Capítulo 4
Y yo le daré el lucero de la mañana.
Revelación, 2:28
Mientras observaba burbujear el agua en la pila que estaba llenando, monseñor Duncan McLain dejó que sus pensamientos merodearan y proyectó su mente en la búsqueda manteniendo la plena receptividad.
El tiempo se acortaba. Alaric debía de haber estado allí desde hacía horas. Le preocupaba no haber tenido comunicación de su pariente en tantos meses. Quizá no llegase. Posiblemente, no supiese lo de la muerte de Brion, aunque, hasta donde Duncan sabía, la noticia había llegado hasta los más recónditos confines de los Once Reinos.
Cuando el agua se acercó al borde de la pila, Duncan se detuvo, inmóvil por una fracción de segundo, y luego se irguió rápidamente. Dejó el botellón de agua sobre el suelo.
Alaric estaba en camino y el joven príncipe lo acompañaba. Y la premura era inconfundible en la comunicación creciente que se apoderaba de los sentidos de Duncan.
Fue hasta la puerta abierta de la parte occidental, alisándose el hábito arrugado con un movimiento automático de sus manos delgadas, y se asomó a la luz del sol, protegiéndose los ojos del respIandor cegador del mediodía.
Allí, contra el gris del muro posterior, poco más allá de la puerta, vislumbró el fulgor carmesí del manto de Kelson. La cresta bordada de oro destelló bajo el fuego del sol. A su lado venía una sombra negra coronada de cabello sedoso y dorado y cuyas largas piernas devoraban la distancia que los separaba de él.
Mientras subían los peldaños rumbo al patio occidental, Duncan sintió el aura tranquilizadora que casi siempre acompañaba a su ilustre primo. Exhaló un suspiro de alivio antes de salir a su encuentro.
—Por san Jorge y san Camber, ya era hora de que llegarais —saludó Duncan, empujando a Morgan y al príncipe a la penumbra del portal—. ¿Qué os demoró tanto? Me preocupasteis.
—Luego te lo explicaré —dijo Morgan, escudriñando ansiosamente la galería y la nave—. ¿Te vigiIan?
Duncan asintió.
—Temo que sí. Desde el funeral de Brion, todos los días he tenido en la basílica a los guardias de la reina. No creo que sospechen de mí. Soy el confesor de Kelson y deben de haber supuesto que vendrías aquí en primer lugar.
Morgan volvió la espalda a Duncan y a Kelson. Suspiró.
—Bueno, espero que tengas razón. Pues si sospechan que ejerces alguna otra función fuera de la que corresponde a tus hábitos, estamos perdidos.
—En tal caso, mantengamos las apariencias —aconsejó Duncan, recogiendo su botellón vacío e indicándoles que lo siguieran por el pasillo vacío—. Si alguien nos detiene, has venido a confesarte y a recibir el Sacramento antes de tu juicio. No creo que se opongan a ello.
—De acuerdo.
Al recorrer la nave, Morgan trató de escudriñar a los feligreses sin parecer demasiado inquisitivo. Duncan estaba en lo cierto: por lo menos tres o cuatro guardias de la reina se encontraban entre los fíeles. Y, a juzgar por el modo con que lo miraron, lo que les había llevado con tanta frecuencia a San Hilario durante la semana pasada no era un exceso de piedad ni de devoción.
Los tres se detuvieron al final de la nave para inclinarse respetuosamente ante el altar principal, y Morgan trató de mantener la debida contrición en el rostro en beneficio de quienes lo observaban. Evidentemente, fue lo bastante persuasivo, pues nadie hizo nada por detenerlo cuando salieron por una puerta lateral.
Cuando llegaron al estudio privado de Duncan, Morgan echó el pestillo con un chasquido rotundo de metal sobre metal. Mientras Duncan cruzaba la sala para desembarazarse de la botella, Morgan se permitió una vez más recorrer aquel ambiente tan familiar.
Era una sala pequeña, de cuatro metros por cinco, y las dos paredes más largas estaban cubiertas de anaqueles con libros y de ricos tapices con escenas de caza y de la vida en la corte. En el extremo opuesto a la puerta, la amplia ventana lucía pesadas cortinas de terciopelo borgoñón, desde el techo hasta el suelo. Una inmensa chimenea de piedra gris dominaba la cuarta pared. Sobre la ancha repisa, sólo había un par de austeros candelabros de peltre con gruesas velas amarillas, y un pequeño icono de san Hilario, patrono de la basílica.
A la derecha de la ventana, un reclinatorio intrincadamente tallado miraba al rincón; donde se posaban rodillas y brazos, estaba recubierto de un paño del mismo terciopelo que las cortinas. Un crucifijo de marfil se alzaba en el rincón, sobre una pequeña base, fIanqueado a cada lado por titiIantes luces votivas en tulipas de cristal color rubí. A la izquierda, frente a la ventana, un modesto escritorio de madera oscura pulida, cubierto de libros y documentos.
En el centro de la sala, a unos cuatro pasos de la chimenea, una pesada mesa redonda de roble lustrado se adueñaba del resto de la habitación. Sus patas con forma de garra descansaban sólidamente sobre el suelo de mármol pulido. Dos sillas iguales, de altos respaldos, se miraban a ambos lados de la mesa y frente a las llamas, cerca de la chimenea, se alineaban otras, de forma similar. Entre la mesa y la chimenea, una gruesa alfombra ornamentada cubría el suelo, atenuando el frío y la oquedad que, de otro modo, habrían atravesado el salón.
Morgan apartó una de las sillas de la mesa para Kelson, y acercó otra de las que miraban a la chimenea. Duncan depositó la botella vacía al lado del escritorio y comenzó a abrir los pliegues de la cortina.
—¿Crees que será prudente? —preguntó Morgan, prestándole atención momentáneamente.
Duncan miró a su primo y atisbo por los vitrales ambarinos de las ventanas.
—Creo que es lo bastante seguro. Nadie puede ver el interior durante el día y el cristal distorsiona, de todas formas. —Fue hasta la mesa y ocupó su lugar—. Además, ahora podremos ver si alguien se acerca desde el exterior. Eso será muy importante dentro de una media hora, si he calculado correctamente.
—¿Tan pronto? —replicó Morgan, con cierta indiferencia, mientras sacaba de un bolsillo un pequeño estuche negro de cuero de ante—. No nos queda mucho tiempo, entonces.
Miró a su alrededor y dejó el estuche sobre la mesa. Comenzó a desatar las cuerdas que lo mantenían cerrado.
—Necesitaré más luz, Duncan, si no te molesta. Y, a propósito, ¿desde cuándo debes ser tú quien llene la pila de agua bendita? Creía que los monseñores estaban por encima de esos quehaceres.
Duncan sonrió, burlón, mientras traía un candelabro de su escritorio y lo dejaba sobre la mesa.
—Muy gracioso, primo. Sabes muy bien que todos mis asistentes están en la catedral, preparando la ceremonia de coronación de Kelson, que tendrá lugar mañana —sonrió al joven y volvió a su asiento—. Y no necesito recordarte dónde está nuestro estimado arzobispo en este momento. Tuve que conseguir permiso especial para quedarme aquí hoy, en caso de que Kelson me necesitase. Y creo que así es, aunque no precisamente del modo que nuestro arzobispo piensa…
Morgan y él cambiaron sonrisas de complicidad y Kelson tironeo del codo de Morgan, impaciente, estirando el cuello para ver qué había en el estuche. Morgan le devolvió una sonrisa tranquilizadora y terminó de desatar los nudos. Introdujo sus dedos enguantados, extrajo cuidadosamente un objeto de oro y fuego escarlata y lo puso en la palma de su mano.
Al ver que Kelson contenía el aliento y reconocía el objeto, Morgan extendió la mano hacia el joven.
—¿Conoces este anillo, príncipe? No lo toques. No estás debidamente protegido.
Kelson exhaló lentamente y apartó la mano, con los ojos desorbitados de estupor.
—Es el Anillo de Fuego, el sello de poder de mi padre. ¿Dónde lo conseguiste?
—Brion me lo dio para que lo guardara, antes de marcharme a Cardosa —replicó Morgan. Movió la mano ligeramente, para que la gema refulgiera.
—¿Puedo? —preguntó Duncan, sacó un pañuelo de seda de su manga y tendió la mano hacia el anillo.
Morgan asintió y aproximó la suya.
Duncan se envolvió los dedos en los pliegues de la seda, tomó la sortija con cautela y la acercó a la luz de la vela. Al moverla, las gemas escarlata arrojaron mínimos reflejos brilIantes sobre los tres espectadores y sobre los tapices de las paredes.
Duncan examinó de cerca el anillo y luego lo situó en el centro de la mesa, en su nido de seda bIanca.
—Es genuino —observó, con una ligera nota de alivio—. Todavía siento el poder residual que encierra. ¿Tienes el sello?
Morgan asintió y comenzó a quitarse los guantes.
—Temo que tendrás que recuperarlo, Duncan. No me atrevo a acercarme a las proximidades del altar deIante de los espías de Jehana. —Se quitó una sortija ornamentada con un sello y la sostuvo entre el pulgar y el índice—. ¿Quieres mirarlo?
Kelson se acercó de un salto para inspeccionarlo.
—El Sable, el Grifo segrante sinople... Son las antiguas armas de Corwyn, ¿verdad, Morgan?
—Correcto —convino Morgan—. Brion mandó hacer el anillo hace mucho tiempo. Y como son las armas de mi madre deryni, pensó que eran las más apropiadas para transmitir la clave de tus poderes. —Dirigió su atención a Duncan—. Debo ajustarla a tu persona. ¿Estás preparado?
—¿Y…? —Duncan inclinó la cabeza hacia Kelson.
Morgan miró al joven, volvió a mirar a su primo con una débil sonrisa en el rostro.
—Creo que no habrá problemas. Si ya no lo sospecha, lo descubrirá mañana, de todas formas. Creo que nuestro secreto estará a salvo.
—Bien —Duncan asintió y sonrió a Kelson con aire tranquilizador—. No es nada misterioso, Kelson. El sello del Grifo, cuando es debidamente activado, abre una cámara secreta en el altar principal. Mucho tiempo atrás, tu padre ajustó el sello a la mente de Alaric, para que, en el momento propicio, él pudiera recuperar las cosas que te corresponden.
»Si te fijas, verás que la incrustación del Grifo adquiere un ligero fulgor cuando Alaric sostiene la sortija. Esto nos permite saber que el anillo sigue activado por él. Si alguien inactivado, como yo en este momento, quisiera usarlo, no obtendría provecho de la joya.
Siguió habIando para Kelson, pero dirigiéndose a Morgan.
—Habría que añadir que el anillo sólo puede ser ajustado a la mente de ciertas personas. Yo soy… como Alaric.
Antes que el impacto de la revelación pudiera ser digerido por Kelson, Morgan sostuvo el Grifo entre él mismo y Duncan y enarcó una ceja.
—¿Preparado?
Duncan asintió y ambos comenzaron a concentrarse en el Grifo que había en el centro del sello.
Kelson observó, hechizado, cómo los dos posaban la vista sobre el anillo y luego cerraban los ojos. Se produjo un largo silencio y Kelson sintió que el único sonido en la sala era el de su propia respiración agitada. La mano de Duncan fue hasta el anillo; sus ojos seguían cerrados.
Antes de llegar a tocarlo, una débil chispa trazó un arco en el reducido espacio intermedio y luego Duncan también cogió la sortija. Entonces, ambos hombres abrieron los ojos y Morgan soltó el objeto. El Grifo siguió titiIando tenuemente.
—Dio resultado… —murmuró Kelson, mitad afirmación, mitad pregunta.
—Así es —replicó Duncan—. Extiende la mano y compruébalo.
Kelson se aproximó, tímidamente, y se encogió al sentir el contacto con el anillo. Le resultó frío, aunque tendría que haber estado a la temperatura del cuerpo. Y cuando contempló el sello con el Grifo, soltó el anillo rápidamente.
—Dejó de brillar. ¿Qué le hice?
Duncan chasqueó los dedos y sonrió.
—Lo olvidé. No está ajustado a tu mente. —Cogió el anillo y lo sostuvo ante Kelson. El Grifo volvió a refulgir con brillo tenue. Kelson sonrió como un niño.
Duncan se puso en pie, arrojó el anillo al aire y lo volvió a tomar.
—Volveré pronto.
Kelson lo observó con respetuoso estupor hasta que desapareció por la puerta del estudio, y luego se volvió hacia Morgan.
—¿He oído bien? ¿Duncan es deryni? En tal caso, vuestro parentesco debe de ser por línea materna y no por la paterna.
—Por ambas, en realidad —le explicó Morgan—. Somos primos quintos por línea paterna. Pero la madre de Duncan y mi madre eran hermanas. Desde luego, es un secreto muy bien guardado. La sangre deryni puede ser muy embarazosa, si no fatal, para alguien en la posición de Duncan. Hay pocos entre nosotros que no recuerden las inquisiciones a los deryni y las persecuciones que acontecieron hace poco más de un siglo. El malestar no ha desaparecido hasta hoy. Lo sabes.
—Sin embargo, tú no temes que la gente sepa que eres deryni, Morgan —replicó Kelson.
—Pero soy una excepción, como bien sabes, príncipe. Para la mayoría, no hay futuro si uno es un deryni confeso. Como resultado, la mayoría de nosotros ha ocultado su estirpe deryni, aunque tuviera la inclinación de emplear sus poderes para hacer el bien. —Inclinó la cabeza, pensativo—. Desde luego, la decisión conlleva sus conflictos: por un lado, uno quiere usar sus poderes innatos, pero si lo hace, le acosa la culpa por la condena de la Iglesia y del Estado.
—No obstante, tú decidiste que lo harías.
—Sí. Escogí utilizar mis poderes abiertamente desde el comienzo y ¡al diablo con las consecuencias! Tuve la excelente fortuna de contar con la protección y el patronazgo de tu padre hasta que supe cuidar de mí mismo. —Se miró las manos—. Ser sólo medio deryni ayuda.
—Y ¿Duncan? —preguntó Kelson en voz baja.
Morgan sonrió.
—Duncan escogió otra solución: el clero.
Duncan se detuvo ante la mirilla de la sacristía para recorrer la nave con la mirada, agradeciendo al constructor de San Hilario, quienquiera que hubiese sido, haber instalado el dispositivo. Sin duda, los arquitectos no habían pensado en ese caso, pues la mirilla se empleaba como ayuda para administrar la duración de los servicios y cosas por el estilo, pero Duncan no creía que objetaran nada.
Desde su situación podía ver toda la nave, desde el primer banco hasta las puertas posteriores y desde una galería hasta la opuesta.
Y lo que vio le confirmó que no sería una misión tan fácil como había creído.
Los guardias de la reina que había mencionado a Alaric seguían allí, junto a dos más que había visto observándolo especialmente durante la pasada semana. Sabía que eran miembros del regimiento personal de la reina y se preguntó si, en realidad, sospecharían de él. No creía haber hecho nada que mereciera su especial atención, más que ser el confesor de Kelson y el primo de Alaric. Pero con esa gente uno nunca podía estar seguro.
Sacó una estola de brocado de un cajón a su derecha, la llevó a los labios y se la colocó sobre los hombros. Con todos los sabuesos reales allí, era evidente que no podría salir caminando, abrir la cámara del altar y retirar su contenido. Sospecharían no bien entrase en el santuario. Debía distraerlos.
Volvió a espiar por la mirilla y elaboró un pIan.
Muy bien. Que sospecharan. Si los guardias de la reina insistían en complicar las cosas, para él sería lo mismo. No veía razón por la cual no recurrir a un poco de oropel sacerdotal para enmascarar su verdadero propósito. Y si fallaba, siempre estaba el tradicional poder y la autoridad de los monseñores. Cuando había que tratar con gente así, la intimidación no solía ofrecer dificultades; especialmente si se podía recurrir a la amenaza del anatema.
Tomó aire para serenarse, abrió la puerta lateral y entró en el presbiterio. Como sospechaba, uno de los guardias abandonó de inmediato su asiento y echó a andar por la nave central.
Muy bien, pensó Duncan, haciendo una profunda genuflexión para dar tiempo a que el hombre se acercase. Está solo y no ha desenvainado. Veremos qué hace.
Duncan se puso de pie, y oyó el sonido hueco de las pisadas del hombre que se aproximaba. Dejó que la mano fuese a la cintura como por casualidad y retiró de la faja la llave del tabernáculo. Entonces, cuando sus sentidos le dijeron que el hombre ya había llegado al altar, dejó que la llave se deslizara entre sus dedos. Un intento deliberadamente torpe de evitar que cayese la envió rodando por los peldaños de mármol hasta los pies del sorprendido guardia.
Duncan volvió sus ojos azules e inocentes hacia el hombre, con una ligera expresión de embarazo en el rostro, y se apresuró a bajar los escalones como si estuviera preocupado. Sus modales desarmaron al guardia y, cuando Duncan llegó hasta él, el centinela ya había recogido la llave casi sin pensarlo. Esbozando una sonrisa culpable, dejó caer la llave con cuidado en la mano extendida de Duncan.
—Gracias, hijo —murmuró Duncan, en su mejor tono paternal.
El hombre asintió nerviosamente, pero no dio señales de marcharse.
—¿Deseabas algo? —preguntó Duncan.
El hombre se revolvió, incómodo.
—Monseñor, debo preguntarle algo… ¿Está con usted el general Morgan?
—¿Te refieres a si está en mi estudio? —preguntó Duncan con toda paciencia y con su mejor aire de inocencia.
El hombre asintió ligeramente.
—El general Morgan ha acudido a mí en calidad de hijo penitente —Duncan hablaba en voz baja—. Desea recibir los Sacramentos antes de ser juzgado, igual que el príncipe Kelson. ¿Puede haber algún mal en ello?
La explicación de Duncan tomó al hombre por sorpresa. Evidentemente, jamás se le había ocurrido que Morgan pudiese ser algo más que un bárbaro infiel. No había esperado escuchar nada semejante. Y ¿quién era él para interferir en la salvación de un hombre, especialmente si la necesitaba tanto como Alaric Morgan?
Convencido de que había interrumpido algo muy normal y sagrado, el guardia meneó la cabeza con aire contrito y se alejó de Duncan con una profunda reverencia. Mientras Duncan retornaba al altar, el hombre se apresuró a volver a su banco y a postrarse junto a sus compañeros, luego de persignarse supersticiosamente.
Duncan ascendió al altar con alivio. Sabía que el hombre seguía mirándolo y estaba seguro de que estaría contándoles a sus camaradas lo que acababa de suceder, aunque todos parecían sumidos en la más honda oración. Pero dudaba de que interfiriese nuevamente, si se atenía a la rutina. Desde luego, alguien partiría a contarle a Jehana el paradero de Kelson y de Alaric no bien desapareciera, pero eso era algo que no podía evitar.
Hizo una reverencia ante el tabernáculo y apartó con cuidado las cortinas verdes de seda que caían frente a las puertas doradas.
Mientas la mano derecha abría el cerrojo, la izquierda aferró el sello del Grifo. Y entonces, mientras con la mano retiraba un cáliz cubierto, fue muy sencillo apoyar el sello en la piedra del altar, con la mano restante.
Con el contacto, un sector de unos quince centímetros del altar, que se extendía directamente ante Duncan, se deslizó apenas y descubrió una caja negra y chata. Actuando con rapidez, Duncan tomó dos cálices más y fingió verter el contenido de uno en los otros dos. Luego, en lugar de cubrir el cáliz vacío con la tapa engastada de joyas y con el velo, deslizó la caja negra entre el cáliz y la tapa y cubrió a ambos con la seda verde.
Hecho esto, devolvió a su sitio los otros dos cálices y cerró las puertas con un gesto ampuloso. Corrió el pestillo de las puertas mientras la otra mano cerraba la abertura del altar. Después, tomó el otro cáliz con la carga oculta, se inclinó una vez más y se retiró del santuario. No había tardado más de dos minutos.
De vuelta en la sacristía, se quitó la estola y volvió a escudriñar por la mirilla. Como había sospechado, uno de los guardias salía de la basílica… para contarle las nuevas a la reina, sin lugar a dudas. Pero, aparentemente, no tenía motivos para otras sospechas. Nadie parecía interesarse en saber a qué sitio se dirigía Duncan. Los otros guardias no se habían movido de sus puestos.
Duncan introdujo la caja negra en la faja de su cintura y guardó el cáliz vacío junto con otros. Entonces regresó al estudio y cerró la puerta a sus espaldas.
—¿Alguna dificultad? —preguntó Morgan, mientras el sacerdote retiraba la caja y la posaba sobre la mesa.
—Ninguna —replicó Duncan. Devolvió el sello con el Grifo a Morgan y se sentó—. Pero salió un mensajero a contarle a Jehana tu paradero.
Morgan se encogió de hombros.
—Era de esperar. Veamos qué tenemos aquí.
—¿El sello del Grifo abre también esto? —preguntó Kelson ansioso, acercando su silla a Morgan y a la caja—. Mira, sobre la tapa hay un Grifo grabado.
Morgan llevó el sello al área indicada y la tapa se abrió con un son musical. Dentro, había un pergamino muy plegado y una caja ligeramente más pequeña, envuelta en terciopelo rojo y con la imagen de un león dorado. Mientras Duncan retiraba el pergamino, Morgan tomó la segunda caja y la inspeccionó brevemente.
—Ésta requiere un sello diferente, Duncan —posó la caja sobre la mesa, al lado del sedoso envoltorio en que descansaba el Anillo de Fuego—. ¿Están ahí nuestras instrucciones?
—Así parece —replicó Duncan, alisando el pergamino ajado y acercándolo a la luz—. Veamos:
¿Cuándo el Hijo apartará el flujo de la marea?
El Portavoz del Infinito ha de guiar
la mano del Oscuro Protector, para verter la sangre,
que encenderá el Ojo de Rom con la marea vespertina.
Al Anillo de Fuego, sin demora, la misma sangre ha de alimentar.
Pero, ¡cuidado!, no incurráis en la Ira del Demonio:
si vuestra mano pronto quita el virginal velo,
justa retribución maldice lo que deseáis.
Cuando el Ojo de Rom vea la luz,
soltad el León Púrpura, tras el anochecer.
Con mano siniestra y firme,
sus Dientes perforarán la carne y harán recto al poder.
Así, sáciense Ojo, Fuego y León
y calmen la furia guerrera del mal;
nueva mañana, sortija en mano, el Signo del Defensor sellará
Tu poder. Ninguna Fuerza Inferior torcerá Tu voluntad.
Morgan se reclinó en la silla y Ianzó un silbido.
—¿Brion escribió eso?
—Es su letra… —respondió Duncan, soltando el pergamino sobre la mesa y golpeándolo con su uña bien cuidada—. Míralo con tus propios ojos.
Morgan se inclinó hacia deIante y examinó de cerca los versos. Memorizó las estrofas y volvió a reclinarse en la silla con un suspiro.
—Y nosotros pensábamos que el ritual del poder que elaborara Brion sería oscuro… Si se hubiera detenido a pensar, podría haberlo hecho difícil.
Kelson había seguido la conversación con ojos desorbitados. No pudo contenerse más:
—¿A qué os referís? ¿No conocías este ritual?
Duncan meneó la cabeza.
—El ritual cambia en cada sucesión, Kelson. Es una seguridad para impedir que el poder caiga en manos impropias. De otro modo, teóricamente alguien podría aprender la técnica, reunir los elementos del ritual y asumir el poder. HabIando estrictamente, el poder sólo debe ser transmitido a su legítimo heredero, pero siempre hay modos de sortear las formalidades.
—Ah… —dijo Kelson, con voz baja e insegura—. Entonces, ¿por dónde se comienza en algo como esto?
Tomó el pergamino como si fuera una criatura pequeña aún con vida, que pudiera morderlo, lo contempló suspicazmente y lo dejó caer sobre la mesa una vez más.
—¿Alaric? —inquirió Duncan.
—Ve tú deIante. De estas cosas, sabes más que yo.
Duncan se aclaró la garganta nerviosamente, movió el pergamino ante sí y lo escrutó. A continuación, miró a Kelson.
—Muy bien. Ante un verso de este tenor, lo primero es descomponerlo en sus partes: los elementos básicos del ritual. En este caso, tenemos dos tríos y un cuarteto. Tres personas: el Hijo, el Portavoz del Infinito y el Oscuro Protector. Tú, yo y Alaric. Se los nombra en la primera estrofa y representan nuestro elemento humano.
—Bueno, no tan humano, primo —murmuró Morgan, uniendo las yemas de los dedos y observando a Duncan con una sonrisa socarrona.
Duncan enarcó una ceja con aire reflexivo.
—Tres personas… —comentó Kelson, urgiendo a Duncan—. Sigue, padre Duncan.
Duncan asintió.
—También tenemos tres objetos: el Ojo de Rom, el Anillo de Fuego y el León Púrpura. Estos son nuestros…
—Aguarda —le interrumpió Morgan, irguiéndose bruscamente—. Acabo de recordar una espantosa posibilidad. Kelson, ¿dónde está el Ojo de Rom?
Kelson lo miró inexpresivamente.
—No lo sé, Morgan. Dime qué es y tal vez pueda indicarte dónde está.
Duncan contempló a Morgan.
—Es un rubí oscuro, pulido sin tallar, del tamaño de la uña de mi meñique. Debes de haberlo visto antes. Brion siempre lo llevaba en el lóbulo de su oreja derecha.
Los ojos de Kelson se abrieron en súbito reconocimiento, y por su rostro se extendió un manto de aprensión.
—Oh, no. Padre Duncan. Si es lo que pienso, fue enterrado con él. No sabía que fuese tan importante.
Morgan frunció el ceño, concentrado, mientras sus dedos recorrían con una uña el león dorado de la tapa. Luego, dirigió la vista a Duncan con aire resignado.
—¿Hay que abrir la cripta?
—No nos queda elección.
—¿Abrir la cripta? —estalló Kelson—. Pero… ¡no podéis! Morgan, no puedes hacerlo.
—Me temo que es necesario —replicó Duncan, serenamente—. Tenemos que conseguir el Ojo de Rom. Sin él, el ritual no podrá completarse. —Bajó la vista—. De todas formas, es una buena idea. Si Charissa intervino realmente en la muerte de Brion y hay buenos indicios de ello, existe la posibilidad de que tu padre no haya quedado… totalmente libre.
Kelson abrió aún más los ojos y el color desapareció de su rostro.
—¿Quieres decir que su alma está…?
—¿Dónde está enterrado? —preguntó Morgan con brusquedad, interrumpiendo a Kelson y desviando el tema de conversación antes de que el horror del joven se apoderara de él—. Para conseguir algo bueno de todo esto, hay que elaborar un pIan.
—Está en la cripta real, debajo de la catedral —le contestó Duncan—. Hasta donde me es posible asegurar, hay cuatro guardias de servicio a todas horas del día. Tienen órdenes de no permitir que nadie traspase las puertas. Y desde fuera ni siquiera puede verse la tumba.
Morgan jugueteó con su anillo y entrecerró los ojos.
—Cuatro guardias, ¿eh? Probablemente, de noche sean menos, ¿no crees? Cuando las puertas de la catedral se cierran, despues de Completas, no hay necesidad de mantener una fuerza tan numerosa. Creo que podremos dominarlos.
Kelson contempló a Morgan atónito. El color asomaba en su rostro, lentamente.
—Morgan, ¿realmente piensas abrir el ataúd? —musitó.
La respuesta de Morgan fue interrumpida por un tronar de cascos que llegaban al patio. Duncan saltó y se abaIanzó hacia la ventana. Corrió las cortinas apresuradamente.
Morgan se acercó a él de inmediato, para espiar por una rendija.
—¿Quién es? ¿Lo ves?
—El arzobispo Loris —informó Duncan—. Pero, a juzgar por el séquito que trae, es difícil decir si acaba de llegar a la ciudad o si viene a buscarte.
Kelson se unió a ellos, con expresión consternada.
—¿Qué haremos ahora?
—Tendré que entregarme —dijo Morgan, abatido.
—Entregarte… ¡Morgan, no! —exclamó Kelson.
—¡Morgan, sí! —contradijo Duncan, mientras llevaba al joven a la mesa—. Si Alaric huye de la convocatoria del Consejo, de tu Consejo, viola las mismas leyes que juró respetar como lord miembro del Consejo. —Sentó al joven—. Y si tú no cumples con tu deber como titular de ese Consejo, estarás haciendo lo mismo.
—Todavía no es mi Consejo, de todas formas —argüyó Kelson—. Es el Consejo de mi madre y ella quiere matar a Morgan.
Duncan cogió el Anillo de Fuego, el pergamino y la caja de terciopelo rojo y lo llevó todo al reclinatorio.
—No, sigue siendo tu Consejo, Kelson. Pero tendrás que recordárselo. —Tocó una clavija oculta en el reclinatorio, y en la pared, a un lado, se abrió un nicho secreto.
»Por otra parte, hay poco más que podamos hacer hasta mañana. Y cuanto más puedas obstruir la acción del Consejo, menos probabilidad habrá de que nos aguarden más traiciones. Sospecho que en este momento, en ese Consejo, se han reunido tus enemigos más formidables. Pero así y todo, debes saber quiénes son y qué se disponen a hacer. —Depositó los objetos rituales en el nicho y lo cerró—. Estarán seguros aquí, hasta esta noche.
Kelson no se dejó impresionar.
—Supon que lo halIan culpable, padre Duncan. Supon que ya lo han hecho. No puedo sentarme allí para avalar la sentencia de muerte.
—Si eso se decide finalmente, tendrás que hacerlo —dijo Morgan, estrechando el hombro del joven de modo tranquilizador—. Pero recuerda que todavía no me han condenado. Y aun sin armas, un deryni posee siempre portentosas defensas con las cuales protegerse.
—Pero, Morgan…
—Basta de discusiones, príncipe —le reconvino Morgan, mientras le conducía a la puerta—. Debes confiar en que sé lo que hago.
Kelson dejó caer la cabeza.
—Supongo que sí…
Duncan corrió el pestillo y abrió la puerta.
—Aquí, después de Completas, ¿comprendido, Alaric?
Morgan asintió.
—Te enviaré noticias del resultado.
—De todas formas lo sabré —sonrió Duncan—. Buena suerte, primo.
Morgan le dio las gracias con un gesto de asentimiento y condujo a Kelson hasta la puerta. Mientras recorrían el corto pasaje que conducía al patio, oyó la puerta del estudio al cerrarse y la bendición que Duncan murmuraba. Era agradable saber que siempre se podía contar con Duncan.
Morgan y Kelson irrumpieron en la claridad y fueron inmediatamente rodeados por soldados, espadas en mano. Kelson Ianzó una mirada furiosa a los hombres y al reconocer su identidad, éstos envainaron. Pero Morgan se cuidó de exhibir las manos vacías, lejos de sus armas. El arma inoportuna de algún guardia bien intencionado pero nervioso podía acabar de una vez por todas con las posibilidades de supervivencia de Kelson… y con la propia vida de Morgan. Notó que Kelson se mantenía muy cerca de él, pálido pero decidido, mientras el arzobispo Loris avanzaba hacia ellos.
El arzobispo de Valoret llevaba todavía su atuendo de montar; la capa negra de viaje estaba manchada y arrugada de tanto cabalgar. Pero incluso después de tan larga travesía y con aspecto maltrecho, no era hombre que debiera tomarse a la ligera. Aunque Morgan bien sabía lo que el arzobispo había hecho a sus camaradas deryni del norte, debía admitir que Loris era uno de esos escasos individuos que parecían irradiar esa tradicional aura de dignidad y de poder que, supuestamente, conlleva el alto oficio eclesiástico.
Los brilIantes ojos azules refulgían con el fuego del fanatismo religioso, el fino cabello gris creaba un halo delgado detrás de la orgullosa cabeza. En la mano izquierda estrujaba un rollo de pergamino de color cremoso, sellado con lacre y cera verde. Y en la mano derecha, ostentaba el anillo de amatista que indicaba su rango eclesiástico.
Se inclinó ligeramente al acercarse a Kelson, e inició un movimiento del brazo, como para extender el anillo. Pero el príncipe lo ignoró abiertamente. Loris retiró la mano con ofuscación y miró a Morgan, pero no se esforzó por tenderle la sortija.
—Alteza Real —dijo, sin apartar los ojos del general—. Confío en que os encontréis bien.
—Estaba muy bien hasta el momento en que llegasteis, arzobispo —repuso Kelson con osadía—. ¿Qué deseáis?
Loris volvió a inclinarse y dirigió toda su atención a Kelson.
—Sí hubierais estado en la reunión del Consejo, como lo requieren vuestros deberes, no tendríais que hacer esa pregunta, Alteza —replicó Loris con tono incisivo—. Con todo, poco puede ganarse dando vueltas a la cuestión. Traigo una orden de detención contra Su Excelencia, lord general Alaric Anthony Morgan, duque de Corwyn. Creo que se encuentra en vuestra compañía.
Morgan sonrió con hastío y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Me parece que eso es más que obvio, señor arzobispo. Si tenéis algo que tratar conmigo, sugiero que lo digáis directamente. No actuéis como si yo no existiese sólo porque eso es lo que os gustaría.
Loris se volvió a Morgan, con los ojos centelleantes de ira.
—General Morgan, tengo aquí una orden de la reina y de los lores del Consejo exigiendo que os presentéis de inmediato para responder a determinados cargos.
—Ya veo —repuso Morgan tranquilamente—. Y ¿cuáles serían tales cargos?
—Herejía y alta traición contra el rey —replicó Loris con todo énfasis—. ¿Responderéis a las acusaciones?
—Por supuesto que sí. —Morgan tendió la mano para tomar el pergamino y, con gesto helado, leyó las palabras en silencio. Sonrió condescendiente—. ¿Podría ver la orden de detención, milord?
Loris hizo una breve señal y los soldados bajaron las armas. Morgan tomó la orden que Loris le extendía y la leyó superficialmente, sosteniéndola para que también Kelson pudiese verla. Luego la enrolló y la devolvió a Loris.
—Encuentro que la orden es correcta en cuanto a su forma y a la letra de la ley se refiere —adujo Morgan con serenidad—. Sin embargo, existe cierta discrepancia con respecto a los hechos consignados en ella. Desde luego, me defenderé de las acusaciones. —Se llevó la mano al cinturón y sacó la espada—. Pero como la orden parece ser válida, obedezco lealmente y me rindo voluntariamente a la jurisdicción del Consejo.
Tendió la espada al sorprendido arzobispo y, a continuación, le ofreció las muñecas.
—¿Deseáis maniatarme también, señor arzobispo? ¿O bastará con mi palabra?
Loris retrocedió suspicaz, con cierto temor, y con la mano izquierda aferró la cruz que pendía de su pecho.
—Morgan, si éste es otro de vuestros trucos deryni —masculló, persignándose—, os advierto que…
—Nada de trucos, milord —aseguró Morgan con calma, levantando las palmas—. Hasta os entregaré mi arma secreta para dar muestras de mi buena fe.
Sacudió la muñeca izquierda y en la mano apareció un estilete. Antes de que Loris o los guardias pudieran reaccionar, se lo tendió a Kelson presentándole la empuñadura.
—¿Príncipe?
Sin una palabra, Kelson tomó la fina daga y se la metió dentro del cinturón. Loris reaccionó por fin.
—Pero esto es el colmo, Morgan. No se trata de una broma ni de un juego. Si creéis poder…
—Arzobispo —lo interrumpió Kelson—, no escucharé amenazas ni de vos ni de él. El general Morgan ha demostrado su buena fe y creo que es hora de que vos ofrezcáis la vuestra. Os recuerdo que esta daga podría haber acabado en vuestro pecho así como ha venido a parar a mi cinturón.
Loris respiró hondo.
—¡No se hubiera atrevido!
Kelson se encogió de hombros.
—Si vos lo decís, arzobispo… Ahora, terminemos con esta farsa. Me aguardan cosas más importantes.
—¿Como la de relacionaros con este discípulo del Mal, Alteza? —murmuró Loris con aversión.
—La definición de términos que empleáis deja mucho que desear, arzobispo —replicó Kelson.
Loris se obligó a mantener la compostura y respiró hondo una vez más.
—Se han cumplido los procedimientos legales en la forma, Alteza. No creo que esta vez le quede mucha oportunidad de escapar al justo castigo que merece.
—Palabras, arzobispo —intervino Morgan.
Loris abrió y cerró los puños un par de veces y luego se dirigió a un par de sus guardias.
—Atadle las manos —y, mientras le obedecían y maniataban a Morgan por detrás de la espalda, Loris devolvió su atención a Kelson—. Alteza, comprendo que, durante estas últimas semanas, habéis pasado considerables aflicciones y estoy dispuesto a olvidar las palabras que cruzamos momentos atrás. Si vos quisierais regresar a vuestros aposentos y descansar, estoy seguro de que el Consejo comprenderá, dadas las circunstancias.
Kelson resopló con furia.
—¿Qué circunstancias, arzobispo? ¿Realmente pensáis que abandonaría a Morgan a vuestra misericordia o a la de mi madre! Y, más allá de mis sentimientos personales sobre la cuestión, estimo muy importante que el próximo rey de Gwynedd esté presente en cualquier sesión de tamaña importancia. ¿No estáis de acuerdo, arzobispo?
Los ojos de Loris se encendieron, pero comprendió por fin la futilidad de proseguir la discusión: el niño que tenía ante sí, le gustara o no, sería el próximo rey de Gwynedd, por poco ortodoxas que fuesen sus ideas en el momento presente.
Loris hizo una reverencia profunda, pero no sin desafío en los ojos.
—Como deseéis, Alteza —fue lo único que se le oyó murmurar.