Wilhelmina investiga los hechos • 8
TRIXIE buscó desesperadamente todo cuanto había visto anteriormente. Pero no quedaba nada. Ni el plato, ni la comida, ni la taza. La mesa, vacía, estaba cubierta por una gruesa capa de grasa. No había ningún sombrero colgado en la pared. La puerta del armario colgaba solamente de uno de sus goznes. Y el camastro no era sino un montón de muelles oxidados.
Tan sólo después de unas horas, la cabaña estaba sucia, llena de polvo y completamente abandonada. Ahora, a la luz de la linterna de Wilhelmina, Trixie veía telarañas en todos los rincones, y una película de polvo cubriéndolo todo. Las pisadas de dos personas en el suelo parecían ser los únicos indicios de que algo había alterado la paz ancestral de aquel lugar tenebroso.
Trixie intentó cruzar una mirada con Honey. Las chicas ya habían contrariado a Wilhelmina al volver a poner los cepillos en el armario. Ahora iba a creer que esto no era más que otra de sus bromas pesadas.
Ya no nos va a creer ni una palabra —pensó Trixie—. Y por supuesto no nos enseñará nada más sobre los fenómenos psíquicos.
Se volvió hacia Wilhelmina, con ánimo de disculparse, pero la mujer la interrumpió antes de que pudiese decir una palabra.
—¡Fascinante! —exclamó Wilhelmina James con los ojos brillándole detrás de las gruesas gafas—. Chicas, os habéis dado de bruces con una experiencia psíquica extraordinaria.
—¿Cómo? —dijo Trixie, perpleja.
Era increíble; Wilhelmina estaba completamente emocionada.
—Esto tiene todo el aspecto de ser una retrocognición —dijo Wilhelmina. Al ver la cara de asombro de las chicas, les explicó—: Es un término técnico, que significa «viajar al pasado».
Las dos amigas escucharon en silencio intentando relacionar la afirmación de Wilhelmina con su propia experiencia.
—¿Quiere decir que cuando estuvimos aquí esta tarde la casa estaba habitada, sólo que en realidad no ha sucedido esta tarde? —preguntó Trixie, algo confusa.
Wilhelmina la miró.
—Si tú te aclaras así, bueno. Como con todos los fenómenos psíquicos, la retrocognición no se comprende muy bien.
—Todo lo que sabemos es que, de vez en cuando, una persona puede encontrarse de pronto en un lugar, ante un suceso, que existió u ocurrió hace tiempo, pero que ya no existe. Son cosas difíciles de demostrar, porque es imposible probar que lo que se ha visto o escuchado es idéntico a lo ocurrido en el pasado. Pero al menos podemos comprobar que esas voces, esas visiones, no han sucedido en el presente.
—Me temo que he perdido el hilo —dijo Honey.
—Mmm —exclamó Wilhelmina James tratando de encontrar una explicación más sencilla—. Vamos a ver, aquí tenéis un ejemplo: hace poco, unos turistas manifestaron que habían escuchado los mismos sonidos, durante un viaje al norte de Francia, que aquellos que se oyeron durante la Batalla de Dieppe, en 1942, en aquel mismo lugar. Describían los mismos sonidos… los disparos de los cañones, los gritos de la gente… comenzando y terminando más o menos al mismo tiempo, aunque en noches diferentes. Por supuesto, a nadie se le ocurrió grabar en un magnetófono los sonidos de la Batalla de Dieppe, de modo que no podemos estar seguros de que fueran idénticos. Lo que sí podemos asegurar es que la batalla comenzó y terminó a las horas aproximadas en que los turistas declararon haber oído el fragor de la batalla. Y también cabe decir que nadie ha sabido darle otra explicación al suceso. Por ejemplo, el océano no suena igual a un campo de batalla, y no había nadie por allí, dando gritos. Y lo que es más, todos los turistas dicen que no sabían nada de la Batalla de Dieppe. Eso, naturalmente, no hay modo de probarlo.
—¿Y a nadie se le ha ocurrido que podrían haberse inventado todo eso? —preguntó Trixie con ansiedad.
—Eso es exactamente lo que piensa casi todo el mundo —le dijo Wilhelmina—, y es por lo que no están dispuestos a admitir que los fenómenos psíquicos existen. De todas formas, quienes han investigado el caso lo han hecho seriamente, y se fían de ellos. Los turistas suelen contar el incidente de un modo casual, sobreentendiendo que eso le pasa a todo el mundo. Sólo cuando se enteran de que nadie más ha oído esos ruidos se dan cuenta de que han experimentado un hecho único, insólito.
—¿No podríamos hablar de estas cosas ahí fuera, por favor? —suplicó Honey.
Trixie miró en torno suyo; ella también prefería estar en cualquier otra parte.
—Bueno, chicas, vosotras podéis esperar fuera —dijo Wilhelmina—. Tengo que tomar un par de notas de lo que estoy observando con mis propios ojos. —Acto seguido, sacó su cuaderno y se concentró en su trabajo.
El bosque, fuera, tenía un aspecto tan siniestro como la cabaña, pero el aire fresco las alivió un poco.
—¿En serio crees que hemos experimentado algo ocurrido hace tiempo? —preguntó Honey.
—No lo sé —le dijo Trixie—. Hasta hace un minuto no he sabido que existiese tal posibilidad, fuera de las novelas o de las películas. Wilhelmina parece creerlo así, y de todo esto sabe bastante.
—¿Y si nos vuelve a pasar? —insistió Honey—. ¿Y si nos pasamos el resto de nuestras vidas visitando lugares y viendo cosas del pasado? ¡Ay, qué horror!
Trixie abrazó a su amiga, intentando decirle algo que la tranquilizase. Lo que acababa de decir Honey era terrible. Una cosa era resolver misterios, y otra tener visiones de un tiempo y lugar desconocidos. Sobre todo si nadie te va a creer cuando lo cuentes —pensó Trixie, que ya estaba acostumbrada a sufrirlo por propia experiencia.
—Habrá que preguntarle a Wilhelmina —le dijo a Honey.
La investigadora de fenómenos extraños salió de la cabaña minutos después.
—¡Muy interesante! —dijo con cara de satisfacción. Y, sin dar más explicaciones, tomó el camino de vuelta, seguida de Trixie y Honey.
—¿Hay más ejemplos de retrocognición? —preguntó Trixie intentando ir a su paso.
—Por supuesto —le dijo Wilhelmina—. El más famoso ocurrió en Versalles, en Francia. Dos profesoras británicas, muy respetables, visitaron Versalles el 10 de agosto de 1901. Se metieron, por equivocación, por un sitio al que no tenía acceso el público y, según parece, pasaron casi toda la tarde trasladadas al año 1789. Pudieron observar las costumbres y modas de la época, incluso reconocieron a algún personaje que después vieron en los retratos de la Corte, por ejemplo, a Maria Antonieta, reina de Francia.
—Y esas mujeres… ¿volvieron a experimentar la retrocognición esa alguna otra vez? —le preguntó Honey.
—No. Volvieron a Versalles muchas veces, pero nunca consiguieron que se repitiera. En lugar de eso, pasaron el resto de su vida tratando de convencer a la gente de la veracidad de su experiencia. Todo aquello llegó a obsesionarlas, hasta tal punto que terminaron trastornadas, arruinando así su vida.
Trixie y Honey cruzaron miradas de verdadero pánico.
Wilhelmina, al darse cuenta de lo mucho que les había impresionado el relato, añadió:
—Aunque es posible que esas mujeres ya estuvieran un poco locas cuando les sobrevino aquello. Muchas otras personas han experimentado la retrocognición… sin consecuencias tan fatales.
Trixie suspiró profundamente, pero Honey seguía dándole vueltas a una cosa.
—Todavía no entiendo la causa de que ocurran esas cosas —dijo—. Me pregunto por qué les ocurre solamente a unas cuantas personas y por qué sólo sucede en ciertos lugares.
—Existen teorías al respecto —le dijo Wilhelmina—. Según la más popular, en tiempos de crisis, hay tanta energía emocional que se impregna en una zona. Y no hay tantos lugares que sean escenarios de crisis semejantes, por lo que la retrocognición sólo tiene lugar en esos sitios.
—En cuanto a la gente que las experimenta —prosiguió Wilhelmina—, parece ser, por alguna razón, que esas personas atraen esa energía psíquica. Y además están en el mismo lugar, en el momento justo. Los ruidos del fragor de la Batalla de Dieppe sólo se pueden oír en las mismas horas y en el mismo día del mismo mes en que aconteció.
—Ya lo entiendo —dijo Trixie—. La Revolución Francesa fue en 1789, y eso fue una crisis, ¡y menuda crisis!
—Exacto —dijo Wilhelmina—. Maria Antonieta… y, seguramente, la mayor parte de los nobles del Palacio de Versalles… estaban a punto de ser detenidos y guillotinados. Eran tiempos de inestabilidad social, de radicalismo.
—Y, naturalmente, había una gran cantidad de energía concentrada —dijo Trixie, llevándose la mano a la garganta.
—Mmm —añadió Honey, reflexionando—. La verdad es que cada vez que me acerco a alguien que está enfadado o triste, yo lo percibo. Si hubiese un montón de gente preocupada por algo, ese algo permanecería en el aire… durante años, tal vez.
—Así es —dijo Wilhelmina, orgullosa de sus alumnas—. Esa clase de sensibilidad puede haberte hecho capaz de experimentar la retrocognición.
A Honey no parecía agradarle que le sucedieran cosas de este tipo.
—Lo que no comprendo —continuó—, es por qué Trixie y yo tuvimos la experiencia en esa cabaña. Allí no había nadie…
—Ahora no, pero entonces sí —dijo Wilhelmina, levantando los ojos—. Yo diría que entrasteis en esa cabaña momentos después de que Gunnar Bjorkland saliera corriendo, perseguido por los linchadores.
Dicho eso, ya no parecía que faltara nada por explicar. Entonces las chicas dejaron sola a Wilhelmina y regresaron a la casa.
Honey estaba pálida, asustada. No volvió a pronunciar ni una sola palabra hasta que Trixie alargó una mano, para apagar la luz del cuarto, antes de dormirse. Entonces, exclamó:
—¡Ay, Trixie, me muero de miedo!
—¿Miedo de qué? —preguntó Trixie tranquilamente.
—De regresar al pasado otra vez —contestó Honey con un nudo en la garganta.
—No es para tanto —replicó su amiga.
—Sí, pero ahora que sabemos de qué se trata… —añadió Honey.
—Mira, no tenemos por qué volver a esa cabaña nunca más —concluyó Trixie con ánimo de tranquilizarla.
—¡Eso no tiene nada que ver! Yo creo que podría ocurrirme en cualquier momento, en cualquier sitio. ¡Me siento indefensa! —dijo Honey tapándose con la manta hasta la barbilla. Estaba absolutamente aterrorizada.
Trixie no sabía qué decir. Honey percibía, desde luego, los sentimientos de los demás con más fuerza que la mayoría. Tal vez eso le hiciera más propensa a la retrocognición.
Es posible que la única razón que explique el que yo la haya experimentado sea por haber estado con Honey en ese momento —pensó Trixie.
—Ojalá supiera por qué ocurrió —dijo Honey—. Y si todo ha sido por mi culpa. Entonces no tendría la impresión de estar a punto de atravesar el túnel del tiempo en cualquier momento.
—Eso lo averiguaremos antes de dejar Minnesota —le dijo Trixie—. Te lo prometo.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, se comportaron con la mayor naturalidad, como si nada fuera de lo común hubiese ocurrido. Nadie observó nada extraño en ellas y nadie les hizo ninguna pregunta que pudiera comprometerlas. Sin embargo, Trixie notó que Honey estaba pálida y retraída, y le pareció que Regan las miraba con recelo, pero al final no hubo comentarios.
No habían acabado de desayunar cuando sonó el teléfono; Bill Murrow descolgó el auricular. Conforme iba hablando, las respuestas se fueron haciendo cada vez más breves. Su última frase, antes de colgar violentamente, fue: «¡Te conozco desde hace más de veinte años, Lars Anderson, y se te han ocurrido cosas absurdas, pero ésta bate todos los récords!».
Bill regresó a la mesa, apartó la silla, y la soltó con tanta fuerza que por poco la destroza. Luego cogió su taza de café y la dejó en la mesa bruscamente. Miró a los demás comensales, y cuando vio que todos le estaban mirando, dijo:
—Lars Anderson espera visita la semana que viene. Vienen de la gran ciudad, y no sabe qué hacer con ellos para no aburrirlos. Así que ha pensado en traerlos aquí alguna noche para que vean a nuestro fantasma.
Pat Murrow soltó una carcajada, pero enseguida agachó la cabeza y se quedó mirando el plato.
Su madre se lo había tomado más a pecho porque se le ocurrió decir:
—¡Es la idea más absurda que he oído en mi vida!
—Eso es lo que le he dicho yo —dijo Bill Murrow.
En ese momento, el teléfono volvió a sonar. Esta vez se levantó Charlene y volvió a la mesa echando chispas.
—Era Mark Onsgard —dijo muy indignada—. Quería saber si sus scouts podían acampar aquí una noche «porque todo el mundo quiere ver al fantasma» —añadió, imitando burlonamente el tono de voz del señor Onsgard.
Después, como queriendo olvidarlo, se puso a quitar la mesa, sin preguntar siquiera si alguien quería más.
Los demás se fueron enseguida, para no estorbar. Bill Murrow seguía enfadadísimo. Pero Pat les dijo a las chicas:
—No es que me guste que esto se llene de cazadores de fantasmas, pero es curioso ver cómo circulan las noticias por aquí. Por estos lugares, lo que le ocurre a uno, le ocurre a todos… es como si la tierra perteneciera a todos por igual.
—Queda muy bonito, dicho de esa manera —dijo Trixie.
—¿Y por qué no intentáis explicárselo a papá y a mamá? —preguntó sonriendo.
—¡Ni hablar! —dijo Trixie con firmeza.
Los tres seguían riéndose cuando oyeron que alguien se acercaba al rancho. Era Burke, que venía en su camión a gran velocidad.
—Mi teléfono no ha parado de sonar —dijo con una sonrisa de oreja a oreja al llegar al corral—. Se ha propagado la noticia del fantasma, y la gente quiere saber de qué va el asunto. ¡Están solicitando los apartamentos para poder verlo! ¿A que es fabuloso? —añadió mirando en torno suyo pero sólo encontró malas caras—. Eh, eh, aguardad… no me he explicado. Esto significa que el trato sigue en pie. Si la gente quiere fantasmas, ¡les daré fantasmas! ¡Toda una ciudad fantasma! No cambiaré ni un solo detalle cuando os hayáis marchado. Dejaré que crezcan las telarañas, y puede que monte un kiosko de recuerdos en los establos. ¡Me voy a forrar! Ya a venir gente de todas partes del Estado… —terminó diciendo a grito pelado.
—Olvídalo —gritó Bill Murrow, interrumpiéndolo—. Yo estaba dispuesto a vender esto y a instalarme en otra región. Estaba dispuesto a dejar que tirases abajo el rancho, en el que nací y crecí, con tus repugnantes grúas. Pero de ninguna manera voy a consentir que conviertas mi casa en un señuelo para turistas, para que unos cuantos chiflados vengan a ver un fantasma que no existe.
Bill se iba acercando a Burke mientras hablaba, y éste retrocedía, para mantenerse fuera de su alcance. Y cuando Bill dio por concluido su discurso, ya tenía Burke un pie en su camión. Bill le abrió la puerta y le invitó a pasar con una grotesca reverencia.
—Entra —dijo— y lárgate.
Y dándole la espalda, se alejó, enfurecido. Burke arrancó el camión rápidamente.
Trixie y Honey aplaudieron con entusiasmo la actuación de Bill y Pat echó su sombrero al aire.
—¡Así se habla, papá! —exclamó.
—Sí, pero, en resumidas cuentas, serás tú el que herede este rancho, y estarás con deudas hasta el cuello —contestó.
—¡Trato hecho! —dijo Pat.
Después del altercado, las cosas parecieron volver a la normalidad. Honey estaba pendiente del menor gesto de Pat… y al mismo tiempo, según advirtió Trixie, miró con recelo, a su alrededor, antes de entrar en la casa y en los establos.
A la hora de ir a la cama, Trixie creyó por un momento que Honey había superado el miedo. Se pusieron a hablar sobre lo ocurrido ese día, comentando las cosas que les contarían a los demás Bob-Whites a su regreso a Sleepyside. A Trixie se le cerraban los ojos pero ni siquiera esto hacía callar a su amiga.
De un momento a otro tendré que apagar la luz —pensó Trixie, mientras decía en voz alta:
—El ambiente está un poco cargado, aquí dentro… ¿Te importa si abro la puerta que da al pasillo?
Honey accedió de muy buena gana y, al ver que entraba luz del corredor, se durmió enseguida.
Tengo que hacer algo para que Honey recobre la confianza —pensó Trixe—. ¡Sería un desastre si regresa a Sleepyside y vuelve a ser tan miedosa como cuando la conocí!
Trixie estuvo dando vueltas en la cama un buen rato, tratando de idear algún plan para ayudar a su amiga. Pero no se le ocurría nada.
—Necesito una explicación contundente de esa retrocognición… y pronto —susurró en la oscuridad—. Pero los estudiosos llevan años buscándola… y aún no lo han logrado.
Finalmente, Trixie se durmió. En sus sueños, volvió a revivir su primera visita a la cabaña de Gunnar Bjorkland. Sintió el olor a comida recién hecha, sintió el aroma del café. Olió la humedad del armario al abrirlo. Oyó el graznido del cuervo, y volvió a sentir el dolor en la rodilla, al golpearse contra el mango de la puerta de la estufa.
Entonces se despertó de un sobresalto. Se sentó en la cama.
—¡Claro! —exclamó—. ¡Eso lo explica todo!