Fenómenos extraños • 6
—¿CÓMO ES POSIBLE que Bill haya llegado a pensar en venderle el rancho al necio de Burke? —preguntó Honey.
Las dos amigas estaban en su dormitorio, a punto de meterse en la cama. Hasta entonces, no habían hecho comentario respecto a la conversación que habían oído.
—Con ese complejo turístico al lado, ya nada será igual por aquí —dijo Trixie—. A lo mejor, no hay más remedio que venderlo.
Honey se quedó mirándola como si no estuviese en su sano juicio.
—¡Pero cómo puedes decir una cosa así! —exclamó.
Honey va a darle la razón a Pat, en esto, pase lo que pase —pensó Trixie—. Por el bien de nuestra amistad, más vale que este tema no nos afecte directamente. Luego dijo en voz alta:
—Ninguno de los Murrow nos ha pedido opinión en este asunto, ¿no? Yo creo que será mejor que nos dediquemos a buscar al Jinete Fantasma. Por lo menos, para eso sí que han solicitado nuestra ayuda.
—Vale —accedió enseguida Honey—. Pero tampoco hace falta que nos rompamos la cabeza. Acuérdate de que Wilhelmina James nos dijo que los fantasmas no suelen aparecer cuando alguien los invoca.
—¡Uf! Pues si no podemos pensar en el problema de los Murrow con el rancho y tampoco en el fantasma… ¡no sé qué vamos a hacer! —protestó Trixie.
—Sin ir más lejos, podríamos aprender las técnicas que siguen los Murrow para entrenar sus caballos, para practicarlas en Sleepyside —sugirió Honey.
Trixie asintió, resignada. Tres días antes, el proyecto le habría parecido fascinante pero ahora se moría de aburrimiento sólo de pensarlo.
—Eso es todo lo que nos queda —le dijo a Honey.
A la mañana siguiente, después del desayuno, las chicas fueron a los establos dispuestas a trabajar.
—¿Habéis venido aquí para mirar, o para trabajar? —les preguntó Bill Murrow secamente.
—Para trabajar —contestó enseguida Trixie.
—Bien; entonces id a buscar los cepillos y los peines. Ya sabéis dónde están —dijo Bill.
Trixie y Honey fueron al armario del cuarto de las herramientas y abrieron la puerta. El armario estaba vacío. Trixie parpadeó, como esperando que aparecieran los utensilios como por arte de magia, pero no fue así. Buscaron en el cuarto, preguntándose si tal vez se habrían equivocado de armario. Pero ése era el único armario del cuarto de las herramientas. Honey también estaba asombrada, y las dos volvieron al establo.
—No hemos encontrado los cepillos —le dijo Trixie a Bill.
—Venga, venga —dijo, creyendo que era una broma.
—Es verdad. No están en el armario —ratificó Honey.
—No será el truco del cubo de agua, ¿eh? —dijo Bill.
—¿Qué? —dijo Trixie sin saber a qué se estaba refiriendo.
—Habéis puesto un cubo lleno de agua arriba, en la puerta del armario, y cuando yo lo abra… ¡zas! ¡empapado! Mis chiquillos me han gastado esa broma un par de veces.
—Yo abriré la puerta, si eso le tranquiliza —dijo Trixie.
Bill decidió seguirles el juego.
—Vale —dijo—. A ver.
Al abrir Trixie la puerta, Bill se quedó tan asombrado como ellas.
—¡Pero qué…! —exclamó mirando alternativamente a las dos chicas resistiéndose a creer que aquello estaba lejos de ser una broma.
—¿A Regan le gusta gastar bromas? —preguntó, sin perder aún el sentido del humor. Las dos chicas negaron con la cabeza.
—Eso me temía —admitió Bill—. Y a Pat tampoco —comentó entristecido, pero pronto cambió de expresión y dijo alegremente—: Bueno, las cosas no desaparecen así como así. Si volvemos a nuestro trabajo, el que se las llevó se cansará de tenerlas y las volverá a meter aquí. Yo sé cómo funciona la mente del bromista —añadió guiñándole el ojo.
—Es lo más lógico —dijo Trixie con una sonrisa.
Luego Bill fue a un rincón del cuarto y cogió una horca que le entregó a Trixie mientras decía:
—¿Eso de trabajar lo decíais en serio?
—Pues… sí, supongo que sí —dijo Trixie a regañadientes, tomándola en sus manos. El limpiar establos era el trabajo que menos le gustaba.
—Ahora entiendo por qué las horcas no han desaparecido —dijo Honey riéndose cuando Bill le pasó otra.
Bill y Gus sacaron a todos los caballos al corral, mientras Trixie y Honey se ponían a trabajar. Trixie ya había caído en la cuenta de que Regan y Pat, y dos de los caballos, se habían ido.
Un buen paseo a caballo le sentará a Pat de maravilla, esta mañana —pensó Trixie—. Si confía en Regan, y le cuenta sus problemas, lo agradecerá. Regan sabe escuchar a la gente…
Trixie hundió la horca en la paja sucia del primer establo, tratando de olvidar todos los problemas haciendo un poco de ejercicio. Cuando vació el establo, fue a buscar el montón de paja limpia que había en un rincón. Normalmente, limpiaba todos los establos antes de rellenarlos de paja. Hoy, sin embargo, tenía interés en ver cómo iba avanzando.
Al hundir la horca en la paja, se asustó: había dado contra algo duro. Arrodillándose, apartó la paja.
—¡Un cepillo! —exclamó—. Lo echó a un lado y se puso a rebuscar con las manos por entre la paja.
—¿Decías algo? —preguntó Honey, al oírla—. ¿Qué estás haciendo?
Trixie le enseñó una almohaza.
—¡Mira! —dijo muy nerviosa—. ¡Todos los trastos que faltaban! ¡Están aquí, en este montón de heno!
Honey la ayudó a buscar, y pronto las dos encontraron todos los cepillos y almohazas que recordaban haber visto en el armario, así como dos botellas de linimento.
—¿Quién habrá hecho esto? —preguntó Honey.
—Supongo que Bill. Ya sabes lo bromista que es —dijo Trixie.
—Pero si él creía que éramos nosotras las que le estábamos gastando una broma a él —dijo Honey.
—Ahí está la gracia —dijo Trixie—. Pero todavía podemos reírnos las últimas. Vamos a guardarlo todo en el armario y fingir que no sabemos nada del asunto.
Las chicas guardaron en su lugar las herramientas, y ya casi habían terminado de limpiar las cuadras cuando oyeron que Bill Murrow entraba en el establo.
—Como lo oyes, Gus —estaba diciendo Bill—. No sé adónde han ido a parar las herramientas. La última vez que las vi, estaban aquí en… —de pronto se calló en mitad de la frase.
Trixie reprimió una carcajada, al imaginar la cara que habría puesto Bill al abrir la puerta del armario y ver todas las herramientas en su sitio.
Bill no tardó en asomarse a la puerta del establo. Acto seguido, se puso a hacerle cosquillas a Trixe en la nariz, con un cepillo.
—Muy divertido —dijo con ironía—. Pero os habéis equivocado. Deberíais haber vuelto a ponerlo todo antes de limpiar las cuadras.
—No tendríamos que haberlas limpiado si usted no hubiese escondido los cepillos —replicó Trixie.
Bill frunció el ceño, mientras preguntaba:
—Pero entonces, ¿no las escondisteis vosotras?
—¡No! —dijeron al unísono Trixie y Honey.
Bill se quedó mirándolas fijamente a los ojos. Al ver que ellas se habían quedado tan perplejas añadió:
—Venga, dejaos de tonterías… fuisteis vosotras. Muy graciosas. ¡Voy a tener que vigilaros de cerca!
—No se fía de nosotras —dijo Honey muy ofendida cuando Bill se marchó.
—Claro que sí —le dijo Trixie—. Lo que pasa es que está tanteando para sacarle el jugo al asunto. De todos modos, ahora podemos cepillar a los caballos. ¡Y a eso llamo yo progresar en un oficio! —dijo mientras clavaba con rabia la horca en un montón de heno que quedaba en el establo.
Desde luego, Bill Murrow era un auténtico bromista. Durante el almuerzo, les contó el incidente a Charlene, Pat, Regan y a Gus. Llegó a levantarse de la mesa al llegar a la escena final, para representarla con los exagerados ademanes que la comicidad del relato requería. Abrió un armario de la cocina, que hacía las veces del armario del establo, y puso la misma cara de asombro.
Charlene se rió a carcajadas, Regan y Pat sonrieron, y también Gus con su risa silenciosa, y Trixie y Honey estuvieron riéndose hasta que se les saltaron las lágrimas.
—Sólo… sólo hay un problema —dijo Trixie entre carcajadas—. Nosotras no escondimos esos trastos en el heno.
—¡De verdad, se lo aseguro! —añadió Honey.
Pero bien sabían las dos que con todas esas risas no convencerían a nadie.
—Sí, claro —dijo Bill.
No pudieron seguir discutiendo, porque un golpe en el salón les interrumpió. Charlene se levantó rápidamente de la mesa y fue a ver qué había pasado. Volvió con cara de sorpresa, llevando en la mano una foto enmarcada.
—La foto de Júpiter… ¡se ha caído de la pared! —exclamó sin voz—. El cristal se ha roto, pero la foto está bien —sostuvo la foto, para que Bill la viera.
Él la estudió con cuidado.
—Júpiter siempre fue un caballo bravo —dijo, tranquilamente y, pasándole la foto a Regan, añadió—: Fue el primer caballo árabe de los Murrow. Mi padre se lo trajo desde el Estado de Nueva York.
Trixie y Honey miraron a Pat, quien asintió, confirmándoles que ése era el caballo del que les había hablado durante la merienda.
—Realmente, parece bravo —dijo Regan—. Me figuro que no querrá que lo cuelguen en una pared.
Charlene alargó la mano, para quitarle la foto a Regan.
—Hasta ahora se había portado muy bien. Esta foto lleva ahí colgada veinte años. No sé qué puede haber pasado para que se haya caído.
Bill se levantó de la mesa, dejándose casi toda la comida en el plato. Se acercó a su mujer y la besó en la frente.
—Nos estamos haciendo viejos —dijo—. A todos nos cuesta aguantar la embestida de los años.
Y salió de la casa sin mirar atrás.
Charlene Murrow miró a su hijo.
—Para él tampoco es fácil, ¿sabes? —dijo con dulzura.
Pat miró a su madre como dándole la razón.
—Ya lo sé —dijo, y, levantándose de la mesa, siguió a su padre hasta los establos.
Trixie sintió unas enormes ganas de llorar, pero esta vez las lágrimas serían de pena.
Son gente tan agradable —pensó—. Seguro que todo acaba saliéndoles bien. Es preciso.
El que se cayera la fotografía de Júpiter pareció restablecer la armonía entre Pat y su padre. Aquella tarde, se les vio trabajando hombro con hombro, dándose consejos y ánimos mutuamente.
Regan, que había trabajado duramente los dos últimos días, con los Murrow, se alegró de poder quedarse en un segundo plano, observando y aprendiendo. Trixie y Honey fueron a su lado.
—No pienso preguntaros cómo lo hicisteis —dijo Regan.
—¿Hacer qué? —preguntó Trixie.
—Que la foto se cayera de la pared —respondió Regan—. Ahora, lo que sí puedo decir es que el chico con el que me fui a pasear a caballo esta mañana estaba furioso y dolido. Y ahora no lo está. Aunque —añadió Regan— vosotras no pudisteis prever este resultado. Eso es lo malo que tienen las bromas. Pueden volverse contra uno mismo.
Trixie protestó diciendo:
—Nosotras no tuvimos nada que ver con la caída de la foto. ¡Te lo juro! Y tampoco escondimos los cepillos. Lo único que hicimos fue volver a guardarlo todo y esperar a que Bill lo encontrara.
—Es cierto —insistió Honey.
Regan las miró a los ojos, perplejo.
—No es vuestro estilo, desde luego —afirmó—. Y menos, sin que esté Mart por aquí, dándoos ideas.
—Nosotras no fuimos —repitió Trixie furiosa.
—Bueno, puede que fuera sólo una casualidad —admitió Regan.
—Un incidente afortunado —añadió Honey, al ver a Pat y a su padre.
Esa noche, después de la cena, Pat no se marchó a su apartamento enseguida. Se quedó sentado a la mesa incluso después de que Regan se marchara tras haber pedido permiso para abandonarlos. Al percibir que los Murrow tenían cosas de que hablar, Trixie y Honey también les presentaron disculpas y se fueron a su cuarto. Leyeron, charlaron, y contemplaron el paisaje por la ventana… todo tan verde y tan hermoso. Y el murmullo de las voces de la familia Murrow les siguió llegando. No pudieron distinguir con claridad lo que decían, pero se notaba perfectamente que no estaban discutiendo.
Además, el que se quedaran hablando durante tanto tiempo era una buena señal.
Estaban las dos sentadas en la cama, escribiendo cartas, cuando un repentino golpe de viento abrió la ventana. Las cortinas se hincharon como la vela de un barco, y el papel de la carta de Trixie cruzó la habitación volando.
—¡Se avecina una tormenta! —dijo Trixie, apresurándose a cerrar la ventana. Pero al asomarse, se quedó paralizada, apoyada en el marco de la ventana. No había ni una nube en el cielo oscuro de la noche, ni un soplo de brisa.
—¡Honey, mira! —dijo estremeciéndose.
Su amiga fue hasta donde ella estaba.
—Yo no veo nada —dijo.
—Precisamente —le dijo Trixie—. Las hojas de ese álamo están totalmente quietas. Entonces, ¿de dónde crees que ha venido ese golpe de viento?
Honey se encogió de hombros.
—Cosas que pasan —dijo sin inmutarse.
—Hoy ya ha habido bastantes «cosas que pasan», ¿no te parece? —dijo Trixie.
Honey se sentó en la cama y le puso la capucha al bolígrafo.
—Pues, ahora que lo dices, es verdad. Trixie, no creerás que se trata de fenómenos «paranosecuantos» —preguntó Honey, temiéndose lo peor.
—Lo que me parece —dijo Trixie— es que valdría la pena hacerle otra visita a Wilhelmina James mañana, para ver qué opina ella.
Al día siguiente no hubo ningún suceso misterioso, aparte de una visita de John Burke. En esta ocasión, Charlene, Bill y Pat se agruparon en torno al camión y hablaron un rato. Debieron llegar a algún acuerdo, porque Burke se marchó con la sonrisa en los labios. O eso creyó interpretar Trixie. No obstante, también notó que, cuando Burke les dio la mano, los tres Murrow fingieron no darse por enterados.
Esa noche, durante la cena, dijo Bill:
—Bueno, señorita Wheeler, cuando llegue el momento de regresar a casa, puede que tenga buenas noticias para tu padre.
—¿Cuáles? —preguntó Honey.
—Él me pidió que le entrenase y criase algunos caballos, y yo me negué, porque no tenía sitio. Pero es posible que nos mudemos a un terreno mucho mayor.
Trixie no pudo evitar mirar a Pat que, indudablemente, se había puesto muy serio.
Esto le está costando sudor y lágrimas, pero la procesión va por dentro —pensó Trixie.
—Pero aún no hay nada seguro —añadió Bill—. Todo depende de la clase de oferta que nos haga nuestro vecino del Sur. No nos gusta que nos echen a patadas de nuestras tierras, pero tampoco vamos a rechazar una buena oportunidad.
—Papá se pondrá más contento que unas pascuas, si ustedes pudieran entrenar a alguno de sus caballos —dijo Honey, con mucho tacto.
—¿Tu padre tiene caballos árabes? —preguntó Pat.
—Él tiene pura sangre, sobre todo —respondió Honey.
—Bueno, los pura sangre tienen una buena parte de sangre árabe. Las dos razas tienen un temperamento similar… así que no nos costará trabajo adaptarnos a ellos —dijo Pat con gran confianza.
—De eso estoy absolutamente convencida —dijo enseguida Honey—. Aunque, después de lo que he visto estos últimos días, voy a intentar convencerle para que compre algún caballo árabe.
Ella le sonrió a Pat y, para asombro de Trixie, Pat devolvió su sonrisa.
Está cambiando el chico a pasos agigantados —pensó Trixie—. ¡Y, además, para mejor!
Por la tarde, Pat pudo comprobar lo que Trixie había notado. Habló con ella a menudo, y con mayor frecuencia habló con Honey. La actitud de Pat hizo que Honey se olvidara por completo de todos los misterios del mundo, y Trixie se alegró de que su amiga recibiera las atenciones que tanto había deseado.
Honey estaba contenta por Pat, y Trixie se alegraba de verlo. En lugar de dormirse a la caída de la tarde, como había ocurrido hasta entonces, las chicas estuvieron hasta muy tarde charlando en su dormitorio. Repasaron los sucesos que hasta entonces habían ocurrido, preguntándose cuál de todos hubiera agradado más a Brian, a Mart y a Jim, y con cuáles hubiera disfrutado más Bobby.
Para Honey, las aventuras más apasionantes tenían a Pat como principal protagonista.
—¿Sabes lo que estoy pensando? —dijo sin venir a cuento.
—¿Qué? —preguntó Trixie.
—Yo diría que todo este asunto ha servido para que Pat se diera cuenta de que estaba totalmente encerrado en su mundo. El miedo de que la venta del rancho pudiera separarlo de su padre le ha hecho reaccionar. Creo que ahora sabe que tiene que prestar un poco de atención a la gente que tiene a su alrededor —dijo Honey con ojos soñadores.
Por primera vez, Trixie se percató de que había ido oscureciendo en el cuarto. Silenciosamente, para no perturbar la paz en la que su amiga se había sumido, se levantó y atravesó la habitación para encender una lámpara. Pero de pronto un ruido la dejó paralizada cuando ya tenía la mano en el interruptor.
—¡Pisadas de caballo! —dijo Trixie alarmada, y fue corriendo hacia la ventana.
No había nadie.
—¿Quién estará montando a caballo a estas horas de la noche? —preguntó Honey.
Trixie se apartó de la ventana y se sentó al pie de la cama de Honey; le temblaban las piernas.
—Yo he oído como si un caballo galopara, y ahí fuera no hay nadie. Honey, sólo puede haber sido… —no quiso acabar la frase, por no decir en voz alta lo que sospechaba.
—El Jinete Fantasma —susurró Honey estremeciéndose de arriba abajo, como por un repentino escalofrío.
—No hay otra explicación posible —dijo Trixie con voz entrecortada.
—¡Hay que decírselo a Wilhelmina! —añadió Honey levantando la voz.
Pero Trixie no era de la misma opinión.
—Yo no saldría ahí fuera esta noche ni por todo el oro del mundo —dijo sigilosamente—. Y tampoco sabemos dónde encontrarla de día. Supongo que tendremos que esperar a mañana por la noche.
—¡Pues a mí me apetece muchísimo contárselo! —dijo Honey.