Capítulo 2

Los príncipes se congregaron para calumniarme.

Salmos: 119:23

Unas dos semanas más tarde, Morgan y un único oficial militar, vestido de azul, atravesaban las puertas del norte de Rhemuth, capital del reino de Brion. Todavía no era media mañana, pero las bestias estaban sudadas y exhaustas; el aliento cargado y entrecortado Ianzaba chorros bIancos al frío aire matinal.

Era día de mercado en Rhemuth y las calles se encontraban más atestadas que de costumbre. Al día siguiente, tendría lugar la coronación y el acontecimiento había atraído a cientos de visitantes inusitados, provenientes de los Once Reinos. Las callejas estrechas y adoquinadas estaban casi intransitables.

En un abigarrado caleidoscopio se fundían carruajes de mercancías, vehículos de finos cortinados, tenderos con sus atiborradas caravanas, buhoneros ofreciendo baratijas de precio inconcebible, nobles de aire hastiado seguidos de pródiga comitiva… Entre los ruidos y los aromas, parecían competir con los edificios deslumbrantes y los arcos mismos de la ciudad.

Rhemuth la Hermosa. Así llamaban a la ciudad. No era difícil ver por qué.

Morgan guiaba su cansado corcel por entre la lenta marea de peatones y carretas; seguía a lord Derry hacia las puertas del palacio. Miró pensativamente su atuendo sombrío, tan notorio entre el esplendor del oropel: casi toda su armadura de malla estaba cubierta de cuero negro y polvoriento. Desde el yelmo hasta las rodillas, lo cubría un pesado manto de Iana negra y marta cibelina.

Era curioso lo rápido que podía cambiar el ambiente de una ciudad. Estaba seguro de que, unos días atrás, casi todos los ciudadanos de atuendo chillón que lo rodeaban habrían llevado mantos negros de luto, como el suyo, para llorar la pérdida de su querido rey. Ahora, todos lucían los colores apropiados para la festiva celebración.

¿Sería que la memoria era fugaz, que los días piadosamente adormecían el dolor de los recuerdos o, simplemente, que la excitación del nuevo monarca les hacía dejar de lado el dolor y retomar los quehaceres de la vida cotidiana? Quizá para ellos, que nunca habían conocido a Brion como él, todo se redujese a cambiar el rótulo y poner otro nombre tras el título de rey.

Otro nombre… Otro rey… Un reino sin Brion…

Recuerdos… Nueve largos días… El crepúsculo… Cuatro jinetes exhaustos por el viaje frenando los caballos en el campo de Cardosa… Los rostros pálidos de lord Ralson, de Colin y de los dos guardias, al dar a conocer la horrible noticia… La angustia impotente de no poder surcar las distancias y acercarse a una mente que ya no respondería, aunque hubiera estado ante él… El entumecimiento que se apoderó de ellos cuando, frenéticos, se Ianzaron a cubrir los kilómetros que los separaban de Rhemuth… Los caballos extenuados, que debieron cambiar a mitad de trayecto… La pesadilla de la emboscada y la masacre, de la que sólo Derry salió con vida… Más kilómetros aburridos…

Y, luego, comprender de pronto que todo había sido cierto, que había transcurrido una era, que Brion y él nunca volverían a cabalgar juntos por las colinas de Gwynedd…

El dolor se abatió contra Morgan en toda su integridad, como un hecho físico que amenazaba derribarlo tras nueve días de marcha interminable.

Conteniendo el aliento, se aferró al puño de su montura para no caer.

¡No!

No debía dejar que sus emociones interfirieran con la tarea que le esperaba. Había un rey que coronar, un poder que asegurar, una victoria que conquistar.

Se obligó a relajarse y a respirar profundamente, deseando que la angustia desapareciera. Más tarde, habría tiempo de sobra para el dolor personal. Tal vez quizá ni fuera necesario, si fracasaba en su misión y seguía a Brion en su muerte. Pero basta ya de pensar en eso. Por el momento, el pesar era un lujo que no podía permitirse.

El instante pasó y, de pronto, avergonzado, miró hacia deIante para ver si Derry había percibido su lucha interior.

Pero Derry no había visto nada o al menos eso dio a entender. El joven lord de la Frontera tenía bastante con tratar de permanecer sobre la montura y esquivar peatones. Y Morgan sabía que las heridas debían estar causándole bastantes molestias, aunque Derry no quisiera admitirlo.

Morgan se acercó a su compañero. Se disponía a hablar cuando el otro caballo tropezó inesperadamente. Morgan aferró las riendas y el animal no cayó de milagro, pero su jinete se sacudió violentamente y se salvó de acabar en el suelo por muy poco.

—Derry, ¿estás bien? —preguntó Morgan inquieto, soltando las riendas y sujetando al joven por el hombro.

Se habían detenido en medio de la calle. Derry se incorporó con lentitud. Lo poco de su rostro que dejaba ver el yelmo en punta quedó surcado por una expresión de dolor. Se sujetó la muñeca izquierda que llevaba vendada, cerró los ojos, respiró hondo y asintió débilmente.

—Me repondré, milord —murmuró. Dejó caer el brazo herido en el cabestrillo negro de seda y se acomodó con la mano sana—. Me di un golpe con la montura.

Morgan se mostró escéptico. Tendió la mano para cerciorarse por sí mismo cuando se vio interrumpido por un aullido estridente que resonó en sus oídos.

—¡Dejad paso al Supremo de Howicce! ¡Paso para Vuestra Beatitud! —y luego, en tono más bajo—: ¿No puedes encontrar un sitio mejor donde dar la mano a tu compañero, soldado?

En ese mismo instante, se oyó un chasquido de cuero contra el anca del caballo de Morgan. El animal saltó a un lado con más energía de la que Morgan habría creído posible, y empujó la montura de Derry sobre un grupo de peatones indignados.

Los ojos de Derry centellearon iracundos y ya se disponía a Ianzar una réplica airada cuando el general Morgan le hizo callar con un puntapié. Morgan impuso a su rostro una expresión que le parecio adecuadamente abyecta y le indicó a Derry que hiciera lo mismo.

El grandullón, de dos metros, vestía una cota de malla de bronce y el traje chillón verde y violeta de los Reinos Unidos de Howicce y LIanedd. Y, si bien esto no los habría detenido en circunstancias normales, el hombre iba acompañado por otros seis del mismo tamaño que él. Derry estaba herido, lo que no les dejaba mucho margen para la victoria. Además, Morgan no tenía deseos de ser detenido y encarcelado por una bravuconada precisamente en ese instante. Había demasiado en juego.

Morgan vio pasar a los gigantes con interés inocultable. Tomó nota de las barbas y los cabellos hirsutos; de los alados yelmos de bronce que señalaban a los mercenarios de Connait; de la bárbara librea violeta y verde, con la firma del emblema de Howicce; de las espadas a la cintura y de los látigos serpenteantes en las manos.

Nada indicaba quién o qué pudiese ser el Supremo de Howicce, aunque Morgan tenía sus sospechas. Los gigantes escoltaban una litera ricamente ornamentada arrastrada por cuatro corceles grises. Y las cortinas bordadas que envolvían la litera describían un vertiginoso dibujo de verde, violeta, naranja y rosa brilIante. Cubrían la retaguardia otros seis gigantes prietos. Teniendo en cuenta todos los factores, Morgan no creía que lo vieran con buenos ojos si se acercaba a curiosear.

Al diablo. Morgan ya se había pronunciado con respecto a aquel que tuviera la audacia de titularse «Vuestra Beatitud». No olvidaría al Supremo de Howicce ni a sus vasallos.

Evidentemente, Derry había estado pensando lo mismo, pues, cuando pasó el cortejo, se inclinó hacia Morgan con una sonrisa maliciosa.

—Por todos los demonios del infierno, ¿qué cuernos es un Supremo de Howicce?

—No estoy seguro —replicó Morgan con un murmullo penetrante—. Pero no creo que sea tan elevado como un Quintaesencia o como un Penúltimo. Probablemente se trata de algún embajador menor con delirios de grandeza.

Morgan había tenido la intención de que su comentario se escuchase y, a su alrededor, surgió una oleada de risillas nerviosas. El último de los gigantes Ianzó una mirada furiosa en dirección a ellos, pero Morgan puso su mejor cara de inocencia y se inclinó sobre la montura. El gigante siguió andando.

—Bueno, pero sea quien sea —observó Derry mientras reemprendían la marcha—, sus vasallos tienen muy malos modos. Alguien tendría que darles una lección.

Esta vez, quien sonrió con malicia fue Morgan.

—Ya me encargaré de eso —prometió.

Señaló la calle hacia el recodo por donde la procesión desaparecía. Las tropas se acercaban al palacio y el gigantón del látigo se ensañaba ahora cruelmente con los peatones: allí había personas más importantes a quienes impresionar.

Y entonces ocurrió algo extraño. El largo látigo negro que descargaba con tanto placer pareció de pronto cobrar vida propia. Al regresar de un golpe particularmente negligente sobre un chicuelo escurridizo, se enrolló bruscamente alrededor de las patas deIanteras del caballo que montaba el gigante.

Antes de que nadie pudiera advertir lo que ocurría, corcel y hombretón cayeron sobre los adoquines en una confusión de patadas, gritos y estruendos metálicos.

Cuando el gigante se incorporó, bIanco de furia y Ianzando una salva de imprecaciones, una ráfaga de carcajadas se apoderó de la multitud que observaba. No tuvo más remedio que cortar las cuerdas del látigo para poder liberar las patas al animal.

Morgan ya había visto lo suficiente. Con una sonrisa pagada de sí mismo, hizo señas a Derry de que lo siguiera por una calleja menos transitada.

Derry Ianzó una mirada furtiva a su comandante cuando aparecieron al otro lado.

—¡Qué reconfortante para nosotros que el gigante se enredara en su propio látigo, milord! —comentó Derry, con admiración en la voz—. Muy torpe por su parte, ¿verdad?

Morgan enarcó una ceja.

—¿No estarás sugiriendo que yo tuve algo que ver con tan infortunado accidente? Por favor, Derry. Además, he leído que los gigantes suelen tener problemas de coordinación. Creo que es producto de tener un cerebro muy reducido.

Y agregó, casi para sus adentros:

—Además, nunca me gustó la gente que hostiga a los demás con latigazos.

El jardín principal del palacio real estaba más atestado de lo que Morgan recordaba haber visto jamás. Tuvieron que abrirse paso a través de los portales. Dios sabría qué harían con toda esa gente.

Era evidente que muchos de los dignatarios visitantes, que asistirían a la coronación del día siguiente, habían sido albergados en el palacio mismo, ya que el área que se abría ante la escalera principal estaba atiborrada de literas, coches, carruajes y animales de tiro. Por doquier, nobles, damas y huestes de criados pululaban en aparente confusión. El alboroto era formidable.

Morgan se sorprendió al ver que tantos nobles de los Once Reinos se hubieran dignado asistir al evento. Por supuesto, la coronación del próximo rey Haldane sería un acontecimiento notable, claro que sí. Pero era un hecho inusual que tantos nobles disidentes se hubieran congregado, pacífica y voluntariamente, en un mismo sitio. No le sorprendería que surgiese al menos un altercado grave antes que las festividades concluyesen.

Grupos de caballeros de dos de los Estados Fronterizos Forcinn enemigos disputaban ya cuál de sus amos tendría el lugar preferente en la mesa esa noche. Lo más ridículo de todo era que ambos quedarían relegados por otro noble de mayor rango, pues los cinco Estados Fronterizos se encontraban bajo la protección y el control económico del Hort de Orsal. Y la bandera de Orsal ya flameaba desde uno de los mástiles que orlaban la almena principal. El emisario del Hort tendría primacía por encima de cualquiera de los contendientes de Forcinn.

El propio Orsal, que controlaba el comercio en la mayor parte del Mar del Sur, probablemente no se molestaría en venir. Sus relaciones con R'kassi, al sur, no habían sido muy fluidas últimamente y el viejo lobo de mar consideraría seguramente más sabio quedarse en su territorio y custodiar su monopolio marítimo. El viejo Orsal era así.

Pero el joven Orsal sí había asistido. A la derecha, sus banderas verde mar se mecían desde cuatro o cinco estandartes. Y gran cantidad de criados, vestidos con la librea de Orsal, descargaban febrilmente los baúles de su caravana interminable.

Morgan apuntó mentalmente buscar al joven Orsal después de la coronación; si seguía vivo, por supuesto. También él había tenido problemas con los Estados Fronterizos Forcinn. Tal vez pudiesen llegar a un acuerdo para zanjar el problema. Al menos el viejo Orsal debía saber su opinión. Corwyn y el Estado de Hort siempre habían mantenido excelentes relaciones.

Morgan saludó con la cabeza al supremo canciller de Torenth, pero su mente ya no pensaba en los emisarios extranjeros. Antes de que el día terminase debería vérselas con los Nobles del Consejo de Regencia. Tenía que ver quiénes acudían provenientes del mismo reino de Gwynedd.

Morgan creyó ver fugazmente el terciopelo naranja de Ewan, coronado por la familiar cabellera rojiza, que trasponía el pórtico principal en lo alto de las escalinatas. Al viejo conde lo seguían lord Bran Coris y el conde de Eastmarch. Y, a la izquierda, rumbo a los establos reales, un paje conducía dos caballos con el tartán de los McLain en los cuartos traseros.

Bueno, podía contar con un fuerte respaldo. Lord Jared, su tío adoptivo, dominaba casi un quinto de Gwynedd, si su hijo mayor, el Conde de Kierney, sumaba su propio territorio de Cassan. Y Kevin, conde de Kierney, era un viejo amigo de Morgan y pronto sería también su cuñado. Eso para no mencionar al tercer McLain, Duncan, del cual tantas cosas dependerían horas más tarde.

Indicó a Derry que lo siguiera y se abrió paso hacia la izquierda de la escalinata, a través del jardín atestado. Derry se detuvo a su lado y ambos desmontaron. Después de acariciar las patas de su corcel, Morgan tiró las riendas a Derry y se quitó el casco. Con aire ausente, se peinó los cabellos rubios con los dedos y buscó algún rostro familiar.

—Ah, Richard FitzWilliam —exclamó, levantando su mano enguantada a modo de saludo.

Al escuchar su nombre, un caballero alto y de cabello oscuro, joven, vestido con la librea real carmesí, se volvió y sonrió a su interlocutor. Luego, la sonrisa dio paso a una expresión de nerviosismo y preocupación. Se acercó a Morgan.

—Lord Alaric —murmuró, esbozando una reverencia con la mirada cargada de aprensión—, no debiera estar aquí, milord. Se dice que el Consejo piensa quedarse con su cabeza y con su alma ¡y es la más pura verdad!

Sus ojos se pasearon inquietos de Morgan a Derry. Derry se detuvo instantáneamente, mientras enganchaba el casco en el pomo de la montura, y luego, tras Ianzar una aguda mirada a Morgan, prosiguió su tarea. Aquél devolvió su atención a Richard.

—Así que el Consejo piensa actuar en mi contra, Richard, ¿eh? —Morgan fingió inocencia—. Y ¿por qué razón?

Richard se revolvió nervioso y trató de esquivar la mirada. Había recibido instrucción del joven general y lo admiraba sin reservas, pese a lo que se comentaba de él. Pero no quería ser él quien se lo dijera.

—No… no lo sé muy bien, milor —vaciló—. Piensan… Bueno, usted habrá escuchado ya los rumores, ¿verdad? —miró a Morgan con temor, como si deseara que el general no lo hubiese oído. Pero Morgan enarcó una ceja, sin sorpresa.

—Así es, Richard. Conozco los rumores —suspiró—. ¿No creerás lo que dicen de mí?

Richard sacudió la cabeza tímidamente.

Morgan dio una palmada en el cuello del corcel con exasperación, y el animal pegó un brinco.

—Malditos sean todos —estalló—. ¡Es lo que me temía! Derry, ¿recuerdas lo que te dije sobre el Consejo de Regencia?

Derry sonrió y asintió.

—Bien, ¿Quisieras entonces ir a aplacar a los lores del Consejo mientras pongo manos a la obra?

—¿Se refiere a que demore los hechos?

Morgan se rió y le palmeó el hombro.

—Derry, amigo, me agrada tu modo de pensar. Recuérdame que piense en una recompensa apropiada.

—Sí, señor.

Morgan se volvió a Richard y le tendió su casco y las dos riendas.

—Richard, ¿quieres ocuparte de nuestros corceles y armaduras?

—Con gusto, milord —replicó el caballero, mirando a ambos hombres sonrientes, con expresión de asombro—. Pero tened cuidado. Los dos.

Morgan asintió seriamente y le dio una palmada a Richard en el hombro. A continuación, se abrió paso resueltamente hacia las escaleras, seguido por Derry.

El pasillo y los peldaños estaban atiborrados de nobles y damas, ricamente ataviados. De pronto, Morgan se dio cuenta de lo que debería parecer con su ropa polvorienta de cuero entre tanta pompa. Pero eso no fue todo. Notó que, cuando pasaba, a su alrededor las conversaciones cesaban; especialmente entre las damas. Y cuando devolvía sus miradas con su habitual media sonrisa y reverencia, las mujeres huían de él como si le temieran y los hombres acercaban las manos a la empuñadura de sus armas.

Bruscamente, comprendió el problema. Pese a su larga ausencia, se le relacionaba con los rumores sobre los deryni. Alguien se había tomado muchísimas molestias para mancillar su nombre. Y los nobles que lo rodeaban estaban convencidos de que Morgan era el perverso hechicero deryni de las leyendas.

Muy bien. Que le mirasen. Él les seguiría el juego. Si querían ver en acción al suave, seguro y ligeramente amenazador lord Deryni, no sería él quien se opondría.

Con un ligero contoneo, se detuvo en el umbral con el fin de quitarse el polvo de la vestimenta, y se situó de tal forma que su espada y su armadura de malla refulgieran maléficamente y que su cabello centelleara como el oro bruñido bajo la luz del sol. Sus espectadores quedaron pasmados.

Cuando vio que su actuación había creado el efecto deseado, dejó que su mirada recorriera a los presentes una vez más, con deliberada lentitud. Después, giró sobre sus talones como un niño insolente y se internó en el salón. A su espalda, Derry lo siguió como una sombra azul y vigiIante, con el rostro enigmático tras la mata espesa de cabellos castaños y ensortijados.

El salón era inmenso. Debía serlo, pues Brion había sido un rey muy grandioso, con muchos vasallos y una inmensa corte que sabía rendirle un servicio fiel.

El techo, altísimo; el recinto, erigido sobre gruesas vigas de roble y docenas de estandartes de guerra bordados de seda, simbolizando casi la nueva unión que habían logrado los Once Reinos durante los veinticinco años de reinado de Brion. De las altas vigas de roble, pendían las banderas de Carthmoor y Cassan, de Kierney y Kheldish Riding, del Puerto Libre de Concaradine, del Protectorado de Meara, de Howicce, LIanedd, el Connait, el Hort de Orsal y los estandartes episcopales de casi todos los lores espirituales de los Once Reinos. Las insignias y los pendones de oro y seda refulgían bajo la media luz que llegaba de la claraboya y de las tres inmensas chimeneas que entibiaban la sala.

Sobre las paredes, ricos tapices contendían con los estandartes en color y en esplendor. Y sobre la chimenea central, dominando el recinto, el León Dorado de Gwynedd destellaba sombrío desde su fondo de ardiente terciopelo carmesí.

Gules, un león rampante y en guardia, color oro, los heraldos proclamaban las armas de los Haldane sobre la chimenea. Pero la mera jerga heráldica no podía siquiera describir los ricos bordados, el arte sin precio y las incrustaciones de joyas que habían concurrido para su creación.

El trabajo había sido encargado hacía más de cincuenta años por el abuelo de Brion, el rey Malcolm. Por entonces, los tiempos eran más difíciles y a los ágiles dedos de las tejedoras de Kheldish Riding les había llevado tres años completar tan sólo el diseño básico. Los joyeros y los orfebres maestros de Concaradine aportaron sus artes durante otros cinco años. Y el padre de Brion, Donal, pudo por fin colgar la obra maestra en el gran salón.

Morgan recordó la reacción de un pequeño rubio al ver el León por primera vez. Esa primera impresión se hallaba indeleblemente grabada en su memoria con su primera imagen de Brion, el brilIante monarca que, de pie ante el León de Gwynedd, había dado la acogida a ese joven paje en la corte real.

Morgan paladeó el recuerdo y recorrió el estandarte una vez más, lentamente, como hacía siempre tras una prolongada ausencia. Sólo entonces permitía que su mirada se desplazara con indiferencia hacia la izquierda, donde pendía otro colgante.

Bordado en verde, sobre seda negra, el Grifo de Corwyn parecía burlarse de muchas de las reglas convencionales de la heráldica; al menos, en lo que a color se refería. Pero quizás eso fuera parte del carisma que ejercía el linaje deryni, por muy en descrédito que hubiese caído tal estirpe en las pasadas décadas.

El Grifo esmeralda, con las alas chorreantes de oro y alhajas, la cabeza erguida y las garras en posición rampante —«segrante», sería el término correcto cuando se habla de grifos—, refulgía con brillo oscuro y misterioso y de su fondo negro provenía un aura casi siniestra. Alrededor del contorno, una bordura dorada —el doble trechor flor y contraflor de las antiguas armas de los Morgan rendía homenaje a su linaje paterno.

Morgan tendía a olvidar los territorios que pertenecían a su familia. Pero daba lo mismo, tal vez, pues las veintitantas fincas y propiedades dispersas por el reino constituían en su mayoría la dote de su hermana Bronwyn. La brilIante damisela se ocupaba de administrarlas y, en la primavera siguiente, se sumarían a las tierras de los Kierney, cuando se casara con Kevin McLain. Entonces, de su linaje paterno, a Morgan sólo le quedaría el trechor dorado sobre el escudo. Eso y el nombre.

Y la mención de su nombre apartó a Morgan de sus cavilaciones. A un par de metros, lord Rogier se abría paso por entre el tropel de nobles; el rostro enjuto transido de preocupación; el delgado bigote marrón tieso de impaciencia.

—Morgan, te esperábamos días atrás. ¿Qué ha sucedido? —contempló a Derry con aire nervioso, sin reconocerlo y perturbado por su presencia—. ¿Dónde están lord Ralson y Colín?

Morgan ignoró la pregunta de Rogier y comenzó a atravesar resueltamente el salón. Había alcanzado a ver que Ewan se acercaba a Bran Coris y a Ian Howell. Si aguardaba a que llegaran, tendría que comunicar la noticia una sola vez: ya eso sería lo bastante doloroso. Ralson y él habían sido muy amigos.

Cuando llegó hasta los tres hombres, Kevin McLain asomó a la izquierda de Morgan y le dio una palmada en el hombro a modo de silenciosa bienvenida. Rogier corrió tras ellos, exasperado.

—Pero, ¡Morgan!, no has respondido a mi pregunta. ¿Les ha sucedido algo?

Morgan saludó al grupo con una reverencia.

—Me temo que sí, Rogier. Ralson, Colin, los dos guardias, tres de mis mejores oficiales… Todos han muerto.

—¡Muertos! —Ewan contuvo el aliento.

—¡Dios mío! —murmuró Kevin—. Alaric, ¿qué sucedió?

Morgan se unió las manos a la espalda y se dispuso a enfrentar la dura prueba que se avecinaba.

—Cuando me enteré de la noticia, me encontraba en Cardosa. Reuní la escolta, a Derry y a tres de mis hombres y nos dirigimos a Rhemuth de inmediato. A dos días de Cardosa, caímos en una emboscada, al cruzar un paso. Creo que fue cerca de Valoret. Ralson y nuestra escolta murieron al instante. Colín falleció al día siguiente, como consecuencia de las heridas. Derry salvó la vida, pero es probable que le quede inútil la mano izquierda.

Ian frunció el ceño y se acarició la barba con fingida preocupación.

—Vaya, es espeluznante, Morgan Absolutamente atroz. Esto… ¿Cuántos has dicho que os habían atacado?

—No lo he dicho —repuso Morgan en tono inexpresivo. Miró a Ian con recelo y se preguntó qué habría motivado su pregunta—. Creo que eran diez o doce. ¿Qué dices, Derry?

—Nosotros dimos muerte a ocho, milord —respondió Derry de inmediato—. Pero varios huyeron en la confusión.

—¡Hum! —gruñó Ewan—. ¿Nueve hombres de Gwynedd mataron sólo a ocho rufianes? Habría supuesto que podíais defenderos mejor, hombre.

—También yo —acotó Ian, cruzando los brazos con insolencia sobre el jubón bordado de seda dorada—. No pretendo ser un experto en estas cuestiones como lord Ewan, pero, a mi juicio, habéis tenido una pobre actuación. Claro que ninguno de nosotros estuvo allí… —se encogió de hombros y dejó que la voz se perdiera, cargada de matices.

—Es cierto —apoyó Bran Coris, estrechando los ojos, suspicaz—, ninguno de nosotros estuvo allí. ¿Cómo podemos saber a ciencia cierta que todo ocurrió como decís? ¿Por qué no usaste tus preciosos poderes deryni para salvarlos, Morgan? ¿O acaso no quisiste rescatarlos?

Morgan se irguió tieso y se volvió impetuosamente para Ianzar una mirada furibunda a Bran. Si el imbécil no tenía cuidado, iniciaría sucesos que Morgan tendría que concluir. Y Morgan no pensaba arriesgarse a librar una sangrienta batalla abierta en ese momento.

¡Maldición! ¡Era la segunda vez en el día que tenía que renunciar a una buena pelea!

—No he oído ese comentario —comentó sarcástico—. Obedecí la orden de mi rey y vine hasta aquí —se volvió hacia la izquierda—. Kevin, ¿sabes dónde está Kelson ahora?

—Le diré que has llegado —contestó Kevin, esquivando a Bran antes de que el noble airado pudiera detenerlo. Atravesó el salón, con el brilIante manto a cuadros baIanceándose desde su hombro.

Bran posó la mano sobre la empuñadura de su espada y miró a Morgan con furia.

—Muy hábil por tu parte, Morgan. Pero ocho muertos es un precio muy alto por tu presencia.

Comenzó a desenvainar, pero Ewan le aferró la muñeca y lo obligó a guardar el arma.

—Basta ya, Bran —gruñó Ewan—. Y, Alaric, preferiría que no hubieses venido. Francamente, la reina ni siquiera quería que Kelson te mandase llamar. De todas formas, no creo que debas ver al chico hasta que hayas hablado con Su Majestad la reina.

—Sé perfectamente la opinión que la reina tiene de mí, Ewan —replicó Morgan, tranquilo—. Afortunadamente para mi conciencia, no me importa lo que ella pueda pensar. Hice una promesa al padre del joven y pienso cumplirla. —Paseó la mirada a su alrededor, con aire indiferente—. Y no creo que Brion hubiese aprobado que hoy el Consejo se reuniera sólo para hablar de mí. Ése es el motivo de vuestra sesión, ¿verdad, caballeros?

Los nobles del Consejo cambiaron miradas furtivas y trataron de decidir quién había revelado sus pIanes a Morgan. Del otro lado de la sala, Morgan vio que el príncipe Nigel se dirigía brevemente a Kevin que salía, y se encaminaba hacia Morgan y sus acompañantes.

—Debes comprender, Morgan —estaba diciendo Rogier—. Ninguno de nosotros tiene nada contra ti personalmente. Pero la reina… Bueno… Todavía no ha podido aceptar la muerte de Brion.

—Tampoco yo, Rogier —replicó Morgan con firmeza. Sus ojos grises relampaguearon.

Nigel se detuvo entre Rogier y Ewan y tomó a Morgan del brazo.

—Alaric, me alegra verte. Y a lord Derry, si no me equivoco…

Derry se inclinó para recibir el saludo, orgulloso de haber sido reconocido por el duque real y agradecido por el cese de las hostilidades. A su alrededor, otros también se inclinaron.

—Pero debo pedirte un favor —prosiguió Nigel, haciendo las veces de perfecto anfitrión—. ¿Te importaría ocupar el lugar de Alaric durante el Consejo, Derry? Tiene que ocuparse de cuestiones importantes en mi nombre.

—Será un placer, Su Alteza.

—Excelente —dijo Nigel, mientras comenzaba a apartarse en la misma dirección que había seguido Kevin, llevándose a Morgan consigo—. ¿Nos excusaréis, caballeros?

Mientras Nigel y Morgan desaparecían hacia los aposentos reales, Ian felicitó mentalmente a Nigel por la destreza de su rescate. Pero, a la larga, no importaría. Aunque Morgan pudiese hablar con Kelson —él no tenía forma de impedirlo en ese momento—, habría más sorpresas impensadas para el lord deryni.

Entretanto, quedaba la cuestión de ese lord Derry, allegado a Morgan. Y Bran Coris… sí que le había sorprendido. Calculaba que la fuerza de Morgan en el Consejo quedaría reducida, al menos, en un voto. La oportuna muerte de Ralson lo había determinado así. Y ahora parecía que Bran Coris también había desertado de sus filas. Sería interesante descubrir qué le había urgido a este cambio; Bran siempre se había mantenido cautelosamente neutral en el pasado.

Mientras salían del gran recinto, Morgan advirtió con sorpresa el cambio que había experimentado el hermano menor de Brion durante los dos meses pasados. El duque real sólo tenía treinta y tantos años, pocos más que Morgan, pero parecía doblarlo en edad.

En realidad, no se trataba de una manifestación física. En el cabello negro azabache no había una sola hebra plateada. Nigel no se encorvaba ni temblequeaba con los achaques de la edad. Pero, mientras recorrían un largo pasillo de mármol, Morgan decidió que la vejez estaba en los ojos. Nigel siempre había sido el más tranquilo y estudioso de los dos hermanos, pero esto era algo nuevo. Tenía la mirada del perseguido (¿del cazado?} y Morgan nunca se la había visto antes. Tampoco Nigel había aceptado la muerte de Brion.

No bien quedaron lejos de los ojos y de los oídos de los criados del salón, Nigel se desembarazó de su sonrisa fingida y miró a Morgan con preocupación.

—Debemos darnos prisa —musitó. Sus largos pasos resonaron sobre el vasto suelo de losas de mármol—. Jehana se dispone a convocar al Consejo para pronunciar cargos contra ti. Y no recuerdo otra ocasión en la que los nobles del Consejo hayan estado de peor taIante. Es casi como si creyesen los rumores sobre la muerte de Brion.

—Oh, vaya si se los creen —replicó Morgan—. Son capaces de pensar que maté a Brion con magia deryni desde Cardosa. Ni un deryni de sangre pura podría hacerlo —se rió con sorna—. Y luego están los otros incautos, los que creen que falleció de un «ataque cardíaco».

Llegaron a una encrucijada y Nigei torció a la izquierda, rumbo a los jardines del palacio.

—Bueno, ambas explicaciones están en tela de juicio. Es inevitable, supongo. Pero Kelson tiene otra teoría y… tiendo a estar de acuerdo con él: Charissa tiene algo que ver en todo esto.

—Probablemente tenga razón —convino Morgan, sin perder el paso—. Pero con respecto al Consejo… ¿crees poder manejar la situación?

Nigel frunció el ceño.

—Francamente, no. Al menos, no por mucho tiempo.

Pasaron ante un guardia y Nigel devolvió el tieso saludo, con aire distraído.

—Verás… —prosiguió el duque—, sería diferente si Kelson ya fuera rey, de edad legal. En tal caso, podría sencillamente prohibir que el Consejo considerara cualquier cargo infundado contra ti, sin pruebas concretas. Pero no lo es y no puede. Mientras siga siendo menor, por muy cerca que esté de la mayoría de edad, el Consejo de Regencia posee ciertos poderes virreinales que él no puede contravenir. Los nobles del Consejo pueden decidir qué tema tratar y pueden votar tu condena por simple mayoría. El hecho de que lo consigan o no, finalmente, dependerá mucho de la habilidad personal de Kelson para manipular la votación.

—¿Podrá hacerlo? —preguntó Morgan, mientras los dos descendían un tramo de escalones y se internaban en el jardín.

—No lo sé, Alaric —respondió Nigel—. Es hábil… muy hábil… pero no sé. Además, ya viste cómo estaba la situación en el salón. Con Ralson muerto y con Bran Coris prácticamente acusándote en público… bueno, no será muy favorable.

—Eso ya lo sabía en Cardosa…

Se detuvieron bajo una glorieta enrejada, al borde de un laberinto de madera de boj. Morgan miró a su alrededor subrepticiamente, buscando alguna señal de Kelson, y aprobó mentalmente el lugar del encuentro.

—Nigel, con respecto a los últimos intentos de desacreditarme que ha emprendido Jehana… ¿qué cargos piensas podrá elevar contra mí?

Nigel posó una bota sobre un banco de piedra tallada y miró a Morgan seriamente, un brazo sobre la rodilla levantada.

—Traición y herejía —dijo tranquilamente—. Y no se trata de una suposición, es lo que va a hacer sin duda.

—¡Sin duda! —explotó Morgan—. ¡Maldición, Nigel. Si ella no me permite ayudar a Kelson, será mejor que lo dé por muerto! ¿Acaso no lo comprende?

Nigel se encogió de hombros, impotente.

—¿Quién puede asegurar hasta dónde llegan los pensamientos de Jehana? Sí sé que nuestro querido lord Rogier presentará formalmente los cargos por traición. Y no hay ninguna posibilidad de que el arzobispo Corrigan se niegue a apoyar la acusación de herejía. Jehana incluso ha hecho traer a ese arzobispo de Valoret… ¿Cómo se llama…, el que encabeza las persecuciones a los deryni en el norte?

—¡Loris! —masculló Morgan, volviendo el rostro con disgusto.

Conteniendo la ira, miró por encima de la cerca de la glorieta hacia el laberinto que se extendía más allá. Desde allí no se percibía su complejidad, pero Morgan comprendió de pronto que el laberinto simbolizaba el dilema que tenía ante sí: intrincado, enigmático, con dificultades insospechadas a cada vuelta de esquina. Sólo que del laberinto se podía salir.

Se dirigió a Nigel, ya dueño de sí otra vez.

—Nigel, estoy convencido de que en una contienda limpia, sin traición, Kelson podría derrotar a Charissa de una vez por todas. Pero sólo si posee los poderes de Brion. Aunque para ello debo conseguir tiempo. ¿Jehana sabe realmente cuánto hay en juego? ¿Qué le sucedería a Kelson si tuviese que batirse con Charissa sin ese poder? Tú eras quien le seguía en el linaje. Ya sabes de qué te hablo.

—Si Jehana lo sabe, no lo admitirá —suspiró Nigel—. Pero, si crees que puede servir de algo, siempre me cabe intentar una conversación con ella. Tal vez ganemos un poco de tiempo.

—De acuerdo —asintió Morgan—. Y si no puedes llamarla a la razón, intenta algo de coacción.

—Haré cuanto pueda —ofreció Nigel, con aspecto sombrío—. Más le vale comenzar a comportarse como una mujer adulta, con sensatez. Te veré luego.

—Esperemos que sí —Morgan replicó, casi para sus adentros, mientras el duque desaparecía tras una curva del sendero.

Morgan sonrió desolado. Se encaramó sobre la cerca para esperar a Kelson. Personalmente, tenía poca convicción en que nadie pudiera aplacar o disuadir a la antojadiza reina de Gwynedd. Menos aún Nigel, quien siempre había sido un franco camarada del calumniado general.

Por otra parte, Nigel era el cuñado de la reina y eso pudiera tener cierta influencia. ¿Quién podía saberlo? Después de todo, en un mundo donde los dioses se alzaban de entre los muertos y los semimortales convocaban a las fuerzas mismas del Bien y del Mal a su voluntad, cualquier cosa era posible; al menos teóricamente.

Aunque, en realidad, jamás había comprendido la oposición de Jehana. Sabía que se basaba en el recelo acendrado y antiguo que suscitaba la magia deryni. El recelo se alimentaba, con el correr de las generaciones, por la condena de las artes ocultas enarbolada por los militantes de la Iglesia. Pero, sin duda, debía de haber algo más.

Por cierto, en determinado momento las sospechas en contra de los deryni habían tenido su fundamento y Morgan era el primero en admitirlo. Sólo que ya habían transcurrido trescientos años desde el inicio del Interregno Deryni y, si bien los Once Reinos habían sufrido una dura dictadura deryni durante tres generaciones, aquella época ya había concluido hacía casi dos siglos.

Aun en la cúspide del imperio deryni, sólo un puñado de miembros de la Hermandad se habían visto involucrados en las atrocidades más sombrías. Y, a la hora de sumar y restar, miles de deryni habían cultivado con respeto sus lazos humanos. Esos mismos deryni, conducidos por Camber de Culdi, habían llegado a descubrir que, en determinadas y precisas condiciones y en ciertos individuos selectos, el poder de los deryni podía ser adquirido por seres humanos en toda su extensión.

Hubo otro golpe, Camber fue su adalid y el Interregno Deryni concluyó tan rápidamente como se había originado. Los cabecillas tiranos fueron ejecutados por sus propios pares y se restituyó el gobierno a los descendientes de los antiguos señores humanos.

Pero el populacho airado y la Iglesia militante olvidaron pronto que los deryni habían causado tanto el mal como la salvación. Y dejaron de hacer distinciones entre los deryni.

A quince años de la Restauración, menos de una generación, la Hermandad fue víctima de una de las persecuciones más cruentas de las que el hombre civilizado había sido testigo. En una purga relámpago, la población deryni fue masacrada en dos tercios. Y los que sobrevivieron optaron por ocultarse y renegar de su origen o por vivir una existencia temerosa e insegura bajo la protección de los pocos nobles humanos que recordaban la historia auténtica.

Con los años, el recuerdo se atemperó. La persecución se extinguió en casi todos, salvo en los fanáticos más enardecidos. Y unas pocas familias deryni, muy selectas, volvieron a las cumbres del poder. Pero la magia, las pocas veces que se empleaba, se practicaba con extremo cuidado y extrema discreción. La mayoría de los deryni, de todas las clases sociales, se negaron a valerse de sus poderes, fuera cual fuese la causa. Ser descubiertos sin protección podía significar la muerte.

Pero, entre los humanos, la magia original de la Restauración prosiguió. Y con el tiempo, sin ser reconocido abiertamente, se llegó a aceptar que los monarcas de Gwynedd y de algunos de los Once Reinos poseían poderes especiales, misteriosamente relacionados con su derecho divino al trono. El origen deryni de tales facultades no se mencionaba, si es que alguien se acordaba de él. Pero esos poderes, transmitidos tradicionalmente de padre a hijo durante casi dos siglos, habían permitido a Brion derrotar a Marluk quince años atrás.

La inquina de Jehana para con Morgan había comenzado antes de esa batalla histórica, a decir verdad. Pero no desde mucho antes.

Cuando Brion trajo al palacio a la princesa de cabellos rojizos para que fuese su reina, Morgan se había alegrado, junto con todo el pueblo de Gwynedd, por la elección del rey. En esa época, él era escudero real y se enamoró de la adorable reina como todos los jóvenes de la corte. Morgan, en el fervor de su primera pasión adolescente, la adoró, pues Jehana trajo a la corte de Rhemuth un nuevo esplendor y un nuevo júbilo que le valieron el amor de su pueblo.

Entonces, llegó el día en que Brion comentó accidentalmente el linaje medio deryni de Morgan y el rostro de Jehana palideció. Y, al poco, poquísimo tiempo, se desató la formidable contienda contra los Marluk.

Aún recordaba vividamente ese día —quince años atrás— en que Brion y él, orgullosos de la reciente victoria contra Marluk, habían regresado a Rhemuth al frente de un ejército exultante.

Recordaba lo orgulloso que Brion se había sentido de Morgan, ya casi un hombre. Unos meses atrás, había cumplido catorce años. Brion irrumpió excitado en los aposentos de Jehana para jactarse de la victoria. Y recordaba también la expresión de horror y desesperación contenida que había surcado el rostro de Jehana cuando advirtió que su esposo había conservado el trono y coronado la victoria con ayuda de la magia deryni.

De inmediato, Jehana se recluyó durante dos meses en la abadía de San Giles, cerca de Shannis Meer. Poco después, ella y Brion se reconciliaron y Jehana regresó a Rhemuth, junto con su marido. Pero, desde entonces, rehuyó la presencia de Morgan. Y cuando, al año siguiente, nació Kelson, dio a entender claramente que no deseaba tener nada que ver con el joven noble deryni.

Su decisión no alteró en particular la existencia de Morgan. Su amistad con Brion continuó echando raíces e, instado por Brion, intervino activamente en la educación y la instrucción de Kelson.

Pero tanto Brion como él reconocieron la imposibilidad de una reconciliación entre Morgan y Jehana. Con los años, Brion había tenido que acostumbrarse al hecho de que su amada reina no aceptase a su amigo más cercano.

En esa época, Morgan jamás veía a la reina, salvo cuando lo exigían cuestiones de protocolo o asuntos relacionados con Kelson. Y esas pocas ocasiones inevitables solían estar condimentadas con toda suerte de provocaciones verbales. En lo que respectaba a la mujer, Morgan no creía que la relación pudiese cambiar.

El silencio del jardín fue quebrado por el crujido de unas botas sobre la grava. Morgan levantó la vista y saltó de la cerca en la que se hallaba sentado. Kelson y Kevin rodearon la última esquina del sendero y se detuvieron antes de llegar a la glorieta.

Kelson vestía el atuendo real de color púrpura. Por encima del cuello de zorro negro que orlaba el manto de terciopelo, asomaba un rostro tenso y sombrío. Desde la última vez que Morgan lo viera, el joven había crecido unos diez centímetros. Y el ojo avezado del general detectó la cota de malla por debajo de la rica túnica de seda labrada. En un brazo por encima del codo, llevaba el crespón negro, que también pendía del cinturón.

Pero lo que más impresionó a Morgan fue el increíble parecido con Brion cuando éste tenía la misma edad. Al mirar a Kelson, vio a Brion que le devolvía la mirada, esa mirada enorme y gris bajo el torbellino de cabello negro, lacio y brilIante; el porte real de la cabeza erguida y orgullosa; la segundad con que llevaba el atuendo real. Con ojo crítico, advirtió la aparente fragilidad de la contextura delgada, recordó la fortaleza de acero que ocultaba, evocó las largas horas de práctica con las armas; muchas de ellas frente al mismo Morgan.

Era Brion, el de los ojos rientes; Brion, el de la espada centelleante; el del taIante pensativo; el que enseñara a un niño a montar y a empuñar la espada; el que promulgara sentencia con todo el esplendor de su monarquía, mientras su paje lo miraba hechizado a sus pies. La imagen del pequeño vaciló entre la luz y la penumbra, rubio y despeinado, mientras los recuerdos se fundían con otros más recientes.

Luego, fue nuevamente Kelson. Y Brion, pidiendo a su más preciado amigo que jurase proteger a su hijo de por vida, si la muerte lo reclamaba prematuramente. Brion, meses antes de morir, confiando la llave de sus poderes divinos al hombre que contemplaba a su hijo en este momento.

Kelson dejó caer la mirada, desolado. Al parecer, ni él ni Morgan podían encontrar palabras que decirse.

Kelson sabía lo que deseaba hacer: correr hasta Morgan, como cuando era niño, dejarse rodear por sus brazos y sollozar su alivio, su terror, su congoja, la pesadilla de las dos últimas semanas. Que el sereno y, a veces, misterioso lord deryni lo librara de sus temores y calmase su mente atribulada con esa imponente magia deryni. Junto a Morgan siempre se había sentido… seguro. Si pudiera…

Pero no lo hizo.

Ya era un hombre. O debía serlo. Y además…, ¡era el rey!

Quizá lo sea…, se interrumpió con aprensión, si Morgan me ayuda a sobrevivir hasta que llegue el momento.

Con aire apocado y sintiéndose algo torpe en su nueva investidura, Kelson levantó la mirada una vez más para encontrarse con los ojos del amigo de su padre. De su amigo.

—¿Morgan? —aventuró, tratando de mostrar más confianza de la que sentía.

Morgan le sonrió, tranquilizador, y avanzó hasta Kelson. Iba a hincarse de rodillas, como homenaje formal, pero al sentir la incomodidad del joven decidió evitarle el mal rato.

—Príncipe… —fue todo lo que dijo.

Kevin McLain, a unos pasos detrás del príncipe, no pudo sino advertir la tensión.

Se aclaró la garganta y miró hacia Morgan.

—Duncan me pidió que te dijese que estará en San Hilario cuando quieras encontrarte con él, Alaric. Yo… regresaré a la reunión del Consejo. Creo que allí seré más útil.

Morgan asintió, sin apartar la mirada de Kelson. Kevin atinó a inclinarse, en una reverencia incierta, y se Ianzó a toda marcha por el sendero de regreso.

Al oír que los pasos de Kevin se desvanecían, Kelson miró el suelo de mosaicos de la glorieta y bosquejó un dibujo en el polvo con la punta de su bota lustrada.

—Lord Kevin me contó lo de Colin, lord Ralson y los demás —se atrevió por fin—. Me… siento responsable de sus muertes, Morgan. Yo insistí en que fueran a buscarte.

—Alguien debía ir, Kelson —le tranquilizó Morgan. Posó la mano sobre su hombro, para consolarlo—. Pero entiendo que te sientas así. Me tomé la libertad de guardar sus cuerpos en la abadía de San Marcos. Cuando todo esto termine, quizá quieras hacer algo por sus familias. Tal vez un funeral oficial.

Kelson lo miró, condolido.

—Escaso consuelo para quienes los sobreviven… Un funeral oficial. Pero, tienes razón; alguien debía ir.

—Así me gusta —sonrió Morgan—. Vamos. Caminemos.

Kevin McLain recorrió rápidamente el salón desde la entrada y luego fue hasta Derry, quien estaba solo, de pie, al otro lado de las puertas del Consejo.

—¿Ya han entrado? —preguntó al joven, mientras se acercaba a él.

—No, aguardan a algunos rezagados. Espero que se retrasen mucho; a menos, claro, que sean de los nuestros.

Kevin sonrió.

—Soy Kevin McLain, el primo de Morgan y, si eres amigo de Alaric, puedes dejar de lado las formalidades —le ofreció su mano.

—Sean Derry, asistente de Morgan.

Kevin asintió y paseó la mirada como al azar.

—¿Has oído algo por aquí? Creo que, a estas horas, todo Rhemuth debe saber que Morgan ha llegado.

—No lo dudo —repuso Derry—. ¿Qué piensas?

—¿Que qué pienso yo? —Kevin se señaló a sí mismo con incredulidad—. Amigo mío, creo que todos tenemos con problemas. ¿Sabes de qué piensan acusarlo?

—Me temo que lo sospecho.

Kevin levantó un dedo.

—Número uno: herejía. ¿Y dos? —levantó un segundo dedo—. Traición. ¿Quieres saber cuál es la pena para cada uno de los cargos?

Derry suspiró y dejó caer los hombros, desolado.

—La muerte… —susurró.