Una búsqueda frenética • 9
TRIXIE miró a Honey. Ésta había murmurado algo entre sueños, pero la exclamación de Trixie no la había despertado.
Trixie estuvo a punto de llamarla, pero no lo hizo. Estaba convencida de haber encontrado un argumento que explicaba la retrocognición. De hecho, tenía pruebas de que todo el incidente era falso… y también creía saber quién era su autor.
Pero ¿y si no lograba convencer a Honey? Su amiga estaba tan asustada por la experiencia (y por la posibilidad de que se repitiera algo parecido) que tal vez no atendiera a razones.
Y en tal caso, si la despierto en medio de la oscuridad, lo único que conseguiré será que vuelva a tener miedo —pensó Trixie—. Así que decidió dejarla dormir para que pudiera reponer sus fuerzas.
El resto de la noche lo pasó Trixie metida en un sueño ligerísimo, temerosa de que uno más profundo le hiciera olvidar su descubrimiento. Cada vez que se despertaba, sentía el pánico, pero enseguida lograba coger el sueño, tranquilizándose al recordar que ella conocía el secreto de todo aquello.
Hacia el alba, Trixie cayó en el más profundo de sus sueños… pero unos gritos la despertaron. Se incorporó, desconcertada, tratando de explicarse el motivo del escándalo. En la otra cama, Honey parecía estar haciendo lo mismo.
Pat Murrow era el que más gritaba. Trixie sólo distinguía las palabras más altisonantes de cada frase:
—… desapareció… claro que estaba cerrada… la tiró abajo de una coz… un caballo fuerte.
—¡Oh, no! —exclamó Trixie, saltando de la cama y abriendo bruscamente el cajón de la cómoda—. ¡Aladín se ha escapado!
Las chicas se vistieron tan deprisa como pudieron. Al irrumpir en el recibidor, estuvieron a punto de darse de bruces contra Bill Murrow, que se estaba subiendo las mangas de la camisa al salir de su dormitorio. Fuera, en la cocina, Charlene estaba friendo el tocino. Salió con la espumadera en la mano y se quedó de piedra al enterarse de lo que había ocurrido. Pat y Regan, que hasta se habían puesto el sombrero y los guantes, estaban en la entrada de la casa. O bien habían vuelto de buscar al caballo, o bien estaban a punto de salir.
Bill fue a su lado y abrió la puerta de par en par.
—Que cada uno coja un caballo —dijo, volviendo la cabeza—. Nos separaremos en grupos y pondremos patas arriba todo este maldito condado, si es necesario.
Pat, Regan, Trixie y Honey fueron corriendo detrás de Bill. Entraron en los establos, y ensillaron rápidamente los caballos. Antes de que acabaran, ya Charlene se les había unido después de ponerse unos pantalones vaqueros y unas botas de montar. Por la naturalidad con que puso la manta y la silla al caballo, Trixie se dio cuenta de que sabía perfectamente manejar los caballos y que estaba acostumbrada a ello.
Inmediatamente, se separaron en tres grupos… Bill y Charlene, Pat y Honey, y Trixie y Regan.
Por lo menos Honey estará a solas con Pat —pensó Trixie, pero enseguida se avergonzó de haber pensado eso.
Trixie ya sabía, por experiencia, que sería inútil tratar de buscar las huellas del caballo por el rancho. Bill y Pat descartaron el bosque: los abejorros se hubieran encargado de sacar el caballo de allí, si es que se había arriesgado a meterse entre los árboles. Bill tampoco creía que Aladín hubiera vadeado el río.
—Aparte de eso —dijo Bill— yo no os puedo decir nada. Nosotros seguiremos el río hasta más allá del terreno de Burke. Los demás id hasta la carretera y al llegar os separáis.
Entonces azuzó a su caballo y salió a un medio galope, en compañía de Charlene.
Regan siguió el mismo camino por el que Pat había conducido a Trixie y a Honey el día del paseo. Cabalgaron deprisa, pero a un paso que les permitiese ir observando los alrededores, en busca de algún rastro del caballo.
Trixie tenía la boca seca. El hambre hacía que se le encogiera el estómago. Pero dejó de preocuparse de esas sensaciones e intentó ir al paso de Regan. En su cerebro todavía resonaban las palabras de Charlene Murrow, aquel primer día, en el corral: «Las pesadillas me acosan, advirtiéndome que algo malo va a pasarle a ese caballo».
Trixie trató de alejar de su mente esos pensamientos. No quería que nada la distrajera, que nada le impidiera encontrar a Aladín o algún rastro de sus huellas.
Pero no logró descubrir nada.
El sol ya estaba bien alto en el cielo cuando Regan sujetó con las riendas a su caballo, para que descansara.
—Hemos estado en todos los sitios que yo conozco por este lado. Pero todo ha sido inútil —le dijo a Trixie, mientras se limpiaba el sudor de la frente—. Y no haríamos ningún favor a nadie perdiéndonos, así que más vale que regresemos cuanto antes.
Trixie asintió. Estaba casi desfallecida de hambre, y, aunque jamás lo habría reconocido, agradeció el descanso.
En el rancho, los caballos que Bill y Charlene habían sacado esa mañana estaban amarrados al corral, todavía ensillados y con las bridas puestas. Al llegar, Trixie y Regan ataron los suyos junto a los otros y entraron en la casa.
Bill estaba sentado a la mesa de la cocina, removiendo su café distraídamente. Charlene se había puesto a freír más tocino. Los dos miraron a Regan y a Trixie con ansiedad, cuando entraron. Por sus caras tristes, comprendieron que no se había resuelto nada, así que se limitaron a bajar la vista para que no se notase la decepción que estaban sintiendo.
—¿Pat y Honey siguen fuera? —preguntó Trixie.
—Aunque no creo que vaya a servir de nada —contestó Bill Murrow, dando a entender su pesimismo.
Charlene estaba sirviendo el desayuno cuando llegaron, finalmente, Pat y Honey. Los dos habían perdido el color, y se les veía tristes y cansados. Charlene los acogió como una gallina a sus polluelos, dándoles una taza de café con leche muy caliente y poniendo a freír la tercera tanda de tocino de la mañana.
—No hubo suerte ¿verdad? —preguntó Bill de tal forma que no era necesario responder.
—Hubiera abandonado la búsqueda hace un buen rato, pero Honey se empeñó en seguir —dijo Pat admirando la decisión de la chica.
—Sólo quería asegurarme de que habíamos indagado por todo el terreno —dijo Honey
—Has hecho lo que has podido —le dijo Pat con dulzura.
Ésta es la mirada más cálida que he visto dirigirle a una mujer —pensó Trixie.
Honey le devolvió la sonrisa a Pat.
—Cuando acabemos de desayunar, iremos a avisar a los vecinos —le dijo Bill a Pat—. Puede que el caballo aparezca en el rancho de alguno de ellos para buscar comida, cuando se canse de buscar el forraje él solito.
—¿Lo tenían asegurado, a Aladín? —preguntó Trixie tímidamente.
Bill se encogió de hombros.
—Está asegurado por lo que nos costó, pero no por lo que él vale. Y para determinar lo que vale sólo tenemos mi palabra y la de Pat. Las compañías de seguros están hartas de reclamaciones exageradas de los rancheros que se han arruinado.
—¡Nosotros no estamos arruinados! —dijo Pat, muy ofendido.
—Bueno, eso depende de que Aladín aparezca en los dos próximos días. Después… después el Rancho del Buen Refugio pasará a ser un rancho fantasma, de un modo u otro —dijo levantándose muy despacio, como si de repente hubiera envejecido—. Gus ya debería estar aquí. Será mejor que vaya a contarle lo que ha pasado. Luego podemos empezar a contárselo a los vecinos.
—¡Gus! —exclamó Trixie de repente en un tono de voz tan alto que todos se quedaron mirándola—. Olvidé que él todavía no sabe nada de lo ocurrido —dijo sonrojándose.
Esa explicación pareció satisfacer a todos excepto a Honey, que siguió mirando fijamente a su amiga. Y eso era exactamente lo que Trixie quería. Con un gesto le indicó que fuera a su dormitorio. Honey pidió disculpas, aduciendo que necesitaba acostarse un rato, y Trixie la acompañó a la habitación.
—¿Qué ocurre, Trixie? —preguntó Honey—. Esa mirada tuya ya la conozco.
Trixie se dejó caer en la cama, pero enseguida se levantó y se puso a recorrer la pequeña habitación una y otra vez, como una fiera enjaulada.
—Ya sé lo de la retrocognición, Honey. Me di cuenta en un sueño, anoche. Eh, eh, ya sé lo que estás pensando… —dijo levantando una mano para impedir que Honey la interrumpiera, pero en ese instante sintió que le venía a la mente una nueva idea.
—¡Oye, apuesto a que también sé dónde está Aladín! ¡Escucha! —dijo con aire de misterio.
Brevemente, le contó su sueño, la conclusión que había extraído a partir de él, y su teoría sobre la desaparición de Aladín.
—Parece que todo concuerda —dijo Honey—. Pero ¿qué podemos hacer nosotras?
—¡Hacerle frente! —dijo Trixie, entornando los ojos con determinación.
—¿No será mejor decírselo antes a Charlene y a Bill? —sugirió Honey.
—¿A qué te refieres? ¿A lo de la retrocognición? ¿O a lo de nuestras escapadas de todas las noches para ir a ver a Wilhelmina James? Yo creo que eso más vale mantenerlo en secreto, si no queremos que nos manden de regreso a casa en el próximo autobús. Y en casa, nos tendrían un mes castigadas, sin salir. Yo, desde luego, no voy a decirles nada —dijo Trixie.
—Tienes razón —admitió Honey—. Tendremos que arreglárnoslas las dos solitas. Y ojalá no te equivoques con lo de la retrocognición, aunque espero, por otro lado, que lo que sospechas de Aladín no sea cierto.
—Te comprendo —dijo Trixie—. Pero recuerda que lo importante es recuperar el caballo, y rápido.
Y sin más, las chicas salieron del cuarto. Cuando iban camino de la cocina, Charlene les salió al paso.
—¿Ya os habéis levantado? —les preguntó—. Deberíais descansar un poco más. ¡La mañana ha sido tan ajetreada!
—Me pareció que un paseo me haría bien. Si no estiro ahora las piernas un poco, ¡no podré volver a andar nunca más! —dijo Honey con una sonrisa forzada.
—Vale, pero no quiero que os canséis más de la cuenta —les advirtió Charlene.
Cuando llegaron a las cuadras encontraron a Gus solo, cepillando a uno de los caballos que había participado en la búsqueda, esa mañana.
Regan debe de haberse ido con Paty con Bill. Hasta ahora, no nos ha abandonado la suerte —pensó Trixie.
—Hola, Gus —dijo con una naturalidad fingida.
—Hola —repuso Gus intentando sonreír, pero sin lograrlo.
—Lo de Aladín es una pena ¿verdad? —preguntó Trixie—. Y digo yo… ¿y si fue el Jinete Fantasma el que se ha llevado al caballo? Sería muy propio de su forma de actuar, ¿no?
—El viejo Gunnar no robó nunca un caballo —murmuró Gus, sin dejar de cepillar al que tenía delante.
—En eso tienes razón —dijo Trixie—. Me figuro que tú sabes mejor que nadie lo que el fantasma hace o deja de hacer. Lo que quiero decir, Gus, es que tú eres el fantasma, ¿me equivoco?
Gus se incorporó con dificultad, poniéndose las manos en los riñones.
—¿Cómo lo habéis sabido? —preguntó.
—Gracias a un sueño —le dijo Trixie—. Cuando estábamos en la cabaña, nos pareció que el fantasma acababa de salir, porque el café y los guisantes todavía estaban calientes. Pero al soñar con eso anoche, caí en la cuenta de que el horno estaba frío cuando tropecé con él. Y un horno frío nada tiene que ver con un plato caliente… ni siquiera en un mundo de fantasmas. Entonces supe que todo era un montaje. Y eso significa que el fantasma eres tú, ya que eres el único que estaba enterado de que nosotras sabíamos lo de la cabaña.
Gus hundió el talón de su bota en la paja.
—No se me ocurrió que fuerais a mirar por toda la cabaña —dijo mirando al suelo—. Creí que os entraría miedo enseguida y que iríais corriendo a casa a contar a todo el mundo lo del fantasma.
—Y lo mismo pensaste cuando nos gastaste las otras «bromitas» —dijo Trixie, entendiendo que Gus también tenía mucho que ver con ellas.
—Bueno, ¿y por qué creéis que lo hice todo? —dijo Gus con un poco de rabia—. En cuanto os dije que a la señora Murrow no le hacía ninguna gracia que le hablaran de fantasmas, pensé: «.¡Claro! Y seguramente tiene toda la razón. ¿Quién va a querer un rancho maldito? Ese mezquino de Burke se largará de aquí, en cuanto se entere». Y entonces me puse a asustaros.
—Esconder los cepillos y lo demás quizá te haya resultado facilísimo —dijo Trixie—. Pero ¿cómo te las arreglaste con los otros trucos?
—Hacer que se cayera la foto tampoco supuso ningún problema —dijo Gus—. Cuando iba para el baño, me paré un segundo en la sala de estar. Saqué el clavo un poco… con lo cual el cuadro no tardaría en caerse, al menor soplo de viento o al primer portazo.
—Y a nadie se le ocurrió pensar que pocos minutos antes te habías levantado de la mesa —dijo Trixie lamentando no haber caído en la cuenta entonces—. Después de eso, el fantasma se encabritó un poco, ¿no?
—No tanto —dijo Gus—. Para el golpe de viento, no tuve más que meterme debajo de vuestra ventana con un viejo fuelle de herrero. ¡Fuuuuuú! —exclamó imitando exageradamente el soplo del fuelle—. Luego utilicé un magnetófono para que oyerais la galopada. Había grabado la cinta en mi casa… poniéndola en marcha mientras yo mismo iba cabalgando —añadió sonriendo con malicia al ver que las estaba dejando asombradas—. El que no me gusten los coches no quiere decir que esté chapado a la antigua.
A pesar de todo, Trixie le sonrió al viejo.
—Y debiste quedarte hecho polvo al ver que no íbamos contándole a todo el mundo lo de los fantasmas.
—Exactamente. Reconozco que sois unas chicas duras de pelar —dijo Gus.
—Y entonces decidiste asustar a otras personas, como por ejemplo, al agrimensor —dijo Honey.
—Ja, ja. Ese tipo sí que se asustó de veras —dijo Gus—. Sólo tuve que esconderme entre los matorrales y asomarme al ver que miraba hacia allí con su aparato. ¡Y como podéis comprender, mi cabeza no anda sola por ahí… la tenía encima de los hombros! Pero él tampoco se detuvo a mirarme mucho rato.
—Ése fue el truco más fácil de todos, y el que funcionó mejor —opinó Trixie.
—¡Ya lo creo! Si llego a saber que ese tipejo iba a decirle a todo el mundo que había visto un fantasma, podría haberme ahorrado todo el trabajo de la cabaña —dijo Gus.
—¡Entonces tú fuiste el que organizaste todo lo de la retrocognición! —exclamó Honey, suspirando como si le hubiesen quitado un grandísimo peso de encima.
—Yo de eso no sé nada —dijo Gus, poniéndose muy serio.
—La palabreja ésa sólo significa «hacer el fantasma», más o menos —se apresuró a decir Trixie, con la intención de que Gus no se mostrara receloso—. ¿Y cómo lo hiciste?
—Bah, fue muy sencillo. Sabía que iríais a la cabaña en cuanto oyeseis hablar de ella, así que esperé a que salierais para allá. Luego tomé un atajo y os adelanté. Puse unos platos, los guisantes, serví el café que había traído en mi termo, y colgué el sombrero. Quería haberlo dejado todo bien calentito, pero me pasé de listo. No me dio tiempo ni a recoger el tenedor al oíros llegar.
Honey estaba decepcionada.
—Eso no debiste haberlo hecho… —le dijo en tono de reproche— ¡y nosotras que pensábamos que era una pista importantísima!
Gus, sin embargo, parecía satisfecho consigo mismo.
—Pero ¿cómo deshiciste todo el lío? —preguntó Trixie—. Cuando volvimos, más tarde…
—¿Que volvisteis? —le interrumpió Gus—. ¡Desde luego, sois el colmo!
—Pues sí; volvimos —se apresuró a decir Trixie, que no estaba dispuesta a explicar por qué o con quién—. Y todo estaba distinto, como si no hubiese habido nadie allí desde hacía muchísimos años. ¿Cómo lo hiciste?
Gus resopló.
—Yo lo único que hice fue recoger todas mis cosas y salir pitando de allí —dijo.
—Pero las telarañas, el polvo en el suelo, la grasa de la mesa… —recordó Trixie, desconcertada.
—Probablemente estaban ya allí cuando entramos la primera vez —dijo Honey— pero no nos fijamos.
—Y eso es lo único que nos pasó desapercibido —dijo Trixie, enigmáticamente—. Si hubiésemos visto las huellas de Gus en el polvo, no habríamos caído nunca en la trampa. Te habrías ahorrado un montón de preocupaciones, de haber sido más observadoras.
Honey le sonrió a su amiga, agradecida.
—Yo también podría habérmelas ahorrado —concluyó.
Trixie estaba experimentando sentimientos en cierto modo contradictorios. Por una parte, sentía rabia hacia Gus, por el miedo que había hecho pasar a su amiga, y por otra parte sentía una enorme tranquilidad, al haber resuelto ese asunto, al menos.
—Y ahora, Gus —dijo con voz solemne—, dinos dónde has metido a Aladín.