Capítulo 5

Oh, Dios, da tu juicio al rey Y tu justicia al hijo del rey.

Salmos, 72:1

El Consejo se hallaba en pleno desorden cuando llegaron Kelson y Morgan.

En el recinto, además de los lores del Consejo, había un numeroso grupo de hombres, pues Jehana había concedido su permiso para que otros consejeros y vasallos de Brion se sumaran a la última confrontación con Morgan. Detrás de las sillas habituales, a cada lado de la mesa, habían hecho poner otros asientos; en su mayoría vacíos, pero sus supuestos ocupantes iban y venían en el alboroto reinante, argumentando y discutiendo a voz en grito. Aunque no podían votar, los recién llegados tenían ideas explícitas sobre lo que debía hacerse con el poderoso lord deryni, de quien se trataba. Lord Alaric Morgan suscitaba toda clase de sentimientos en los hombres, menos la apatía.

En la cabecera de la mesa, Jehana ocupaba su asiento con toda serenidad, tratando de demostrar una mayor compostura de la que sentía. De tanto en tanto, se miraba las manos bIancas, plegadas sobre el regazo, y pasaba los dedos por una ancha banda de oro ornamentado que llevaba en el brazo.

En realidad, trataba de ignorar los argumentos del obispo AriIan, sentado a su derecha. Sabía, por experiencia, que el joven prelado podía ser persuasivo en extremo; especialmente cuando debía abogar por alguna de sus causas favoritas. Y, durante la votación anterior, había expresado claramente hacia dónde se inclinaban sus lealtades. Sin duda, pocos defensores de Morgan habían sido tan entusiastas o tan vehementes.

Cuando Kelson entró en el recinto, seguido por Loris y sus guardias, la conversación cesó abruptamente. Los que aún no se habían puesto de pie se irguieron respetuosamente y se inclinaron para recibir a Kelson. Los demás corrieron apresuradamente a sus lugares. Kelson ocupó su silla al final de la mesa, al lado de su tío Nigel, mientras Loris avanzaba lentamente hacia Jehana.

Pero ese día el centro de la atención no serían Kelson ni Loris. Pues cuando Morgan entró, fIanqueado por cuatro de los guardias de Loris, todos los ojos se dispusieron a seguir su desplazamiento por la cámara. Muchos murmuraron y argumentaron en voz baja cuando advirtieron que iba maniatado, y cambiaron miradas suspicaces al ver que Morgan era situado, de pie, a la derecha y ligeramente detrás de la silla de Kelson. El joven príncipe se sentó con el rostro demudado.

Todos los presentes ocuparon sus asientos. Loris se inclinó ante de Jehana y dejó el documento de la reina sobre la mesa, deIante de él. Los sellos que pendían golpetearon la madera con un redoble hueco y éste fue el único sonido que se escuchó en la habitación.

—He cumplido mi misión para con el decreto del Consejo y he traído al prisionero tal como lo pedisteis, Majestad —declaró Loris. Se volvió a un ayudante y tomó la espada de Morgan—. Ahora entrego la espada del prisionero, como prueba de su rendición a la justa orden del…

—¡Arzobispo! —la voz de Kelson estalló en el recinto silencioso.

Loris se quedó estupefacto y luego se volvió lentamente hacia Kelson. Todos los ojos lo siguieron. Kelson se había puesto de pie.

—¿Alteza? —dijo Loris con cautela.

—Me entregaréis esa espada a mí, arzobispo —ordenó Kelson con voz firme—. Morgan es mi prisionero.

La voz de Kelson había adquirido un chasquido de autoridad tan semejante al tono de Brion que, por un instante, Loris comenzó a obedecer. Pero se recuperó y se aclaró la garganta, nervioso.

—¿Majestad? —preguntó, volviéndose hacia Jehana en busca de apoyo.

Jehana miró a su hijo con acritud.

—Kelson, si crees…

—Su Excelencia me entregará la espada a mí, madre —la interrumpió Kelson—. Por ley y costumbre, es mi derecho. Sigo siendo el titular del Consejo, aunque sólo sea nominalmente.

—Muy bien —accedió Jehana, con ojos enfurecidos—. Pero eso no le salvará.

—Ya veremos —repuso Kelson enigmáticamente, volviendo a su asiento.

Loris tomó la espada y la situó ante Kelson con una breve reverencia. Mientras regresaba a su silla, al lado de Jehana y del arzobispo Corrigan, Kelson miró a Morgan de soslayo.

Desde su entrada en el recinto, Morgan no había pronunciado palabra, pero había presenciado la contienda con agrado. Mantuvo los rasgos impasibles mientras los consejeros se disponían a observar el siguiente paso de Kelson, pues no se trataba de hombres fáciles de convencer. No habría victoria rápida por medios lícitos y, en ese momento, eran los únicos que se atrevían a emplear.

Se encogió mentalmente de hombros, mientras intentaba aflojar las correas de cuero que le aferraban las muñecas por detrás. Sería interesante ver si Kelson lograba rescatarlo de su situación.

Kelson paseó la mirada por la sala con disgusto a medias contenido y juntó sus dedos por las puntas, como solía hacer Brion cuando estaba particularmente irritado. Sus ojos sondearon cada rostro con aire inquisidor, y volvieron al de su madre, en el extremo opuesto de la mesa.

—Nigel —habló sin apartar los ojos de los de Jehana—, creo que has recibido instrucciones específicas de retrasar el inicio de la sesión hasta que yo pudiera presentarme. ¿Quisieras explicarte?

Nigel miró también a Jehana, al otro lado de la mesa. Estaba seguro de que Kelson sabía de su intento. Lo que pudiera responder estaría sólo destinado a los hombres sentados a la mesa del Consejo.

—Claro que sí, Majestad —replicó Nigel fríamente—. Traté de informar al Consejo de que habíais pedido una postergación, pero hubo otros que ignoraron vuestra petición. Su Majestad, la reina, informó de que estabais ocupado en asuntos más importantes. Insistió en que comenzáramos sin vos.

Kelson frunció el ceño y Jehana bajó la vista.

—¿Es eso cierto, madre?

—Por supuesto que lo es —estalló Jehana, poniéndose de pie—.

Había cosas que hacer, Kelson. Cosas que debieron haberse hecho muchos años atrás. Al menos tu Consejo muestra cierto sentido común. Tu precioso traidor Morgan fue condenado por cinco votos contra cuatro.

Kelson iba a replicar airadamente, pero lo pensó mejor y midió sus próximas palabras. A su lado, sintió que Morgan se revolvía de un lado a otro y que el manto del general le frotaba la rodilla. Se obligó a serenarse y a escrutar nuevamente el tenso Consejo.

—Muy bien, señores —repuso, con voz calma—. Veo que nada de lo que yo diga podrá modificar vuestras posiciones sobre este asunto. —Por el rabillo del ojo, vio que Jehana se sentaba triunfal y prosiguió—. Pero quisiera pedir una indulgencia antes de pronunciar juicio sobre este caso. Quiero que cada uno de vosotros vuelva a emitir su voto, tal como antes. —Sus ojos continuaron recorriendo el Consejo, con una nota desafiante—. En mi opinión, estáis cuestionando la fidelidad del general Morgan a la Corona y a la Iglesia. Deseo saber quiénes de vosotros creéis en tal flagrante mentira.

Lord Rogier se puso de pie, inquieto, y se dirigió a Kelson.

—¿Estáis poniendo en duda los hechos descubiertos por vuestro leal Consejo, Alteza?

—En absoluto —se apresuró a responder Kelson—. Sólo deseo asegurarme de que vuestro veredicto fue, en verdad, elaborado por medios lícitos. Vamos, caballeros, perdemos un tiempo valioso. ¿Qué decís? ¿Es Morgan un hereje y un traidor? ¿Nigel?

Nigel se puso de pie.

—Lord Alaric es inocente de los cargos, Majestad.

—Gracias, tío —Kelson asintió con la cabeza cuando Nigel volvió a su asiento—. ¿Y vos, lord Bran?

—Culpable, Alteza.

—¿Lord Ian?

—Culpable, Alteza.

—¿Y Rogier?

—Culpable, milord.

Kelson frunció el ceño.

—Lord obispo AriIan, ¿qué decís vos?

—Es inocente, Majestad —respondió AriIan, con tono confiado. Ignoró las miradas furibundas que le Ianzaron Corrigan y Loris desde el otro lado de la mesa.

—Gracias, Excelencia —asintió Kelson—. ¿Y vos, Ewan?

Ewan no podía mirar a su príncipe. Nunca había tenido nada contra Morgan, pero había visto morir a Brion. Si los rumores eran ciertos…

—¿Y bien, Ewan?

—Es culpable, Majestad —murmuró Ewan.

Kelson asintió con gesto comprensivo y omitió a su madre, para someter al arzobispo Corrigan a la fatal pregunta. En su mente, no cabían dudas de la respuesta del prelado.

—¿Lord arzobispo?

Corrigan se enfrentó a la mirada de Kelson.

—Culpable, Majestad. Todavía no hemos comenzado a enumerar siquiera los pecados de los deryni.

—Con un simple «culpable» es suficiente, arzobispo —lo interrumpió Kelson—. Aquí no se juzga a toda la estirpe, sino a un solo hombre. Un hombre, debo agregar, que ha hecho mucho por Gwynedd.

—¡Que ha hecho mucho a Gwynedd! —Ianzó Corrigan.

—Suficiente, arzobispo —repuso Kelson. Clavó sobre el prelado una mirada helada y luego pasó a los McLain, feliz de toparse con rostros más gratos—. ¿Duque Jared?

—No es culpable, Majestad —replicó el anciano duque.

—¿Y lord Kevin?

—Inocente, Majestad.

Kelson asintió, llevando mentalmente la cuenta de los votos.

—Sé que lord Derry ha votado por la absolución, de modo que son cinco votos contra cinco. —Miró a su madre, sentada al otro extremo de la mesa—. Me cuesta pensar que se trate de una condena, madre.

Jehana se ruborizó.

—Lord Derry no puede votar, Kelson. No es miembro de este Consejo.

Los ojos de Kelson se entrecerraron peligrosamente y varios de los lores se encogieron con temor en su fuero interno. Era la mirada espeluznante de los Haldane, la que tanto habían aprendido a temer y a respetar durante el reinado de Brion. ¿Sería posible que el niño siguiera ya los pasos de su padre? En las viejas épocas, esa mirada habría sido sinónimo de problemas.

Kelson asintió en silencio, lentamente.

—Muy bien. Mi intención era que Derry votara en lugar de Morgan en ausencia de éste, pero, como Morgan está aquí en este momento, puede votar por sí mismo. Creo que no hay dudas sobre cuál será su voto.

—¡Morgan no puede votar! —objetó Jehana—. Es el acusado.

—Pero sigue siendo miembro del Consejo hasta que se le condene, madre. Hasta ese momento y mientras sus poderes y prerrogativas no le sean suspendidos por acciones legales, no se le puede negar el derecho a votar; especialmente, cuando ni siquiera se le permitió hablar en su defensa.

Jehana se puso de píe de un salto, con el rostro encendido de furia.

—Y si no piensas negarle el voto a él, tampoco me negarás el derecho a votar que me corresponde. Ya que has decidido sumarte a nosotros y asumir la titularidad del Consejo, ya no estoy sujeta a la neutralidad de tu puesto. Yo digo que Morgan es culpable de los cargos por los que se le acusa, lo cual suma seis votos en su contra y cinco a favor. Tu precioso Morgan está condenado, Kelson. ¿Qué dices a eso?

Atónito, Kelson se hundió en su silla. El rostro fue perdiendo color a medida que el peso de las palabras de su madre fue internándose en su pensamiento. No podía mirar a la alta figura que se erguía a su derecha, como una estatua. No podía avenirse a enfrentar esos ojos grises y admitir la derrota. Desolado, dejó que su mirada recorriera el Consejo una vez más. Y sus ojos saltaron de Derry al asiento vacío que había a su lado, el de lord Ralson. Y en ese momento, un pIan comenzó a esbozarse fugaz en su mente.

Se obligó a proseguir su circuito visual por el recinto. No permitió que ningún indicio de esperanza asomara a sus rasgos. No debía dejar que adivinasen que tenía un pIan entre manos. Todavía no había oído que las campanas hubiesen dado las tres y, hasta entonces, debía ganar tiempo de todas las formas posibles.

Se sentó y cruzó las manos con aire cansado, dibujando una expresión resignada en el rostro.

—Señores —comenzó, con una huella de auténtico desaliento en la voz—, parece que hemos perdido. —Hizo un gesto vago para incluir a Morgan y a Nigel en la primera persona del plural—. Yo… quisiera pedir vuestra indulgencia en un asunto más, antes de pronunciar juicio, sin embargo. Solicito que antes sean leídos todos los cargos completos de que se acusa al general Morgan. ¿Alguna objeción?

Jehana sofocó una sonrisa perversa y se volvió a sentar.

—Claro que no, Kelson —tomó el documento y se lo tendió a Ewan—. Lord Ewan, ¿querríais leer los cargos en su totalidad?

Ewan tragó saliva y asintió y luego se aclaró la garganta como en son de disculpa.

—A Su Excelencia lord Alaric Anthony Morgan, duque de Corwyn y Lord General de los Ejércitos Reales. De la reina y de los lores del Consejo de la Regencia en sesión, en el duodécimo día del reinado de Kelson Cinhil Rhys Anthony Haldane, rey de Gwynedd, príncipe de Meara y lord de la Frontera Púrpura. Excelencia: Habéis sido convocado ante el Consejo Real de Gwynedd para responder a determinados cargos, pertinentes a vuestra conducta ante la Corona. A saber…

Cuando Ewan comenzó a leer las acusaciones, Kelson, por fin, se atrevió a Ianzarle una mirada a Morgan. Se había preguntado durante toda la sesión por qué Morgan ni siquiera había intentado defenderse, pero veía ahora que cualquier defensa, por sagaz o bien fundada, habría sido inútil dado el estado de ánimo que mostraba el Consejo ese día. No había nada en el mundo que un deryni pudiese decir o hacer para convencerles de su inocencia.

Llevaba la cabeza dorada vencida, los ojos grises velados por las pestañas gruesas y tupidas. Y Kelson vio, en un santiamén, que el general reconocía su compromiso. Aún entonces, probablemente formulara alguna fabulosa táctica de huida en que consumar su sobrecogedor poder deryni para recobrar la libertad. Esa libertad que debía conservar a cualquier precio para poder así ser de ayuda a su joven rey. Desde luego, no advertía que Kelson sí tenía un pIan.

En ese momento, Kelson se dio cuenta de que debía luchar contra el tiempo en dos sentidos. Pues si Morgan intervenía antes de que Kelson pudiera efectuar su jugada —y Kelson no podía hacerlo hasta que las campanas anunciaran la hora—, se perdería la última esperanza de resolver el conflicto por medios legales.

Cautelosamente, Kelson deslizó la punta de su bota hacia la derecha y logró acercarla a pocos centímetros del pie de Morgan. Entonces, cuando Ewan comenzó a cerrar el documento, Kelson se revolvió en la silla y aprovechó el movimiento para darle un puntapié al general.

Morgan miró al joven, vio un gesto de advertencia casi imperceptible hecho con la cabeza y asintió. Si Kelson tenía un pIan, que lo intentase.

—… ante mí, este día, Jehana Regina et Domini Consilium.

La voz cascada de Ewan se detuvo. El lord se sentó, expectante. Pero mientras lo hacía, las campanas de la basílica comenzaron a dar la hora.

Uno. Dos. Tres. Cuatro.

Kelson escuchó el tañido del bronce y mentalmente se propinó un puntapié cuando oyó la cuarta campanada. Las cuatro de la tarde. Había estado aguardando las tres y ya habían sonado hacía una hora. Podía haber actuado mucho antes.

En silencio, permaneció en su lugar, sin mostrar un asomo de lo que se traía entre manos.

—Señores, Majestad —comenzó formalmente, inclinándose ligeramente hacia su madre—, hemos escuchado los cargos contra nuestro general.

Vio que Jehana adquiría una súbita expresión de alarma cuando le oyó emplear el «nosotros» real.

Hizo un gesto hacia Morgan con la mano derecha, al proseguir:

—También hemos escuchado los deseos, las exigencias en realidad, del Consejo sobre este asunto. Sin embargo, nos complace considerar un tema más antes de pronunciar juicio sobre él.

Se oyó un murmullo inquisidor entre la asamblea. Kelson captó el gesto de sorpresa y preocupación que Jehana no había logrado encubrir.

—Se nos ha ocurrido —prosiguió Kelson, en el mismo tono coloquial— que nuestras filas se han visto acongojadas por la pérdida de nuestro buen y fiel servidor, lord Ralson de Evering.

Hizo un gesto hacia la silla vacía de Ralson y se persignó piadosamente. El resto de la asamblea repitió el gesto, mientras se preguntaba qué sucedería a continuación.

—Por lo tanto —concluyó Nelson—, hemos decidido designar un nuevo lord en este Consejo para que ocupe su lugar.

—¡No puedes hacerlo! —gritó Jehana, poniéndose de pie con un salto.

Kelson continuó, sofocando la oposición de Jehana con su voz firme:

—Desde luego, tenemos conciencia de que lord Derry nunca podrá reemplazar a lord Ralson, pero estamos seguros de que aportará al honroso puesto que se le confiere su propia parte de devoción. Lord Sean Derry.

Mientras el Consejo irrumpía en disidencias, Kelson indicó a Derry que se pusiera de pie. El joven miró a Morgan en busca de consejo, pero el mismo Morgan parecía azorado.

Kelson levantó las manos para imponer silencio, pero como el alboroto no cesaba, golpeó la madera con la empuñadura de la espada de Morgan. Jehana se puso de pie, desafiante, al extremo opuesto de la mesa, tratando de hacerse oír por encima del griterío.

—Kelson, no puedes hacer esto —chilló, pudiendo, por fin, acallar la discusión, que murió a su alrededor—. No tienes derecho. Sabes que no puedes designar a un nuevo consejero sin la aprobación de los regentes. No tienes edad legal.

Los ojos de Kelson adquirieron un tinte frío y acerado. Surcaron la mesa con furia imponente y todo el recinto enmudeció en un instante.

—Señores del Consejo, mi estimada madre aparentemente ha olvidado que, precisamente catorce años y una hora atrás, en otra sala de este mismo palacio, dio a luz un hijo, Kelson Cinhil Rhys Anthony Haldane y que, cuando su labor de parto concluyó, el médico real me dejó entre sus brazos y las campanas anunciaron las tres de la tarde.

El rostro de Jehana perdió el color. La reina se hundió en la silla, asintiendo lentamente, atónita, con los ojos velados.

—Y vosotros, mis lores: la razón por la cual nuestra coronación se celebra mañana parece haber desaparecido de vuestras mentes. Como bien sabréis, el decreto real determina que ningún rey de Gwynedd puede ser coronado por propio derecho hasta que haya alcanzado la edad legal. Como yo no poseía esa condición legal hasta las tres de la tarde y esa hora era muy tardía para una coronación, la ceremonia se dispuso para mañana. No obstante, yo gobierno desde hoy.

Nadie se movió ni habló cuando Kelson finalizó su alocución. Todos se limitaron a observar, estupefactos. Kelson hizo señas a Derry de que se aproximase. Cuando Derry llegó a su lado, Kelson cogió la espada de Morgan y la sostuvo ante Derry, con la empuñadura en alto.

—Lord Sean Derry, ¿juras por esta cruz que prestarás servicio leal y honesto en este Consejo Real?

Derry dejó caer una rodilla y posó la mano sobre la empuñadura de la espada.

—Lo juro solemnemente, mi señor.

Kelson bajó la espada y Derry se puso de pie.

—Y ahora, ¿qué dices sobre el asunto que nos ocupa, lord Derry? —preguntó Kelson—. ¿Es Morgan culpable, o inocente?

Derry miró a Morgan con aire triunfal y, después, enfrentó a Kelson. Su voz fue clara y firme.

—Lord Alaric es inocente, Majestad.

—Inocente —repitió Kelson, paladeando la palabra—. Lo cual nos lleva a una votación de seis contra seis. Empate. —Miró a su madre, quien seguía cabizbaja en la silla—. Por el presente pronunciamiento, declaro a lord Alaric Anthony Morgan, duque de Corwyn y lord General de los Ejércitos Reales, inocente de los cargos que han sido levantados en su contra. Si, después de mañana, alguien desea reabrir los procedimientos y puede presentar pruebas concretas, acogeré la moción. Mientras tanto, este Consejo levanta la sesión.

Así, extrajo la daga de Morgan de su cinturón y cortó las ataduras que lo mantenían sujeto. Después, tras devolverle la espada, se inclinó apenas hacia el atónito Consejo y salió del recinto, seguido por Morgan y por Derry.

El silencio persistió sólo hasta que las puertas se cerraron detrás de Kelson y de sus camaradas. Inmediatamente, el recinto estalló en un caos de gritos y de discusiones. No había dudas de que el proceder de Kelson había sido legal, pero nadie había esperado la jugada. Para los lores del Consejo y para el resto de los nobles presentes, había sido una victoria digna de Brion en su mejor momento. Y pocos podían precisar con certeza si eso era bueno o no, pues bajo el reinado de Brion muchos se habían visto en complicaciones.

Pero en Jehana no había ambigüedad alguna. Para ella, lo que había comenzado siendo una victoria segura contra el impetuoso deryni se había convertido en una vergonzosa derrota, en el desvanecimiento de todo lo que había soñado para Kelson.

En su desesperación, cerró los puños y las uñas se le clavaron en las palmas de las manos.

Morgan estaba libre.

Y lo peor era que Kelson la había desafiado deIante de todo el Consejo; no con amenazas pueriles ni con caprichos impotentes, sino con acciones adultas y decisivas. Jehana no estaba preparada para tal comportamiento y eso quizá la fastidiaba más que la libertad de Morgan. Si Kelson hubiera demostrado alguna indecisión, algún signo de duda hacia el orgulloso deryni que defendía con tanta avidez, ella podría haber encontrado un modo de apelar a él. Pero ahora que Kelson era rey nominal y en acto —realidad que ella no se había detenido a considerar seriamente— ¿cómo podría apartarlo de la maligna influencia de Morgan?

Desde el lado opuesto de la habitación, Ian observaba la confusión con interés. Le era difícil formar conclusiones concretas en el caos que siguió a la tempestuosa salida de Kelson. Pero tenía la impresión de que el joven había ganado puntos ante varios de los lores que antes se le habían opuesto. Hasta Rogier y Bran Coris teñían sus escandalizados comentarios de cierto respeto saludable. Y eso no favorecía a sus fines. Aunque Ian se había visto obligado a concederle esta batalla a Kelson y al orgulloso deryni de media estirpe, no pensaba perder toda la guerra.

En realidad, Ian nunca había creído poder ganar ese encuentro. Cuando Morgan entró en la cámara, custodiado, sospechó que el general debía de tener algún pIan en mente. Morgan jamás habría permitido dejarse maniatar si no hubiese estado seguro de poder escapar donde y cuando quisiese.

Pero Ian no creía que el resultado de la contienda hubiese sido el que Morgan había previsto. Estaba casi seguro de que el golpe de Kelson había sido una inspiración momentánea. Ni siquiera el precoz muchacho rey podría haber esperado seriamente hallar una salida tan oportuna que liberase al general por vías legales.

Y, sin embargo, no cabían dudas. Kelson no había actuado según lo previsto y eso exigía una estrecha vigiIancia. De nada serviría subestimar al hijo de Brion a esas alturas de los acontecimientos. Y, mientras tanto, quedaba mucho por hacer. Morgan estaba libre, una vez más, y no vendría mal seguir ensuciando su nombre ya infame. La perspectiva agradaba francamente a Ian. Y Charissa debía ser informada de los inesperados sucesos recientes.

Apartándose de Bran Coris y de Rogier, Ian desapareció de la ruidosa cámara del Consejo y se dirigió hacia el sector de las barracas, dentro de los predios del palacio. Esa tarde tenía por deIante una interesante tarea y nada ganaría demorándose.

Morgan improvisó un aplauso de contento mientras Kelson, Derry y él se apresuraban por el patio interior hacia los aposentos reales.

—Kelson, estuviste magnífico —le felicitó abrazándolo afectuosamente—. Tu actuación fue digna de Brion en sus mejores ocasiones. Creo que hasta me pillaste por sorpresa.

—¿De veras? —preguntó Kelson, exultante.

Sonreía de oreja a oreja. Miró por encima del hombro para ver si alguien los seguía, y se apresuró para alcanzar a los otros dos. Varios guardias los habían mirado con cierta curiosidad, pero, hasta donde creía advertir, nadie había ido en su dirección.

—No sé qué habrás sentido tú —continuó el joven—, pero yo estuve aterrorizado todo el tiempo. Cuando las campanas dieron las cuatro en lugar de las tres casi me da un vuelco el corazón.

Morgan lo miró con sorna.

—Menos mal que no fue a la inversa. Piensa en lo imbécil que te hubieras visto si sólo hubieran dado las dos.

Kelson elevó los ojos al cielo.

—Ya lo pensé.

—Y otra cosa —prosiguió Morgan—. No deseo menospreciar la designación de Derry pero, una vez que te declaraste en edad legal, no tenías que pasar por toda esa treta de designar un nuevo noble en el Consejo y reiterar la votación. Podías haber anulado la decisión, simplemente.

—Lo sé —replicó Kelson—. Pero ¿no crees que así se conservan un poco las apariencias? Al menos no pueden alegar que tomé una decisión arbitraria en este caso. Nos mantuvimos dentro de los cauces legislativos habituales.

—Fue una decisión prudente —convino Morgan—. Pero, así y todo, incluso para mí hubo suficiente excitación. Vivir peligrosamente es muy bonito, pero…

—Si me preguntáis a mí —intervino Derry—, yo podría haberme dado por satisfecho con muchas menos emociones, milord. Me habría sentido muy feliz habiendo sabido que todo iba a salir bien de antemano.

Kelson se echó a reír mientras subía las escaleras rumbo a su habitación.

—Me temo que estoy de acuerdo con Derry. No puedo decir que me haya sobrado confianza en mí mismo. —Miró a Morgan de soslayo—. A propósito, ¿no crees que debemos informar al padre Duncan? Prometiste hacerle saber lo que sucediese.

—Así es —asintió Morgan—. Derry, ¿te importaría ir a la basílica de San Hilario y contarle a Duncan lo sucedido? Dile que estamos bien, pero que trataremos de descansar el resto de la tarde.

—Muy bien, milord. ¿Debo regresar cuando termine?

Morgan asintió.

—Pero descansa tú también. Quiero que estés al frente de la guardia que custodie los aposentos de Kelson durante la noche, si no te importa. Sé que puedo fiarme de ti.

—Escucho y obedezco, milord —respondió Derry con una sonrisa—. Y trate de conservar la vida hasta que vuelva yo a custodiarlo.

Mientras Derry desaparecía de la vista, Morgan sólo pudo atinar a sonreír y a menear la cabeza.

Ian casi había llegado a su destino, en lo profundo de los pasillos subterráneos que corrían por debajo del palacio. Descendió varios tramos de escaleras, cruzó una amplia bóveda bajo tierra que se empleaba para impartir instrucción de esgrima, atravesó el pasillo que bordeaba la armería y dejó atrás los almacenes. Su paso, felino y silencioso sobre el frío suelo de piedra, corría veloz. Los ojos refulgían con un tinte oscuro y peligroso mientras pasaba por un puesto de guardia tras otro sin que nadie sospechara de él. Todos lo conocían allí.

Finalmente, se detuvo antes de la intersección con otro pasillo estrecho y posó la mano sobre la empuñadura de la espada para que no hiciera ruido. Avanzó lentamente, hasta poder atisbar por la esquina.

Bien. El guardia estaba allí, como Ian había supuesto.

Sonriendo para sus adentros con aire siniestro, dobló la esquina y se dirigió hacia el guardia. El hombre no lo vio hasta que estuvo a dos pasos de distancia. Se sorprendió.

—¡Milord! ¿Sucede algo malo?

—No, claro que no —le tranquilizó Ian, enarcando una ceja en un gesto de fingida inocencia—. ¿Acaso tendría que pasar algo malo?

El guardia se distendió ligeramente y luego sonrió.

—No, milord —respondió con tono infantil—, sólo que me habéis sorprendido. Nadie viene hasta aquí abajo a menos que algo marche mal.

Ian sonrió.

—Supongo que así es —levantó la mano derecha y extendió el índice frente a los ojos del hombre—. ¿Cuál es tu nombre, guardia?

Los ojos del hombre se movieron involuntariamente hacia el dedo. El guardia vaciló ligeramente.

—Michael DeForest, señor.

—Michael DeForest —asintió Ian, y movió el dedo lentamente hacia el rostro del hombre—. ¿Ves mi dedo, Michael?

—S…sí, milord —tartamudeó Michael. Sus ojos siguieron el dedo, incapaces de quebrar el contacto—. Milord, ¿qué hacéis?

—Sólo sigue mi dedo, Michael —murmuró Ian, con tono ligeramente amenazador y grave, en la quietud— y te dormirás.

Al pronunciar la palabra «dormirás», el índice se posó sobre la frente del hombre, entre los ojos, y los párpados del guardia se cerraron. Una frase monocorde profundizó el trance y luego, con calma, Ian sujetó la Ianza del hombre, se la quitó de la mano y la hizo descansar contra la pared.

Miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie lo hubiese visto y empujó al hombre unos pasos con el fin de que también él se reclinara contra la pared. Apoyó las yemas de los dedos sobre las sienes del guardia y cerró los ojos.

En ese momento, un aura azul pálido comenzó a formarse alrededor de Ian. Se originó en la cabeza y se extendió por el cuerpo y por las piernas, por los brazos y por las manos. No se detuvo allí, sino que abarcó la cabeza del centinela. Cuando la centelleante red de luz tocó su cuerpo, el hombre se sacudió en un último esfuerzo por desembarazarse de la magia profana que lo sujetaba y finalmente se relajó, a medida que el aura fue devorando el resto de su cuerpo. Cuando ambos hombres quedaron envueltos por el pálido fuego, Ian habló.

—¿Charissa?

Durante un instante sólo se escuchó la respiración de ambos hombres: la de Ian, ligera y controlada y la del guardia, superficial, rápida y agitada. Entonces, los labios del hombre comenzaron a temblar.

—¿Charissa, me escuchas?

La voz del hombre susurró:

—Te escucho.

Ian sonrió ligeramente y volvió a hablar en un tono coloquial, con los ojos todavía cerrados.

—Bien. Temo que tengo noticias nada gratas, mi amor. Nuestro pIan del Consejo falló, como previmos. Kelson se declaró en edad legal, designó un nuevo noble en el Consejo para ocupar el lugar de Ralson, y cerró los cargos pendientes por prerrogativa real. No pude hacer nada. Y estoy seguro de que sabrás que el intento de la stenrecta fracasó.

—La escuché morir —replicó la voz del hombre—. ¿Qué hay de Morgan, ahora?

Ian frunció los labios con desdén.

—No estoy seguro. Kelson y él han ido a pasar la noche a los aposentos reales. Nuestro joven príncipe parece no querer arriesgarse a que le ocurra otra desgracia a su campeón. Pero mientras no hagan ninguna travesura, yo tengo varias tácticas pIaneadas que distraerán su tiempo y sus energías desde ahora hasta mañana por la mañana. ¿Convenido?

—Muy bien —murmuró la voz del hombre.

—¿Ni siquiera vas a preguntarme qué tengo en mente? —insistió Ian.

Por primera vez, en la voz del hombre asomó un hilo de emoción, cuando Charissa respondió con un cierto sarcasmo:

—Eso sí te gustaría, ¿verdad? Otra oportunidad para jactarte de tu astucia, sin duda. —Se hizo una pausa—. No importa, si tienes cosas que hacer, es mejor acabar esta conversación antes de que te agotes y extenúes además a este sujeto. Sabes que no puede prestarse a esto indefinidamente.

Ian sonrió una vez más.

—Como desees, mi amor —dijo con calma—, aunque no pensarás que tu preocupación salvará a nuestro médium. Tengo pIanes especiales para él. Buena cacería, Charissa.

—Lo mismo te deseo a ti —repuso la voz.

Entonces, la luz que los rodeaba desapareció y Ian dejó caer las manos a ambos lados. Abrió los ojos y sacudió ligeramente la cabeza. El guardia se apoyó contra la pared cuando se sintió liberado, pero no logró mantener los ojos abiertos. Ian seguía controlándolo.

Ian miró nuevamente a su alrededor, sujetó al hombre por el brazo y lo condujo nuevamente a su puesto.

—Milord, yo… —musitó el hombre, meneando la cabeza y tratando de despejarla—. ¿Qué sucedió? ¿Qué estáis…?

—No te preocupes, Michael —replicó Ian. Tendió una mano hacia su bota y extrajo una daga fina—. No sentirás nada.

El hombre vio el fulgor del acero, se armó de las escasas fuerzas que aún conservaba y luchó débilmente por liberarse de Ian. Pero de nada le sirvió. No podía oponérsele. Confuso e impotente, permaneció donde Ian lo había puesto y observó el movimiento de la daga.

Con frialdad clínica, Ian abrió el frente de la cota de malla que llevaba el centinela y situó la punta de la daga contra su pecho, algo a la izquierda del centro. Hundió después la hoja con la velocidad de un rayo. La daga se deslizó por entre dos costillas y horadó el corazón.

Ian retiró el arma y los ojos del hombre se congelaron. Con un gemido ahogado, se desplomó en el suelo. Ardiente, la sangre empezó a manar por la herida para formar un charco cada vez más grande a su lado. Pero el corazón seguía latiendo y los pulmones torturados, al insuflar aire, prolongaban la agonía.

Ian frunció el ceño y se acuclilló ante el hombre moribundo. No había sido una muerte limpia. Morgan jamás habría cometido semejante error. Y lo peor era que tendría que rematarle en el suelo.

Estudió el cuerpo, se mordió el labio y volvió a introducir la daga rápidamente en la herida original. Aplicó un giro preciso y el corazón dejó de latir cuando retiró la hoja. Los pulmones quedaron inmóviles. El hombre había muerto.

Con un gruñido de satisfacción, Ian limpió la daga con las ropas del difunto y luego ladeó ligeramente el cuerpo, cuidándose de no tocar el charco de sangre, cada vez mayor. Tomó la mano del hombre entre las suyas, hundió los dedos del muerto en la sangre y bosquejó una silueta sobre la piedra limpia, al lado de la cabeza: el contorno de un Grifo.

Se apartó para contemplar su obra y asintió con aire satisfecho. Devolvió la daga a la vaina de la bota y revisó su atuendo para cerciorarse de que no quedaran rastros delatores del homicidio. Después, dejó la Ianza del difunto a un lado del cadáver, repasó la escena una última vez y giró sobre sus talones para marcharse de allí.

Si, por ventura, alguno de los vasallos de Morgan se topaba con el cuerpo avanzada la noche, Ian sabía con certeza lo que atinarían a pensar. Un asesinato a sangre fría, coronando todas las otras acusaciones que pesaban contra el general deryni, sería todo lo que se necesitaba para desencadenar una rebelión de los hombres contra su propio señor. Y Ian se encargaría de que encontrasen el cadáver.

¿Y si Kelson caía también en la contienda resultante? Ian se encogió de hombros, indiferente. Ah, qué mala suerte sería…