CAPÍTULO XII
PREDICANDO LA HUMILDAD

Das ist der Ast in deinem Holz

an dem der Hobel hängt und hängt:

Das ist dein Stolz,

der immer wieder dich

in seinen steifen Stiefel zwängt[XI].

CHRISTIAN MORGENSTERN

Los once capítulos que anteceden pueden considerarse ciencia natural. Los hechos que en ellos se exponen son más o menos seguros, en lo que cabe dentro de un campo de investigación tan recientemente abierto como la etología comparada. Pero ahora vamos a dejar la descripción del comportamiento agresivo de los animales, tal y como nos lo revelan la observación y los experimentos, y vamos a preguntarnos si de todo eso no podría sacarse algo aplicable al hombre y a la evitación de los peligros que sus propias pulsiones agresivas le crean.

Habrá personas que en el mero hecho del planteamiento de esta cuestión verán un menoscabo de la dignidad humana. El hombre se complace en considerarse el centro del universo, distinto de todo lo demás que hay en la naturaleza, algo esencial y superior. Para muchos humanos es una necesidad persistir en ese error, y así desoyen el más sabio consejo que jamás un sabio diera, el famoso «Conócete a ti mismo» (Γνώϑι σαυτόν) que dijo Quilón pero se atribuye a Sócrates. ¿Qué impide al hombre seguirlo? Tres obstáculos, todos con grave carga emotiva. El primero puede eliminarlo fácilmente cualquier persona inteligente y sensata. El segundo, a pesar de sus nocivos efectos, siempre es honroso. Y el tercero, se explica por la evolución de la cultura y es por ello perdonable, pero es también el más difícil de eliminar. Los tres están íntimamente ligados y entretejidos con una propiedad humana nada buena, el orgullo, de que dice el sabio que precede a la caída. Vamos a examinar uno por uno estos tres obstáculos con el fin de descubrir en qué son dañinos. A continuación, veremos el modo de contribuir lo mejor posible a su eliminación.

El primer obstáculo es el más primitivo. Impide que el hombre se conozca a sí mismo, porque no le deja ver que es el resultado de una evolución histórica. El gran parecido del hombre con sus parientes más próximos es, paradójicamente, el que da a este obstáculo su tenacidad y su carga afectiva. Si el hombre no conociera al chimpancé le costaría menos convencerse de su origen. Algunas leyes inexorables de la percepción de las formas nos impiden ver en el mono, y particularmente en el chimpancé, un animal como los demás y nos obligan a ver en su cara un rostro humano. Medido de este modo con la vara antropomórfica, el chimpancé resulta bastante feo, como es fácil de comprender, y parece una caricatura diabólica de nuestro propio ser. El gorila, algo más alejado de nosotros, y más el orangután, presentan ya menos dificultades. Tomando las caras de los machos viejos por extrañas máscaras de demonios podemos considerarlas con seriedad y aun hallarlas bellas. Con el chimpancé esto resulta imposible. Es tan definitivamente ridículo, tan vulgar y repugnante que sólo parece un hombre degenerado. Esta subjetiva opinión no es tan injusta como parece y hay razones para suponer que el antepasado común del hombre y el chimpancé no estaba menos evolucionado que este último, sino todo lo contrario. Por risible que sea en sí la reacción defensiva del hombre frente al chimpancé, su fuerte contenido emocional ha inducido a muchos pensadores a construir teorías totalmente indefendibles acerca del origen del hombre. En ellas no se niega la procedencia animal, pero se escamotea su cercano parentesco con el repulsivo chimpancé mediante acrobacias de lógica o se disimula con embrollos de sofista.

Pero el chimpancé es irresistiblemente cómico precisamente porque se nos parece. Es más: en las estrecheces de un zoológico, los chimpancés adultos degeneran de un modo bastante parecido al de los humanos en circunstancias análogas y dan la impresión de estar totalmente depravados y pervertidos. Y el chimpancé perfectamente normal y sano, más parece un ser humano degradado que un animal superior.

El segundo obstáculo que se opone al conocimiento de nosotros mismos es la emocional aversión a reconocer que nuestras obras están sometidas a leyes naturales. Bernhard Hassenstein ha denominado a esto «juicio axiológico anticausal». El confuso sentimiento de frustración, que recuerda la claustrofobia en muchos individuos, ante el espectáculo de la universal determinación causal de todos los fenómenos naturales se debe sin duda a la necesidad, perfectamente justificada, de poder querer libremente y el deseo no menos justo de que nuestras acciones no obedezcan a causas accidentales, sino a fines superiores.

El tercero y magno obstáculo al conocimiento de sí mismo es —por lo menos en nuestras culturas occidentales— la herencia de la filosofía idealista. Procede de la división del mundo en dos: el mundo externo de las cosas, por principio desprovisto de valor para el pensamiento idealista, y el mundo inteligible, del pensamiento y la razón humanos, que es el único al cual se atribuyen valores.

Esta dicotomía place al egocentrismo del hombre y satisface a maravilla su deseo de no sentirse prisionero de las leyes de la naturaleza. Por eso no es de extrañar que haya penetrado tan profundamente en nuestros acostumbrados modos de pensar, como se echa de ver en el cambio de significación que han sufrido las palabras «idealista» y «realista», que primeramente designaban dos actitudes filosóficas y hoy implican juicios de valor morales. En muchas partes del mundo occidental, lo que es «científicamente explorable» carece automáticamente de valores superiores. Como quien dice, explicar es devaluar.

Tengo que precaverme aquí contra el posible reproche de que predico contra los tres obstáculos que se oponen orgullosamente al conocimiento de sí mismo tan sólo porque se oponen a mis propias opiniones científicas y filosóficas. Pero yo no soy un darwinista empedernido que protesta contra la repulsa a la teoría de la evolución, ni un profesional dedicado a estudiar las causas y que por eso lucha contra la idea de que los verdaderos valores son necesariamente anticausales, ni un realista hipotético que sus convicciones enfrentan al idealismo. Tengo otras razones. Hoy suele reprocharse a los científicos el haber conjurado terribles peligros sobre la humanidad al dotarla de un poder demasiado grande sobre la naturaleza: Este reproche solamente estaría justificado si al mismo tiempo se pudiera acusar a los hombres de ciencia se haber, pecado por omisión, de no haber hecho al mismo tiempo objeto de su estudio al hombre. Porque el peligro que actualmente corre la humanidad no se debe a su capacidad de dominar los fenómenos físicos, sino a su incapacidad de dirigir racionalmente los fenómenos sociales. Y yo quisiera demostrar cómo la ausencia de visión causal en materia de comportamiento humano, a que se debe atribuir la culpa de esa incapacidad, es consecuencia inmediata de los tres pecados de orgullo que se oponen al conocimiento de sí mismo.

Se oponen a la investigación de procesos de la vida humana a los que atribuimos un gran valor y de los cuales nos sentimos orgullosos. Nunca se dirá bastante: las funciones de nuestro aparato digestivo están hoy perfectamente conocidas, y este conocimiento permite a la medicina, y en particular a la cirugía intestinal, salvar año con año miles de vidas humanas, pero ello se debe exclusivamente a la favorable circunstancia de que las funciones de los órganos que forman dicho aparato no inspiran respeto ni estimación particular.

Y si, por otra parte, la humanidad no puede hacer nada contra la patológica disolución de su estructura social y si, con las atómicas en la mano, no sabe comportarse con más inteligencia, en materia social, que cualquier especie zoológica, se debe en buena parte al hecho de la orgullosa sobrestimación de su propio comportamiento y a su deseo de considerar que ese comportamiento no está sometido a las leyes que rigen los fenómenos naturales y por lo tanto no es investigable.

Ciertamente, los sabios investigadores no tienen la culpa de que los hombres en general no sean capaces de conocerse a sí mismos. Quemaron a Giordano Bruno porque decía que la humanidad entera en unión de su planeta no era más que una mota de polvo en una nube numerosísima de otras motas iguales. Y cuando Charles Darwin descubrió que el hombre tenía el mismo origen que los animales, con gusto lo hubieran matado también, y no faltaron los intentos de reducirlo al silencio por lo menos y a Sigmund Freud, que estudiaba los motivos del comportamiento social de los humanos, y lo analizaba y trataba de hacer comprensibles sus causas (ciertamente por el lado de lo subjetivo y psicológico, pero con método y planteamiento de los problemas auténticamente científicos) se le acusó de falta de respeto, de materialismo ciego a los valores y aun de tendencias pornográficas. La humanidad se ha atrincherado en la estima de si misma y la defiende con todos los medios a su alcance. Es hora, pues, ya de predicar la humildad y de tratar en serio de volar esos obstáculos que el orgullo opone al conocimiento de sí mismo.

Empezaré combatiendo la resistencia a los descubrimientos de Darwin y considerando signo alentador del adelanto de la cultura científica el hecho de no tener que ocuparme en la resistencia que hallaron los descubrimientos de Giordano Bruno. Creo conocer un medio sencillo para hacer que el hombre se avenga a aceptar el hecho de que forma parte de la naturaleza y que ha evolucionado por un proceso, natural, sin infringir las leyes. Bastaría con enseñarle cuan grande y bello es el universo y cuán respetables son las leyes que lo rigen. Sobre todo, creo firmemente que nadie que conozca suficientemente la evolución filogenética del mundo de los organismos vivos debería abrigar resistencias internas contra la idea de que él también debe su existencia al más estupendo de todos los fenómenos naturales. No voy a discutir aquí acerca de la plausibilidad, mejor dicho de la certidumbre que es la teoría de la evolución, mil veces mayor que la certidumbre que tenemos de nuestro pasado histórico entero. Todo cuanto sabemos concuerda a maravilla y sin violencia. Nada habla en su contra y contiene todos los valores propios de una teoría de la creación: fuerza explicativa, belleza poética y grandeza imponente.

El que ha captado bien esto no puede sentir aversión por el descubrimiento darwiniano de que tenemos el mismo origen que los animales ni por el freudiano de que nos mueven los mismos instintos que a nuestros antecesores prehumanos. Al contrario, el conocedor de esos hechos habrá de sentir un respeto de otro género por las creaciones de la razón y de la moral responsable que aparecen en el mundo con el hombre, y que bien pueden otorgarle el poder de dominarlo, con tal que en su ciego orgullo no niegue su herencia animal.

Otra causa de rechazo de la evolución suele ser la estimación que los hombres sentimos por nuestros antepasados. «Descender» significa bajar o venir de lo alto (descendere), y ya en el derecho romano era costumbre que el antepasado figurara en lo alto del cuadro genealógico, que formaba así un árbol con las ramas para abajo. En un cuadro genealógico no se especifica si un hombre sólo tuvo dos progenitores o bien doscientos cincuenta y seis tataratataratatarabuelos, aunque abarque muchas generaciones. Y no se usa porque sería difícil hallar, en un gran número de antepasados, muchos de que poderse enorgullecer. Según algunos autores, la palabra descendencia tal vez esté relacionada también con el hecho de que en los tiempos antiguos la gente gustaba de atribuirse un origen divino. Hasta los tiempos de Darwin nadie se había percatado de que el árbol genealógico de la vida no crece hacia abajo, sino hacia arriba y de que la palabra descendencia en realidad significa lo contrario de lo que pretende significar. Y si quisiéremos aquilatar, diríamos que nuestros antepasados habían descendido de los árboles, como en realidad lo hicieron (hoy nos consta)… pero antes de ser hombres.

No son mucho más adecuadas las palabras desarrollo y evolución. También vienen de una época en que se ignoraba totalmente el proceso creador de la filogenia y sólo se sabía que el individuo procedía de la simiente o del huevo. Y efectivamente, el pollo se desarrolla a partir del huevo y el girasol de la semilla, de modo que nada sale del germen que no estuviera ya preformado e incluido en él.

En cuanto al crecimiento del gran árbol genealógico de la vida, la cosa es muy distinta. La forma ancestral es premisa indispensable para la aparición de sus descendientes más evolucionados, pero esto no significa que estos se deriven de aquellos, ni que sus propiedades puedan predecirse por las que caracterizaron al antecesor. El hecho de que los dinosaurios se hayan transformado en aves o los monos en hombres es un resultado único en la historia de los logros filogenéticos. Orientan ese resultado, en un sentido general, hacia realizaciones más altas unas leyes que dominan todo lo que es vida. Pero en los detalles, interviene lo que llaman casualidad, o sea una serie interminable de causas secundarias que por principio son difíciles de aprehender del todo. A una «casualidad» de estas se debe que de primitivos antecesores hayan salido eucaliptos y canguros en Australia, encinas y hombres en Europa y Asia.

La nueva conquista es en la inmensa mayoría de los casos algo superior a la forma anterior que le dio origen, y no puede deducirse de ella. El ingenuo juicio axiológico que se expresa en nuestro antiguo y caro Tierleben, de Brehm, con letras doradas, en el primer tomo: Animales inferiores, es una necesidad ineludible de pensamiento y sentimiento para toda persona no prevenida. El científico que quiera ser solamente «objetivo» a toda costa y escapar a la imposición de lo «puramente» subjetivo, que intente siquiera por una vez —experimento mental e imaginario, claro está— hacer pasar de la vida a la muerte sucesivamente a una lechuga, una mosca, una rana, un perro y finalmente un chimpancé; y verá que esos asesinatos, graduados según los distintos niveles de organización, le resultan cada vez más difíciles. Las inhibiciones que se oponen a cada una de estas muertes le darán la medida exacta de los valores, muy distintos, que atribuimos, queramos o no, a esas formas de vida, de nivel más o menos elevado. A quienquiera sintiese o pensase igualmente fácil cortar en pedazos un perro vivo o una lechuga viva yo le recomendaría el suicidio a la mayor brevedad posible.

El precepto de que la ciencia debe ser indiferente a los valores no debe inducimos a creer que la evolución de las formas, la más estupenda cadena de procesos explicables por las causas naturales, no pueda crear nuevos valores. Es una verdad tan innegable como nuestra propia existencia el que el nacimiento de una forma superior de vida a partir de un antepasado más simple significa para nosotros un incremento de valor.

Ninguna de nuestras lenguas occidentales tiene un verbo intransitivo capaz de expresar debidamente el aumento de valor que se produce con la evolución filogenética. Es imposible llamar desarrollo a algo nuevo y superior que se produce a partir de una fase anterior en que precisamente no está contenido y de donde no se pueden deducir las propiedades que hacen del nuevo ser algo inédito y superior. Esto se aplica fundamentalmente a todo paso importante de la génesis en el mundo de los organismos, entre ellos el primero, el del origen de la vida, y el último (por el momento), el de la hominización del antropoide.

A pesar de todos los éxitos, verdaderamente extraordinarios e impresionantes de la bioquímica y del estudio de los virus, el origen de la vida sigue siendo —de momento— el más misterioso de todos los fenómenos. La diferencia entre los procesos orgánicos y los inorgánicos sólo puede definirse «preceptivamente», como dice Bernhard Hassenstein, o sea que es necesario enumerar los diversos caracteres constitutivos que, solamente en su conjunto y su interacción, representan la esencia de la vida. Para cada uno de ellos (metabolismo, crecimiento, asimilación, etc.) hay también ejemplos inorgánicos. Sin duda tenemos el derecho de decir que los procesos vitales son procesos físicos y químicos, explicables, pues, por causas naturales, en principio. No es necesario recurrir a los milagros para hacer comprender sus peculiaridades, pues para ello bastan ampliamente la complejidad de sus estructuras, moleculares o de otro tipo.

En cambio es errónea la afirmación, muy común, de que los procesos vitales no son realmente otra cosa que procesos físicos y químicos. En ella se oculta también un falso y muy discutido juicio axiológico que depende del modo de ver. Porque precisamente lo propio y constitutivo de la vida es esa combinación de caracteres que constituye su «definición preceptiva» o «injuntiva» y que hace que los procesos vitales sean algo muy distinto de lo que suele entenderse por procesos físicos y químicos. Los procesos vitales, en virtud de la estructura molecular de la materia viva en que se desarrollan, realizan un gran número de funciones especiales, como la autorregulación, la autoconservación, la recopilación y acumulación de datos y sobre todo la reproducción de las estructuras esenciales para realizar tales funciones. En principio, estas funciones son susceptibles de explicación causal, pero no pueden darse en una materia diferente o estructurada de modo menos complejo.

Fundamentalmente en la misma forma que los procesos y las estructuras de la vida están relacionados con los de la materia no viva lo está dentro del mundo de los organismos vivos cada forma superior de vida con la que le es inferior, y de que proviene. Del mismo modo que no puede decirse que el ala del águila, que para nosotros se ha convertido en símbolo del esfuerzo hacia lo alto, «no es más que» un miembro anterior de reptil, tampoco puede decirse que el hombre «no sea más que» un mono.

Porque es mucho más, esencialmente más.

Un misántropo sentimental acuñó esta frase, que muchos repiten mecánicamente: «Desde que conozco a los hombres amo a los animales». Yo sostengo lo contrario: que quien conoce bien a los animales, sobre todo a los superiores, y los que más cercanos parientes nuestros son, y tiene además una idea de la filogenia es el único que está en condiciones de comprender la índole única del hombre. Somos lo más grande que los artífices de la evolución han hecho hasta ahora en la tierra. Somos su «último grito» de momento; pero eso no significa que hayan dicho su última palabra. Nada debe tener el científico por absoluto —ni siquiera en el campo de la epistemología— y debe considerar que eso sería pecar contra el espíritu divino del πάντα ςέι, el gran descubrimiento de Heráclito, de que nada es, sino que todo está cambiando o fluyendo continuamente, en perpetuo devenir. Para el sabio, tomar por algo absoluto al hombre actual, que se halla en una etapa, esperamos que particularmente breve, de su marcha a través del tiempo, y declararlo el non plus ultra de la creación, es el más arrogante y peligroso de todos los dogmas indefendibles. Si yo creyera que el hombre era la imagen definitiva de Dios, no tendría mucha confianza en este. Mas si considero, por el contrario, que nuestros antepasados estaban todavía, en una época geológicamente reciente, muy cerca de unos monos que eran parientes cercanos del chimpancé, me queda una ligera esperanza. No se necesita un gran optimismo para aceptar que de nosotros, los humanos, pueda salir algo superior y mejor. Muy lejos de ver en el hombre la imagen irrevocable e insuperable de Dios, yo afirmo humildemente (y creo que con más respeto por la creación y sus inagotables posibilidades) que el eslabón por tanto tiempo buscado entre el animal y el hombre verdaderamente humano… somos nosotros.

El primer gran obstáculo que se opone al conocimiento del hombre por el hombre, o sea la repugnancia a aceptar nuestro origen animal, es como creo haber mostrado en esta obra, el hecho de nuestro desconocimiento o nuestro mal entendimiento de la esencia de los seres vivos. Pero esto puede eliminarse, por lo menos en principio, gracias al estudio y la enseñanza. Otro tanto puede decirse del segundo obstáculo, que es la aversión a la determinación causal de los fenómenos del mundo. Sólo que en este caso es más difícil evitar el mal entendimiento.

Radica en el error básico de creer que un proceso causalmente determinado no puede al mismo tiempo estar orientado hacia un fin. Hay en el universo innumerables procesos que no tienen objetivo y en su caso, la pregunta «¿para qué?» no tiene respuesta; a menos que se quiera a toda costa, sobrestimando la importancia del hombre, hallar una diciendo, por ejemplo, que la salida de la luna tiene por fin prender la iluminación nocturna para beneficio del hombre. Pero no hay ningún proceso al cual no pueda aplicarse la pregunta relativa a las causas.

Como quedó dicho en el capítulo III, la pregunta «¿para qué?» solamente tiene sentido allí donde laboraron los grandes artífices —o un artífice vivo hecho por ellos—. Solamente allí donde las partes componentes de un sistema se han especializado y repartido las tareas para realizar funciones diferentes y complementarias puede uno razonablemente preguntarse para qué lo hicieron; esto es válido tanto de los procesos vitales como de las estructuras y funciones inanimadas que la vida utiliza para sus fines, como por ejemplo cuando el hombre utiliza las máquinas por él creadas. En estos casos, la pregunta «¿para qué?» no solamente tiene sentido, sino que es absolutamente necesaria. No se podrían comprender las causas que hicieron que el gato tenga uñas afiladas sin averiguar primero que la función particular que deben realizar es cazar ratones, o sea que están hechas para eso.

Al comenzar el capítulo VI, dedicado al gran parlamento de los instintos, decíamos ya que el responder a la pregunta «¿con qué fin?» no vuelve innecesaria la cuestión relativa a las causas. Veamos ahora mediante una sencilla analogía cuán poco se excluyen mutuamente estas dos cuestiones. Voy por la carretera en mi viejo auto para dar una conferencia en una ciudad lejana; tal es el objetivo de mi viaje. En el camino me pregunto si mi vehículo será propio para tal fin. O sea me planteo la cuestión de la «finalidad» de mi coche y de su construcción, y me regocijo pensando que es muy apropiado para los fines de mi viaje. De pronto, el motor tose un par de veces y se para. En este momento comprendo tristemente que el objetivo de mi viaje no hace avanzar el vehículo. Su indudable finalidad no hace que uno lo pueda utilizar a voluntad, y así aprendo a mis costillas que un objetivo no es igual que una causa. Haré, pues, bien en concentrarme exclusivamente en las causas naturales de su funcionamiento y averiguar en qué lugar se ha interrumpido tan desagradablemente el encadenamiento causal.

La medicina, «reina de las ciencias aplicadas», nos da un ejemplo mejor de cuán errada es la opinión de que causalidad y finalidad se excluyen mutuamente. No hay «sentido de la vida», ni «factor totalizante» ni obligación de seguir viviendo, por imperativa que sea, que ayuden al pobre enfermo en cuyo apéndice se ha producido una inflamación. En cambio, el interno menos avezado de la clínica sí puede ayudarle, a condición de haber diagnosticado bien la causa de la enfermedad. Así, pues, el enfoque causal y el final de un proceso vital no se excluyen uno al otro, sino que tienen sentido el uno por el otro. Si para el hombre no hubiera objetivos en que empeñarse, no tendría sentido que buscara las causas; y si no comprendiera las relaciones causales, no podría dirigir los efectos hacia determinados fines, por muy bien que hubiera entendido estos.

Esta relación entre los aspectos finales y causales de los procesos vitales me parece evidente, pero según parece, la ilusión de su incompatibilidad sugestiona a muchas personas. Un ejemplo clásico de hasta qué punto puede una mente, incluso privilegiada, sucumbir a esa ilusión nos lo proporciona en sus obras W. McDougall, fundador de la purposive psychology, o sea la psicología de los objetivos. En Outline of Psychology rechaza toda explicación fisiológica causal del comportamiento animal, con una sola excepción: el funcionamiento fallo de la orientación respecto de la luz, o del compás lumínico, que hace volar a los insectos hacia las llamas y que él explica por los tropismos, o sea mecanismos de orientación causalmente analizados.

Es probable que si muchas personas temen tanto el enfoque causal se deba a que les angustia el tonto temor de que si se ahonda en las causas de los fenómenos naturales resulte que el libre arbitrio del hombre es una ilusión. En realidad, el hecho de que yo tengo una voluntad es tan innegable como el hecho de mi existencia y el comprender mejor el encadenamiento de las causas fisiológicas no puede modificar en nada el hecho de que yo quiera algo, aunque pueda cambiar lo querido por mí.

Solamente con un examen superficial puede parecer que la libertad de volición consiste en que uno «tenga libertad de querer lo que se le antoje», sin sometimiento a ninguna ley. Todo aquel que huye como un claustrófobo ante la causalidad desearía sin duda una libertad así. Recuérdese cómo la teoría del indeterminismo de los fenómenos microfísicos, de los saltos cuánticos «acusables», fue acogida con verdadera avidez por algunos, y cómo, basándose en ella, se montaron hipótesis que tendían a servir de puente entre el determinismo físico y la creencia en el libre arbitrio, aunque la única libertad que así quedara a nuestra voluntad fuera la que puede tener el dado lanzado al acaso. Pero nadie puede creer seriamente que libre arbitrio signifique libertad de decisión arbitraria del individuo, cual déspota totalmente irresponsable, para hacer lo que se le antoje. Nuestra más libre volición está sometida a las severas leyes de la moral y nuestra ansia de libertad está destinada, entre otras cosas, a impedirnos obedecer a otras leyes distintas. Es significativo que este temor de no ser libre jamás sea provocado por la idea de que nuestras acciones están tan estrictamente sometidas a las leyes de lo moral como los procesos fisiológicos a las de la física. Todos estamos de acuerdo en que la mayor y mejor libertad del hombre se identifica con la ley moral que lleva dentro. El mayor conocimiento de las causas naturales de nuestro comportamiento bien puede aumentar nuestras facultades y hacer que podamos transformar nuestra voluntad en actos. Jamás podrá empero disminuir este conocimiento nuestra voluntad. Supongamos un (utópico) éxito definitivo en el análisis de las causas. Naturalmente, y por razones de principio, ningún hombre lo lograría. Pero supongamos que alguien lo lograra y que comprendiera perfectamente el encadenamiento causal de los fenómenos del universo, incluso los que se desarrollan dentro de su propio organismo: pues de todos modos no dejaría de tener una voluntad, que se hallaría enteramente de acuerdo con las incontrovertibles leyes de la Weltvernunft (razón cósmica) del logos. Esta idea, bastante alejada de nuestro pensamiento occidental contemporáneo, era muy común en la filosofía de la India antigua y la mística de la Edad Media.

Llegamos ahora al tercer gran obstáculo que se opone al conocimiento del hombre, que es la idea, muy arraigada en nuestras culturas occidentales, de que lo que es susceptible de explicación natural no tiene valor. Esta opinión halla su origen en una exageración de la filosofía kantiana de los valores, que es por su parte consecuencia de la dicotomía idealista del mundo. Como ya dijimos, el temor a la causalidad es una de las razones motivantes de orden afectivo que hacen valorar tan altamente lo insondable; pero también entran en juego otros factores inconscientes. Es difícil de predecir el comportamiento del gobernante, figura paternal, porque en sus rasgos esenciales entra algo de arbitrariedad y de injusticia. Los designios de Dios son inescrutables. Lo explicable por causas naturales puede dominarse y con su oscuridad pierde una parte del espanto que inspira. Benjamín Franklin hizo del rayo que Júpiter lanzaba arbitrariamente una chispa eléctrica, contra la cual protege nuestras casas el pararrayos. La infundada preocupación de que la naturaleza pierda su carácter divino por el conocimiento de las causas es el segundo motivo, por orden de importancia, del miedo a la causalidad. De ahí resulta una nueva traba a la investigación, tanto más fuerte cuanto mayor es en el hombre el sentido de la belleza estética y la magnificencia del universo y cuanto más bello y estupendo le parece el fenómeno en que se ocupa.

El obstáculo que estas desdichadas asociaciones constituyen para la investigación es tanto más grave porque jamás supera el umbral de la conciencia. Si se les interrogara, las personas que así piensan dirían con la conciencia tranquila que son amigas de la investigación científica. Es más: dentro de los límites de determinado campo de investigación pueden incluso ser grandes científicos. Pero inconscientemente están bien decididas a jamás traspasar, en su intento de explicación natural, los límites de lo que les parece merecedor de respeto. El error no está en suponer que hay algo inaccesible a la investigación, puesto que nadie mejor que el hombre de ciencia sabe que el conocimiento humano tiene sus límites pero en cambio sabe perfectamente que ignoramos dónde están esos límites. Dice Kant que «la observación y el análisis de los fenómenos nos hacen penetrar en la naturaleza. Y nadie sabe hasta dónde nos puede llevar eso con el tiempo». El obstáculo así levantado contra la investigación es una frontera absolutamente arbitraria, trazada entre lo que se puede averiguar y lo que no se puede averiguar. Muchos agudos observadores de la naturaleza sienten tanto respeto por la vida, con sus peculiaridades, que colocan esta frontera en sus orígenes. Postulan una fuerza vital especial, un factor totalizante y orientador que, según ellos, no necesita ni admite explicación natural. Otros trazan la frontera allí donde les parece que su dignidad humana les veda proseguir los intentos de explicación.

En mi juventud comprendí claramente de un modo inolvidable la actitud que el hombre de ciencia verdadero toma o debe tomar en relación con los límites reales del conocimiento humano. Había Alfred Kühn dictado una conferencia ante la Academia Austriaca de Ciencias y terminó citando a Goethe: «La mayor dicha del hombre que piensa es haber explorado lo explorable y haber reverenciado tranquilamente lo inexplotable». Pero apenas había pronunciado la última palabra dudó un instante, alzó la mano como para manifestar repulsa y dominando con fuerte tono de voz los aplausos que ya empezaban a sonar: «No, señores. Tranquilamente no. Nunca tranquilamente». Podría incluso definirse el verdadero científico por su capacidad de seguir venerando, sin ninguna disminución, lo explorable por él explorado; esa misma facultad le permitiría querer explorar lo que parece inexplotable, ya que no temerla despojar su carácter divino a la naturaleza por la averiguación de sus causas. Porque nunca ha sucedido que la naturaleza, después de la explicación natural de uno de sus maravillosos fenómenos, haya quedado como un charlatán desenmascarado que hubiera perdido su fama de mago. Las relaciones causales naturales siempre resultaron más grandiosas y respetables que la más hermosa interpretación mística. El sabio conocedor de la naturaleza no necesita lo inexplotable ni lo sobrenatural para sentirse penetrado de respeto. Para él, sólo hay un milagro, y es que todo cuanto existe en el universo, hasta la flor y nata de los seres vivos, se ha producido sin necesidad de milagro en el sentido tradicional.

Antes bien, perdería para él su carácter maravilloso y noble el mundo si se viera obligado a reconocer que algún fenómeno o suceso, siquiera el comportamiento de un noble ser humano guiado por la razón y la moral, solamente había podido producirse gracias a una transgresión a las leyes todopoderosas y ubicuas del único universo existente.

Nada expresa mejor lo que siente el investigador ante la gran unidad de las leyes naturales que estas palabras: «Dos cosas llenan el alma de una admiración cada vez nueva y creciente: el cielo estrellado que tengo encima y la ley moral que llevo dentro», Pero la admiración y el respeto jamás impidieron al gran filósofo que fue Immanuel Kant hallar una explicación natural de las leyes que rigen el cielo estrellado, y una en particular que procede de su devenir. ¿Acaso se hubiera espantado él, que todavía no conocía la evolución del mundo de los seres vivos, de ver que considerábamos la ley moral que llevamos dentro no como algo dado a priori, sino como un efecto de la evolución natural, como lo eran para él las leyes del universo?