Un paseo a caballo • 4

LAS DOS CHICAS durmieron sólo a intervalos esa noche. Cuando se sentaron a la mesa, para tomar el desayuno, tenían los ojos hinchados como de no haber dormido.

—¡Pero si a las diez ya os habíais metido en la cama! —dijo con voz burlona Bill Murrow—. ¿Y a las siete de la mañana todavía tenéis sueño?

Trixie se puso colorada y se quedó mirando fijamente el plato, recordando que ella y Honey habían vuelto de su encuentro con Wilhelmina James hacia la medianoche. ¿Y si se está metiendo con nosotras porque sospecha algo? —pensó.

Si así era, disimulaba mucho.

—La vida de Minnesota os debe aburrir como ostras —dijo rotundamente. Ante las protestas de las chicas, se limitó a levantar una mano y añadió en el mismo tono—: No me discutáis. Conozco los síntomas, y vosotras los tenéis todos. Por suerte, también conozco el remedio. Cuatro horas dando botes encima de un caballo, y se os pasará el aburrimiento.

—¡Un paseo a caballo! —exclamó Trixie, dando un salto en la silla—. ¡Me encantaría!

—¡Ya mí! —añadió Honey—. Pero tendrá que dibujarnos un mapa. No conocemos los caminos de esta zona.

—Ah, haré algo mejor que eso. Iréis con un guía —dijo mirando a su hijo, que estaba comiendo enfrente de él sin atender a la conversación.

Hubo un largo silencio antes de que Pat se diera cuenta de que todos lo estaban mirando. Entonces, levantó la vista.

—¿Quién, yo? —preguntó desconcertado.

Bill Murrow retiró su silla y se levantó de la mesa.

—Sí, voluntario —dijo, mientras alcanzaba la puerta en dos zancadas.

—Pero si yo… —empezó a decir Pat pero se calló al ver que su padre ya no podía oír sus protestas—. Bueno, supongo que los caballos necesitan hacer ejercicio. Los tendré listos enseguida.

—Por favor, deja que te ayudemos —dijo Honey.

Pat se quedó mirándola extrañado.

—En casa tenemos una regla: «el que no trabaja, no cabalga» —le dijo Regan a Pat—. Si empiezas a mimarlas, lo voy a tener difícil cuando regresemos a Sleepyside.

La intervención de Regan hizo que Pat cambiara de opinión.

—Muy bien —dijo. Echó hacia atrás su silla, fue hacia la puerta, y la sujetó para que pasaran Trixie y Honey.

Las dos chicas saltaron de la mesa, impacientes. La diferencia está en que yo quiero ir por ver si puedo sacar el tema del Jinete Fantasma —pensó Trixie—. ¡Honey, en cambio, sólo piensa en el «Gallardo Jinete»!

En las cuadras, Pat asignó a las chicas dos yeguas, Mur-Elda y Mur-Jadi. Por los prefijos, Trixie supo que los caballos habían sido criados en el rancho de los Murrow. Con eso quedaba garantizada la doma de los animales, aunque su temple árabe no les hubiera abandonado.

Pat no se fiaba del todo de la destreza de las chicas con los caballos. Quiso ponerles él mismo la brida y sacarlos al corral, y a ellas sólo les dejó la tarea de cepillarlos. Cuando regresó con las mantas y las sillas de montar, acarició a los animales en el lomo, por si había quedado algún resto de barro o algún pelo suelto, antes de permitir que ellas los ensillaran.

¡Como si no supiésemos que el barro, debajo de la manta, provoca heridas! —pensó Trixie con rabia mientras le colocaba la manta al caballo.

—Lo que pasa es que quiere mucho a los caballos —dijo Honey, leyéndole el pensamiento a su amiga—. No sabe lo estricto que Regan ha sido con nosotras.

—Sí, eso es lo que pasa, supongo —dijo Trixie, aunque no muy convencida.

Pat volvió a salir de los establos con Aladín ensillado y embridado. Amarró al caballo a un poste de la valla y se acercó para comprobar el estado de las cinchas. Al no encontrar ninguna falta al trabajo de las chicas, soltó un gruñido que bien podría ser de sorpresa o de aprobación; fue a su caballo y se subió a su silla sin ningún esfuerzo.

—¡Menuda sorpresa! ¡No nos ha ayudado a montar! —murmuró Trixie, subiéndose a lomos de Mur-Jadi.

—¡Trixie! —dijo Honey echando a su amiga una mirada de advertencia.

—Vale, vale —replicó Trixie—. Seré buena.

Ya que a Honey le gusta tanto Pat, haré lo posible por que me guste a mí también —se dijo.

—¡Un momento! —gritó la señora Murrow, mientras iba hacia ellas con una bolsa de papel en una mano y un termo en la otra.

Se lo pasó a Pat, diciendo:

—He metido galletas y unas manzanas, y he preparado un poco de limonada.

—¡Pero si vamos a estar sólo unas horas, no semanas! —dijo Pat, que tan bien conocía los instintos maternales de su madre.

—No dejéis de parar a descansar en el camino —le dijo la señora Murrow—. Seguramente, las chicas no estarán acostumbradas a pasarse todo el día a caballo, como tú.

—Muchísimas gracias —dijo Honey.

—Vosotras dadle con la fusta si veis que no para —les recomendó la señora Murrow.

Trixie había creído que darían el paseo bordeando el río. Sin embargo, Pat las condujo por el camino de gravilla hasta la carretera, y fueron a un trote suave por el arcén.

A ese paso tan placentero, Trixie consiguió relajarse y disfrutar del paisaje. Había por todas partes colinas bajas, de suaves pendientes. Todo… los árboles, la hierba, los cultivos… tenía el verde tierno del verano temprano. En el cielo no había nubes, y el sol brillaba con fuerza. Una brisa suave soplaba esparciendo aromas frescos, dulzones.

Embriagada por todo aquello, Trixie no supo en qué momento oyó el ruido de un motor. Ya se oía bastante cerca cuando Pat soltó las riendas y obligó a su caballo a ir a un medio galope. Trixie hizo lo mismo, y vio un cartel enorme, en el mismo lado de la carretera que el rancho de los Murrow. En el cartel podía leerse TERRENO DE BURKE. Más allá del cartel, la tierra era estéril y marrón, con una gran cantidad de árboles talados. Fuera de la tierra desnuda se levantaba el forjado de un edificio en el que trabajaban afanosamente los albañiles. Había grúas excavando los cimientos para edificar nuevas construcciones. En un extremo del claro había un remolque con un letrero a un lado que decía RESERVE AHORA. ABIERTO TODOS LOS DÍAS, de 9 a 4.

Al otro lado del terreno de Burke había un camino de gravilla. Se metieron por allí y pronto llegaron a un lago bordeado por un camino de tierra. Dieron una vuelta al lago, un rato al trote, y después al galope.

Era un placer cabalgar a lomos de Mur-Jadi, según descubrió Trixie. La yegua obedecía dócilmente al menor de sus gestos. Por su tamaño, algo pequeño, Trixie se sentía muy cómoda con ella; en cambio, con otros caballos más grandes Trixie solía sentirse agobiada.

Pat Murrow no se volvió ni una sola vez para mirar a las chicas, aunque de vez en cuando volvía la cabeza hacia un lado, como para comprobar por el ruido de las pisadas de los caballos que todavía estaban allí.

En una ocasión, al llegar a un camino recto, sin curvas, puso al caballo a todo galope. Honey, que iba tras él, vaciló un segundo antes de seguirlo pero Trixie no se lo pensó ni un momento, y azuzó a Mur-Jadi; de todos modos, la feroz yegua no iba a permitir que la dejaran atrás.

Trixie sintió el viento azotándole el rostro. Sujetó las riendas firmemente, y se agarró a la silla doblando las piernas. Era una sensación magnífica, deliciosa, pero terminó demasiado pronto. El camino llegó a una pendiente, y Pat disminuyó la velocidad hasta un galope medio, luego al trote, y finalmente al paso. Al cabo de unos metros, se salió del camino; Trixie notó que había llegado la hora del almuerzo.

Pat sacó el termo y la bolsa de papel de la alforja, fue a una mesa de madera y empezó a sacar la comida. A Trixie le dio rabia que hubiese parado sin pedirles siquiera la opinión. Pero al desmontar sintió que tenía los músculos tan agarrotados que le pareció una idea estupenda.

Honey parecía encantada de poder sentarse y charlar con Pat. Le ayudó a servir la limonada en los vasos de cartón que su madre les había dado, y luego se sentó frente a él, mirándolo con una dulce sonrisa.

—Esto es muy bonito. ¿Vienes aquí a menudo? —le preguntó.

Pat asintió mientras bebía la limonada.

—Me sorprendió que no fuéramos a pasear junto al río —dijo Honey.

—No hay ningún sitio adonde ir —contestó Pat—. A la otra orilla del río hay un bosque… pero en esta época del año está lleno de abejorros; los caballos se volverían locos y al otro lado de nuestro rancho el terreno… es privado —dijo mientras cogía una manzana y le sacaba brillo con la manga de su camisa.

—Sí, estaban construyendo, ¿no? —dijo Honey—. ¿Qué están haciendo?

—Mucho daño, eso es lo que están haciendo —dijo Pat Murrow con amargura.

—¡Oye! —exclamó Trixie—. ¿No era Burke el hombre con el que tu padre estuvo hablando ayer?

Pat Murrow la miró como si fuera a echarle el mal de ojo; a Trixie se le aceleró el pulso.

—Perdona —dijo—. Tenía curiosidad, nada más.

Pat se tranquilizó un poco.

—Tú no tienes la culpa —admitió—. Lo que pasa es que ese Burke y su proyecto del diablo me sacan de quicio.

—Me figuro que el proyecto se refiere a eso de «Terreno de Burke». ¿Qué es eso? —preguntó Honey.

Pat hizo un gesto de desagrado.

—Es lo que se llama un complejo hotelero, o algo así —dijo—. La gente de la ciudad se gasta una fortuna con tal de pasar aquí dos semanas al año, junto a la Madre Naturaleza. Pero lo hacen metiditos en sus apartamentos de lujo, con todas las comodidades modernas. Y para que les resulte rentable, construyen unos edificios monstruosos, que parecen avisperos.

—¡Aj! —exclamó Trixie.

Pat la miró y, por primera vez, esbozó una ligera sonrisa.

—Yo mismo no habría sabido expresarlo mejor —dijo.

—Ya entiendo por qué te molesta tener algo así a tu lado —dijo Honey—. ¿Y no puedes hacer nada?

—Absolutamente nada —le dijo Pat—. Burke, en persona, nos ha dado la solución perfecta: le vendemos a él nuestras tierras y nos vamos a vivir a algún lugar solitario.

—Eso es lo que le propuso a tu padre —dijo Trixie, al recordar la conversación que habían mantenido en el corral—. Pero tu padre no parece estar muy de acuerdo con la oferta.

—Por supuesto que no. Es nuestra tierra —protestó Pat, como si esa frase lo explicara todo—. Mi padre nació aquí. Su padre trajo un caballo árabe al rancho, del Este, cuando los tipos de por aquí no habían ni oído hablar de esos animales. El caballo tiró al suelo al abuelo: éste se rompió el cuello y murió. Papá pudo haberlo matado de un disparo, pero con eso no iba a resucitar al abuelo. En lugar de eso, lo domó. Lo hizo en homenaje a su padre. Y el rancho también —dijo Pat casi llorando de emoción.

¡Qué sorpresa! —pensó Trixie—. Y yo que creía que no era más que un payaso insensible.

Al ver la cara de asombro que tenían las dos, Pat continuó hablando con su frialdad habitual.

—Además, el mudarnos supondría perder seis meses. Los caballos se olvidarían de casi todo; son demasiado sensibles. Sería una locura hacer una cosa así justo cuando estamos a punto de dar el gran paso —dijo recuperando su tono de voz.

—Él no puede obligaros a vender, ¿verdad? —preguntó Honey.

—Si pudiera, lo habría hecho ya —dijo Pat con cara de desprecio—. Así que me imagino que no puede.

Por un momento, la ironía le hizo parecerse a su padre. A Honey le dedicó una sonrisa amplia que dejó ver sus dientes, blancos, perfectos, y hasta se le hizo un hoyito en la mejilla.

Oh, no —pensó Trixie—. Ahora Honey va a estar en las nubes el resto del viaje.

—En fin, más vale que nos pongamos en marcha —dijo Pat—. Tengo que cuidar de los caballos esta tarde.

Dicho esto, recogió los papeles en los que habían envuelto la comida y los vasos de papel y los metió en las alforjas de Aladín.

—Me temo que hemos agotado su cuota diaria de conversación sin haberle sacado ni una palabra sobre el Jinete Fantasma —le susurró Trixie a Honey mientras iban hacia sus caballos.

—En cambio, hemos resuelto el misterio de Burke. Ayer tenías curiosidad —dijo Honey.

—Eso fue ayer —dijo Trixie— antes de enterarme de que había un fenómeno por aquí.

Honey se echó a reír al ver cómo Trixie había escogido la palabra apropiada.

—Anteayer, todo lo que te preocupaba era un fantasmucho —dijo bromeando.

—Sí, y tú creías que Pat Murrow tendría cara de caballo —dijo Trixie gastándole otra broma.

Honey miró a Pat y suspiró alegrándose de que no fuera así.

—Todavía es temprano, Trixie. Ya averiguaremos algo sobre el Jinete Fantasma, de un modo u otro.

Mientras paseaban a la orilla del lago, a Trixie le pareció increíble que un lugar tan maravilloso pudiera estar maldito.

Los ruidos de las grúas volvieron a romper la paz del lugar al acercarse al Terreno de Burke, camino de casa. Ojalá que el fantasma maldiga ese lugar, para hacer que todo se acabe —pensó Trixie mientras observaba cómo estaban montándolo todo—. Una vez que hayan construido esto, habrá un montón de gente y de tráfico. Será difícil cabalgar por esta carretera sin que algún coche se te eche encima. Y que te maten a un caballo es peor que perder seis meses de entrenamiento. Pero afortunadamente, no era ella la que tenía que tomar la decisión, lo cual le alegraba sobremanera.

Cuando los tres jóvenes entraron a medio galope en el rancho, vieron a Regan y a Bill Murrow trabajando con la pequeña yegua, mientras Gus lo observaba todo. Pat se bajó del caballo y le dio las riendas al anciano.

—¿Por qué no le enseñas a las chicas dónde tienen que dejar los caballos? —le pidió, mientras él se iba con su padre y con Regan.

Gus asintió y le sonrió a Pat; luego se volvió y saludó a las chicas con otra sonrisa.

—¿Ha sido bonito el paseo? —preguntó.

—Precioso —respondió Honey—. Todo esto es una maravilla.

Gus asintió, lleno de contento.

—Ya lo creo que lo es —dijo—. Venid por aquí.

Dio la vuelta y metió a Aladín en el establo; las chicas lo siguieron. Una vez dentro, él se ocupó de Aladín, dándoles a Trixie y a Honey los trastos que necesitaban para limpiar y dar de comer y beber a sus yeguas.

—¿Ha trabajado usted siempre con caballos? —preguntó Honey con dulzura.

—Ah, ja, ja —dijo Gus—. Papá… cuidaba de su granja a caballo. Nunca tuvo un tractor. Y yo hubiera tenido una granja, también, pero llegó la crisis, y la perdimos. Entonces, el papá de Bill… pues me dio trabajo. Y aquí me tenéis, desde entonces.

—Me pareció verle montando a caballo la noche que llegamos —dijo Trixie.

—Podría ser, ¿por qué no? —reconoció Gus—. Me gusta montar después de la cena. Es bueno para la digestión.

—Pues menudo susto me llevé —dijo Trixie—. En Sleepyside la gente no sale a cabalgar con el crepúsculo.

—Te asustaste, ¿eh? —preguntó Gus riéndose mientras subía y bajaba los hombros—. ¡Apuesto a que creíste que era el Jinete Fantasma!

Trixie dejó bruscamente de cepillar a Mur-Jadi.

—¿Usted ha oído hablar del Jinete Fantasma? —preguntó.

—Ah, naturalmente —exclamó Gus—. ¿Y quién no lo conoce, por estas tierras? —dijo moviendo la cabeza—. ¿Pero no queda un poco ridículo llamar al viejo Gunnar Bjorkland de ese modo?

Trixie abrió los ojos como platos. Su amiga y ella se miraron asombradas. Estaban a punto de enterarse de toda la historia. Y nadie sabía hacer esas cosas mejor que Honey.

—Gunnar Bjorkland —repitió Honey muy despacio—. ¿Ése es el verdadero nombre del fantasma?

—Bjorkland, ja —dijo Gus—. En noruego, la «j» la pronunciamos igual que la «y». Por esta región, hay muchos que se cambian el nombre, para que sea más fácil de pronunciar. Yo por ejemplo… Gustav —dijo pronunciando «Gustaf»—. Como a la gente le cuesta una barbaridad pronunciarlo, me empezaron a llamar «Gus». Gunnar Bjorkland jamás se cambió el nombre. Era demasiado perezoso para eso, supongo —y volvió a reír, en silencio.

—Entonces, ¿ese Gunnar era un vago? —dijo Honey, tratando de apartar al viejo del tema de los nombres noruegos.

—Ah, ja, ja —dijo Gus—. No servía para nada. Eso es lo que siempre decía papá. Yo no llegué a conocerlo. Cuando yo nací, ya lo habían ahorcado.