Capítulo 14
«¿Entonces, quién es el Defensor?»
Kelson ni siquiera se movió cuando las puertas se estrellaron contra los goznes, aunque se moría por volver la cabeza y mirar. Porque, incluso mientras el sonido quebraba el silencio, comprendió que satisfacer su curiosidad prematuramente sólo le haría perder la compostura. Jamás había visto a Charissa, así que no sabía bien cómo tendría que reaccionar.
Pero tampoco era recomendable dar la espalda al enemigo. También lo sabía. Probablemente estuviese corriendo un riesgo espantoso al seguir en esa posición mientras su enemiga avanzaba. En otras circunstancias, jamás habría considerado siquiera semejante bravuconada estratégica. Pero, como estaba indefenso, de todas formas, eso no cambiaría el resultado. Había un punto donde la teoría debía ceder a las consideraciones prácticas y, francamente, no sabía bien qué debía hacer cuando por fin la enfrentase.
Debía ganar tiempo para pensar. Si le correspondía fingir —y hasta ese momento le parecía inevitable—, también tendría que albergar otro objetivo en mente más allá de la mera supervivencia. No creía que el verla lo paralizara, pero prefería no arriesgar su suerte. Brion se lo había enseñado mucho tiempo atrás.
Escuchó los pasos que resonaban por la nave y supo que su adversaria se aproximaba y que no estaba sola. Se irguió apenas y vio que la mano de Morgan se acercaba a la empuñadura del espadón. Ianzó una mirada a la izquierda y pudo observar que Duncan le indicaba al arzobispo que prosiguiera la ceremonia.
Kelson lo aprobó mentalmente. Duncan tenía razón. Cuanto más avanzaran en la ceremonia, más derechos legítimos al trono tendría Kelson y mejores serían sus posibilidades de descubrir la vía que pudiese sacarle de ese laberinto.
El arzobispo Corrigan retiró la corona enjoyada de Gwynedd de su cojín de terciopelo y la sostuvo por encima de la cabeza de Kelson. Los pasos se oían mucho más próximos y Kelson vio que los ojos de Corrigan abandonaban su cabeza para dirigirse a la nave. Lo vio humedecerse nerviosamente los labios mientras iniciaba la invocación ceremonial. A la derecha, el rostro de Jehana había perdido el color. Los pasos se detuvieron de un modo inquietante en el crucero del templo.
—Oh, Señor, te suplicamos que bendigas… —comenzó Corrigan.
—¡Deteneos! —ordenó una voz grave de mujer.
Corrigan se paralizó con la corona sobre la cabeza de Kelson. Luego, bajó la corona deprisa y miró al rey con aire avergonzado. Volvió a mirar a la cabeza de Kelson y dio un paso atrás. Sobre los escalones del santuario se oyó un tintinear de acero, y luego silencio. Con cautela, Kelson se puso de pie para hacer frente a los intrusos.
El significado del guantelete de malla que yacía sobre los peldaños era inequívoco, como lo eran los hombres armados que se alineaban a lo largo de la nave, detrás de la mujer. Kelson escrutó el pasillo y vio casi cuarenta guerreros. Unos, con las negras batas sueltas de los emires moros de Charissa y otros, con cota de malla y atuendos de batalla más convencionales. Dos de los moros escoltaban a su señora, a ambos lados, con los brazos imperturbablemente cruzados sobre el pecho y los rostros aceitunados y sombríos bajo las capuchas de terciopelo negro.
Pero, una y otra vez, la atención de Kelson volvía a la mujer. Era totalmente distinta de lo que había esperado. ¡Nunca había considerado la posibilidad de que Charissa fuera tan hermosa!
Obviamente, Charissa había previsto esta reacción y sacaba buen provecho de ella, pues se había acicalado con especial cuidado.
Desde un alto juego de joyas que rodeaba el cuello de marfil, pendía un vestido de seda color gris azulado. El atuendo estaba protegido del frío por un manto de terciopelo gris oscuro y piel de zorro. El largo cabello rubio había sido trenzado y enroscado en un alto bonete, sobre la cabeza, circundado por una pequeña diadema de zafiros. Y el reluciente conjunto se hallaba tenuemente cubierto con un velo de gasa azul que caía sobre la espalda y dulcificaba la resuelta expresión del rostro.
Y esa expresión finalmente devolvió la cordura a Kelson y lo hizo evaluar nuevamente su primera imagen. El cabello enroscado no remedaba sino una pesada corona de oro, envuelta levemente en una tenue gasa azul. Sin duda, en su mente era símbolo de la otra corona que esperaba lucir antes que el día concluyera.
Cuando los ojos de Kelson se posaron sobre ella, Charissa le obsequió con un saludo. Después, fijó la vista sobre el guantelete de malla que aguardaba entre ellos, sobre los peldaños. Kelson no dejó de advertir el significado de esa mirada y de pronto sintió una fría ofuscación. Sabía que debía mantener impotente a esa criatura. Al menos hasta encontrar un modo de hacerle frente.
—¿Qué deseas en la Casa del Señor? —le preguntó serenamente, mientras en su mente comenzaba a esbozarse un pIan. Sus ojos grises ardían con un fuego frío, que evocaba la imagen del viejo Brion. De pronto, su dignidad pareció sumar el doble de sus años.
Charissa enarcó una ceja y se inclinó con gesto burlón. El niño le hacía recordar a Brion veinte años atrás. Su presencia era sorprendentemente madura e imperiosa para sus años. ¡Qué lástima que no viviera para obtener provecho de ello!
—¿Que qué deseo? —preguntó melosamente—. Tu muerte, Kelson, por supuesto. Seguramente ya estarás prevenido. ¿O acaso tu «Paladín» no consideró conveniente advertírtelo?
Se volvió para sonreír dulcemente a Morgan, y volvió su atención a Kelson. Pero Kelson no parecía divertido.
—Tu insinuación es tan mal acogida aquí como tu presencia —repuso Kelson fríamente—. Marchaos antes que nuestra paciencia se agote. Las comitivas armadas no son bienvenidas en esta Casa.
Charissa sonrió despreocupadamente.
—Palabras vacías, mi noble principito. —Hizo un gesto hacia el guantelete—. Desafortunadamente, no podrás librarte de mí con tanta facilidad. He desafiado tu derecho al trono de Gwynedd. Sin duda, convendrás conmigo en que no puedo irme hasta que mi reto haya sido respondido a satisfacción.
La mirada de Kelson relampagueó hasta los hombres que escoltaban a Charissa y luego volvió a la mujer. Sabía que su enemiga buscaba apresurarlo al inevitable duelo de magia. Pero también sabía que sin los poderes de su padre fracasaría. Afortunadamente, había una forma de posponer la batalla y satisfacer su honor. Mientras tanto, tal vez pudiera concentrarse para la confrontación decisiva que el tiempo le depararía.
Volvió a observar a los hombres de Charissa y, entonces, se decidió.
—Muy bien. Como rey de Gwynedd, aceptamos tu desafío. Y según las antiguas reglas del duelo, nuestro Paladín se batirá con el tuyo en hora y lugar que determinaremos posteriormente. ¿Es de tu satisfacción? —Confiaba en que Morgan pudiera fácilmente derrotar a cualquier hombre del séquito de Charissa.
Por un instante fugaz, una chispa de furia surcó el rostro de la mujer, pero supo enmascararla rápidamente. Había esperado dejar a Morgan indemne durante más tiempo, para que pudiera sufrir en carne propia la muerte del último de los Haldane. Sin embargo, eso no era lo esencial. Lo que más le molestaba era que Ian tal vez no pudiese derrotar al general de sangre deryni.
Volvió a mirar el guantelete y asintió.
—Buena jugada, Kelson. Has pospuesto nuestra confrontación tal vez por cinco minutos. Pero mi propósito sigue siendo retarte a duelo personal.
—¡No, mientras esté aquí nuestro Paladín! —exclamó Kelson.
—Eso puede remediarse —continuó Charissa enérgicamente—. Ante todo, no determinaremos el resultado de esta contienda en otra ocasión. El tiempo y el lugar son ahora y aquí. No tienes elección en este asunto. Además, no arriesgaré mi suerte en ninguno de los que hoy me rodean. El Paladín que me defenderá se encuentra más allá.
Hizo un gesto hacia el ala derecha de la catedral y Ian se apartó de las filas de nobles con una sonrisa furtiva en el rostro, para encaminarse hacia Charissa. Posó la mano ligeramente sobre la empuñadura de la espada y atravesó desdeñoso la distancia que lo separaba de Kelson.
El joven se quedó atónito al descubrir que Ian era el traidor de sus filas, pues siempre había supuesto que el joven conde era un aliado leal e, incluso, excesivamente entusiasta. Esto explicaba los extraños sucesos que les habían acosado desde la llegada de Morgan. Con el alto rango que ocupaba, Ian no habría tenido problemas para colocar la stenrecta, matar al guardia y masacrar a los centinelas en la tumba de Brion la noche anterior.
Y si lo pensaba detenidamente, comprendía que las declaraciones de Ian a menudo habían tendido a alentar los comentarios adversos a Morgan durante los tres meses pasados. Sus alusiones sin concluir, sus indirectas… ¡Claro! En realidad, quizá también tuviera algunos poderes deryni. Y no era difícil adivinar sus motivos: sabía como cualquier otro que Eastmarch lindaba con Corwyn, las tierras de Morgan.
Pero nada de esto asomó al rostro de Kelson. Sólo sus ojos se entrecerraron ligeramente al volver su atención a Ian. Con voz grave y amenazadora en el silencio, inquirió:
—¿Osarías alzar tu espada contra mí, Ian? ¿Y en esta Casa?
—En ésta y en mil como ésta —repuso entre el murmullo de los aceros mientras desenvainaba y se inclinaba ligeramente—. Y ahora —preguntó con un floreo de espada—, ¿vendrá tu Paladín a la contienda? ¿O debo ir a despedazarlo en su sitio?
Sigiloso como un gato, Morgan bajó los peldaños del presbiterio, al tiempo que desenvainaba la espada.
—¡Guarda tus palabras para cuando hayas vencido, traidor! —escupió. Recogió el guantelete con la punta de la hoja y lo arrojó a los aires para que cayera a los pies de Charissa—. ¡Acepto tu desafío en nombre de Kelson Haldane, rey de Gwynedd!
—¡No estés tan seguro! —replicó Ian, acercándose hacia Morgan con aire resuelto.
Los hombres de Charissa se apartaron para dejar lugar para la contienda. Ian midió a su adversario con la mirada, la punta de su hoja merodeaba casi ociosamente ante él, mientras estudiaba cada movimiento de Morgan.
El general también ponderaba a su oponente; sus ojos grises capturaban cada paso, cada sutil maniobra de la hoja bruñida de Ian. Nunca había cruzado espadas con el conde, pero, obviamente, tenía mucho más talento que el que dejaba entrever a los demás. En el hombre había una despreocupada intensidad que alertó a Morgan de inmediato.
Morgan no tenía ninguna inquietud particular sobre el duelo.
Era un espadachín formidable y lo sabía. En su vida de adulto, jamás había perdido un solo enfrentamiento y no tenía intención de que éste fuera el primero. Sin embargo, la soltura que había en el talento y la astucia de Ian merecían un abordaje cauteloso, hasta que supiera mejor contra qué clase de espadachín se las tenía que ver. Debía ganar esa batalla por Kelson, como fuese. Pagaría cualquier precio que le exigieran.
Se habían estudiado lo suficiente. Con una estocada salvaje, Ian buscó horadar las defensas de Morgan en los primeros segundos cruciales del combate. Pero Morgan no se dejó embaucar. Esquivándolo ágilmente, eludió la hoja de Ian sin dificultad, intentó un ataque y luego retrocedió apenas, al advertir que, sin lugar a dudas, no sería una fácil contienda. Pacientemente, fue tendiendo una sonora red de acero alrededor de sí, desviando cada uno de los renovados ataques de Ian mientras estudiaba la técnica del conde.
De pronto, vio lo que había estado buscando y cambió instantáneamente a una maniobra ofensiva que había estado reservando para ese momento. Su estocada abrió un tajo en el fino jubón de terciopelo de Ian e hirió a su oponente en el hombro derecho. El conde dio un salto hacia atrás por un breve instante.
Ian se enfureció al ver que lo había tocado. Aunque siempre había ocultado tal sentimiento, estaba orgulloso de su maestría en la esgrima. Que su primera lid en público fuese marcada por una herida, aun pequeña, era algo que no pensaba tolerar. No le agradó en absoluto.
Ianzándose de cabeza al círculo, Ian continuó el duelo, esta vez luchando más con las emociones que con la razón, como Morgan había esperado que hiciera. Finalmente, se arriesgó más de lo debido y se expuso demasiado. Aun cuando desvió la primera estocada de Morgan, el contragolpe del general le dejó con el fIanco derecho abierto y la hoja de Morgan se hundió en un costado del cuerpo de Ian.
La espada se inclinó en su mano y el rostro perdió todo color en un instante. Morgan retiró la hoja y dio un paso atrás. Ian trastabilló un instante, con los ojos flameantes de miedo y de sorpresa. Se desplomó en el suelo, mientras la espada caía de sus dedos paralizados y resonaba con un estruendo metálico. Cuando sus ojos se cerraron, Morgan echó la cabeza hacia atrás con desdén y limpió la hoja en el manto dorado de Ian. Giró sobre los talones y avanzó serenamente hacia Charissa, con la espada aún en su mano.
Al verlo acercarse, Charissa se estremeció de furia, pero supo que Morgan no había podido detectar lo que ella si había visto: un ligero movimiento del hombre que yacía en el suelo, detrás de él.
—Y ahora, ¿quién es rey de Gwynedd? —se mofó Morgan, alzando la espada a la altura del cuello de Charissa.
Detrás de él, la mujer vio que una mano se movía y que la daga predilecta de Ian asomaba con un destello de su puño inclinado. Sus dedos ya comenzaban a moverse en un rápido hechizo, cuando alguien gritó:
—¡Morgan!
El general giró veloz; la daga ya estaba en el aire. Se inclinó para eludir su hoja refulgente, pero al intentar ladearse, la cadena del cargo que llevaba en el cuello pareció de pronto moverse ligeramente y retorcerse como para asfixiarlo, como para hacerle perder el equilibrio.
La hoja se clavó en su hombro, y se tambaleó. La espada cayó de sus dedos y se estrelló contra el mármol del suelo con un son discordante.
Se hincó sobre una rodilla y Duncan, acompañado de un par de sacerdotes, corrió a su lado. Morgan aferró la cadena del cargo con la mano sana y la arrancó para arrojarla al suelo, a los pies de Charissa. Luego, el rostro se le encogió de dolor, mientras Duncan y los sacerdotes lo ayudaban a regresar al santuario y lo depositaban sobre los peldaños. Charissa comenzó a reír.
—Sí, ¿quién es ahora el monarca de Gwynedd, mi orgulloso amigo? —repuso, socarrona, mientras se encaminaba suavemente hacia donde yacía Ian, retorcido en el suelo—. Te creía mejor instruido, Morgan. No se puede volver la espalda a un enemigo herido.
Mientras Kelson, Nigel y otros amigos de Morgan se acercaban a su alrededor, Charissa miró desde arriba a Ian y hurgó en su cuerpo con la punta del pie. Al escucharlo exhalar un grave gemido, inclinó el cuello para mirarle a los ojos.
—Bien hecho, Ian —murmuró—. ¡Qué lástima que no estés aquí para ver el resultado de nuestra pequeña conspiración! Tu herida es muy profunda y no puedo desperdiciar tiempo ni poderes para salvarte.
Ian hizo una mueca de dolor e intentó protestar:
—Charissa… ¡lo prometiste! ¡Dijiste que Corwyn sería mío, que nosotros…
—Lo siento mucho, querido; pero en realidad no venciste. ¿No es así? Esto también es una lástima. Descollaste en muchas otras cosas…
—Charissa, por favor…
Charissa posó sus dedos sobre los labios de Ian.
—Vamos, vamos. Sabes que detesto las súplicas. No puedo ayudarte y eso es todo. Y tú tampoco puedes serte de ayuda, ¿verdad, pobre mortal? Te echaré de menos, Ian… aunque pensaras traicionarme con el tiempo.
Ian trató de hablar, con los ojos desorbitados por el terror: ella sabía lo que él había creído su secreto. Pero la otra mano de Charissa se movió para crear un nuevo conjuro. Durante unos pocos segundos, Ian luchó por respirar, mientras sus dedos se aferraban al manto con desesperación. Entonces se relajó: había muerto. Charissa se puso de pie, con indiferencia.
—¿Y bien, Kelson? —continuó con voz burlona—. Parece que nuestro duelo no ha servido de nada. Mi Paladín ha muerto, eso es cierto, pero el tuyo está tan gravemente herido que su suerte es también incierta. Parece que debo volver a retarte para que mi honor sea satisfecho.
Morgan levantó la vista bruscamente al escuchar esas palabras y frunció el ceño, pues el movimiento le producía un inmenso dolor. El labio superior se cubría de diminutas perlas de sudor mientras Duncan palpaba la herida con sus delicados dedos. Morgan indicó a Kelson que se acercara a él. El rey se echó su majestuoso manto escarlata sobre el brazo izquierdo y se hincó al lado de Morgan, con los ojos llenos de preocupación por el hombre herido.
—Kelson —murmuró Morgan con los dientes apretados. Contuvo el aliento mientras Duncan retiraba la daga y comenzaba a unir los bordes de la herida—. Kelson, ten cuidado. Tratará de hacerte caer en una trampa. Tu única esperanza es ganar tiempo e intentar descubrir la clave de tus propios poderes. Estoy convencido de que debe estar aquí, en algún sitio. Sólo que la hemos pasado por alto.
—Lo intentaré, Alaric —prometió Kelson.
—Ojalá hubiese podido ayudarte más, príncipe —continuó Morgan.
Se inclinó hacia atrás débilmente, luchando contra el desmayo. Kelson le tomó la mano para infundirle ánimos.
—No te preocupes.
Kelson se incorporó, dejó que el terciopelo púrpura del manto real cayera de su brazo y sintió que todos los ojos se posaban sobre él mientras recorría los pocos pasos que lo separaban de la escalera del presbiterio. Sintió que los arzobispos y obispos retrocedían a sus espaldas, como abriendo un espacio para la batalla que esperaban ver a continuación.
Sus ojos recorrieron la nave y notaron los rostros tensos de los presentes, la amenaza de los hombres armados que seguían escoltando a Charissa por detrás, la oleada de serena confianza que provenía de Nigel, de pie al lado de su madre… y el rostro tenso y demudado de Jehana en el silencio sepulcral, con los puños apretados por la angustia y los ojos febriles que le miraban suplicantes.
—¿Y bien, Kelson? —La voz grave de Charissa reverberó por la nave, en el santuario silencioso—. Pareces vacilar, mi precoz principito. ¿Cuál es el problema? —Sus labios carnosos se curvaron en una sonrisa despectiva.
Kelson la miró, inmutable.
—Sería mejor que te marchases, Charissa —dijo serenamente—. Nuestro Paladín vive y ha derrotado al tuyo. Tu argumento no tiene validez.
Charissa se echó a reír despiadadamente y sacudió la cabeza.
—Me temo que no será tan fácil, Kelson. Por si no lo has comprendido claramente, estoy retándote a un combate mortal, aquí y ahora. Una prueba de magia: lo que he querido desde un principio, como bien sabes. —Se escuchó un murmullo de miedo y de estupor desde la muchedumbre que se agolpaba en la iglesia—. No puedes eludir mi reto con tanta facilidad. Tu padre Brion habría sabido de qué hablo.
Kelson se ofuscó ligeramente, pero logró mantener el rostro impertérrito.
—Nuestro padre, a fuerza de necesidad, estaba más acostumbrado a matar, Charissa. En eso, admitiremos que no poseemos mucha experiencia. Pero en las semanas pasadas ya hemos visto suficientes muertes. No deseamos sumar la tuya a la lista de infortunados sucesos.
—Ah —Charissa asintió con aprobación—, el Hijo del León está henchido de impostura, como su padre. —Sonrió lentamente—. Pero yo opino que la semejanza termina ahí, tal vez nuestro príncipe habla con más osadía de la que posee. Uno casi llegaría a creer que sus poderes respaldan su arrojo… —su mirada de hielo lo recorrió de pies a cabeza una y otra vez—. Pero, desde luego, todos sabemos que el poder de Brion murió con él, en los campos de Candor Rhea.
Kelson fue tanteando el terreno.
—¿Eso crees, Charissa? ¿Crees que su poder murió?
Charissa se encogió de hombros, indiferente.
—¿Murió? Dímelo tú.
—¿Deseas arriesgarlo todo a esa posibilidad? —continuó Kelson, sagazmente—. Nuestro padre derrotó al tuyo y lo privó de sus poderes. Es razonable suponer que, si poseemos el poder del rey Brion, también tenemos el secreto del tuyo. Y en tal caso, correrías la misma suerte que tu infame progenitor.
—Siempre y cuando tú poseas ese poder… —convino Charissa—. Pero yo asesiné a Brion. Creo que eso modifica tu panorama. ¿Qué dices?
Jehana ya no pudo contenerse.
—¡No! —exclamó, corriendo hacia el espacio abierto que separaba a su hijo de la hechicera deryni—. ¡No puedes hacerlo! ¡A Kelson no! ¡No lo mates también a él!
Se detuvo entre ambos, con intención de protegerlo, y Ianzó una mirada furiosa a Charissa. La hechicera la contempló un momento e irrumpió en carcajadas.
—Ay, mi pobre Jehana —se condolió—. No hay duda de que es demasiado tarde para eso ahora, querida. Lo es, desde que muchos años atrás renunciaste a lo mejor de ti para contentarte con ser una simple humana. Ahora, esta cuestión está fuera de tus manos. Apártate.
Jehana se irguió en toda su altura y sus ojos verdes y ahumados adquirieron una extraña luz oscura.
—¡No destruirás a mi hijo, Charissa! —susurró fríamente—.
Aunque deba llegar hasta las puertas del infierno, no lo conseguirás ¡Dios es mi testigo!
Charissa estalló en una risa desdeñosa. Pero de pronto, Jehana pareció estremecerse ligeramente. Kelson, atónito, se disponía a tomar a su madre del brazo para alejarla de la zona de peligro, cuando se encontró impedido de acercarse a ella. Jehana levantó las manos, las apuntó en dirección a Charissa y largas chispas de luz dorada brotaron de sus dedos hacia la temible mujer vestida de gris. De buenas a primeras, todo el poder oculto de una deryni de pura estirpe se desplegó contra la Ensombrecida, encauzado sólo por la desesperación de una madre y por el afán de salvar a su único hijo, sin medir las consecuencias.
Pero el poder de Jehana era como una gema en bruto. Los largos años de negar su ascendencia deryni hacían de ella una mujer sin instrucción en su empleo. Era incapaz de controlarlo. Y Charissa, en su perversidad, era todo lo que Jehana se había negado a sí misma: una hechicera de pura sangre deryni, instruida en su arte y que controlaba a la perfección un arsenal de poder tan grande que Jehana tai vez nunca hubiera siquiera sospechado su alcance.
En consecuencia, Charissa no se inmutó por el ataque. Se recobró inmediatamente del asalto inicial y tejió una red defensiva a su alrededor, que repelió cuanto Jehana pudo intentar. Entonces, se concentró en destruir a esa bastarda deryni que osaba desafiar sus poderes.
Entre las dos mujeres, el aire se encendió y estalló a medida que formidables oleadas de poder eran Ianzadas y neutralizadas. Kelson observó fascinado a su madre, quien proyectó todas sus fuerzas contra Charissa durante un tiempo. Pero, mientras tanto, Duncan y Morgan ya habían detectado la trampa que le tendía la hechicera y actuaban febrilmente para desviar la fuerza asesina que Charissa comenzó a enfocar sobre su adversaria real.
Entonces, todo terminó. Con un gemido, Jehana se derrumbó suavemente sobre la mullida alfombra de los peldaños, como una criatura durmiente. Kelson corrió a su lado, pero Duncan, que había llegado antes, ya se hincaba para palparle el pulso. Su boca se tensó amargamente: había encontrado lo que temía.
Con un gesto de aflicción en el rostro, hizo señas a Nigel y a Ewan para que la trasladaran a un lateral. Mientras la transportaban a un sitio más seguro, Duncan le insufló una tenue energía que comenzó a estallar a su alrededor. Después ayudó a Kelson a ponerse de pie. El joven volvió sus ojos, temerosos e inmensos, hacia el sacerdote y éste hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No ha muerto —murmuró el sacerdote, para que sólo Kelson lo oyera—. Alaric y yo pudimos desviar lo peor del poder. —Miró hacia donde Morgan estaba tendido y dejó que sus ojos se posaran sobre Jehana—. Hasta donde yo sé, se encuentra bajo los efectos de un conjuro que la mantiene controlada por Charissa. Si logramos quebrar el trance, volverá a estar bien. Si no, sólo Charissa podrá liberarla, ya sea por su voluntad, ya sea con su muerte. Como lo primero es muy improbable, me temo que tendrás que luchar por lo segundo. Así que ahora tienes una razón más para vencer.
Kelson asintió sombríamente. Su mente se detuvo en el conocimiento cierto que los últimos segundos le había impartido: ¡tenía sangre deryni! Y si la actuación de su madre era algún indicio, debería saber aprovechar ese hecho hasta donde pudiera. Después de todo, él había sido educado para aceptar esos poderes, para creer en ellos. Hasta conocía ciertos principios de control. Si pudiera aplicar algunos de los principios que había aprendido…
Y contaba también con los poderes de Brion. Debían de estar a su disposición. Obviamente, algo se les había escapado durante el ritual. Tal vez alguna clave del poema. El sello de Morgan no había sido el Signo del Defensor. Entonces, ¿quién era el Defensor? Ahora que lo pensaba, en la primera estrofa del poema Morgan había sido llamado Protector, no Defensor. De modo que el Defensor debía de ser algún otro. Y el Signo del Defensor… ¿qué podía ser?
Charissa regresó a su posición original, a los pies de los peldaños del presbiterio, y señaló el guantelete que Morgan había arrojado a sus pies. En sus labios asomaba una sonrisa siniestra, pues en su mente no había dudas de que llevaba las de ganar. Kelson no tenía los poderes de su padre pues, si así fuera, los habría empleado para proteger a su propia madre. El joven no poseía la perversidad suficiente para sacrificar a su propia madre sólo con el fin de asegurarse la victoria posterior. Además, sabía muy bien que la oleada de poder que había salvado a Jehana nunca podría haber provenido de Kelson Haldane, medio deryni sin instruir.
Asintió ligeramente en dirección a Kelson, al ver que el joven ocupaba su lugar en lo alto de las escaleras y se enfrentaba a su mirada con aire bravio.
—Y ahora, Kelson Haldane, hijo de Brion, ¿aceptarás mi honorable reto y lucharás según los antiguos y tradicionales usos de los deryni? ¿O tendré que despedazarte ahí donde te encuentras, y aniquilarte como a un mártir, sin posibilidad de lucha?
»Ven, Kelson. Hace un rato, te sobraban palabras de arrojo y osadía. ¡Voy a desbaratar tu farsa!