¡En peligro! • 11

—¡OS ASEGURO que lo he visto! Y era exactamente igual que lo describen en los periódicos —prosiguió Wilhelmina—. El jinete llevaba puesto un sombrero de vaquero y ropas del Oeste, y cabalgaba agachado por la pradera, a la velocidad de un rayo. Fue una experiencia sublime; vi al caballo y al jinete, y oí las pisadas del caballo.

Wilhelmina se quedó mirándolas, esperando las correspondientes felicitaciones, pero Trixie y Honey se quedaron sin saber qué decir.

La mujer se subió las gafas, que se le habían resbalado hasta la punta de la nariz. Levantó la vista y dijo con tristeza:

—En fin; ya sé que no es tan emocionante como la retrocognición, pero esa aparición ha sido la experiencia directa más emocionante que he tenido en mi vida.

—No se trata de eso —dijo Trixie—. Quiero decir… —añadió mirando a Honey para que le echara una mano.

—Nosotras no tuvimos ninguna retrocognición —dijo al fin Honey.

Brevemente, explicó a Wilhelmina lo que habían averiguado: que Gus se había hecho pasar por el Jinete Fantasma.

—Ése era el origen de todo —concluyó—; los objetos desaparecidos, el golpe de viento, las pisadas de los caballos, la cabeza flotante que el agrimensor vio, y hasta la retrocognición: todo era obra de Gus.

—¿Y anoche? ¿Quería tomarme el pelo vuestro amigo Gus? —exclamó Wilhelmina indignada.

—No —dijo Honey—. Gus no sabe nada de usted.

—Entonces queda mi experiencia —dijo Wilhelmina con terquedad.

Trixie había estado reflexionando mientras Honey y Wilhelmina hablaban.

—¿Dice usted que el jinete iba vestido de vaquero? —preguntó, intrigada.

Wilhelmina asintió y entonces Trixie aprovechó para seguir preguntándole:

—¿Y a qué hora vio… al fantasma?

Wilhelmina sacó su cuaderno del bolsillo; Trixie se retorcía las manos con impaciencia.

—Exactamente a la 1.47 de la tarde —dijo Wilhelmina.

Trixie se dio un golpe en la frente.

—¡Era Burke! ¡Estoy segura! —gritó, llena de cólera.

—¡Burke y Aladín! —dijo Honey, cayendo en la cuenta de todo.

—¿Aladín? —repitió Wilhelmina—. No estaréis insinuando que un genio es…

—¡No, no! —dijo enseguida Trixie—. A-la-dín, no Aladino. Aladín es un caballo. Es que… Burke quería… pero Bill…

Empezó a explicar de una forma tan embarullada que resultaba incomprensible.

Al ver esto, Honey decidió contárselo ella misma a Wilhelmina… lo de la desaparición de Aladín; y le contó que Trixie se dio cuenta de que lo habían robado, y quién era el ladrón; le explicó la importancia que tenía el caballo para los Murrow; y el riesgo que existía de que lo mataran si no lo encontraban cuanto antes.

—La aparición que tuvo anoche es la única pista que tenemos para saber más o menos dónde puede encontrarse Aladín. Su información puede salvarle a él la vida, y a los Murrow, el rancho, y… y todo lo demás —concluyó Honey.

Wilhelmina miró a Honey con escepticismo. Todavía decepcionada por lo falso de su aparición, sentía, sin embargo, cierto consuelo de pensar en la importancia que tenía.

—¿Dónde vio al jinete? —preguntó Trixie con impaciencia—. ¿Y hacia dónde iba?

Si vuelve a mirar en el cuaderno, soy capaz de gritar —pensó.

Afortunadamente para Trixie, esta vez Wilhelmina se fió de su memoria. Señaló al frente, hacia el terreno llano que había detrás de la casa.

—El jinete iba cabalgando por allí. Siguió el curso del río y luego se adentró en el bosque —concluyó señalando con la mano una zona más cercana.

A Trixie le brillaron los ojos, de repente.

—¡Claro, se metió en el bosque! —exclamó entusiasmada—. Nadie intentó buscarlo allí, porque sabían que Aladín jamás iría solo. Pero claro, otra cosa es cuando un jinete le espolea.

—Pat lo tiene domado demasiado bien —dijo Honey con orgullo, pero un poco desilusionada.

—Apuesto a que Burke lo dejó justo allí —dijo Trixie.

—Si lleva ahí metido todo el día, con los abejorros, se habrá vuelto loco —dijo Honey, a punto de llorar.

Trixie se horrorizó ante la posibilidad de que los abejorros le hubieran acribillado. Pero entonces cayó en la cuenta de un detalle muy importante.

—No hay peligro —dijo rotundamente—. No está a la intemperie. Está en el remolque de Burke.

—¡Claro! —exclamó Honey—. Por eso abrieron el apartamento piloto sin estar en condiciones. Burke necesitaba el remolque para otra cosa.

—Sería el escondite perfecto. Si los Murrow observaban la puerta del establo destrozada por las coces, pensarían que el caballo se había escapado y no que lo habían robado.

—Y sin el letrero de «Construcciones Burke» en el remolque, cualquiera creería que pertenece a los guardias forestales. Nadie sospecharía nada de él —añadió Honey.

—Y eso, en el supuesto caso de que alguien vea el remolque, lo cual ya es improbable, con todos estos acres y acres de bosque —concluyó Trixie.

—Entonces, ¿cómo vamos a encontrarlo nosotras? —preguntó Honey.

—Muy sencillo; sabiendo perfectamente por dónde empezar a buscar —dijo Trixie.

—¡En la cabaña de Gunnar! —adivinó Honey.

—Si todo tiene su lógica, aunque parezca complicado —reconoció Trixie—. Al viejo Gunnar Bjorkland lo ahorcaron por robar una vaca. Un siglo después, uno de sus descendientes decide limpiar el nombre de su familia edificando un monumental complejo urbanístico. Para que todo funcione, él se ve obligado a robar un caballo y tenerlo escondido unos días. ¿En dónde se le ocurriría esconderlo? ¡Pues en el mismo sitio en el que comenzó la tradición de robar en la familia!

—¡Vamos! —dijo Honey saliendo del escondite de Wilhelmina y echando a andar antes de que Trixie la cogiera por el brazo y la obligase a retroceder—. ¿Se puede saber qué es lo que haces? —le preguntó.

—¿Se puede saber qué haces tú? —replicó Trixie—. Pudo haberte visto alguien.

—Bueno —dijo Honey—. Así no me haría falta volver al rancho a pedir ayuda.

—¡Y menuda ayuda! —dijo Trixie—. En cuanto les dijeras que una investigadora de fenómenos psíquicos, que lleva una semana oculta en el bosque en busca del Jinete Fantasma, ha visto a Burke a lomos de Aladín, te ayudarán, sí, pero llevándote a un hospital para que te repongas de tus delirios.

—Ya te entiendo —admitió Honey—. Hasta ahora, excepto Gus, sólo nosotras sabemos que a Aladín se lo llevaron.

—Y yo, no lo olvidéis —les recordó Wilhelmina.

—Por supuesto —dijo Honey con educación.

—Tenemos que encontrar a Aladín nosotras solas —dijo Trixie—. Si logramos meternos en el remolque, lo llevaremos a casa, y si no, entonces solicitaremos ayuda. Y todo lo que tendríamos que decir es que hemos encontrado al caballo. Nadie nos hará preguntas hasta que Aladín esté sano y salvo en su establo.

—Y eso es lo que cuenta —reconoció Honey.

—¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó Wilhelmina.

—No. De momento es mejor que nos espere aquí hasta que volvamos —dijo Honey—. Y si no volvemos…

—Avisaré a la policía antes de que amanezca —dijo Wilhelmina. Al ver que su afirmación resultaba un tanto agorera, añadió—: Bueno, en el caso de que sea necesario, cosa que dudo.

—¡Ay! —dijo Trixie dándose un golpe en el cuello—. ¿Podría dejarnos un poco de esa crema contra los insectos? En el bosque, y de noche, no nos van a dejar en paz ni un segundo.

Con pantalones vaqueros y zapatillas de deporte, y protegidas de los mosquitos y las moscas, las chicas llegaron sanas y salvas a la cabaña de Gunnar. La primera en divisarla fue Trixie, que se llevó una gran desilusión.

¡El remolque no está aquí! ¡Y yo que estaba tan segura…! —pensó.

Pero en ese momento Honey señaló hacia un punto en el río. Allí, a pocas yardas de la cabaña, estaba el dichoso remolque. Su tamaño y su forma no dejaban lugar a dudas.

Las chicas fueron rápidamente hasta allí, tropezando con ramas y raíces. Cuando estuvieron a pocos pasos del remolque, se detuvieron. Trixie contuvo el aliento, mientras escuchaba atentamente. Honey, a su lado, también permaneció en silencio. Hubo unos segundos largos, en que ninguna de las dos se atrevió a decir ni una palabra. Oyeron con claridad el ruido de las herraduras del caballo arrastrándose contra el suelo del remolque y un relincho apagado.

—Tenemos que sacarlo de aquí como sea —dijo Trixie mientras rodeaba el remolque en una dirección y señalaba a Honey que fuera en sentido contrario.

Al doblar una esquina del remolque, Trixie miró a través de la rejilla de la ventilación, subiéndose a la moldura de abajo del remolque, y agarrándose a la de arriba con las dos manos.

Al ver a Aladín durmiendo, se tranquilizó. El olor del heno indicaba que al menos el caballo debía estar alimentado.

Soltó la moldura y se dejó caer, frotándose las manos, que se había desollado. Después siguió dando la vuelta hasta encontrarse con Honey.

—Hay un cerrojo así de grande —susurró Honey, indicando el tamaño con las manos—. Además, la puerta tiene las bisagras por dentro —añadió—. No conseguiremos abrirla de ningún modo.

—Por ese lado sólo hay una rejilla de ventilación —dijo Trixie—. Por lo menos, he podido ver a Aladín.

A Honey le brillaron los ojos.

—¿De verás? ¡Ay, Trixie, yo también quiero verlo!

Y, sin esperar más, fue corriendo para echar un vistazo.

Trixie la ayudó a auparse, juntando las manos. Honey puso un pie en las manos de Trixie y se agarró al techo del remolque. Pero en ese mismo momento fueron sorprendidas por la luz de la linterna de Burke.

El hombre sujetaba una gavilla de heno atada con un alambre con la mano izquierda. Llevaba la linterna en la otra: seguramente se la había sacado del bolsillo al ver las sombras de ellas dos proyectadas en el remolque.

Nadie dijo una sola palabra. Los tres permanecieron inmóviles. Burke parecía no darse cuenta de que podía soltar el heno. Trixie y Honey, sencillamente, no sabían qué hacer.

Trixie sintió que tenían que hacer algo. Ante todo, convenía escapar de Burke… y llegar hasta el extremo del bosque, para atravesar finalmente el claro de la casa de los Murrow. Confiaba sobre todo en sus piernas, si tenía espacio libre para correr.

Pero lo más seguro es que ni siquiera intente alcanzarnos en campo abierto —pensó Trixie—. Si nos vamos corriendo a casa, a él le sobrará tiempo para matar al caballo y echar su cadáver al río. Y entonces sería nuestra palabra contra la suya. Él es un constructor de prestigio, y nosotras no somos más que un par de chiquillas que todavía creemos en fantasmas. ¿A quién iban a creer?

De pronto, Burke soltó el heno y fue caminando hacia ellas lentamente, mirándolas con los ojos inyectados en sangre.

Trixie sintió pánico, y entonces pensó en una segunda opción: podían salir corriendo las dos, y meterse por el bosque, siguiendo la orilla del río. Si no iban en línea recta hacia la casa de los Murrow, tal vez Burke decidiera perseguirlas, sin plantearse si huían o no hacia un lugar determinado. Cuando, finalmente, salieran a campo abierto, ellas estarían más cerca del rancho, y él más lejos de Aladín. Quizá no le diera tiempo a regresar y hacerle daño al caballo antes de que vinieran a detenerlo.

En voz muy baja, Trixie le dijo a Honey:

—Cuando cuente tres, echas a correr. Hacia el rancho, pero por el bosque.

—Vale —dijo Honey en voz alta, sin darse cuenta.

Trixie confió en que su amiga se hubiera enterado, aunque, de todas formas, se le ocurriría hacerlo así.

—Uno —contó Trixie entre dientes—, dos… ¡y tres!

Y salió corriendo despavorida hacia el bosque, pero sin tratar de esconderse, para que Burke fuera detrás de ella.

Honey corría a su lado, sin mirar para atrás. Había otros ruidos, a lo lejos.

¡Ojalá nos esté siguiendo! —decía Trixie para sus adentros—. Segundos después, oyó como si alguien estuviera echando maldiciones. Trixie se sintió más tranquila pero no dejó de correr.

De pronto, Trixie vio cómo alguien se acercaba al escondite de Wilhelmina, en el extremo del bosque.

¡Más vale no tropezamos con ella, ahora! —pensó, asustada.

Se desvió hacia el río, esquivando árboles y pronto se encontró en un terreno desconocido, pero no se atrevió a ir más despacio.

Y entonces se dio cuenta de que todo estaba en silencio. ¿Y si Honey se ha perdido? —pensó llena de temor, jadeando.

Se quedó tan ensimismada que no se dio cuenta de que el río cubría parte del sendero por donde estaba corriendo.

Poco después, pisó el lodo, se resbaló, y fue rodando hasta caerse al agua de cabeza.

Inmediatamente la arrastró la corriente del río.