Capítulo 10
«¿De dónde viene el prodigio, de dónde el milagro?»
Las palabras del intruso los pusieron en acción. Duncan aplastó la vela contra el suelo para extinguir la luz y arrojó la espada a Morgan. Éste ya había posado el cuerpo inconsciente de Kelson sobre el suelo, a sus pies, y agarró la empuñadura para desenvainar con un movimiento veloz como el rayo. A su lado, Duncan desenfundó el arma de Kelson y se preparó a pelear.
De inmediato, el más joven de los tres atacantes se Ianzó en busca de Duncan y lo encerró contra un rincón. Los dos restantes se abaIanzaron al unísono contra Morgan, empuñando un estoque y un espadón de doble filo. Sus golpes se estrellaron contra la hoja de Morgan como el martillo se desploma sobre el hierro en la forja.
Tras el choque inicial, Morgan procedió a detener cada estocada de sus dos oponentes con holgura, fácil y metódicamente, menos preocupado por derrotarlos que por mantenerse siempre entre ellos y el cuerpo inerte de Kelson. En su mano izquierda flameaba el esbelto estilete, del cual se valía diestramente para desviar algún ataque ocasional del estoque. Pero, desde luego, era completamente ineficaz a la hora de hacer frente a los golpes del espadón, que no cesaban de llover sobre él.
Además, debía contenerse para no Ianzar una maniobra ofensiva a gran escala. No se atrevía a ponerse al frente del ataque si ello significaba dejar expuesto al joven monarca. En ese momento, no sabía bien a quién querían atrapar y no podía poner en riesgo la vida de Kelson en su afán de averiguarlo.
Miró a un costado y supo que Duncan tampoco podría serle de ayuda.
En su rincón, Duncan estaba lidiando con sus propios problemas para mantenerse a flote en su situación. La hoja de Kelson era más corta y más liviana que la que el sacerdote estaba acostumbrado a usar. En consecuencia, luchaba con inmensa desventaja: con una hoja demasiado liviana y corta, contra un hombre que lo superaba en peso, fortaleza, alcance y años de experiencia.
No es que le faltase destreza o técnica. Ante todo, Duncan era hijo de un noble, nacido y educado según una rancia estirpe de guerreros y templado por muchos años de experiencia e instrucción. Pero ello no le bastaba. Apenas contaba con la corta hoja para que lo protegiera; ni siquiera tenía un chaleco de malla. La gente no solía empuñar las armas contra un sacerdote, especialmente si su investidura indicaba que era monseñor.
Sin dejarse abatir, siguió pugnando por encontrar una salida… y la halló.
Aparentemente, su oponente también reconoció su ventaja y, como resultado, descuidó la vigiIancia y regresó de una estocada menos deprisa de lo que debió haberlo hecho.
Le costó la vida. En el mismo instante en que comprendía su error, la hoja de Duncan centelleó sobre un punto débil de la malla y le horadó el corazón. El hombre se desmoronó sobre el suelo con una expresión sorprendida en el rostro y murió silenciosamente.
Dejando caer la espada sangrienta de Kelson, Duncan escudriñó la penumbra, tratando de determinar a cuál de los dos oponentes de Morgan atacar. Pero no fue una decisión difícil. Si Morgan debía detener muchos golpes más de ese espadón de doble filo, poca duda quedaba de cuál sería el resultado.
Sigilosamente, Duncan avanzó por detrás del hombre, extendió ambas manos ante él, con las palmas juntas, y luego las separó lentamente. Al hacerlo, una pequeña esfera de fuego verde pendió suspendida en el aire y se meció certeramente hacia la nuca del espadachín. Cuando tocó el yelmo del hombre, se produjo un brilIante arco de llamas verdosas. El hombre Ianzó un grito y cayó al suelo como atontado. Su caída perturbó tanto al otro, que Morgan pudo desarmarlo fácilmente y mantenerlo a raya.
Los tres escucharon los pasos ruidosos de guardias que se aproximaban a la puerta de los aposentos. Hubo golpes en la puerta. Se oyeron sus gritos de pesar al descubrir la suerte de los centinelas que habían caído bajo el ataque de los tres intrusos. Los golpes se tornaron más insistentes.
—¡Majestad! —llamó una voz, imponiéndose sobre la confusión que reinaba en el exterior—. ¡Majestad! ¿Os encontráis bien? General Morgan, ¿qué sucede? Abrid la puerta o tendremos que derribarla.
Morgan hizo un gesto imperioso hacia su cautivo con la punta de la hoja mientras se encaminaba hacia la puerta, y Duncan asintió con la cabeza. Antes que el hombre pudiera reaccionar, Duncan apareció a su lado y le tocó la frente. Pronunció una orden en voz baja. Los ojos del cautivo adquirieron una expresión distante y sus manos cayeron a ambos lados, ya incapaces de resistirse.
—No me has visto —murmuró Duncan, mirando al hombre fijamente a los ojos—. Sólo viste al príncipe y a Su Excelencia. ¿Comprendes?
El hombre asintió, lentamente.
Duncan dejó caer la mano y se dirigió hacia las puertas de la galería, mientras saludaba a Morgan con un gesto de cabeza.
El hombre no hablaría ya de su presencia. De eso estaba seguro. Habría sido más que difícil explicar por qué razón se encontraba en esa habitación a esas horas de la noche.
Cuando Morgan volvió a cerrar el pestillo de la puerta y deslizó el estilete en la vaina que llevaba en la muñeca, oyó un débil gemido proveniente del sitio donde se hallaba Kelson. Era la segura señal de que el joven estaba volviendo en sí. Se dirigió al centro de la habitación, en el mismo momento en que la puerta se abría de par en par, y mentalmente envió una oleada de fortaleza y de confianza a Kelson. La habitación se llenó de hombres armados.
Un capitán de guardia —el mismo que esa tarde se habían encontrado en los jardines— miró rápidamente el recinto mientras sus hombres tomaban en custodia al prisionero de Morgan. Después, avanzó hacia Morgan a grandes zancadas y con la espada extendida en un gesto amenazador.
—No se mueva de su sitio, general Morgan, y arroje el arma —le conminó, siguiendo con su espada cada movimiento del joven general rubio—. ¿Dónde se encuentra Su Majestad?
Morgan no necesitó mirar a su alrededor para saber que estaba rodeado y totalmente superado por la gran cantidad de hombres. Se encogió de hombros, como disculpándose, y dejó caer la hoja al suelo. Entonces, se volvió y regresó adonde yacía Kelson. Nadie trató de detenerlo cuando se hincó a su lado.
—¿Estáis bien, príncipe? —preguntó, al tiempo que ayudaba al joven a incorporarse.
De pie, Kelson asintió y se apoyó en el brazo de Morgan para hallar sostén.
—Estoy perfectamente —murmuró. Respiró hondo para recobrar la consciencia—. Sólo que no estoy acostumbrado a que me ataquen durante el descanso.
Sus ojos recorrieron veloces la habitación y captaron de un vistazo las circunstancias. Instintivamente, sintió que sería mejor no contar la verdad en ese momento. Los hombres que tenía a su alrededor jamás lo comprenderían. En esa situación, lo más conveniente sería seguir las indicaciones de Morgan.
Volvió a inhalar profundamente y se dirigió al capitán de guardia.
—¿Cómo entraron aquí esos hombres, capitán?
El capitán se puso de inmediato a la defensiva.
—No lo sé, Majestad. Evidentemente, superaron al centinela y a los guardias que había fuera. Hay tres muertos, y al menos otros cuatro gravemente heridos.
Kelson asintió; veía con cierta claridad lo acontecido.
—Ya comprendo. ¿Y quiénes son nuestros atacantes, Morgan?
Morgan fue hasta el intruso que seguía en pie y le quitó el yelmo y la cofia. El rostro Ianzó un gruñido áspero y una mirada furibunda.
—Lord Edgar de Mathelwaite —exclamó Kelson.
—¿No es uno de vuestros vasallos, general Morgan? —preguntó el capitán, y llevó nuevamente la espada a la altura de la cintura.
Morgan detectó la amenaza en la voz del hombre y se cuidó bien de mostrar ambas manos al volverse para responder.
—Sí, es uno de mis hombres, capitán. —Se volvió y miró pacientemente a Edgar—. ¿Te molestaría informarnos de qué se trata todo esto, Edgar? Confío en que tengas buenas razones para haber cometido traición contra tu rey.
Edgar pareció confundido un instante y luego miró a Kelson con ojos culpables.
—Sólo cumplíamos órdenes, Excelencia.
—¿Órdenes de quién, Edgar?
Edgar se revolvió, incómodo.
—S… sus órdenes, milord.
—¿Mis órdenes…?
—¿Morgan te ordenó asesinar al rey? —estalló el capitán indignado, mientras desplazaba la hoja de su espada hacia la garganta de Morgan.
—¡Basta ya! —ordenó Kelson, agarrando la espada del capitán y haciéndola a un lado—. Lord Edgar, por favor, sed más específico.
Edgar meció el peso de su cuerpo nerviosamente y se dejó caer de rodillas. Inclinó la cabeza y abrió los brazos en gesto de súplica.
—¡Por favor, Majestad, perdonadme! —imploró—. No quise hacerlo. Ninguno de nosotros lo quiso. Lord Alaric nos condujo a esto. Él ejerce ese poder sobre los hombres. Puede hacer que los demás se comporten como él quiere. Él…
—Basta —ordenó Kelson, con los ojos convertidos en llamas.
—Majestad —suplicó el capitán, tratando de acercarse a Morgan—, dejadme arrestarlo. ¡Por favor! Sabéis que es cierto lo que todos comentan sobre él. Es un asesino, un monstruo, un…
—Este hombre miente —afirmó Kelson, posando sus fríos ojos de estirpe Haldane sobre el capitán—. Y el general Morgan no es ningún traidor.
—Majestad, os lo juro… —comenzó Edgar, con ojos salvajes y suplicantes.
—¡Silencio!
El recinto quedó en silencio. Sólo se escuchaba la respiración agitada de Edgar y el ritmo controlado y profundo de Kelson. El joven miró a Morgan lentamente, de soslayo, buscando orientación, pero el general sólo atinó a sacudir la cabeza casi imperceptiblemente. Kelson debía librarlos de esa situación por sus propios medios. Todo lo que Morgan dijese o hiciese en esas circunstancias no haría más que agravar las dificultades.
Kelson miró a Edgar.
—Poneos de pie.
Mientras el hombre se incorporaba, Kelson recorrió los rostros que lo rodeaban y se dirigió a todos los presentes.
—Pensáis que Morgan es quien miente, ¿verdad? Y creéis que estoy protegiendo a Morgan y que me ha engañado, así como pensáis que os ha engañado a vosotros. —Volvió la mirada a Edgar—. Pero yo digo que este hombre es quien miente. Digo que Morgan jamás habría ordenado a ningún hombre que me quitase la vida. Hizo un juramento solemne a mi padre y es un hombre de palabra.
Y, al proseguir, miró de frente a Morgan.
—No. Edgar miente. Y ahora debemos determinar por qué y para quién. Podría pedirle a Morgan que lo interrogase. Todos conocéis sus poderes deryni y sabéis ya que podría obligarlo a confesar la verdad. Pero, como desconfiáis de él, siempre cabría la sospecha de que Morgan hubiese controlado también las respuestas.
Apartó los ojos de Morgan y se aproximó a Edgar. Mientras escrutaba al hombre acusado, todos hicieron el más absoluto silencio.
—Caballeros, soy hijo de mi padre al menos en este aspecto. También yo sé decir cuándo miente un hombre. Y también yo puedo conminarlo a decir la verdad.
Atrapó la mirada de Edgar y la retuvo.
—Lord Edgar de Mathelwaite, miradme —le ordenó—. ¿Quién soy?
Edgar parecía incapaz de apartar los ojos del rostro de Kelson. Morgan no podía creerlo. Duncan debía de haberle enseñado a leer la mente.
—¿Quién soy? —repitió Kelson.
—Sois el príncipe Kelson Cinhil Rhys Anthony Haldane, heredero aparente de mi señor, el rey Brion —repuso Edgar, en tono coloquial.
—¿Y quién es este hombre? —volvió a preguntar Kelson, señaIando a Morgan.
—Lord general Alaric Anthony Morgan, mi señor feudal, Majestad.
—Ya veo —repuso Kelson, entrecerrando los ojos, en concentrada actitud—. Lord Edgar, ¿Morgan os ordenó matarme?
Edgar repuso deprisa, sin pestañear:
—No, Majestad.
Los guardias se revolvieron inquietos y un ligero murmullo recorrió el recinto. El capitán observaba, incrédulo.
—Entonces, ¿quién os ordenó matarme, lord Edgar?
Los ojos de Edgar se abrieron, como si en su interior estuviera librándose una lucha interna. Entonces, estalló:
—No vinimos a mataros a vos, Majestad, sino a asesinar a lord Alaric. Y así tendrían que acabar todos los asesinos que matan a hombres indefensos en sitios oscuros.
Se retorció para liberarse de los guardias y se abaIanzó contra Morgan, apuntando a la garganta con ambas manos, pero Morgan dio un corto paso a un costado y lo controló para devolverlo a la custodia de los guardias. Edgar continuó debatiéndose en sus manos, mientras Kelson levantaba las suyas para imponer silencio.
—Explicaos, Edgar —estalló Kelson, acercándose al cautivo—. ¿Quién derriba hombres indefensos en sitios oscuros? ¿De qué habláis?
—Morgan lo sabe —escupió el prisionero—. Preguntadle cómo exhaló su último aliento el joven Michael DeForest, a punta de daga, mientras custodiaba los sombríos pasajes del castillo. Preguntadle si sabía que le salió mal la faena: el joven DeForest tuvo la fortaleza suficiente para trazar el signo de su asesino sobre el suelo, con su propia sangre: la silueta del Grifo de Corwyn.
—¿Qué? —el capitán contuvo el aliento.
Nuevamente hubo murmullos de conversación por la sala, esta vez con más volumen. Azorado, Kelson se dirigió a Morgan una vez más.
—¿Sabes de qué habla? —murmuró el joven.
A su alrededor, las voces cesaron. Todos trataban de escuchar la respuesta de Morgan. Una docena de espadas seguían apuntando en dirección al general y cada una de ellas se había acercado más al oír las últimas palabras de Edgar.
Morgan negó con la cabeza.
—Sondea más profundo, Kelson. No tengo ni idea de lo que está diciendo.
—Ya lo creo que no —masculló una voz grave desde el fondo del gentío.
Kelson Ianzó una mirada furibunda en dirección al comentario y se volvió a Edgar para capturar su mirada y sostenerla.
—Lord Edgar, ¿cómo sabéis que eso es cierto?
Edgar se calmó bajo la mirada de Kelson.
—Lo vi con mis propios ojos, señor. Lord Lawrence y Harold Fitzmartin estaban conmigo cuando lo vimos.
—¿Visteis el homicidio, o sólo el cadáver? —insistió Kelson.
—El cadáver.
Kelson frunció el ceño y se mordisqueó el labio pensativamente.
—¿Y cómo tuvisteis noticia de esto, Edgar?
—Se nos…
—Proseguid —ordenó Kelson.
—Se nos… dijo que fuéramos a ese lugar del pasillo —murmuró Edgar a regañadientes.
—¿Y quién os dijo que fueseis allí?
Edgar se estremeció.
—Por favor, Majestad, no me obliguéis…
—¿Quién os dijo que acudierais allí? —exigió Kelson, mientras sus ojos comenzaban a adquirir un extraño fulgor interior.
—Majestad, yo…
De pronto, antes de que nadie pudiese detenerlo, Edgar giró sobre sí y sacó una daga del cinturón de uno de sus captores. Morgan se arrojó para cubrir la breve distancia que los separaba, pero supo lo que sucedería y comprendió que no podría impedirlo.
Cuando las manos de Morgan llegaron al cuerpo de Edgar, ya era tarde. La daga asomaba desde lo profundo del vientre del hombre, que, inerte, comenzaba a desplomarse. Morgan y los guardias, atónitos, posaron el cadáver sobre el suelo y el capitán contempló la tragedia horrorizado.
—Murió por su propia mano antes que confesar, Majestad… —murmuró el capitán, mirando a Morgan con aprensión—. ¿Qué poder demoníaco podría hacer que un hombre…?
—Quitadlo de aquí —ordenó Kelson, disgustado—. Y llevaos a sus amigos. En lo que resta de la noche, no queremos ser molestados otra vez.
Se dio la vuelta, mientras los guardias se apresuraban a obedecer, consciente de que cada uno de sus movimientos era seguido por ojos temerosos y respetuosos. Morgan se apartó a un lado para que los guardias iniciaran un registro por el recinto, tratando de pasar lo más inadvertido posible. Luego, salió al pasillo a hurtadillas.
Allí, en algún sitio, estaba Derry, que Dios lo guardara. Si había cumplido sus órdenes, de lo cual Morgan no dudaba, seguramente debía de haber estado en la guardia que se vio derrotada por los tres intrusos. Tres muertos y, al menos, cuatro gravemenete heridos, había dicho el capitán. Si Derry pudiese estar entre los vivos…
En el pasillo, sus ojos hallaron una carnicería. Parecía haber cuerpos tendidos por doquier: algunos inmóviles; otros rodeados por guardias, por médicos o por ambos. Un grupo de ayudantes llevaba a dos a los que Morgan escudriñó al pasar, Pero ninguno era Derry.
Ansiosamente, buscó entre los cuerpos inertes, hasta que vio un destello del familiar manto azul contra la pared. Un médico acababa de incorporarse, tras inspeccionar una herida en el costado de la silueta inmóvil que cubría la capa. Al ver que el general se aproximaba, lo recibió con rostro sombrío.
—Lo siento, pero me temo que ya no hay nada que pueda hacer por este hombre, milord —se disculpó, moviendo la cabeza—. Morirá en contados minutos. Será mejor que vaya a socorrer a los que pueden sobrevivir. —Se alejó rápidamente, sin saber a quién acababa de auscultar.
Morgan se hincó al lado de la figura inerte y apartó a un lado el manto que le cubría el rostro. Era Derry.
Mientras lo miraba y lo tomaba de la mano, en su mente resonaron las palabras de una mujer vestida de gris: Pienso hacerte pagar por lo que le hiciste a mi padre. Y lo haré destruyendo a tus seres más queridos, de uno en uno, poco apoco… Y no habrá nada, querido Morgan, nada que puedas hacer para evitarlo.
Primero, había sido Brion, luego lord Ralson, el joven Colín de Fianna, sus hombres y, ahora, Derry se extinguía. Ya no había nada que pudiera hacer.
Tomó en su mano una de las muñecas sin vida de Derry y le levantó el párpado laxo. Derry seguía vivo, pero muy débilmente. Una terrible herida lo había perforado en un costado. Probablemente le había destrozado el bazo y Dios sabría qué otros órganos. Era evidente que las arterias más importantes también habían sido cercenadas, pues de la herida manaba una sangre roja y brilIante con cada latido del corazón.
Morgan sacó un pañuelo de su manga y lo comprimió contra la herida, tratando de detener el flujo de sangre. Pero sabía que sería inútil. Si pudiera hacer algo, borrarlo todo, como si nada hubiera sucedido… Si pudiera invocar alguna fuerza latente, algún poder curador…
De pronto, si irguió, azorado. Acababa de ocurrírsele una idea. Mucho tiempo atrás, en algún lugar, había leído algo sobre la existencia de una fuerza de curación, un cierto poder que algunos deryni supuestamente poseían. En las épocas pretéritas, habían vivido practicantes de este arte.
Pero no. Habían sido deryni de pura estirpe, plenamente instruidos y con control absoluto de todo el arsenal de poderes deryni. No habían sido individuos con antepasados humanos, como él. Y además, se trataba de otras épocas, en las que los hombres creían en milagros y en las que los poderes del bien no eran tan difíciles de encaminar. ¿Cómo podía atreverse siquiera?
Y sin embargo, si Derry tuviera una posibilidad de sobrevivir, por mínima que fuera… Si él, Morgan, pudiera de algún modo invocar este poder perdido desde los tiempos pasados… Sólo Dios sabía cómo…
Debía intentarlo.
Posó sus manos suavemente sobre la frente de Derry y comenzó a concentrarse, a despojar su mente de todo contenido y de todo movimiento. Como en la ocasión anterior en que había tenido la visión, usó el sello del Grifo como punto sobre el cual enfocar la mente.
Cerró los ojos y se concentró en reunir la fuerza curativa que necesitaba. Se propuso hacer que Derry sanara otra vez. En el pasillo donde se encontraba de rodillas, entre las sombras, hacía mucho frío. Sin embargo, el rostro comenzó a perlársele de sudor y las gotas fueron cayéndole por el mentón. Fugazmente, tomó consciencia de la tibia respiración al ver que las gotas le salpicaban las manos.
Y entonces sucedió. Por un instante, creyó tener la brevísima sensación de que otro par de manos se posaba sobre las suyas, de que otra presencia se cernía sobre él, para dar vida y fortaleza a la forma inerte que yacía a sus pies.
Sus ojos parpadearon, atónitos. Derry había emitido un profundo suspiro. Y ahora, sus párpados temblaban y la respiración se tornaba lenta, como la del sueño profundo.
Fascinado, Morgan apartó las manos de la frente del joven y buscó el pañuelo que le cubría la herida. Se detuvo allí un instante, temiendo quebrar el conjuro, y, con cuidado, apartó el lienzo de la herida.
Y el tajo ya no estaba. Había sanado, curado, desaparecido. ¡Ni siquiera quedaba una cicatriz que señalara el sitio donde la habían abierto! Morgan se miró las manos, incrédulo, y luego revisó apresuradamente la muñeca vendada de Derry. ¡También eso se había curado! Giró sobre sus talones, incapaz de aceptar lo que acababa de ocurrir.
Y entonces oyó una voz a sus espaldas que le heló la sangre y le erizó los pelos de la nuca.
—¡Bien hecho, Morgan! —dijo una voz.