedir su mala aplicación: la responsabilidad razonable.

Voy a proceder ahora a examinar uno tras otro los diferentes peligros que corre la humanidad al elevarse, gracias a sus grandes dotes particulares, sobre los demás animales. A continuación trataré de mostrar cómo procede el mayor de todos esos dones, que es la moral razonable y responsable, para conjurar todos esos peligros. Y después, me dedicaré a la más importante de todas estas tareas, que es la de exponer los límites de funcionamiento de la moral.

En el capítulo dedicado al comportamiento análogo a la moral vimos las inhibiciones que controlan la agresión en los animales sociales e impiden la muerte o el menoscabo de los congéneres. Decíamos allí que esas inhibiciones son de la mayor importancia, y por ende muy perfeccionadas o diferenciadas en los animales capaces de matar seres vivos más o menos de su tamaño. Un cuervo puede sacarle un ojo a otro cuervo de un picotazo, y un lobo puede abrirle la yugular a otro de un solo mordisco. Hace tiempo que habrían desaparecido los lobos y los cuervos si no hubiera inhibiciones bien firmes para impedirlo. La paloma, la liebre y aun el chimpancé no pueden matar a uno de sus congéneres de un solo golpe o mordisco. Además, los animales que no tienen armas muy fuertes pueden confiar en su gran capacidad de huida, que les permite escapar incluso a los depredadores «profesionales», mucho más eficientes en la persecución, la captura y el degüello que cualquiera de sus congéneres, por fuerte que sea. En la vida libre en la naturaleza es, pues, raramente posible que uno de esos animales cause graves daños a otro de su misma especie. Por eso no hay presión selectiva que produzca inhibiciones para impedir que se mate a los congéneres. Así lo comprende —a costa suya y de los animales que cría— el zoocultor cuando no toma en serio los combates intraespecíficos entre animales completamente «inofensivos». En las condiciones antinaturales de la cautividad, en que el vencido no puede huir rápidamente del vencedor, este siempre acaba por matar a aquel lenta, penosa y cruelmente. En el capítulo dedicado a la moral y las armas de El anillo del rey Salomón he descrito cómo la paloma, símbolo de todo lo que es pacífico, es capaz de torturar a sus hermanas hasta matarlas sin que se lo impida ninguna inhibición.

Uno puede imaginarse como si lo estuviera viendo lo que sucedería si, por un fenómeno natural que nunca se ha dado, la paloma adquiriera de repente el pico de un cuervo. Parecida es la situación del hombre al descubrir que una piedra afilada puede servirle de arma cortante o contundente. Nos llena de horror pensar en una criatura tan excitable y colérica como el chimpancé con un hacha de piedra en la mano.

La opinión general y aun la de muchos expertos en las ciencias del espíritu es que todas las pautas de comportamiento humanas que sirven al bien de la comunidad y no del individuo están dictadas por la responsabilidad razonable. Esta opinión es errónea, como está comprobado y como demostraremos una vez más con ejemplos concretos al final de este capítulo. El antepasado que tenemos en común con el chimpancé era con seguridad, para sus amigos, por lo menos tan leal como una chova, un cinocéfalo y aun un lobo con los suyos; con toda seguridad saldría en defensa de su sociedad con el mismo arrojo y desprecio de la muerte; y sería tan tierno y cuidadoso como todos esos animales para con los pequeñuelos de su especie, cuya muerte le prohibirían las mismas inhibiciones. Por dicha nuestra, nosotros también tenemos enteros los correspondientes instintos «animales».

Los antropólogos que estudian los australopitecos, precursores animales del hombre y cazadores de grandes animales salvajes, afirman que nos dejaron la peligrosa herencia de una «mentalidad de carnívoro». Hay aquí una peligrosa confusión entre el concepto de carnívoro y el de caníbal, que se excluyen mutuamente. El canibalismo es una excepción en los animales carniceros o depredadores. En realidad, debernos deplorar, más que otra cosa, que el hombre ya no tenga esa «mentalidad de carnívoro». Buena parte de los peligros que le amenazan viene del hecho de que el hombre es por naturaleza un omnívoro relativamente inofensivo, cuyo cuerpo no posee armas naturales para matar grandes animales y que por ello no tiene tampoco aquellos mecanismos de seguridad creados por la filogénesis que impiden a todos los carnívoros «profesionales» aplicar indebidamente su poder para matar a los grandes animales de su propia especie. Sucede a veces que un león o un lobo mate a algún congénere extranjero que, penetra en el territorio de su manada, y que incluso, en un arrebato de cólera, quite a algún compañero la vida de un zarpazo o un mal mordisco. En cautividad esto se da con harta frecuencia. Pero tales excepciones no deben hacernos olvidar que, como ya dijimos en el capitulo dedicado a las pautas de comportamiento análogas a la moral, en todos los carnívoros fuertemente armados hay mecanismos de inhibición superdesarrollados, destinados a asegurar la conservación de la especie y a impedir que se destruya a sí misma.

En la prehistoria, el hombre no necesitaba mecanismos muy desarrollados que le impidieran aplicar súbitamente golpes mortales, que de todos modos no estaban en su poder. Sólo podía utilizar para ello las uñas, los dientes o las manos, para ahogar, morder o rasguñar. Pero la presunta víctima tenía tiempo suficiente de aplacar al atacante con ademanes de humildad y gritos de miedo. Siendo el hombre un animal débilmente armado, no había presión selectiva que funcionara y creara las fuertes y seguras inhibiciones que impiden el empleo de las pesadas armas de algunos animales y aseguran la supervivencia de su especie. Pero la invención de armas artificiales abrió nuevas posibilidades de matar de un golpe y trastornó gravemente el equilibrio existente entre unas inhibiciones relativamente débiles y la capacidad de matar a sus congéneres. El hombre se hallaba entonces en la situación de la paloma que por un cruel juego de lo naturaleza se viera dotada de un pico de cuervo.

Es como para llenarse de espanto la idea de que un ser tan irascible como lo son todos los primates prehumanos pudiera presentarse esgrimiendo un hacha de piedra bien afilada. La humanidad se hubiera efectivamente destruido a sí misma con sus primeros grandes inventos a no haber sido por el hecho estupendo de que la capacidad de inventar y el don de la responsabilidad son consecuencia una y otro de una misma facultad, específicamente humana: la de hacerse preguntas. Y si el hombre, por lo menos hasta ahora, no se ha suicidado con sus inventos, lo debe a esa facultad que tiene de preguntarse de antemano cuáles serán las consecuencias de su acción, y de contestar a su pregunta. No es que nuestro antepasado humano fuera, aun en un estado desprovisto de responsabilidad moral, una encarnación del mal. No tenía menos inhibiciones e instintos sociales que un chimpancé, que no deja de ser —a pesar de su irascibilidad— un ser social y amable. Pero cualesquiera que fueran sus normas innatas de comportamiento social, nuestro antepasado humano hubo de presenciar su quebrantamiento con la invención de las armas. Si la humanidad ha sobrevivido, nunca ha logrado precaverse contra el peligro de su autodestrucción. La responsabilidad moral y la repugnancia por el acto de matar que de ella se deriva han aumentado ciertamente desde la invención del hacha de piedra, pero por desgracia, también ha aumentado, y en la misma medida, la facilidad de matar, y sobre todo la impunidad emocional, ya que el perfeccionamiento en la técnica del acto de matar ha hecho que el agente no sienta directamente en el corazón las consecuencias de lo que hace. La distancia a que son eficaces todas las armas de fuego protege al matador de las situaciones estimulantes que sin eso le harían sentir físicamente el horror de las consecuencias. Las profundas capas emocionales de nuestro ser, sencillamente, ya no registran el hecho de que apretar el gatillo significa destrozar con el tiro las entrañas de otro individuo. Ningún hombre mentalmente normal iría jamás a cazar conejos si hubiera de matarlos con los dientes y las uñas, o sea sintiendo plenamente, emocionalmente, lo que hacía.

El mismo principio se aplica, en medida aún mayor, al empleo de las armas modernas a control remoto. El que pulsa el botón está perfectamente protegido contra las consecuencias de su acto, y no puede verlas ni oírlas por más imaginación que tenga. Por eso es capaz de cometerlo impunemente. Sólo así puede explicarse que hombres cabalmente buenos e incapaces apenas de dar una bofetada a un chiquillo malcriado que se la merece, hayan sido capaces de pulsar el botón que lanzaba bombas volantes sobre ciudades donde centenares de amables niños iban a recibir una horrible muerte entre llamas. El hecho de que fueran buenos y normales padres de familia quienes tal hicieron es tan atrozmente inexplicable como cualquier otra barbaridad bélica. Es notorio que los demagogos tienen un excelente conocimiento, siquiera sólo práctico, del comportamiento instintivo del hombre y aprovechan conscientemente, como un instrumento útil en extremo, la protección de la parte a enardecer contra situaciones estimulantes inhibidoras de la agresión.

Consecuencia indirecta de la invención de las armas fue el predominio de una selección intraespecífica muy poco deseable, y de todas sus fatales consecuencias. En el tercer capítulo, en que trato del papel de la agresión en la supervivencia, así como en el décimo, donde trato de la organización social de las ratas, expuse ya con bastante detenimiento que la competencia entre congéneres puede conducir a curiosísimos resultados sin ningún fin biológico, no adaptivos, al ejercer una presión electiva sin relación con el medio ambiente extraespecífico. Las alas del faisán Argos y el ritmo de trabajo de la civilización occidental eran ejemplos que citaba mi maestro Heinroth para ilustrar esos indeseables efectos. También he dicho ya cómo creo yo que la hipertrofia del instinto de agresión en el hombre se debe a la misma causa. Después de haber la humanidad, gracias a sus armas y sus instrumentos, sus prendas de vestir y su fuego, dominado más o menos las fuerzas hostiles de su ambiente extraespecífico, se produjo sin duda un estado de cosas en que las contrapresiones de las hordas enemigas vecinas fueron el principal factor selectivo, que determinó los siguientes pasos de la evolución humana. Nada tiene de sorprendente el que ese factor produjera un peligroso exceso de lo que se dio en llamar «virtudes guerreras» del hombre.

En 1955 escribí un articulo: «Uber der töten van Artgenossen» (De la occisión de los congéneres). Decía en él que «yo creo —y toca estudiar esto a los psicólogos, y principalmente a los dedicados a la psicología profunda y el psicoanálisis— que el hombre civilizado actual padece una incapacidad de abreacción en sus impulsos agresivos. Es más que probable que los efectos nocivos de los impulsos de agresión del hombre, que Freud explicaba postulando un impulso tanático especial, se deban sencillamente a que la selección intraespecífica hizo aparecer por evolución en el hombre en épocas primigenias cierta cantidad de pulsiones agresivas para las cuales no hay válvula de seguridad en la sociedad tal y como hoy está organizada». Si estas palabras contienen algo de reproche, quiero repetirlas aquí, porque en la época en que las escribí había ya algunos psicoanalistas que no creían en el impulso de muerte y explicaban justamente los autodestructores efectos de la agresión como perversiones de un instinto normalmente conservador de la vida. Después conocí a un psiquiatra y psicoanalista que ya entonces se ocupaba en el problema de la hipertrofia de la agresividad debida ala selección intraespecífica.

Sydney Margolin, de Denver, Colorado, ha realizado estudios muy precisos de psicoanálisis y psicología social entre los indios de la Pradera, sobre todo los utos, y demostrado que esos hombres sufren de un grave exceso de pulsiones agresivas que no son susceptibles de abreacción en las condiciones de vida que privan en las reservas de indios de los Estados Unidos. Cree Margolin que en los siglos, relativamente pocos, en que esos indios podían vivir salvajemente dedicados casi nada más a la guerra y la rapiña, se produjo una presión selectiva muy fuerte, cuya consecuencia fue una extremada agresividad. Es bien posible que en tiempo tan relativamente breve se haya modificado el tipo hereditario; de igual modo y con la misma rapidez se modifican las razas de animales domésticos mediante una selección intensiva. Además apoya la hipótesis de Margolin el hecho de que los utos, que ahora se crían con influencias educativas completamente diferentes, sufren exactamente lo mismo que los ancianos de la tribu, educados según el sistema de su propia cultura. Añádase a esto que los síntomas patológicos de que hablamos, solamente se aprecian en los indios cuyas tribus fueron sometidas a ese proceso selectivo.

Los utos padecen de neurosis con mayor frecuencia que ningún otro grupo humano jamás padeció, y Margolin ha podido comprobar que la causa común de ese padecimiento era siempre una agresividad sin descargar. Muchos de esos indios se sienten enfermos y así lo declaran, mas cuando se les pregunta dónde sienten la enfermedad, responden tan solo: «Es que soy un uto». La violencia y el asesinato de personas ajenas a la tribu son cosa de todos los días, pero no sucede otro tanto con los miembros de la propia tribu, porque normalmente se lo impiden unos fuertes tabúes, cuyo despiadado rigor también es fácil de comprender teniendo en cuenta los antecedentes de ese pueblo: la tribu se hallaba siempre envuelta en luchas contra los indios vecinos y con los blancos y debía evitar a toda costa las disensiones entre los suyos. El que mataba a un contribeño estaba obligado por el rigor de la tradición a suicidarse. Hubo un uto que era policía y mató en defensa propia a un miembro de su tribu cuando iba a arrestarlo; pues bien, hubo de obedecer al mandamiento. El delincuente se había emborrachado y había asestado a su propio padre una cuchillada que le había abierto la arteria femoral y le había hecho desangrarse. El policía recibió la orden de detener al parricida —y es evidente que no se trataba de matarlo— pero se quejó a su superior blanco. Según él, el delincuente desearía morir, puesto que tenía la obligación de suicidarse, y lo más probable era que hiciera frente al arresto para obligar a matarlo al policía. Y a su vez, este tendría que suicidarse. Sin duda, el sargento era de muy pocos alcances, y mantuvo su orden. Entonces, la tragedia se desarrolló del modo predicho. Este y otros documentos de Margolin se leen como si fueran tragedias griegas, en que el destino inexorable obliga al hombre a cometer una falta y a expiar voluntariamente el delito involuntario.

Es objetivamente convincente y aun probatorio de la justeza de la interpretación que Margolin da de ese comportamiento el hecho de que los utos son muy propensos a los accidentes. Se ha demostrado que esa tendencia o predisposición a los accidentes (accident-proneness) es consecuencia de la agresión no descargada y que, en los utos, la frecuencia de los accidentes automovilísticos es muy superior a la de cualquier otro grupo humano que utilice vehículos automóviles. Todo aquel que haya manejado alguna vez lleno de cólera un coche rápido sabe —si su estado le permitía observarse— que en esa situación se siente uno muy inclinado a un comportamiento autodestructor. Precisamente a estos casos particulares podría aplicarse la expresión «impulso de muerte», Naturalmente, la selección intraespecífica opera todavía, y en un sentido nada deseable, pero el estudio de todos estos fenómenos nos alejaría bastante del tema de la agresión. La selección premia fuertemente las bases instintivas que conducen a la acumulación de propiedad, la afirmación de la propia personalidad, etc., en la misma medida que casi castiga la sencilla honestidad y decencia. La competencia comercial, por ejemplo, es muy capaz de producir hipertrofias tan espantosas de las pulsiones mencionadas como las que produjo y fijó evolutivamente antes la competencia bélica entre las tribus del paleolítico. Tenemos suerte de que la adquisición de riquezas y poderío no aumente el número de hijos (más bien lo contrario) porque si no fuera así, aún estaría la humanidad en peores condiciones. El vertiginoso ritmo del desarrollo es la tercera fuente de males que el hombre se ve obligado a aceptar junto con los dones que le procura su pensamiento conceptual. De este y de todo cuanto le acompaña, y principalmente de la simbología del lenguaje, recibe el hombre una facultad que ningún otro ser vivo tiene. Cuando el biólogo habla de herencia de propiedades adquiridas piensa solamente en las modificaciones adquiridas por la masa hereditaria o genoma. Ya no tiene presente que muchos siglos antes de Mendel, la «herencia» tenía un significado jurídico y que se empleó para los fenómenos biológicos casi metafóricamente. Esta segunda acepción se ha hecho tan corriente que sin duda me habrían entendido mal si hubiera escrito sencillamente: sólo el hombre tiene la facultad de heredar las propiedades adquiridas. Quería decir con ello que cuando un hombre inventa el arco y las flechas o las toma de un pueblo culturalmente más adelantado, no sólo su descendencia sino toda la sociedad de que forma parte poseerá tan firmemente, esos instrumentos como si se tratase de órganos que le hubieran crecido en el cuerpo por mutación y selección. Y el modo de usarlos no se olvidará ya, del mismo modo que no puede volverse rudimentario un órgano de importancia vital.

Incluso cuando es un solo individuo el que adquiere esa propiedad o facultad importante para la conservación de la vida, esta es un bien común de toda la población, y eso también produce la mencionada aceleración de la evolución histórica que aparece en el mundo con el pensamiento conceptual del hombre. Los fenómenos de adaptación que hasta entonces requerían épocas geológicas pueden ahora efectuarse en un breve período de tiempo y en unas cuantas generaciones. Por encima de la lenta y, en comparación con el nuevo proceso, casi imperceptible filogénesis se superpone a partir de ese momento la historia, y sobre el acervo del genoma formado filogenéticamente se injerta la cultura, adquirida históricamente y trasmitida por la tradición.

Así como el uso de las armas y las herramientas y el dominio del mundo que al hombre procuran, el tercero y hermosísimo don del pensamiento conceptual acarrea peligros. Todas las conquistas culturales del hombre tienen un defecto mayúsculo, y es que solamente se refieren a propiedades y funciones modificables individualmente, por el aprendizaje. Ahora bien: muchas pautas innatas propias de nuestra especie no son de ese tipo; el ritmo de su mutabilidad en la evolución específica sigue siendo el mismo que el de cualquier otro carácter corporal, el mismo de todo devenir antes de que hiciera su aparición el pensamiento conceptual.

El comportamiento agresivo y la inhibición que impide matar no representan más que un caso particular entre tantos otros en que la rápida transformación de la ecología y la sociología humanas por el desarrollo cultural desequilibran mecanismos de comportamiento otrora filogenéticamente adaptados. Para explicar la función de la moral, que consiste en restablecer un equilibrio aceptable entre los instintos del hombre y las necesidades de un orden social que la cultura hizo evolucionar digamos primero unas palabras de los instintos sociales en general. Es opinión muy común, y la comparten algunos filósofos contemporáneos que todas las formas de comportamiento humano que sirven para el beneficio de la comunidad y no para el individual, están dictadas por un pensamiento racional, específicamente humano. Y no solamente esta opinión es falsa, sino que sucede exactamente lo contrario. Si el hombre no tuviera tan abundante dotación de instintos sociales, jamás hubiera podido elevarse por encima del mundo animal. Todas las facultades específicamente humanas, como el don del habla, la tradición, la responsabilidad moral, no han podido desarrollarse sino en un ser vivo y en sociedades bien organizadas, antes de los albores del pensamiento conceptual. Nuestro antepasado prehumano era ciertamente para su amigo tan leal como un chimpancé y aun un perro lo son para los suyos, era tierno con los pequeñuelos y les prodigaba cuidados; defendía su comunidad con peligro de su vida. Todo esto millones de años antes de que tuviera un pensamiento conceptual y pudiera darse cuenta de lo que hacia.

Según nos enseña Kant a propósito de la moral, es la razón humana (Vernunft) la única que tiene el imperativo categórico («debes hacer») como respuesta a la pregunta que el ser razonable se plantea a sí mismo a propósito de las posibles consecuencias de tal o cual acción. Pero es dudoso que sea «razón» la traducción acertada del Vernunft usado por Kant, porque esa palabra también tiene la acepción de sentido común y de capacidad de entender y apreciar a otro ser «razonable». Para Kant es evidente que un ser razonable no puede desear un daño a otro, ser razonable. Esta aceptación inconsciente de lo que el considera sin duda axiomático es el punto flaco de la brillante armadura de pura racionalidad de este gran filósofo. Por esa fisura se cuela en sus consideraciones la afectividad o emoción, que siempre implica una necesidad instintiva, y las hace más aceptables de lo que de otro modo serian para una mente orientada hacia la biología. Parece difícil de creer que un hombre se abstendría de realizar tal o cual acción a que una inclinación natural le empuja tan sólo porque se diera cuenta de que su realización implicaría una contradicción lógica. Para ello habría que ser un profesor alemán más inefable y más celoso amigo de la razón que el mismísimo Kant.

En realidad, la comprensión racional completa de las consecuencias de un acto y de la firmeza lógica de sus premisas jamás tendría por resultado un imperativo ni una prohibición si no le proporcionara motivación alguna fuente de energía emocional o sea instintiva. Como la dirección de un vehículo moderno, la moral responsable recibe la energía que necesita para controlar el comportamiento de las mismas fuerzas primarias que debe regular. Si el hombre fuera un ser puramente racional y no tuviera su herencia animal de instintos, sin duda no sería un ángel, sino todo lo contrario.

Postulemos un ser totalmente indiferente a los valores incapaz de considerar nada digno de conservarse en la humanidad, en la cultura humana o en la vida misma y supongamos que está estudiando el principio de la acción que consiste en pulsar el botón que soltará la bomba de hidrógeno y acabará con todo cuanto es vida en nuestro planeta. Pues bien, en ese monstruo, aunque comprendiese perfectamente todas las consecuencias de su gesto, jamás aparecería un imperativo que se lo prohibiera, sino una reacción que vendría siendo algo así como: «¿Y qué?». Ni siquiera es necesario suponer que tal creatura sería activamente malvada y compartiría el punto de vista del Mefisto de Goethe de que todo lo creado merece la destrucción, porque la mera ausencia de apreciación axiológica afectiva le haría reaccionar del modo dicho.

Siempre y en todo, la apreciación emocional e irrazonable de los valores pone un signo de más o de menos a la respuesta que se da a la autointerrogación categórica de Kant y hace de ella en definitiva un imperativo o un veto. Por sí sola, la razón puede a lo sumo inventar medios para realizar objetivos determinados de otro modo, y no puede darnos fines ni órdenes. Abandonada a si misma, la razón sería como una computadora a la que no se hubiera dado ninguna información relevante para obtener una respuesta importante. Aunque todas sus operaciones fueran lógicamente válidas, no tendríamos más que un maravilloso sistema de rodajes y rodajes, sin motor que lo hiciera funcionar. La fuerza motriz que lo pondría en marcha procede de mecanismos de comportamiento instintivo mucho más antiguos que la razón y no directamente accesibles a la autoobservación racional. Son ellos la fuente del amor y de la amistad, de todo calor afectivo, de la apreciación de lo bello, de la urgencia de creación artística y de la insaciable curiosidad que ansía el conocimiento científico. En su dinámica, estos estratos del fondo de la personalidad humana no difieren esencialmente de los instintos de los animales; pero sobre esa base ha edificado la cultura humana la ingente superestructura de las normas y los ritos sociales cuya función es tan análoga a la de la ritualización filogenética. Las normas de comportamiento, ya sean producto de la evolución filogenética o de la cultura, representan para cada ser humano normal motivaciones que siente como valores. Unas y otras están entretejidas en un sistema universal inmensamente complicado de acciones recíprocas, cuyo análisis es tanto más difícil cuanto que la mayoría de sus procesos se efectúan en el subconsciente y no son de ningún modo accesibles a la auto observación. Sin embargo, es imperativo que comprendamos la dinámica de ese sistema, porque sólo el conocimiento de la índole de los valores nos permite esperar que algún día aparezcan los nuevos valores y los ideales que tan necesarios son en nuestra actual situación.

¿Qué pudo suceder cuando por primera vez se halló el hombre con un hacha de piedra en la mano? Es muy probable que fuera algo semejante a lo que se observa en niños de dos y aun de tres y más años, a los que ninguna inhibición moral ni instintiva impide tirar fuertemente a la cabeza de otro un objeto pesado que apenas pueden levantar. Es muy probable que el inventor de la primera hacha de piedra dudara tan poco como estos niños en herir con ella a un semejante que provocaba su enojo. Afectivamente, él no sabía nada del terrible efecto que produciría su invención, porque las inhibiciones contra el acto de matar entonces como hoy se limitaban al armamento natural. ¿Quedó confuso al ver al hermano de tribu muerto? Seguramente así sería. La primera función compensadora de la moral responsable, que impidió a los australopitecos destruirse a sí mismos con sus primeros instrumentos de piedra, no hubiera sido posible sin la apreciación instintiva de la vida y la muerte.

Los animales sociales superiores suelen reaccionar de modo muy dramático a la muerte súbita de un congénere. Los gansos silvestres se quedan con las alas extendidas y silbando en actitud claramente defensiva junto al amigo muerto o moribundo, y así lo observó Heinroth una vez que mató de un tiro a un ganso en presencia de su familia. Yo también presencié el mismo comportamiento en ocasión de haber propinado una oca del Nilo a un ansarón silvestre un golpe en la cabeza: el animalito corrió tambaleándose hacia sus padres y a poco murió de hemorragia cerebral; y aunque los padres no habían podido ver el golpe mortal, reaccionaron del modo que describe Heinroth ante el desplome y la muerte de su hijo. Hace unos años, un elefante particularmente amable del zoológico de Munich, que se llamaba Wasrl, hirió gravemente, jugando y sin la menor intención ofensiva, a su guardián. Al comprender lo que había hecho, se emocionó mucho y se puso a proteger al herido con la mejor intención posible, pero con el peor resultado, porque impidió que le auxiliaran a tiempo. El profesor Bernhard Grzimek me contó una vez que un macho adulto de chimpancé, que le había mordido y causado una herida profunda en un acceso de cólera, al pasársele esta quiso comprimir los bordes de la herida. Y el intrépido científico le dejó hacer.

Es casi seguro que el primer Caín reconoció enseguida cuán espantoso era lo que había hecho. Sin duda golpeó sin mucha malicia, como el niño de dos años que da un palo a otro sin prever el efecto que producirá. Y le sorprendería desagradablemente el hecho de que su amigo no pudiera levantarse, e intentaría incluso ayudarle, como el elefante hizo. Al punto comprendería, sin necesidad de esperar a que el caso se fuera dando a conocer poco a poco entre los miembros de la horda, que si morían así muchos de sus compañeros, el potencial bélico bajaría gravemente. Pero cualquiera que fuera la pena aplicada para quitarles la costumbre e impedir el uso incontrolado de la nueva arma, ello es que se creó una forma, siquiera primitiva, de responsabilidad que ya en aquella época impidió que la humanidad se auto aniquilara.

La primera función que realizó la moral responsable en la historia de la humanidad consistió, pues, en restablecer el equilibrio perdido entre el armamento y la inhibición innata contra el acto de matar. En todo lo demás eran todavía muy sencillas y fáciles de cumplir por los primeros hombres las obligaciones morales que se imponían a la responsabilidad razonable del individuo.

Sin duda no es una audaz especulación suponer que los primeros hombres verdaderamente dignos de ese nombre que aparecen en la prehistoria, como por ejemplo los de Cromagnon, tuvieran aproximadamente los mismos instintos y las mismas inclinaciones naturales que nosotros e incluso que la estructuración de sus sociedades y las disensiones que entre ellas surgían se diferenciaban muy poco de las de algunos pueblos todavía vivos, como por ejemplo los papúes del interior de Nueva Guinea, cada uno de cuyos minúsculos poblamientos está en continua guerra con los vecinos. Dice Margaret Mead que las relaciones entre ellos son de «leve» y recíproca caza de cabezas. Y dice «leve» para dar a entender que no se trata de incursiones organizadas con el fin de capturar las codiciadas testas de varón, sino que allá de vez en cuando se agarra una cabeza de anciana o de algún niño con que se topan por casualidad en los bosques limítrofes de su territorio.

Supongamos ahora que nuestra hipótesis sea correcta y que aquellos hombres vivieran en grupos de hasta diez o quince amigos con sus mujeres e hijos en una sociedad de ese tipo. Unos cuantos hombres tenían necesariamente que formar una sólida comunidad, y unidos por juramento, eran amigos en el sentido verdadero de la palabra. Cada uno había salvado al otro la vida varias veces y si entre ellos surgía, más o menos como entre escolares, alguna rivalidad por cuestiones de preeminencia o por alguna muchacha, ciertamente pasaba al segundo plano ante consideraciones más apremiantes, como la continua necesidad de estar unidos contra los vecinos hostiles. Tantas veces era necesario combatir por la existencia de la propia comunidad que todas las pulsiones de agresión intraespecífica hallaban ampliamente ocasión de satisfacerse en los de fuera. La situación social sería en todo comparable a la de una pequeña unidad de combatientes que se hallara en un fortín aislado y particularmente expuesto. Sabemos a qué altura pueden llegar en circunstancias parecidas el heroísmo y la abnegación de hombres comunes y corrientes, por lo demás nada románticos. Es por cierto típico del hombre el revelar sus más nobles y admirables cualidades en las situaciones en que se trata de matar a otros hombres no menos nobles y admirables.

Creo que en las circunstancias expuestas en esa sociedad de quince varones cada uno de nosotros por su propia inclinación natural obedecería los diez mandamientos de la ley mosaica, salvo quizá el tercero; que no mataría ni robaría las provisiones ni las armas, ni la mujer, a quien le hubiera salvado la vida; y honraría no solamente padre y madre sino también a los ancianos y sabios o experimentados, como ha observado Fraser Darling que hacen los ciervos y Washburn, DeVore y Kortlandt han visto hacer a los primates.

Quiero decir con esto que el hombre no es por naturaleza tan malo como afirma el Génesis. Lo que pasa es que no es tan bueno como exige nuestra vida social moderna.

El hombre es capaz de comportarse debidamente en situaciones peligrosas, a condición de que otras situaciones semejantes se hayan presentado con frecuencia en el paleolítico para haber engendrado normas sociales, filogenéticamente adaptadas, que respondan a esa situación. Amar al prójimo como a sí mismo y arriesgar la vida propia por salvar la de él es cosa natural si se trata de nuestro mejor amigo y nos ha salvado la nuestra muchas veces. Uno lo hace sin pensar. Pero cuando el hombre por el cual debemos sacrificar nuestra vida u otras cosas es un contemporáneo anónimo que jamás vimos cara a cara, ni de lejos, la situación cambia. No es el amor por nuestro semejante el que activa, si se da el caso, nuestro comportamiento abnegado, sino el amor por una norma tradicional de comportamiento social que ha evolucionado por la cultura. El amor por esto o aquello es en muchos casos la motivación que sustenta el poder del imperativo categórico… tesis que sin ninguna duda Kant hubiera rechazado.

Nuestro guerrero de Cromagnon tenía muchos vecinos hostiles para descargar sus pulsiones agresivas y el número estrictamente suficiente de amigos a quienes amar. Su responsabilidad moral no estaba así sometida a una carga excesiva por el ejercicio de una función que le impedía herir en un acceso de cólera a sus compañeros con un hacha de buen filo.

Al aumentar el número de los individuos que pertenecen a una sociedad se producen dos efectos que trastornan el equilibrio entre los más importantes instintos de la atracción y repulsión mutuas, o sea entre el vínculo personal y la agresión intraespecífica. Es perjudicial para las relaciones de amistad el tener muchos amigos. Dice un proverbio que sólo pueden tenerse unos cuantos amigos verdaderos. El tener muchos «conocidos», como sucede en las comunidades grandes, necesariamente reduce la firmeza de las relaciones. La acumulación de individuos en un espacio provoca la fatiga de todas las reacciones sociales. Los habitantes de las grandes poblaciones están recargados de relaciones y obligaciones sociales y conocen la penosa sensación de recibir la visita de un amigo y no sentir con ella el debido gusto, aunque el amigo sea muy querido y haga tiempo que no lo veían. También hay cierta inclinación a rezongar cuando el teléfono suena después de cenar. Hace tiempo que los sociólogos expertos saben que el hacinamiento aumenta la tendencia a la agresión.

A estas indeseables consecuencias del crecimiento de nuestra sociedad se suman las de la imposibilidad de descargar las pulsiones agresivas en la medida «prevista» para la especie. No hay salida legítima al comportamiento agresivo en una comunidad moderna. La paz es la primera obligación del ciudadano, y el poblado enemigo vecino, que antes ofrecía un objeto a propósito para satisfacer la agresión intraespecífica, está ahora muy lejos lo más posible, a veces incluso aislado por una cortina de hierro.

Con el superior desarrollo de la civilización, todas las premisas para el debido funcionamiento de nuestras inclinaciones naturales al comportamiento social cada vez son menos favorables; al mismo tiempo, cada vez son mayores las exigencias en ese sentido. Debemos tratar al «prójimo» como si fuera nuestro mejor amigo, aunque nunca lo hayamos visto; y con el auxilio de nuestra razón podemos comprender claramente que tenemos la obligación de amar incluso a nuestros enemigos, cosa que no se nos habría ocurrido jamás por inclinación natural. Entre los diversos comportamientos sociales del hombre debidos a la filogénesis, prácticamente ninguno hay que no tenga necesidad de ser controlado y domeñado por una moral responsable. Todos los sermones ascéticos que nos previenen contra los impulsos instintivos y la doctrina del pecado original, que nos dice que el hombre es malo desde niño, tienen el mismo contenido cierto: la idea de que el hombre no puede seguir ciegamente las inclinaciones heredadas y que debe aprender a dominarlas y a comprobar de antemano sus efectos mediante la auto integración responsable.

La mayoría de los vicios y de los pecados mortales hoy condenados corresponden a inclinaciones que en el hombre primitivo eran simplemente adaptivas o por lo menos no presentaban ningún peligro. Los hombres del paleolítico en general tenían poco que comer; y cuando por casualidad lograban cazar un mamut, era biológicamente acertado y moral que cada miembro de la horda comiera hasta hartarse. La glotonería no era un vicio. Una vez harto, el primitivo descansaba de su agotadora vida y se entregaba a la pereza el mayor tiempo posible. En esa pereza no había nada reprensible. Era tan dura su vida que la sana sensualidad no podía degenerar en desenfreno. Cada quien tenía la imperiosa necesidad de conservar sus escasos bienes, que consistían en unas cuantas armas y herramientas y en algunas nueces para la comida del día siguiente. Con tan pocas pertenencias no había peligro de que se volvieran avaros. El alcohol era desconocido, y no hay ningún indicio de que se hubieran descubierto las propiedades reconfortantes de los alcaloides; son estos los únicos vicios que se les conocen a las tribus primitivas de la actualidad. O sea que el número de tipos de comportamiento filogenéticamente adaptado correspondía bastante bien a los requisitos, y la tarea de la moral responsable era relativamente fácil. El único mandamiento que había entonces era: no hieras a tu prójimo con el hacha, aunque te irrite.

Es de esperar que la civilización —sin dejar atrás la cultura, esperemos— siga desarrollándose a un ritmo continuamente acelerado. La tarea que toca a la moral responsable aumentará al mismo tiempo y se hará más difícil. La discrepancia entre lo que el hombre está dispuesto por inclinación natural a hacer por los demás y lo que de él se requiere será cada vez mayor y la responsabilidad tendrá cada vez más dificultad en remediarla. Esto es muy inquietante porque con la mejor voluntad del mundo es imposible ver la acción de ventajas selectivas que pueden nacer actualmente del sentido de responsabilidad del hombre o de la bondad especial de sus tendencias naturales. Más bien debe temerse seriamente que la actual sociedad comercial, bajo la influencia verdaderamente diabólica de la competencia entre personas ejerza una selección en dirección exactamente opuesta. La responsabilidad recibe así en esa dirección tareas cada vez más serias. O sea que la tarea compensadora que incumbe a la moral responsable se hace más grande a medida que las condiciones ecológicas y sociológicas se apartan de aquellas a las que la filogénesis adaptó el comportamiento instintivo del hombre. Y tal desviación aumenta sin cesar; aumenta incluso a un ritmo que la hace verdaderamente temible.

La suerte de la humanidad depende de saber si la moral responsable podrá o no con esa carga, que cada vez se hace más pesada. Y no le facilitaremos el problema sobrestimando su poder. Más probabilidades hay de ayudarle reconociendo humildemente que es «tan sólo» un mecanismo de compensación de eficacia muy limitada; y que su fuerza procede, como ya expliqué, de fuentes de motivación de la misma índole que aquellas que está llamada a controlar. La dinámica de las pulsiones, de las pautas de comportamiento filética y culturalmente ritualizadas, y la capacidad de control de la moral responsable forman un todo organizado muy complejo y no muy fácil de analizar. El haber comprendido la interdependencia funcional de sus partes nos ayuda empero, aun dado el incompleto estado de nuestros conocimientos a entender ciertos fenómenos que sin ello seguirían siendo incomprensibles.

Todos padecemos de la necesidad de dominar nuestros instintos, unos más y otros menos, según la mayor o menor abundancia de inclinaciones sociales. Los que tienen muchas inclinaciones sociales casi no sufren; pero otros, menos afortunados, necesitan recurrir a toda la fuerza de su sentido de responsabilidad para no tener problemas con las estrictas exigencias de la sociedad moderna. Según una antigua definición de psiquiatría, el psicópata es aquel que o bien sufre por lo que le exige la sociedad, o hace sufrir a la sociedad. En cierto modo, todos somos, pues, psicópatas, ya que cada uno de nosotros padece por la necesidad que el bien común le impone de domeñar sus pulsiones. Pero la definición mencionada se refiere en especial a aquellos que no pueden aguantar y se vuelven neuróticos, enfermos o delincuentes. Según esta definición, la distinción más estricta, que se establece entre «normal» y psicópata, entre buen ciudadano y criminal, es menos precisa que entre sano y enfermo. Esta diferencia es más bien semejante a la que existe entre el que tiene una deficiencia valvular compensada y el que tiene una enfermedad cardiaca no compensada, o sea que su corazón ya no está en condiciones, como el primero, de compensar el defecto mecánico de una válvula mediante un mayor trabajo de los músculos cardiacos. Cuando el músculo se debilita por el exceso de tensión, el corazón queda «descompensado». Esta analogía nos muestra también que la función compensadora cuesta energía.

Nuestra interpretación de la función esencial de la moral responsable puede resolver una contradicción de la doctrina moral kantiana, contradicción que ya había observado Friedrich Schiller, a quien llama Herder «el más inspirado de todos los kantianos». Schiller se oponía a la desvalorización de todas las tendencias naturales por la doctrina moral de Kant y se burló de ella en magnífica sátira: Gerne dien’ ich dem Freund, doch leider tu’ ich’s aus Neigung, darum wurmt es mich oft, dass ich nicht tugendhaft bin! (Ayudo con gusto al amigo, pero desgraciadamente lo hago por inclinación natural. Por eso temo a veces no ser virtuoso).

Pero no solamente servimos al amigo por inclinación natural. También lo juzgamos por el mismo rasero y nos preguntamos si sus acciones amistosas se debían a una cordial inclinación natural que les movía a ello. Si fuéramos kantianos lógicos hasta las consecuencias extremas, deberíamos hacer lo contrario, y apreciaríamos sobre todo a aquel que por su naturaleza no pudiera soportarnos, pero que por la auto interrogación responsable se viera obligado a obrar contra su corazón y a tratarnos debidamente. En la realidad, frente a semejante benefactor sentimos si acaso un tibio respeto, muy distinto del caluroso afecto que nos inspira el que así obra por amistad hacia nosotros, porque le da gusto, y que no piensa estar mereciendo nuestro agradecimiento.

Cuando mi inolvidable maestro Ferdinand von Hochstetter tenía setenta y un años pronunció su discurso de despedida a la Universidad de Viena, y el rector le agradeció calurosamente su larga y excelente labor. Hochstetter respondió concentrándose en la paradoja del valor y el no valor de las inclinaciones naturales, y dijo: «Me da usted las gracias por algo que en mí no las merece. Delas más bien a mis padres, a mis antepasados, que me trasmitieron esas inclinaciones y no otras. Pues si me pregunta qué he hecho durante toda mi vida en el campo de la investigación y la enseñanza le diré sinceramente que en realidad hice siempre lo que más gusto me daba».

¡Qué notable contradicción! Este gran científico, que me consta jamás leyó a Kant, toma aquí exactamente la posición del gran filósofo, que no atribula ningún valor a la inclinación natural. Pero al mismo tiempo, el elevado valor de su vida y su actividad reduce al absurdo la teoría kantiana de los valores con mayor eficacia que los versos de Schiller. No obstante, esta aparente contradicción se resuelve fácilmente si consideramos que la moral responsable hace de mecanismo compensador en un sistema del que la inclinación natural —no necesariamente desprovista de valor— es parte indispensable.

Si se trata de juzgar las acciones de determinada persona —por ejemplo las nuestras— claro está que estimaremos más cada una de ellas cuanto menos haya obedecido a una tendencia natural. Por otra parte, si se trata de calibrar a una persona a la que pensamos conceder nuestra amistad preferiremos sin duda su comportamiento amistoso si no se debe a consideraciones racionales, aunque sean morales, sino tan sólo al caluroso sentimiento de simpatía natural. No es ninguna paradoja, sólo cosa de sentido común, tener dos escalas de valores, una para juzgar las personas y otra para las acciones.

Quien por inclinación natural se comporta socialmente no suele necesitar en circunstancias normales el mecanismo de compensación de su responsabilidad, y cuando llega el momento, tiene grandes reservas de energía moral. Mas quien cotidianamente ha de recurrir a la fuerza moderadora de la responsabilidad moral para responder a las exigencias de la sociedad cultural, es lógico que se derrumbe antes en caso de aumentar las exigencias desacostumbradamente. El aspecto energético de nuestra comparación con las compensaciones y descompensaciones cardiacas se aplica muy bien aquí. La insólita presión que «descompensa» el comportamiento social del hombre puede ser de naturaleza varia, si bien siempre consume «fuerzas». No es la gran tentación única y súbita la que hace fallar más fácilmente la moral humana; es la acción prolongada, que a la larga acaba por fatigar los nervios. Las preocupaciones, las necesidades, el hambre, el miedo, el exceso de trabajo, la desesperanza, etc., todo produce el mismo efecto. El que haya tenido ocasión de observar a mucha gente en la guerra o en cautividad sabe cuán súbita e inesperadamente se produce la descomposición moral en situaciones de ese tipo. Personas que parecían fuertes como castillos se derrumban de golpe, mientras otras que no aparentaban gran cosa, resultaban fuente de inagotable energía y con su solo ejemplo ayudan a muchos a recuperar la voluntad moral. El que ha vivido esas cosas sabe también que la intensidad y la duración de la buena voluntad son dos variables independientes. Después de comprender esto es fácil dejar de sentirse superior al que cede un poco antes que nosotros los mayores y mejores llegan también al momento en que no pueden más: Eli, Eli, lama asabthani?

Según la doctrina moral de Kant, es la ley interior de la razón humana por sí sola la que da como respuesta a la auto interrogación responsable el imperativo categórico. El concepto de razón y el de entendimiento no son idénticos en Kant. Para él es evidente que un ser dotado de razón no puede querer hacer daño a otro ser de la misma especie. En la palabra razón (Vernunft) está ya etimológicamente la facultad de entenderse con su semejante, o sea la existencia de relaciones sociales, a las que se concede un gran valor afectivo, entre todos los seres de razón. Para Kant resulta así evidente e incontrovertible lo que para el etólogo necesita explicación, o sea el hecho de que una persona no pueda hacer daño a otra. El que el gran filósofo tome aquí por axiomático lo que necesita aclaración no es por cierto una pequeña inconsecuencia en el majestuoso desenvolvimiento de sus ideas, pero así su doctrina resulta más aceptable para el que piensa como biólogo. Es una pequeña fisura por la cual se infiltra el sentimiento, o sea la motivación instintiva, en las conclusiones por lo demás puramente racionales de su maravillosa estructura conceptual. El mismo Kant no cree que una persona se abstendría de hacer algo a que su naturaleza le impulsara por el solo hecho de advertir con su pura razón una contradicción lógica en la norma a que se ajusta su acción. Naturalmente, es necesario un factor afectivo para transformar un conocimiento puramente racional en un imperativo o una prohibición. Si rechazamos de nuestra experiencia los valores afectivos, como los de algunas etapas de la evolución, y si para nosotros no tienen ningún valor el hombre, la vida del hombre ni lo humano en general, el aparato de nuestra razón, por lo demás perfectamente congruente en sí, sería como una serie de engranajes sin motor que funcionara en el vacío. Por sí solo nada más puede proporcionarnos medios para lograr algún fin determinado, pero no puede determinar los fines ni damos órdenes. Si fuéramos nihilistas como Mefistófeles y opináramos que «valdría más que nada naciera», nada habría en el principio de nuestra acción que contuviera una contradicción lógica si apretábamos el botón para lanzar la bomba de hidrógeno.

Es sólo la apreciación de los valores, sólo el sentimiento, lo que puede dar la respuesta a la auto interrogación categórica y ponerle el signo positivo o negativo, o sea convertir esa respuesta en imperativo o prohibición. Y eso no nace de la razón, sino del oscuro impulso procedente de lo desconocido, a donde no baja nuestra conciencia. En la conciencia, o sea las capas intermedias indirectamente accesibles a la razón humana, lo instintivo y lo aprendido forman una organización muy compleja, no sólo semejante como un hermano a otro, a la de los animales superiores, sino en gran parte idéntica. Sólo se diferencia de aquellos fundamentalmente en que, en el hombre, la tradición cultural está incorporada en lo aprendido. Del sistema de estas acciones recíprocas que se desarrollan casi exclusivamente en el subconsciente surge el impulso para todas nuestras acciones, aun aquel1as que están más fuertemente sometidas a la dirección de nuestra razón auto interrogante. De ese sistema nacen el amor y la amistad, los sentimientos cordiales, el sentido de lo bello, la apremiante necesidad de creación artística y de conocimiento científico. El hombre despojado de todo lo que llamamos animal, privado de los impulsos misteriosos y convertido en ser puramente de razón, no sería ningún ángel, sino todo lo contrario.

No es difícil imaginar cómo pudo imponerse la opinión de que todo lo bueno, y solamente lo bueno, lo útil para la comunidad humana, se debía a la moral y que todo lo «egoísta», las motivaciones humanas incompatibles con las necesidades de la sociedad, procedían de instintos «animales». Si uno se pregunta con Kant si la norma de sus acciones puede elevarse a ley natural o si en ese intento se produciría algo contrario a la razón todas las pautas de comportamiento, incluso puramente instintivas, resultan perfectamente razonables, dando por supuesto que realizan la función conservadora de la especie que les asignaron los grandes artífices de la evolución de las especies. Solamente se produce algo contrario a la razón cuando un instinto funciona defectuosatnente, cuando hay una perversión en su funcionamiento. Es obligación de la interrogación categórica descubrir esa perversión, y del imperativo categórico compensarla. Los instintos que funcionan debidamente «como lo quisieron los grandes artífices» no pueden distinguirse de lo razonable por la auto interrogación. En un caso así recibe uno una respuesta afirmativa si se pregunta: «¿Puedo elevar la norma de mis acciones a ley natural?». Y es que, efectivamente, así es.

Cae un niño al agua, se tira un hombre a salvarlo, lo saca, examina el principio de su acción, y resulta que elevándolo a ley natural daría algo así: cuando un macho de Homo sapiens L. ve en peligro de muerte a un pequeñuelo de su especie, y está en condiciones de salvarlo, lo hace. ¿Contiene esta abstracción contradicciones racionales? ¡Claro que no! Entonces, el salvador se siente orgulloso de haber obrado tan moral y racionalmente. Pero si antes de tirarse al agua se hubiera hecho la pregunta, el niño hubiera tenido tiempo de ahogarse. No obstante, esa persona oye, por lo menos en el ámbito de nuestra cultura occidental, que obró pura y simplemente por instinto y que cualquier mono en situación semejante hubiera hecho otro tanto, con toda seguridad.

La antigua sabiduría china, que pone todo lo animal en el hombre pero no todo lo humano en el animal, no dice de ningún modo que ese «animal en el hombre» sea a priori malo, despreciable y dentro de lo posible, extirpable. Hay una reacción humana que más que ninguna otra nos puede demostrar cuán imprescindible puede ser una pauta de comportamiento inequívocamente «animal», heredada de nuestros antepasados los antropoides, precisamente para acciones que no solamente se consideran específicamente humanas y muy morales, sino que efectivamente lo son. Es la reacción llamada entusiasmo o inspiración. Esta palabra ya por sí expresa el alto origen, específicamente humano, que tiene: el espíritu, que domina al hombre. En cuanto a «entusiasmo», que procede del griego, indica que un dios se ha posesionado del hombre. Pero en realidad es nuestra antigua amiga y novísima enemiga, la agresión intraespecífica, quien domina al inspirado, y en la forma de una primigenia y nada sublimada reacción de defensa social.

Esta reacción se desencadena, pues, en forma refleja perfectamente predecible, por situaciones externas que exigen combatir por algo de interés social, en especial si la tradición cultural lo ha consagrado. Puede estar representado esto por la familia, la nación, la universidad o el club deportivo, o bien por conceptos abstractos, como los buenos tiempos de estudiante, la probidad de la creación artística o la ética de la investigación inductiva. Menciono así a vuelapluma cosas que a mí me parecen valores y otras que lo son para algunos, con el designio de ilustrar la ausencia de selectividad que hace a veces tan peligroso el entusiasmo.

Como ya dijimos, las normas del comportamiento social creadas por la ritualización cultural desempeñan en la sociedad humana un papel tan importante como la motivación instintiva y el control que ejerce la moral responsable. Cuando alboreaba la cultura y la invención de las herramientas o útiles empezaba apenas a trastornar el equilibrio de los comportamientos sociales filogenéticamente evolucionados, la nueva responsabilidad del hombre sin duda halló una aliada excelente en la ritualización cultural. Está demostrado que la existencia de ritos culturales se remonta casi hasta la época del empleo de instrumentos y del fuego. Naturalmente, no podemos esperar el hallazgo de vestigios prehistóricos de comportamientos culturalmente ritualizados sino allí donde la ritualización alcanzó un nivel relativamente elevado de diferenciación, o sea en las ceremonias fúnebres y en las artes de la pintura y la escultura, que hicieron su aparición al mismo tiempo que nuestra especie. La admirable habilidad de los primeros pintores y escultores cuyas obras contemplamos nos hace pensar que, incluso en aquella su remota época, el arte tenía ya una larga historia detrás de sí. En vista de todo esto podemos considerar posible que la tradición cultural de las normas de comportamiento naciera antes del empleo de los primeros instrumentos, y aun mucho antes. El comienzo de ambos se ha hallado en el chimpancé.

Gracias a los procesos descritos en el capítulo V, las costumbres y los tabúes pueden llegar a ser lo suficientemente poderosos como para motivar el comportamiento de un modo comparable al de los instintos autónomos. Después de cierto número de generaciones, no solamente los ritos y las ceremonias altamente desarrollados, sino también las normas más sencillas y menos llamativas de comportamiento social pueden adquirir el carácter de costumbres sagradas, amadas y consideradas como valores y cuya trasgresión es severamente condenada por la opinión pública. Decíamos en el capítulo V que la costumbre sagrada debe su poder motivante a tipos de comportamiento de origen filogenético, dos de los cuales revisten particular importancia. El primero es la reacción de entusiasmo militante, gracias a la cual defiende un grupo sus normas y sus ritos sociales propios frente a otro grupo que no tiene los mismos. El segundo es la cruel sevicia con que trata el grupo a aquel de sus miembros que no obedece a las «buenas» normas de comportamiento aceptadas por los demás. Sin ese amor a las costumbres tradicionales programadas por la filogénesis, la sociedad humana no tendría el apoyo en que se basa su indispensable estructura. Mas, como cualquier otro mecanismo de comportamiento de programación filogenética, este de que estamos tratando puede fallar. Una clase de escolares o una compañía de soldados (ambas pueden considerarse modelos de estructura grupal primitiva) son perfectamente capaces de crueldad colectiva contra alguien extraño al grupo. Las reacciones puramente instintivas ante un individuo físicamente anormal —por ejemplo, la burla ante el muchacho obeso— son totalmente idénticas, cuando el comportamiento es abierto, a la discriminación contra una persona cuyas normas sociales de origen cultural difieren de las del grupo. Por ejemplo, en el caso de un niño que habla un dialecto diferente.

La presión colectiva contra un individuo que se aparta de las normas sociales propias del grupo y la entusiasta disposición de este a defender sus normas y ritos sociales, son buenos ejemplos del modo en que desencadenan las situaciones estimulantes de origen y determinación cultural actividades esencialmente instintivas. Son también ejemplos de complejos típicos de comportamiento cuyo primordial valor de supervivencia para la especie es tan claro como el peligro de que en las condiciones del orden social moderno no acierten en el blanco. Más adelante volveremos a insistir en los diferentes modos en que la función del entusiasmo militante puede sufrir una perversión y en los posibles medios de impedir esa eventualidad. Antes de ahondar en este tema debo empero decir algo acerca de la función de las normas y los ritos sociales en general. Recordemos primeramente el hecho harto sorprendente, ya mencionado en el capítulo V, de que no tenemos conocimiento inmediato de la función o del valor de supervivencia (o de ambos) en el caso de la mayoría de nuestras propias costumbres bien establecidas, a pesar de nuestra convicción emocional de que constituyen realmente valores elevados. Este paradójico estado de cosas se explica sencillamente por el hecho de que tales costumbres no han sido hechas por el hombre en el mismo sentido que invenciones como el hacha de piedra o el avión de propulsión a chorro.

Puede haber casos excepcionales en que la profunda comprensión de las causas hace que un gran legislador cree una norma social. Se dice que Moisés sabía que el puerco puede ocasionar la triquinosis. Aunque así fuera, prefirió confiar en la devota observancia religiosa de su pueblo y no en su inteligencia, y afirmó que era el mismísimo Jehová quien había declarado que el cerdo era un animal impuro. Pero en general es seguro que casi nunca fue la comprensión de una función válida la que dio origen a las normas y los ritos tradicionales, sino que fue el proceso secular de la selección natural. Los historiadores habrán de hacerse a la idea de que la selección natural determina la evolución de las culturas lo mismo que la de las especies.

En ambos casos, los grandes artífices obtuvieron resultados que quizá no constituyan la mejor de todas las soluciones posibles pero que por el mero hecho de su existencia demuestran ser por lo menos viables. El biólogo que conoce el funcionamiento de la selección y que tampoco ignora sus límites, no se sorprende al hallar en esas construcciones ciertos detalles superfluos y aun nocivos para la supervivencia de las especies. Con frecuencia, la mente humana dotada de facultad deductiva puede hallar solución a problemas que la selección natural no ha conseguido resolver. Aun sirviéndose de los materiales proporcionados por la mutación y disponiendo de enormes períodos de tiempo, sucede a veces, que la selección produzca adaptaciones incompletas. Más probabilidades aún de este tipo de error hay cuando debe determinar en un espacio de tiempo mucho menor cuál de las costumbres nacidas por casualidad en una cultura hace más apta a esta para la supervivencia. Nada tiene entonces de sorprendente hallar en toda cultura un gran número de normas y ritos sociales innecesarios y aun patentemente inconvenientes, que de todos modos la selección no ha logrado eliminar. Muchas supersticiones comparables a la del rodeo que daba mi oca silvestre en dirección de la ventana pueden institucionalizarse y conservarse durante generaciones enteras. La selección intraespecífica desempeña con frecuencia un papel peligroso, tanto para la ritualización cultural como para la filogénesis. El proceso que se llama labrarse una posición produce, por ejemplo, los extraños fenómenos de normas y ritos tan característicos de la selección intraespecífica.

No obstante, aunque algunos ritos y normas sociales sean evidentemente mal adaptativos, eso no significa que deban ser eliminados sin más forma de proceso. La organización social de toda cultura es un sistema complicado de interacción universal entre un gran número de normas tradicionales de comportamiento divergentes. Sin un análisis profundo es imposible predecir que repercusiones tendrá el simple hecho de quitarles una piececilla en el funcionamiento del conjunto. Todo el mundo comprende fácilmente, por ejemplo, que la costumbre de cazar cabezas, muy común entre las tribus tropicales, no deja de tener un aspecto desagradable y que los pueblos que todavía la practican se encontrarían mejor sin ella. El psicoanalista Derek Freeman hace ver sin embargo en sus trabajos que esa costumbre está tan entretejida en todo el sistema social de ciertas tribus de Borneo que la abolición de esa costumbre podría desintegrar totalmente su cultura y poner en grave peligro la supervivencia de aquel pueblo.

La interacción equilibrada entre todas las normas particulares de comportamiento social que caracterizan a un pueblo explica por qué en general resulta muy peligroso mezclar culturas diferentes, para matar una cultura basta a veces ponerla en contacto con otra, sobre todo si esta está más adelantada, o por lo menos así se considera, como es el caso cuando se trata de la cultura de un país conquistador. El pueblo sometido tiene entonces tendencia a considerar con desdén todo cuanto antes le parecía sagrado y a imitar las costumbres que cree superiores. Y como el sistema de normas y ritos sociales propios de una cultura está siempre adaptado en muchos respectos a las condiciones particulares del medio, la aceptación incondicional de costumbres extranjeras casi siempre acarrea una mala adaptación. La historia colonial ofrece muchos ejemplos de que ello no solamente destruye las culturas, sino también los pueblos y las razas. Aun en el caso menos trágico en que se mezclan culturas de parentesco cercano y más o menos equivocadamente, suele haber algunos resultados indeseables, porque es más fácil imitar las costumbres menos valiosas de la otra. Los primeros ejemplos de cultura norteamericana que imitaron los jóvenes alemanes inmediatamente después de la última guerra mundial fueron la Cocacola, el chicle, el pelo cortado en forma de cepillo y las tiras cómicas o historietas. Las normas sociales de mayor valor características de la cultura norteamericana sin duda eran menos fáciles de imitar.

Aparte del peligro que corre una cultura en contacto con otra, todos los sistemas de normas y ritos sociales son vulnerables, del mismo modo que los sistemas de normas de comportamiento social producidas por la evolución filogenética. Como no están hechos por el hombre sino por la selección natural, su función es una incógnita para aquel si no la hace objeto de una investigación científica especial; por eso es su equilibrio tan fácil de trastornar por los efectos del pensamiento conceptual como el de cualquier sistema de comportamiento instintivo. Como en este, puede frustrarse por cualquier cambio ambiental no previsto en su programación. Pero a diferencia de los instintos, que perduran contra viento y marea, los sistemas tradicionales de comportamiento social pueden desaparecer por completo en el curso de una generación, porque al igual que el estado de continuidad, que es la vida de un organismo, lo que constituye una cultura no soporta interrupciones de su continuidad.

En la actualidad, son varios los factores que coinciden para amenazar la continuidad de nuestra cultura occidental. Se ha producido una alarmante ruptura de la continuidad tradicional entre la generación nacida allá por 1900, más o menos, y la siguiente. El hecho es innegable, pero sus causas todavía son muy discutidas. Son factores importantes sin duda la menor cohesión de los grupos familiares y la disminución de los contactos personales entre maestros y alumnos. Muy pocas son las personas de la generación actual que han visto jamás a sus padres en acción; y muy pocos son los alumnos que aprenden de sus maestros colaborando con ellos, como se hacía antes por lo general entre campesinos, artesanos y aun hombres de ciencia, sobre todo si enseñaban en universidades pequeñas. La industrialización que prevalece en todos los sectores de la vida actual separa las generaciones por una distancia que no aminoran ni la mayor familiaridad, ni la tolerancia más democrática ni la licencia de que, hoy nos enorgullecemos tanto. Los jóvenes parecen incapaces de aceptar los valores que reverenciaba la generación de sus padres cuando no están en contacto por lo menos con uno de sus representantes, que les merezca respeto y amor irrestrictos.

Otro factor, probablemente importante, que contribuye al mismo efecto es el hecho de que buen número de normas y ritos sociales aún muy apreciados por la generación anterior están decididamente anticuados. Las condiciones ecológicas y sociales cambian con la misma rapidez que la tecnología, y así muchas costumbres resultan mal adaptadas en el transcurso de una generación tan sólo. La veneración romántica de los valores racionales que comunican de tan impresionante y patético modo las obras de Rudyard Kipling o de C. S. Forester son un anacronismo patente que ya no puede hacer sino daño en nuestros días.

El predominio del pensamiento científico y la inexorable exigencia de explicaciones causales —uno y otra las virtudes más características, si no las únicas, de nuestra época— acentúan ese espíritu crítico. Pero la ilustración científica tiende a hacer dudar del valor de las creencias tradicionales mucho antes de proporcionar un entendimiento de las causas que permita decidir si tal o cual costumbre aceptada es una superstición del pasado o un elemento todavía indispensable en un sistema de normas sociales. En esto también, el fruto verde del árbol de la ciencia (del bien y del mal) resulta peligroso. Y sospecho incluso que toda esa leyenda pública estaba destinada a defender las tradiciones sagradas frente a las incursiones prematuras de una racionalización incompleta.

En la actualidad todavía no sabemos lo suficiente acerca de la función de tal o cual sistema de normas de comportamiento ritualizadas por la cultura para dar una respuesta racional a la pregunta, perfectamente racional, de «para qué sirve» determinada costumbre, o sea cuál es su valor de supervivencia. Cuando un innovador se rebela contra las normas establecidas del comportamiento social y pregunta por qué hay que someterse a ellas, por lo general no sabemos qué responder. Solamente a veces, y en casos muy raros, como en el ejemplo que di de la ley de Moisés que prohíbe el consumo de carne de puerco, podemos dar al aspirante a reformador una respuesta tan concisa como esta: «Si uno no obedece, agarra una triquinosis». Lo más frecuente es que el defensor de la tradición se vea obligado a recurrir a respuestas harto torpes, como diciendo por ejemplo que algunas cosas «no se hacen», o que no son decentes, o que son antipatrióticas, o pecaminosas, o bien a apelar a la autoridad de alguna venerable figura paternal que también consideraba inquebrantable la norma de que se trate.

Para la persona que todavía ve en esa norma el valor emotivo de un rito sagrado, tal respuesta será justa y satisfactoria; mas para quien ya no crea en ella, la misma respuesta resultará vana y pacata. Aunque no se pueda perdonar totalmente, se comprende que esta persona tenga tendencia a creer que esa norma no es más que superstición, y tal vez llegue a considerar a su defensor un tipo falso. Digamos de paso que este es el principal punto en que disienten las personas de generaciones diferentes.

Para apreciar debidamente cuán indispensables son en realidad los ritos culturales y las normas sociales debemos recordar que el hombres por naturaleza, como dijo Arnold Gehlen, un ser de cultura. Es decir, que todo su sistema de actividades y reacciones innatas fue construido filogenéticamente y «calculado» de tal modo por la evolución que necesitara el complemento de la tradición cultural. Por ejemplo: todo el enorme aparato neurosensorial del lenguaje humano se debe a una evolución filogenética, pero está hecho de modo que su funcionamiento tiene por premisa la existencia de un idioma desarrollado culturalmente y que el niño ha de aprender. La mayor parte de todas las normas de comportamiento social debidas a la filogénesis están interrelacionadas con la tradición cultural de un modo análogo. La imperiosa necesidad que uno siente de pertenecer a un grupo, por ejemplo, fue sin duda programada en la filogénesis prehumana, pero las propiedades que distinguen al grupo y lo hacen coherente y exclusivo son normas de comportamiento ritualizadas en el curso de la evolución cultural.

Como vimos en el capítulo V, sin ritos ni costumbres tradicionales que representen un acervo común estimado y defendido por todos los miembros del grupo, los seres humano, serían totalmente incapaces de formar unidades sociales mayores que el grupo familiar primitivo, consolidado por el vinculo instintivo de la amistad personal examinado en el capítulo XI.

El bagaje del hombre en normas de comportamiento filogenéticamente programadas depende tanto de la tradición cultural y la responsabilidad racional como la función de estas dos depende de la motivación instintiva. Si fuera posible criar un ser humano, de constitución genética normal, en condiciones en que quedara privado de toda tradición cultural —cosa imposible no sólo por razones éticas sino también biológicas— el objeto de esa crudelísima experiencia estaría muy lejos de corresponder a la reconstrucción de un antepasado prehumano todavía sin cultura. Sería un pobre inválido con una deficiencia de las funciones superiores, comparable a algunos idiotas en los que una encefalitis sufrida durante la infancia o la vida intrauterina suprime las funciones superiores del córtex cerebral. Ningún ser humano, ni el mayor de los genios, podrían inventar por sí solo todo un sistema de normas y ritos sociales capaces de remplazar la tradición cultural.

Nuestra época ofrece muchas y desagradables ocasiones de observar las consecuencias que para el comportamiento social tiene la ausencia, siquiera parcial, de tradición cultural. Los seres humanos así afectados forman una juventud que pide la abolición necesaria, aunque peligrosa, de costumbres ya arcaicas, o bien forman grupos de «jóvenes encolerizados» o pandillas de rebeldes, o bien, finalmente, un cierto tipo de delincuente juvenil bien definido que es el mismo en todas partes del mundo. Ciegos a todo valor, estos desdichados son víctimas de un tedio infinito.

Unas leyes biológicas aplicables en amplísima escala nos proporcionan sin embargo los medios de hallar el terreno de entendimiento entre la rigidez de las normas sociales y la necesidad de ciertos cambios adaptivos. Ningún sistema orgánico puede alcanzar un grado más alto de diferenciación sin estar sustentado y consolidado por estructuras firmes y coherentes. Estas estructuras de apoyo no pueden, en principio, obtenerse sino mediante el sacrificio de ciertos grados de libertad hasta entonces existentes. Un gusano puede retorcerse como se le antoje, y los artrópodos tan sólo según tienen hechas las articulaciones de su esqueleto cutáneo. Las modificaciones del medio externo o interno pueden exigir grados de libertad que la estructura existente no admite; y así será necesaria su desintegración parcial y temporal, del mismo modo que el crecimiento requiere el cambio periódico de caparazón en los crustáceos y otros artrópodos. A esta destrucción de estructuras cuidadosamente formadas (indispensables para que surjan otras mejor adaptadas) sigue siempre un período de peligrosa vulnerabilidad. Es un impresionante ejemplo de ello la indefensa situación del cangrejo que acaba de mudar de caparazón y todavía lo tiene blando.

Todo esto se aplica sin restricciones a los sistemas «solidificados» o sea institucionalizados, de normas y ritos sociales que en las culturas humanas hacen un papel muy parecido al de un esqueleto sustentador. En el crecimiento de las culturas humanas como en el de los artrópodos, hay un mecanismo integrado para los cambios graduales necesarios. Los seres humanos, durante la pubertad e inmediatamente después, tienen una indudable tendencia a desprenderse de su fidelidad a todos los ritos y normas sociales de su cultura, a permitir que el pensamiento conceptual los ponga en duda y a buscar ideales nuevos y tal vez mejores. En esa época de la vida hay probablemente un período sensible determinado para elegir un nuevo objeto de fijación, como (más o menos) en el caso de la fijación llamada troquelado que se halla en los animales. Si en ese momento crítico de la vida resultan caducos los ideales sometidos a examen crítico y no aparecen otros nuevos, la consecuencia es esa ausencia total de objetivos y ese profundo aburrimiento que caracterizan al delincuente joven. Si, por otra parte, un hábil demagogo, experto en el arte peligroso de crear situaciones anormalmente estimulantes, logra influir en los jóvenes en esa edad sensible, no le será difícil guiar la elección de su fijación a un objeto (mediante algo semejante a un troquelado) en una dirección que sirva a sus fines políticos. En la post pubertad, algunos seres humanos parecen impulsados por una fuerza irresistible a abrazar una causa, y si no hallan ninguna que les parezca digna, puede fijarse en causas sustitutivas notoriamente inferiores. La necesidad instintiva de ser miembro de un grupo bien unido y que luche por ideales comunes es tan fuerte que tiene importancia secundaria saber cuáles sean esos ideales y cuál su valor intrínseco. Esto explica, creo yo, la formación de pandillas juveniles cuya estructura social es, con toda probabilidad, una reconstitución bastante semejante de las que se dan en las sociedades primitivas.

Según parece, ese proceso de fijación (por cuasitroquelado) sólo puede efectuarse debidamente una vez en la vida del individuo. Ya bien establecida la valorización de ciertas normas sociales o la lealtad a una causa, no puede borrarse, por lo menos lo bastante para dejar lugar a una valorización de igual fuerza. Pasado este período sensible, la capacidad de abrazar nuevos ideales parece muy reducida en el hombre. Todo esto nos ayuda a comprender la verdad nada nueva de que los seres humanos atraviesan por un período bastante peligroso durante la pubertad e inmediatamente después. La trágica paradoja es que el peligro resulta mayor para quienes son por naturaleza más capaces de servir a la noble causa de la humanidad.

El proceso de fijación a un objeto (por cuasitroquelado) tiene consecuencias cuya importancia sería difícil exagerar. Determina nada menos que aquello por lo que un hombre vivirá, luchará; y, en ciertos casos, guerreará ciegamente, así como la situación estimulante condicionada que desencadena ese comportamiento de evolución filogenética que he propuesto denominar entusiasmo militante.

Para el que busca modestamente la verdad biológica, no puede haber ninguna duda de que el entusiasmo militante del hombre evolucionó a partir de una reacción colectiva de defensa de nuestros antepasados prehumanos. Esa reacción irreflexiva hacia un solo fin debe haber tenido un gran valor de supervivencia incluso en una tribu de humanos ya plenamente caracterizados. Era necesario que el macho olvidara sus otros compromisos para poder consagrarse en cuerpo y alma a la causa de la batalla común. Was schert mich Weib, was schert mich Kind (Qué me importa la mujer; qué me importa el hijo), dice el granadero de Napoleón en un célebre poema de Heinrich Heine. Y el dicho es perfectamente característico de la reacción del poeta, que siendo por lo general un cáustico escarnecedor del romanticismo y lo sentimental se deja aquí llevar sin reservas por el entusiasmo que en él despierta el «gran» conquistador, y halla así esta magnifica expresión.

El objeto que el entusiasmo militante está dispuesto a defender ha cambiado con el adelanto cultural. Primitivamente se trataba sin duda de defender la comunidad concreta de los miembros conocidos individualmente, unidos por el vínculo de la amistad y el amor personales. Al ir aumentando la unidad social, los ritos y las normas sociales observados en común por todos los miembros se convierten en el factor principal de cohesión y automáticamente se transformaron en símbolo de la unidad. Mediante un proceso de auténtico condicionamiento pavloviano, y además cierta cantidad de troquelado irreversible, estos valores harto abstractos han ocupado en todas las culturas humanas el lugar del objeto concreto, primario, de la reacción defensiva común.

Este cambio de objeto, determinado por la cultura, tiene consecuencias importantes para la función del entusiasmo militante. Por una parte, el carácter abstracto de su objeto puede darle un aspecto claramente inhumano y hacerlo francamente peligroso (Qué me importa la mujer; qué me importa el hijo). Por otra parte, eso facilita el reclutamiento de voluntades entusiastas al servicio de valores realmente éticos. Sin la abnegada consagración del entusiasmo militante no habría arte, ni ciencia, ni ninguna de las demás grandes empresas de la humanidad. El que el entusiasmo sirva para estos altos empeños o que el instinto motivador más poderoso del hombre le haga ir a la guerra por cualquier causa estúpida y abyecta depende casi por completo del condicionamiento o del troquelado (o ambos) sufrido en ciertos periodos sensibles de su vida. Hay una esperanza razonable de que nuestra responsabilidad moral llegue a dominar la pulsión primitiva, pero para ello es necesario reconocer humildemente el hecho de que el entusiasmo militante es una reacción instintiva, con un mecanismo de desencadenamiento determinado filogenéticamente, y que el único punto donde puede ejercer su control la vigilancia inteligente y responsable es en el condicionamiento de dicha reacción a un objeto cuyo genuino valor haya revelado la interrogación categórica.

La primera condición para el control racional de un tipo de comportamiento es conocer la situación estimulante que lo desencadena. Se puede provocar el entusiasmo militante con la predecible seguridad de un reflejo en cuanto aparecen en un medio ambiental las situaciones siguientes: Primeramente, la unidad social con la que se identifica el sujeto ha de aparecer amenazada por algún peligro externo. La unidad amenazada puede ser un grupo concreto de personas como la familia o una pequeña comunidad de amigos íntimos, pero también puede ser un grupo mayor, vinculado y simbolizado por sus propios ritos y normas específicos. Y como estos asumen el carácter de valores autónomos, según vimos en el capítulo V, pueden representar por sí mismos el objeto en cuya defensa se moviliza el entusiasmo militante. De todo esto se deduce que tal reacción puede ponerse al servicio de objetos muy distintos, desde el club deportivo hasta la nación, desde las particularidades y las ceremonias más anticuadas, hasta el ideal de la verdad científica o la incorruptibilidad de la justicia. Los demagogos pueden y saben muy bien crear simulacros de situaciones amenazantes para el grupo social, fabricando enemigos o exagerando su disposición inamistosa y su peligro. En segundo lugar pertenece a la situación estimulante de que hablamos la figura, lo más arrebatadora posible, de un jefe, figura a la que ni los más demagogos antifascistas pueden renunciar. También los métodos son iguales, independientemente de la tendencia política que los emplee y a la que responda la reacción de entusiasmo, de naturaleza instintiva, que el líder o demagogo utilice para sus fines. Las fotos gigantescas que todos los partidos políticos ostentan gustosamente de sus jefes lo demuestran suficientemente. Aquí también el carácter no selectivo de la reacción programada por la filogénesis permite el condicionamiento a figuras de jefe de muy distintos tipos. Por ejemplo, Napoleón, que inspiró tanto entusiasmo a un crítico tan agudo como Heine y que a mí no me inspira nada. En cambio sí me inspira Charles Darwin. Una cuarta condición necesaria para que el entusiasmo militante se desencadene plenamente y tal vez la más importante de todas, es la presencia de muchos individuos afectados por la misma emoción. Su número absoluto tiene una influencia segura en la cualidad de la reacción. Las minorías relativamente pequeñas, enfrentadas a una gran mayoría, tienen tendencia a empeñarse en una actitud defensiva, a la que dan el valor emocional de una «resistencia a ultranza». En cambio, las grandes multitudes que inspira un mismo entusiasmo, sienten la imperiosa necesidad de conquistar el mundo entero para su sagrada causa. Las leyes que rigen el entusiasmo son, en esto, las mismas que vimos en el capítulo VIII, cuando tratábamos de la formación de manadas anónimas, donde el efecto de comunicación del entusiasmo aumenta asimismo en progresión geométrica, probablemente, con el número de individuos.

Cualquier persona capaz de sentir emociones más o menos fuertes conoce por experiencia la reacción de que estamos tratando. En primer lugar se produce esa cualidad emocional que llamamos entusiasmo: un estremecimiento «sagrado» recorre la espalda y, como se ha comprobado mediante observaciones precisas, la parte externa de los brazos. Uno se siente por encima de todas las obligaciones cotidianas y está dispuesto a dejarlo todo para acudir al llamado del sagrado deber. Todos los obstáculos que se atraviesen en el camino de su cumplimiento carecen de importancia y sentido, y las inhibiciones instintivas que impedían dañar y matar a sus semejantes pierden desgraciadamente buena parte de su fuerza. Las consideraciones de índole racional, el sentido crítico y las razones que hablan en contra del comportamiento dictado por el entusiasmo colectivo han de callar, porque una notable inversión de valores las hace aparecer no solamente indefendibles sino totalmente despreciables y deshonrosas. Total: como dice un proverbio ucraniano, «Cuando ondea la bandera, la razón está en la trompeta».

Esta vivencia está en correlación con el siguiente comportamiento, objetivamente observable: el tono de todos los músculos estriados se eleva, el cuerpo se pone tenso, los brazos se apartan un poco del cuerpo, lateralmente, y giran algo hacia el interior, de modo que los codos apuntan hacia fuera. La cabeza se alza orgullosamente, la barbilla hacia delante, y los músculos faciales efectúan la mímica de poner «cara de héroe», esa cara que todos conocemos por el cine. En la espalda y la parte exterior de los brazos se erizan los vellos; y esto es incluso lo que objetivamente se puede observar del «estremecimiento sagrado».

En cuanto al carácter sagrado de ese estremecimiento y lo espiritual de ese entusiasmo, cualquiera que haya visto la pauta de comportamiento correspondiente en el chimpancé macho cuando se lanza con bizarría sin igual a defender su horda o su familia lo pondrá en duda. Porque el chimpancé también adelanta la barbilla, tensa el cuerpo y alza los codos; también a él se le erizan los pelos del cuerpo, cosa que hace parecer más grande este visto por delante, con un imponente efecto de intimidación. La rotación hacia dentro de los brazos está visiblemente destinada a volver hacia el exterior la parte más peluda, para contribuir a ese efecto. Toda esta combinación de actitud del cuerpo y erizamiento de los pelos es, como el enarcamiento del lomo en el gato, un «bluff» para que el animal parezca más grande y peligroso de lo que en realidad es. En cuanto a nuestro «estremecimiento sagrado», no es otra cosa que el erizarse de la piel natural que ya sólo nos queda en forma de vellosidad.

No sabemos qué sentirá el mono en su reacción social de defensa, pero nos consta que es tan abnegado y heroico como el hombre inflamado por un ardor que lo llena de entusiasmo, y lo mismo se juega la vida. No cabe dudar de la homología puramente filogenética en la reacción de defensa de la horda en el chimpancé y en el entusiasmo humano. Y aun es posible imaginarse cómo nacería el uno de la otra. También para nosotros son primariamente los valores, que defendemos con tan entusiasta ahínco, de naturaleza social. Si recordamos lo que vimos al tratar del hábito, el ceremonial y la magia, nos parecerá casi absolutamente necesario que una reacción que en su origen servía para la defensa de los miembros de una sociedad individual y concretamente conocidos pasara al servicio de los valores culturales, trasmitidos por tradición y más duraderos que los grupos formados por unos cuantos individuos.

A mí no me parece decepcionante, sino una seria advertencia para que nos conozcamos a nosotros mismos, el que nuestra valiente defensa de lo que creemos supremo corra por vías nerviosas homólogas a las que trasmiten las reacciones sociales de defensa de nuestros antecesores los antropoides. Una persona que no tenga esas reacciones es para mí un lisiado en materia de instintos, y no lo quisiera por amigo. Pero uno que se deje llevar ciegamente por sus reflejos es un peligro para la humanidad y una víctima fácil para cualquier demagogo de esos que saben desencadenar situaciones estimulantes en los hombres, para hacerlos combatir a su antojo, con la misma seguridad con que nosotros los etólogos lo hacemos en los animales con que experimentamos. Cuando al oír viejas canciones o música militar siento que un estremecimiento sagrado me recorre la espina dorsal, me defiendo del halago diciéndome que también los chimpancés, cuando quieren incitarse al combate social, emiten sonidos rítmicos. Y en este caso, cantar a coro significa prestar oído al diablo.

He tratado de describir, con la menor deformación emocional posible, la reacción entusiasta de los humanos, su origen filogenético, sus componentes y premisas, instintivos y trasmitidos por la tradición. Espero haber logrado que el lector comprenda por sí solo, sin decírselo yo explícitamente, el enredo que es nuestra filosofía de los valores. ¿Qué es cultura? Un sistema de ritos y normas sociales de formación histórica y trasmitidos de generación en generación porque emocionalmente vemos en ellos valores. ¿Y qué es valor? Es evidente que las personas sanas y normales pueden sentir que algo tiene un valor tan grande que merece se viva, y si es necesario se muera, por ello, sin haber otra razón que la ritualización cultural que lo produjo y su trasmisión por un antiguo y venerado personaje. ¿Se define entonces el valor solamente como el objeto en que está fijada nuestra necesidad instintiva de preservar y defender unas normas sociales tradicionales? Tal fue sin duda el caso en los orígenes y en las primeras etapas del desarrollo cultural. Las evidentes ventajas de una adhesión fiel a la tradición deben haber ejercido una presión selectiva considerable. Sin embargo, ni siquiera la mayor lealtad y obediencia a las normas de comportamiento ritualizadas por la cultura puede confundirse con la responsabilidad moral. En el mejor de los casos, sólo funcionalmente son análogos al comportamiento controlado por la responsabilidad racional. En este respecto, no hay ninguna diferencia entre esas normas sociales y las formas instintivas de comportamiento social de que hablamos en el capitulo VII. Y, como estas últimas, las normas y los ritos culturales corren peligro de fracasar en circunstancias para las cuales no fueron «programadas» por el gran artífice de la selección natural.

Quiere decirse que es necesario controlar con una prudente responsabilidad moral todos nuestros compromisos sentimentales en materia de valores culturales, tanto o más que los demás instintos. Ninguno de estos podrá jamás producir efectos tan devastadores como el entusiasmo militante a rienda suelta cuando ha contaminado a masas enormes y atropella las demás consideraciones con su monomaniaca concentración en una idea y su supuesta nobleza. Porque no es el entusiasmo en sí lo que es noble, sino los grandes objetivos de la humanidad, para cuya defensa podrían solicitarlo.

El entusiasmo es un verdadero instinto autónomo, como el grito de triunfo lo es del ganso silvestre, en el hombre por ejemplo. Tiene su propio comportamiento apetitivo, sus propios mecanismos desencadenadores y, como todo el mundo sabe por experiencia propia, es una vivencia tan intensamente satisfactoria que resulta casi imposible resistir a sus seductores efectos. Así como el grito de triunfo influye hondamente en la estructura social de los gansos silvestres, y aun la domina, así también la pulsión que incita a combatir con entusiasmo militante ejerce una acción determinante en la sociedad y la política de los hombres. La humanidad no es belicosa y agresiva por estar dividida en grupitos, políticos o de otra índole, enemigos unos de otros, sino que está dividida de ese modo porque así halla preparada la situación estimulante necesaria para la abreacción de la agresividad social y el entusiasmo militante. «Si una vez llegara a haber una sola doctrina salvadora para toda la tierra —escribe Erich von Holst—, al momento sus partidarios se dividirían por lo menos en dos interpretaciones fuertemente antagónicas (una, la verdadera, otra, la herética), y el odio y la guerra prosperarían como antes… porque por desgracia, el hombre es como es».

Tal es el Jano bifronte de la humanidad. El hombre es el único ser capaz de consagrarse lleno de entusiasmo al servicio de los valores supremos. Pero para ello necesita una organización fisiológica comportamental cuyas propiedades animales llevan en sí el peligro de muerte para los hermanos. Y el hombre comete el fratricidio convencido de haberse visto obligado a hacerlo en servicio de esos mismos valores supremos. ¡Ecce homo!