Capítulo 1
No sea que el cazador termine siendo la presa.
Brion Haldane, rey de Gwynedd, príncipe de Meara, y lord de la Frontera Púrpura, tiró con brusquedad de las riendas de su corcel hacia la cima de la colina y oteó el horizonte.
No era un hombre corpulento, pero su porte real y su gracia felina habían convencido a muchos posibles adversarios de que lo era; aunque sus enemigos rara vez tenían tiempo de advertir ese matiz.
De cabello oscuro y fino, unas hebras de plata comenzaban a asomarle en las sienes y en la barba negra y precisa. Su sola presencia en un recinto imponía un respeto instantáneo. Cuando él hablaba, con un trueno de autoridad o con los tonos graves de la sutil persuasión, los hombres escuchaban y obedecían.
Y, si las bellas palabras no lograban convencer, solía a menudo hacerlo la fría persuasión del metal. Lo atestiguaban la vaina gastada de la espada, que llevaba en la cadera, y el delgado estilete que esperaba en la funda de ante negro, detrás de la muñeca.
Las manos que detuvieron el inquieto corcel de guerra eran suaves, pero firmes sobre la rienda de cuero rojo: eran las manos de un hombre de lucha, acostumbrado a mandar.
Pero, si uno lo estudiaba más de cerca, debía corregir la impresión inicial de estar ante un rey guerrero. Sus ojos grises e inmensos escondían mucho más que mera experiencia y poderío militar; destellaban con una inteligencia y un ingenio penetrantes que le habían valido fama y admiración en los Once Reinos.
Y, alrededor de él, flotaba un aura sutil de misterio, de magia prohibida, que se comentaba a media voz, cuando alguien osaba expresarlo. Pues, a los treinta y nueve años, Brion Haldane llevaba casi quince años gobernando Gwynedd en paz. El rey que había detenido su caballo en la cima de la colina merecía momentos de placer tan infrecuentes como el que buscaba.
Brion deslizó los pies de los estribos y estiró las piernas. A media mañana, la bruma comenzaba a despegarse del suelo y el frío intempestivo de la noche anterior seguía impregnándolo todo. La protección del atuendo de caza, de cuero, no bastaba para impedir que la fina cota de malla lo quemara como el hielo, por debajo de la túnica. Y la seda que vestía bajo la cota era escaso consuelo.
Se envolvió con el manto escarlata de Iana, flexionó los dedos adormecidos en los guantes de cuero y se caló el gorro de caza carmesí hasta la frente. La pluma bIanca aleteó sutilmente en el aire inmóvil.
A través de la bruma llegaron voces, ladridos de galgos, ruidos de frenos de bridas pulidas, de espuelas y de cascos. Se volvió para mirar, cuesta abajo, y vislumbró corceles fugaces de pura raza que se movían entre la niebla; los jinetes, de raza no menos pura, respIandecían de brocados finos y de cueros brilIantes.
Brion sonrió. Pese al despliegue de esplendor y de seguridad, sospechaba que los jinetes no disfrutaban de la cacería más que él. Las inclemencias del tiempo habían hecho de ella un quehacer, antes que un deleite anticipado.
¿Por qué? Sí, ¿por qué le habría prometido a Jehana que esa noche tendría un venado para servir a su mesa? Incluso mientras lo decía, sabía que aún no era la temporada. Pero uno no deja de cumplir sus promesas ante una dama; especialmente, cuando se trata de la amada reina y de la madre del príncipe heredero.
El son quejumbroso y grave de los cuernos de caza confirmó sus sospechas de que la huella se había perdido. Suspiró, resignado. A menos que el tiempo despejara drásticamente, había pocas esperanzas de volver a organizar el grupo disperso en menos de media hora. ¡Y, con sabuesos tan inexpertos, podían pasar días, incluso semanas!
Meneó la cabeza y se rió al pensar en Ewan, tan orgulloso de sus nuevos galgos a comienzos de la semana. Sabía que el viejo lord de la Frontera tendría mucho que decir sobre la actuación de esa mañana. Pero, por muchas excusas que esgrimiera, Brion temía que Ewan mereciese los escarnios que recibiría en los días venideros. Un duque de Claibourne no tendría que haber traído esos perritos falderos a campo abierto antes de que comenzara la temporada.
Los pobres animales quizá nunca hubieran visto un ciervo en toda su vida.
Los oídos de Brion reconocieron un ruido de cascos que se aproximaba y el rey se giró en su montura para ver quién venía. De lejos, un joven jinete, vestido de cuero y de seda escarlata, emergió de la bruma y apresuró a su corcel cuesta arriba. Brion observó con orgullo al joven, que avanzó por una senda y detuvo el corcel al lado de su padre.
—Lord Ewan dice que habrá que esperar un rato, Majestad —informó el muchacho, con ojos centelleantes por la novedad de la cacería—. Los sabuesos estaban persiguiendo a un grupo de conejos.
—¡Conejos! —Brion Ianzó una carcajada—. ¿Quieres decir que, después de toda la alharaca que tuvimos que soportar durante las semanas pasadas, Ewan piensa hacernos morir de frío mientras reúne sus perritos falderos?
—Así parece, Majestad —sonrió Kelson—. Pero, si os sirve de consuelo, todos sienten lo mismo.
Tiene la sonrisa de su madre, pensó Brion con amor. Pero los ojos, el cabello, son míos. Parece tan joven… ¿Será posible que vaya a cumplir los catorce años? Ay, Kelson, si pudiera evitarte lo que tienes por deIante…
Desechó el pensamiento con una sonrisa y un gesto de cabeza.
—Bueno, si todos los demás se sienten mal, supongo que yo debo sentirme un poco mejor.
Bostezó, se estiró y, luego, se relajó en la montura. El cuero lustrado crujió bajo su peso y el rey suspiró.
—Ay, si Morgan estuviera aquí. Con bruma o sin ella, creo que podría embrujar a los ciervos hasta las puertas de la ciudad si se lo propusiera.
—¿De veras? —preguntó Kelson.
—Bueno, tal vez no tanto… —concedió Brion—. Pero tiene un cierto don para con los animales; y para con otras cosas también.
El rey se sumió en pensamientos distantes y jugueteó ausente con el látigo de montar que llevaba en la mano enguantada.
Kelson advirtió el cambio de humor y, después de una pausa calculada, acercó su caballo al del monarca. Su padre no se había mostrado muy dispuesto a hablar de Morgan durante las semanas pasadas y la ausencia de menciones al joven general se había hecho notar inequívocamente; tal vez fuese ocasión de abordar el tema. Decidió ser franco.
—Majestad, perdonadme si hablo inoportunamente, pero ¿por qué no habéis hecho llamar a Morgan desde las regiones de la frontera?
Brion sintió que algo se tensaba en su interior, pero se obligó a ocultar su sorpresa. ¿Cómo lo sabría el niño? El paradero de Morgan era un secreto celosamente guardado desde hacía dos meses. Ni siquiera el Consejo sabía dónde estaba ni por qué. Debía avanzar con sigilo hasta averiguar cuánto sabía el niño.
—¿Por qué lo preguntas, hijo?
—No he querido entrometerme, Majestad —replicó el niño—. Estoy seguro de que tenéis razones que incluso el Consejo ignora. Pero yo lo echo de menos y creo que vos también.
¡Khadasa! El niño era perspicaz. ¡Parecía haber leído sus pensamientos mudos! Si quería eludir la cuestión de Morgan, tendría que apartar a Kelson del tema rápidamente.
Brion se permitió una sonrisa lánguida.
—Gracias por tu voto de confianza. Sin embargo, temo que tú y yo nos contemos entre los pocos que lo echan de menos. Doy por descontado que conoces los rumores que han circulado las semanas pasadas.
—¿Que Morgan ha partido para deponeros? —replicó Kelson, cauteloso—. No creeréis eso, ¿verdad? Y supongo que no es ésa la razón por la que continúa en Cardosa…
Brion estudió al pequeño por el rabillo del ojo, golpeteando el látigo suavemente contra su bota derecha, donde el niño no podía verlo. Conque también sabía lo de Cardosa…
Sin duda, debía de tener una buena fuente de información, fuera cual fuere. Y, además, era persistente. Había vuelto a la conversación de la ausencia de Morgan, deliberadamente, pese al afán de su padre por eludir el tema. Quizás estuviera subestimando al niño. Tendía a olvidar que Kelson se acercaba a los catorce años, la mayoría de edad; el mismo Brion había ascendido al trono con pocos años más.
Decidió dar a conocer una información concreta y ver cómo reaccionaba el pequeño.
—No, en efecto. En este momento, no puedo extenderme mucho en detalles, hijo. Pero en Cardosa se está produciendo una crisis de gravedad y Morgan está vigiIando. Wencit de Torenth pretende la ciudad y ha violado ya dos tratados en su esfuerzo por anexionársela. Es probable que en la primavera próxima estemos en guerra —se detuvo—. ¿Eso te atemoriza?
Kelson estudió con atención los cabos de las riendas antes de responder.
—Nunca he conocido una guerra de verdad —dijo lentamente, mientras paseaba la mirada por la pIanicie—. Desde que nací, los Once Reinos vivieron en paz. Es probable que, después de quince años de paz, los hombres hayan olvidado cómo se lucha.
Brion sonrió y se distendió apenas. Parecía haber desviado con éxito el tema de la charla y eso era bueno.
—Nunca lo olvidan, Kelson. Es parte de la naturaleza humana, lamento decirlo.
—Supongo que sí —repuso Kelson. Palmeó la nuca del corcel, apartó una avispa de las crines y volvió los ojos grises e inmensos al rostro de su padre—. Es nuevamente la Ensombrecida, ¿verdad, padre?
La perspicacia que suponía ese solo comentario sacudió momentáneamente el mundo de Brion. Había estado preparado para cualquier pregunta, para cualquier observación; todo menos la mención a la Ensombrecida en labios de su hijo. No era justo que alguien tan joven tuviera que enfrentar una realidad tan ominosa. El rey, estupefacto, permaneció mudo y boquiabierto por un instante.
¿Cómo había hecho Kelson para conocer la amenaza de la Ensombrecida? ¡Por San Camber, el niño debía de tener el don!
—¡Se supone que no deberías conocer esas cosas! —estalló acusador, tratando desesperadamente de reordenar sus pensamientos y de dar una respuesta más coherente.
Kelson se sorprendió ante la reacción de su padre y no lo ocultó, pero tampoco permitió que su mirada vacilara. En su voz, asomó una nota de osadía, casi de desafío.
—Hay muchas cosas que se supone que no debo saber, Majestad. Pero eso no ha impedido que aprendiera. ¿Desearíais que fuese a la inversa?
—No —murmuró Brion. Bajó los ojos con incertidumbre y buscó la forma de poner en palabras su siguiente pregunta—. ¿Te lo dijo Morgan?
Kelson se revolvió, inquieto. Se dio cuenta de que, de pronto, los papeles se habían trocado y de que se encontraba con más problemas de los que había pensado. Era culpa suya: él había insistido en seguir con el asunto y ahora su padre no se daría por satisfecho hasta que Kelson lo dijese todo. Se aclaró la garganta.
—Bueno, sí…, lo hizo antes de marcharse —repuso con vacilación—. Temía que… no lo aprobaseis —se humedeció los labios—. Y… también mencionó vuestros poderes y la base de vuestro gobierno.
Brion frunció el ceño. ¡Ese Morgan] Le ofuscaba no haber reconocido antes las señales; ahora se imaginaba lo que debió de haber ocurrido. Así y todo, el niño se había esforzado admirablemente por mantener ocultos sus conocimientos. Tal vez Morgan hubiese estado en lo cierto todo el tiempo.
—¿Cuánto te contó Morgan, hijo? —preguntó en voz baja.
—Más de lo que os complacería, pero no lo bastante para satisfacerme —admitió el niño a regañadientes. Ianzó una mirada al rostro de su padre—. ¿Estáis enfadado, Majestad?
—¿Enfadado?
Fue todo lo que Brion pudo decir para no expresar su alivio a gritos. ¿Enfadado? Las deducciones que había hecho el niño, las preguntas cautelosas, el ingenio con que había manejado la conversación, aun al sentirse en peligro… ¡Dios! ¿Para qué, si no, habían trabajado él y Morgan durante todos esos años? ¿Enfadado? ¡Cielos! ¿Como podía estarlo?
Brion tendió la mano y dio una palmada afectuosa en la rodilla de Kelson.
—Desde luego que no, Kelson. Si supieras hasta qué punto me tranquilizas… De acuerdo, me hiciste pasar un mal momento, pero ahora estoy más seguro que nunca de que mi elección fue la correcta. Aunque quiero que me prometas una cosa.
—Lo que sea, Majestad —accedió Kelson, con vacilación.
—No seas tan solemne, hijo —objetó Brion, mientras que, al tiempo que sonreía, le daba unos golpecitos en el hombro para calmarlo—. No es una petición difícil. Pero, si algo llegara a sucederme, quiero que envíes a buscar a Morgan de inmediato. No hay ninguna otra persona que pueda serte de más ayuda que él. ¿Lo harás por mí?
Kelson suspiró y sonrió, con el alivio dibujado en el rostro.
—Desde luego, Majestad; ése será mi primer pensamiento en cualquier caso. Morgan sabe… muchísimas cosas.
—Apostaría mi vida a que es así —sonrió Brion.
Se enderezó sobre la montura y tomó las riendas rojas entre los largos dedos enguantados.
—Mira, está asomando el sol. Veamos si Ewan ya ha reunido los perros.
A medida que el sol se encaminaba hacia el cénit, el cielo adquiría un respIandor apreciable. El monarca y su hijo arrojaban sombras cortas y débiles ante sí mientras descendían la cuesta al trote. La claridad era tal que podía verse a través del prado hasta el bosque que se extendía al pie. Los ojos grises de Brion surcaron el grupo disperso de cazadores con interés.
En terciopelo verde oscuro, Rogier, conde de Fallón, montaba un magnífico semental gris que Brion nunca había visto antes. Parecía enfrascado en una conversación muy animada con el joven y vehemente obispo AriIan. Y, qué interesante, un aleteo del tartán de McLain le permitió identificar al tercer jinete como Kevin, el joven lord McLain. Por lo general, él y Rogier no congeniaban. (Para el caso, pocos congeniaban con Rogier.) Se preguntó cuál sería el tema que los mantenía tan ocupados.
Pero no tuvo tiempo para más suposiciones. La voz estruendosa y resonante del duque de Claibourne atrajo la atención de Brion hacia la cabeza de la comitiva. Lord Ewan, con su hirsuta barba roja refulgiendo bajo el sol, estaba propinándole una soberana admonición a alguien. Teniendo en cuenta el éxito de la cacería hasta el momento, no era de extrañar.
Brion se incorporó sobre los estribos para ver mejor. Como había sospechado, el destinatario de la ira de Ewan era uno de los perreros. Pobre hombre. Si los sabuesos no actuaban como debían, no era por su culpa. Pero supuso que Ewan tenía que encontrar a alguien que cargara con las suyas.
Brion sonrió y le indicó la situación a Kelson. Le pidió que acudiera en rescate del infortunado perrero y que aplacara a Ewan. Mientras Kelson partía, Brion prosiguió recorriendo el grupo con la mirada. Y, allí, cerca de Rogier, estaba el hombre que había estado buscando.
Espoleando su corcel, atravesó raudamente el campo y se detuvo ante un joven alto, vestido con los bIancos y púrpuras de la Casa de Fianna. El hombre bebía de una cantimplora forrada de cuero finamente ornamentada.
—¡Hola! ¿Qué veo? El joven Colín de Fianna bebiéndose todo el vino, como siempre. ¿Qué te parece darle unas pocas gotas a tu pobre rey desfalleciente, amigo mío?
Detuvo el caballo al lado de Colin con un floreo y contempló la botella mientas Colin la separaba de sus labios.
Colin sonrió, limpió la boca de la botella con la manga y la extendió en una jovial reverencia.
—Buen día, Majestad. Sabéis que mi vino es siempre vuestro.
Rogier se les unió y, diestramente, hizo retroceder unos pasos a su semental al ver que el negro de Brion se aproximaba para mordisquearlo.
—Buen día, Majestad —dijo, con una gran reverencia desde la montura—. Mi rey ha sido muy astuto al encontrar tan temprano el licor más fino de la compañía. Es un manjar prodigioso.
—¿Prodigioso? —rió Brion entre dientes—. ¿En una mañana como ésta? Rogier, tienes un don fantástico para minimizar los problemas —inclinó la cabeza hacia atrás y bebió un gran sorbo de la botella. Suspiró—. Ah, no es ningún secreto que el padre de Colin tiene las bodegas más nobles de los Once Reinos. ¡Mis cumplidos, Colin, como siempre! —Alzó la botella y bebió una vez más.
Colin sonrió con picardía y posó los brazos sobre la montura.
—Ah, Majestad, sé que estáis adulándome para que mi padre os envíe otro cargamento. Este no es vino de Fianna. Una hermosa dama me lo obsequió esta mañana.
Brion se detuvo en mitad del trago y bajó la botella con preocupación.
—¿Una dama? Ay, Colin, debiste habérmelo dicho. Nunca te habría solicitado una prenda de amor.
Colin Ianzó una carcajada.
—No es mí amada, Majestad. Nunca antes la había visto. Sólo me obsequió el vino. Además, si supiera que vos probasteis su vino con agrado se sentiría muy honrada.
Brion devolvió la botella y se limpió la barba y los bigotes con el dorso de la mano enguantada.
—Nada de excusas, Colin —insistió—. Ha sido un error por mi parte. Cabalgarás a mi lado. Y esta noche, en la cena, te sentarás a mi derecha. Hasta los reyes debemos saber retractarnos cuando interferimos en el favor de una dama.
Kelson dejó que sus ojos y su mente se perdieran mientras regresaba hasta el rey. Detrás, Ewan y el perrero habían llegado finalmente a un acuerdo provisional sobre la causa del error y los perros parecían estar nuevamente bajo control. Los guardianes los mantenían firmemente sujetos, mientras aguardaban la orden real de proceder. Pero los perros tenían sus propias ideas y no pensaban esperar a ningún lord o señor. Nadie sabía cuánto tiempo más podrían sujetarlos.
Al galope, Kelson vislumbró una ráfaga de azul real y supo de inmediato que era su tío, el duque de Carthmoor.
Como hermano del rey y noble de mayor jerarquía en el reino, el príncipe Nigel era responsable en gran medida de la instrucción de los treinta pajes de la casa real. Como siempre, también aquel día venía seguido por algunos de sus pupilos y, como siempre, libraba una de sus interminables batallas para enseñarles algo útil. En la cacería sólo participaban seis de ellos; y también integraban la comitiva los tres hijos varones de Nigel, pero, por la expresión del duque, Kelson adivinó que los pajes no eran alumnos muy brilIantes.
Lord Jared, patriarca de los McLain, ofrecía consejos útiles desde un lateral, pero los jóvenes no parecían percatarse de lo que Nigel quería de ellos.
—No, no y no —repetía Nigel—. Si alguna vez os dirigís a un conde en público, llamándolo simplemente «señor», hará que os cuelguen y no seré yo quien proteste. Y siempre debéis recordar que un obispo es «vuestra excelencia». Veamos, Jatham, ¿cómo te dirigirías a un príncipe de sangre real?
Kelson sonrió y saludó con un gesto de cabeza al pasar. No mucho tiempo atrás él mismo había sufrido el férreo tutelaje de su tío, el duque real, y no envidiaba la suerte de los jóvenes. Haldane hasta la médula, Nigel no preguntaba ni daba cuartel, ya sea que estuviese librando combate o instruyendo pajes. Pero, aunque su tutela era rigurosa y, a veces, parecía excesiva, los pajes que provenían de las manos de Nigel eran buenos escuderos y mejores caballeros aún. Kelson se alegraba de tener a Nigel a su lado.
Al ver acercarse a Kelson, Brion interrumpió la conversación con Colin y con Rogier y levantó la mano para saludarlo.
—¿Qué sucede allí, hijo?
—Parece que lord Ewan tiene las cosas bajo control ya, Majestad —replicó Kelson—. Creo que está aguardando vuestra señal.
—Así es, mi joven señor —resonó la voz de Ewan, quien irrumpió a la zaga de Kelson.
Ewan se quitó su sombrero verde Lincoln y saludó con un floreo.
—Majestad, los perros están listos. Y, esta vez, el perrero maestro me asegura que la huella que siguen es correcta —posó el sombrero sobre el cabello rojizo y tironeó del ala con énfasis—. Será mejor que lo sea, pues esta noche, si no, habrá lIantos y aullidos en mi casa.
Brion se echó a reír y se inclinó hacia atrás en la montura, golpeándose el muslo con aire divertido.
—¡Ewan, es sólo una cacería! ¡Y no quiero que haya lIantos ni lamentos por mi culpa! ¡Andando! —riéndose aún, tomó las riendas y comenzó a avanzar.
Ewan se incorporó sobre los estribos, levantó un brazo y los cuernos de caza reverberaron a través del páramo, en respuesta. Lejos, los galgos comenzaban ya a jadear y a sacar sus lenguas. Los ladridos recordaban el tañer de las campanas. Los jinetes empezaron a moverse.
Cuesta abajo, a través de la espesura y de los campos abiertos, el grupo salió al galope.
Con la excitación de la cacería, nadie notó que un jinete que iba a la zaga se separaba del resto para bordear la falda del bosque. En realidad, ni siquiera repararon en su ausencia.
En la quietud del bosque, Yousef el Moro aguardaba inmóvil al borde de un pequeño claro umbrío. Sus manos delgadas y oscuras sostenían con soltura y seguridad las riendas de los cuatro caballos que pastaban detrás suyo.
Y a su alrededor, las hojas del otoño precoz flameaban de color; la escarcha de los días recientes las había manchado de ocres, rojos y bronces; aquí y allá, las sombras y los tintes oscuros que acechaban entre los troncos las acallaban en un juego de penumbras.
Entre las copas altas y frondosas que el sol apenas trasponía en el invierno más crudo, el negro manto de Yousef se fundía con las sombras. Sus ojos negros, bajo la negra seda, recorrían el claro; veloces como dardos, buscando, acechando, mirando sin ver. Pues Yousef, en realidad, más que ver escuchaba. Y aguardaba.
En el claro, otros tres escuchaban y esperaban. Dos, moros como Yousef, ocultaban el rostro oscuro en capuchas de negro terciopelo. Sus ojos sombríos, inquietos, no cesaban de vigilar.
El más alto de los dos se volvió ligeramente para observar a Yousef a través del descampado, cruzó los brazos sobre el pecho y se giró para recorrer con la mirada el lado opuesto. El movimiento abrió apenas el negro terciopelo y, bajo el manto, centelleó fugazmente la plata de un tahalí de mando ricamente repujado. A sus pies, sobre un cojín de terciopelo gris, descansaba lady Charissa, duquesa de ToIan, señora de la Bruma Plateada. La Ensombrecida.
Con la cabeza inclinada, pesadamente envuelta en mantos y velos de un tono gris plateado, la dama yacía sentada sobre el cojín, inmóvil. Era una figura pálida y sutil, orlada con las pieles y los terciopelos más finos; sus manos delicadas, enfundadas en guantes de piel de gamo cubiertos de joyas, descansaban decorosamente sobre el regazo. Bajo el velo de seda gris, sus ojos celestes se abrieron abruptamente, recorrieron serenamente el claro y notaron con satisfacción que Yousef, en su manto negro, custodiaba los caballos.
Sin volver la cabeza, pudo discernir las formas vagas y sombrías de los otros dos moros que vigilaban detrás de ella, uno a cada lado. Levantó la cabeza y habló, con voz grave y musical:
—Ya viene, Mustafá.
No habían oído ninguna señal, ningún roce de hojas secas que delatara una presencia próxima al páramo, pero los moros no pensaron siquiera en poner en duda la palabra de su señora. A su derecha, apareció una mano moruna asomando de una manga negra y onduIante, para ayudarla a ponerse de pie. Y el que estaba a su izquierda se trasladó a una posición estratégica, a mitad de camino entre su señora y los caballos, para vigilar alerta con la mano en la empuñadura de la espada.
Con un movimiento vago, Charissa apartó los bordes de su manto y se acomodó mejor el cuello de zorro plateado. Cuando, por fin, un crujido ahogado de hojas anunció al visitante esperado, la brisa ligera estremeció el velo de seda de la dama. Uno de los corceles de Yousef se agitó suavemente y movió las patas pero fue rápidamente acallado por el corpulento moro.
El jinete entró en el claro y tiró de las riendas. Los moros abandonaron la guardia. El jinete que montaba el alazán les era bien conocido.
El recién llegado también llevaba una capa gris; pero, cuando dejó caer la caperuza y desplazó el manto hacia el fIanco del animal, asomó el brillo del forro, del dorado más intenso. Por debajo, su atuendo gris y oro, orlado de joyas, refulgió fríamente mientras se acomodaba un mechón de cabellos castaños con la mano enfundada en un guante gris.
Alto, esbelto, de rostro y rasgos casi ascéticos, lord Ian Howell contemplaba el mundo a través de unos ojos aún más castaños que el cabello. La barba y el bigote, cuidadosamente recortados, enmarcaban la boca delgada, acentuaban los pómulos altos y el sesgo ligero de los ojos redondeados. Ojos que respIandecían más aún que las joyas oscuras del cuello y de las orejas.
Esos ojos se clavaron fugazmente en el moro que recibió su corcel y se posaron, como por casualidad, sobre la figura gris plata de la mujer.
—Llegas tarde, Ian —comentó la mujer. En su voz, había una nota de desafío por encima de la simple mención del hecho. Lo miró a través del velo con aire distante. Ian no dio muestras de estar dispuesto a desmontar, de modo que la mujer levantó con lentitud el velo y lo dejó caer hacia atrás sobre la cabellera clara y cuidadosamente peinada. Endureció la mirada, pero no agregó nada.
Ian sonrió con desgana, desmontó con gesto teatral y se acercó a Charissa. Saludó apenas a Mustafá, quien aguardaba de pie detras de la dama, y, luego, abrió el manto, con una reverencia ampulosa.
—¿Y bien? —repuso Charissa.
—Ningún problema, mi amor —replicó Ian con aire condescendiente—. El rey bebió el vino, Colin no sospecha nada y la cacería va tras la huella falsa. En una hora estará aquí.
—Excelente. ¿Y el príncipe Kelson?
—Ah, está a salvo —repuso el joven lord, tironeando del puño de un guante gris con deliberada indiferencia—. Pero me parece una pérdida de tiempo salvar hoy a Kelson para matarlo más tarde. No es propio de ti, Charissa, mostrar piedad con tus enemigos —sus ojos castaños se posaron en la mirada azul de la mujer, con cierta sorna.
—¿Piedad? —repitió Charissa, sopesando la insolencia.
La mujer dejó de mirarlo y comenzó a deambular por el claro, Ian la siguió.
—No te preocupes, Ian —prosiguió—. Tengo todo pIaneado con respecto a nuestro joven príncipe. Pero ¿cómo podría conseguir que Morgan cayera en mi trampa mortal sin el cebo apropiado? ¿Y por qué crees que he alimentado todos esos rumores durante los meses pasados?
—Había supuesto que era un ejercicio de malicia… y no es que necesites practicar…
Habían llegado al borde del claro y Ian se detuvo ante ella para reclinarse contra un árbol con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Desde luego, Morgan no representa ningún desafío en particular, ¿verdad, mi muñequita? Alaric Anthony Morgan, duque de Corwyn, lord general de los ejércitos de Su Majestad y medio deryni aceptado entre los humanos. O, al menos, lo fue alguna vez. A veces pienso que esto es lo que más te molesta de todo.
—Fíjate dónde pisas, Ian —le advirtió.
—Oh, os ruego que me perdonéis —ironizó Ian, alzando la mano en un gesto de fingida conciliación—. Creo que hay también un ligero asesinato de por medio, ¿verdad? ¿O fue una ejecución? Suelo olvidarlo.
—Es algo que más te valdría no olvidar jamás, Ian —repuso Charissa con frialdad—. Morgan asesinó a mi padre hace quince años, como bien sabes. Ambos éramos poco más que niños por entonces. El apenas tenía catorce años y yo algunos menos; pero nunca pude olvidar lo que hizo.
Su voz se tornó una octava más baja y, en sus recuerdos, fue un ronco murmullo.
—Traicionó su sangre deryni y se alió con Brion, en lugar de unirse a nosotros. Desafió al Consejo Camberiano al ponerse del lado de un mortal. Los vi acabar con mi padre Marluk y despojarlo de sus poderes. Y Morgan, con sus ardides deryni, fue quien le enseñó el camino a Brion. Nunca lo olvides, Ian.
El joven se encogió de hombros con indiferencia.
—No te preocupes, mi muñequita. Tengo mis propias razones para desear la muerte de Morgan. ¿Lo recuerdas? El ducado de Corwyn limita con la frontera oriental de mis dominios. Sólo me pregunto cuánto tiempo más piensas dejar a Morgan con vida.
—En el peor de los casos, le quedarán unas semanas —sentenció Charissa—. Y pienso cerciorarme de que sufra durante el tiempo que queda hasta entonces. Hoy, Brion morirá por obra de magia deryni y Morgan sabrá que fui yo. Eso, por sí solo, hará sufrir a Morgan más que ninguna otra cosa que yo pueda tramar. Y luego procederé a destruir a todos sus seres queridos.
—¿Y el príncipe Kelson? —preguntó Ian.
—No seas codicioso, Ian —le advirtió ella, sonriendo con perversidad—. A su debido tiempo tendrás tu querido Corwyn. Y yo reinaré sobre Gwynedd como lo hicieron mis antepasados. Ya lo verás.
Volvió sobre sus pasos y cruzó el claro. Hizo un gesto imperioso a Mustafá, quien apartó el frondoso follaje para dejar ver una abertura entre los setos. Al pie de una suave ladera se extendía un prado verde y amplio, todavía húmedo y silencioso bajo el sol débil de la mañana.
Al cabo de una pausa, Ian se acercó a Charissa, atisbo fugazmente entre el ramaje y la rodeó suavemente con su brazo.
—Debo confesar, mi muñequita, que tu pIan me agrada —musitó—. La perversidad de tu mente adorable nunca deja de sorprenderme. —La contempló pensativamente a través de sus pestañas largas y oscuras—. ¿Estás segura de que nadie, salvo Morgan, lo sospechará? ¿Y si Brion detectara tu intervención?
Charissa sonrió con aire condescendiente y se reclinó contra su pecho.
—Te preocupas demasiado, Ian. Cuando el merasha del vino le adormezca la mente no podrá sentir nada hasta que mi mano le oprima el corazón. Entonces, será demasiado tarde. Y, con respecto a Colín, el merasha no lo podrá afectar, a menos que posea sangre deryni entre sus antepasados. Y, aun en tal caso, nada le sucederá si puedes mantenerle lejos de Brion cuando llegue el momento.
—Colin estará bien lejos, puedes contar con ello —aseguró Ian. Apartó una brizna de hierba del manto de Charissa y la retorció entre los dedos—. Hace semanas que vengo cultivando la compañía de este joven en particular y, si me corresponde decirlo, está más que halagado de haberse ganado el favor de tu queridísimo conde de Eastmarch.
Charissa se apartó de él con irritación.
—Ian, comienzas a aburrirme. Si insistes en ser tan pomposo, sugiero que regreses a la compañía de tus camaradas de la nobleza. Allí el ambiente es mucho más proclive a la jactancia y al intercambio de cumplidos que tanto parecen agradarte.
Ian no respondió, pero enarcó una fina ceja y fue hasta su caballo. Comenzó a ajustar los estribos. Cuando quedó satisfecho con la tarea, Ianzó una mirada a Charissa desde la montura.
—¿He de transmitir saludos a su Majestad? —preguntó con una sonrisa falaz en las comisuras de la boca.
Charissa sonrió lentamente y luego cruzó el claro hasta él. Ian se aproximó a ella y Charissa tomó el corcel por las riendas, despidiendo al moro que lo custodiaba con un gesto.
—¿Y bien? —murmuró Ian, mientras el moro se inclinaba en reverencia y partía.
—Creo que esta vez no tendrás que saludar a Brion de mi parte —repuso ella con afectación. Deslizó la mano enguantada por las crines del caballo y ajustó una borla torcida de la brida intrincada—. Será mejor que te marches. Los cazadores se acercarán de un momento a otro.
—Escucho y obedezco, señora —respondió Ian alegremente, disponiéndose a partir.
Tomó las riendas y la miró, tendiendo la mano izquierda. Sin decir una palabra, Charissa posó la suya sobre la de él y Ian se inclinó para besar el terso cuero del guante.
—¡Buena cacería, señora! —le dijo.
Le estrechó la mano y la soltó, llevó a su corcel hasta la enramada y desapareció por donde había venido.
La Ensombrecida lo observó con los ojos entrecerrados hasta que se perdió de vista, y luego regresó a su silenciosa vigilia.
Ian se unió al resto de la comitiva real. Los caballos avanzaban fácilmente por el bosque ralo y, cerca de allí, podía verse el prado. Con un imperioso movimiento en los estribos, apresuró el corcel hasta Colín y levantó su mano enguantada a modo de saludo.
—Lord Ian —lo reconoció Colín, al verlo acercarse—. ¿Cabalgada tranquila a la zaga del resto?
Ian le Ianzó una sonrisa cautivante.
—De lo mejor, amigo mío.
Meció el peso del cuerpo ligeramente y se oyó el chasquido del estribo derecho: la correa de cuero cedió.
—¡Maldición! —estalló, mientras recobraba el equilibrio—. ¡Es lo que me faltaba para tener que renunciar a la cacería!
Frenó el corcel lentamente y dejó pasar al resto de los caballos. Se inclinó para aferrar el estribo que seguía colgando de la punta de su bota, y sonrió con aprobación a Colín al ver que el joven retrocedía en su ayuda. Cuando todos los jinetes quedaron por deIante, desmontó para inspeccionar la montura. Colín observaba con aire de preocupación.
—Le dije al caballerizo que cambiara esta correa hace tres días —se quejó Ian, pasando los dedos por el cuero partido—. ¿No tendrás una correa de más, Colín?
—Podría ser… —aventuró Colín, y desmontó.
Mientras el joven hurgaba en sus faltriqueras, Ian Ianzó una mirada furtiva al prado. Sus cálculos habían sido perfectos. En ese momento, el grupo estaría en el centro del páramo y los sabuesos habrían perdido el rastro, una vez más.
A partir de entonces, en cualquier instante…
Los perreros trataban valerosamente de imponer disciplina a los mastines y Brion sacudía la fusta contra la bota, ligeramente exasperado.
—Ewan, tus perritos han fallado una vez más —dijo, mirando a lo lejos—. Kelson, adelántate y trata de averiguar qué ocurre, ¿quieres? No pueden haber perdido el rastro en medio de un campo abierto. Ewan, tú quédate.
Mientras Kelson partía, Ewan se irguió sobre los estribos para mirar mejor y luego se sentó masculIando. Entre el fárrago de jinetes y de mastines era imposible distinguir nada a semejante distancia. Y el veterano guerrero parecía estar al borde de soltar una diatriba.
—Las malditas bestias han enloquecido —gruñó—. Aguardad a que les ponga la mano encima…
—Vamos, Ewan, no te enfurezcas así —intervino Brion, amablemente—. Es obvio que hoy no estamos destinados a… ¡Ay!
Brion se detuvo en mitad de la frase, inmóvil, con los ojos desorbitados por el pánico.
—¡Ay, Dios mío…! —musitó. Se dobló de dolor y los párpados se le cerraron. Las riendas cayeron de sus dedos adormecidos mientras se llevaba las manos al pecho y se abatía sobre el corcel, sofocando un gemido.
—¡Majestad! —exclamó Ewan.
Brion se deslizó de la montura, pero Ewan y Rogier lo sujetaron simultáneamente de los brazos y lograron acostarlo en el suelo, entre ambos. Los que cabalgaban cerca desmontaron y se apresuraron a socorrerlos. Y el príncipe Nigel apareció de pronto para posar la cabeza de su hermano sobre su regazo.
Rogier y Ewan se pusieron de rodillas ansiosamente a su izquierda. Brion fue azotado por otra oleada de dolor cegador y gimió débilmente:
—¿Kelson?
Kelson, quien iba deIante con los sabuesos, percibió la agitación en el centro del grupo y regresó al galope, seguro de que estaba sucediendo algo muy grave. Pero cuando llegó al tumulto que rodeaba al rey y vio a su padre tendido sobre el césped en agonía, tiró de las riendas para detener su caballo y saltó de él para abrirse paso entre la comitiva.
Brion respiraba con dificultad. Cada latido de su corazón le producía un dolor atroz, que trataba de sofocar apretando los dientes. Disparaba la mirada como enloquecido, buscando a su hijo, e ignoraba todos los esfuerzos de Ewan, de Rogier y hasta del obispo AriIan por aliviarlo.
Lo único que vio fue a Kelson que se hincaba de rodillas a la derecha de su padre. Tomó una bocanada de aire y aferró la mano del pequeño, mientras otra oleada de dolor se apoderaba de él.
—¡Qué pronto! —alcanzó a musitar, mientas oprimía la mano de Kelson casi hasta destrozarla—. Kelson, recuerda lo que prometiste. Recuer…
La mano quedó inerte y los ojos, entrecerrados. El cuerpo, vejado por el dolor, se distendió.
Mientras Nigel y Ewan buscaban frenéticamente algún latido, algún signo de vida, Kelson observaba atónito e incrédulo. Pero no percibió ninguna señal alentadora. Con un sollozo ahogado, se derrumbó sobre la mano de su padre.
A su lado, el obispo AriIan se persignó y comenzó a recitar el Oficio de Difuntos, con voz grave y monótona en el silencio atroz. A su alrededor, los nobles y vasallos de Brion se pusieron de rodillas, uno tras otro, para repetir las plegarias.
—Oh, Señor, concédele tu eterno descanso.
—Y brille sobre él la luz eterna.
—Kyrie eleison.
—Christe eleison…
Kelson dejó que las familiares frases cayeran sobre él y que su cadencia atemperara el vacío vertiginoso y nauseabundo que le socavaba el estómago; deseó que el firme nudo que le constreñía la garganta se le aflojara. Después de un instante interminable, pudo erguir la cabeza y mirar a su alrededor, como perdido.
Nigel parecía tranquilo, casi sereno. De rodillas, sostenía en su regazo la cabeza inerte de Brion. De tanto en tanto, sus dedos acariciaban el cabello lacio y negro sobre la frente inmóvil, en un gesto suave y casi tierno. Sus pensamientos vagaban por sitios que sólo Nigel conocía.
Y Rogier… Rogier miraba sin ver; seguía con los ojos los dedos de Nigel y movía los labios con la letanía, sin saber lo que decía o veía.
Pero sería a Ewan a quien el joven príncipe recordaría luego, cuando los otros detalles de la jornada se hubiesen desvanecido piadosamente de su memoria. Ewan había recuperado el sombrero de caza de cuero rojo que llevaba Brion, sucio y aplastado tras la confusión y el horror de los minutos pasados.
Por algún milagro, la pluma nivea del sombrero había emergido intacta, con su bIancura inmaculada. Mientras Ewan estrujaba el sombrero contra su pecho, la pluma trémula se agitaba hipnóticamente ante los ojos de Kelson.
De pronto, Ewan advirtió la mirada fascinada de Kelson y miró el sombrero y la pluma temblorosa, como si nunca antes los hubiera tenido ante sí. Se produjo un momento de vacilación. Lentamente, tomó la pluma con la mano derecha y la dobló hasta quebrarla.
Kelson parpadeó, sorprendido.
—El rey ha muerto… Majestad —murmuró Ewan, con el rostro pesaroso y macilento bajo la barba roja e hirsuta.
Abrió la mano lentamente y observó el descenso moroso de la pluma rota hacia el hombro de Brion.
—Lo sé —respondió Kelson.
—¿Cuál es vuestra…?
La voz se le quebró por el dolor y volvió a comenzar la pregunta:
—¿Hay alguna…?
No pudo seguir. Sus hombros se sacudieron convulsivamente y tuvo que hundir el rostro en el sombrero de Brion.
Nigel apartó la mirada del rostro de su hermano fallecido y puso la mano en el hombro del viejo guerrero.
—Está bien, Ewan —habló en voz baja. Dejó caer la mano, miró a Brion una vez más y luego dirigió los ojos a su joven sobrino—. Kelson, ahora tú eres el rey. ¿Cuáles son tus órdenes?
Kelson miró al monarca inmóvil, desasió sus dedos y cruzó las manos de Brion sobre el pecho.
—En primer lugar —manifestó con voz firme—, haced llamar al general Morgan.