Otra versión de la leyenda • 5

TRIXIE Y HONEY se quedaron perplejas, sin apartar la vista de Gus.

—¿Que lo… que lo ahorcaron? —preguntó Trixie.

—¿Y sólo porque era un vago? —preguntó Honey, horrorizada.

—No, no. Quiero decir, ja, lo colgaron, pero no por vago —dijo; se calló unos segundos mientras acariciaba la barba de dos días. Después añadió—: Aunque sí, la verdad, en parte fue por eso, porque es de vagos robarle a otro hombre su mejor vaca por no molestarse en criar una.

—Entonces, ¿todo lo que hizo fue robar una vaca? ¿Y por eso lo ahorcaron? —preguntó Trixie.

Gus se encogió de hombros.

—Bueno, las cosas eran distintas entonces. Todo lo que tenía uno eran sus vacas. Si alguien te robaba una, no podías ir a comprar otra, de ninguna manera. Te quedabas sin carne y sin leche, tú y tu familia. Y eso era muy grave… casi un asesinato, podría decirse.

—Pero ¡ahorcarlo! —exclamó Honey.

—Eh, yo no estoy defendiendo su forma de actuar. A mi padre no le gustó, y él estuvo allí. Hasta intentó convencer a los demás para que no lo hiciesen —dijo Gus.

—¿Quiere decir que testificó a favor de Gunnar delante del jurado? —preguntó Trixie.

—No hubo jurado, ni testigos, ni nada. Sólo un grupo de granjeros y una buena cuerda. Y un árbol, claro está —añadió Gus, reconstruyendo los hechos con detalle—. Concretamente, aquel viejo roble de allí atrás.

—¡Un linchamiento! —dijo Trixie, sintiendo rabia ante el crimen—. ¡No me extraña que el espíritu de Gunnar regresara a este mundo!

—Ja, bueno, la gente creyó ver a un fantasma. Papá siempre decía que eran las conciencias de los culpables las que lo atraían. Según él, por eso el fantasma se aparecía de forma distinta a cada persona. Algunos lo veían galopando por el campo, como si sus verdugos siguiesen persiguiéndolo. Otros lo veían cabalgando muy despacio, triste, cabizbajo, como si al cuerpo no le quedara ni un soplo de vida.

—Ése es el que yo vi… el muerto… —dijo Trixie—. A menos que fuera usted. Digo… —y de repente se calló, sonrojándose.

Gus le sonrió.

—En mí todavía queda un poquitín de vida —dijo con amabilidad—. Pero hay noches en que cabalgo muy despacio.

—Entones Trixie, ¿a quién vio, a usted o al fantasma? —preguntó Honey.

Gus se quedó pensativo.

—Yo nunca he visto al fantasma. Pero hay gente que sí… o que creen haberlo visto. Yo no estoy seguro.

Trixie se estremeció.

—A una se le ponen los pelos de punta, ¿no?, de pensar que algo así ha sucedido aquí mismo. Quiero decir, con o sin fantasma, hubo un linchamiento. Eso sólo ya produce bastante miedo. Me sorprende que todos los implicados no hicieran las maletas y se largaran, para huir del recuerdo.

—Hubo algunos que sí lo hicieron —le dijo Gus—. Por eso el papá de Bill pudo comprar este terreno tan barato. Y nadie aguantó mucho tiempo en el rancho de al lado. Ese jovenzuelo, Burke, lo compró por cuatro perras, según he oído. El lugar donde vivía el viejo Gunnar es una reserva forestal ahora, así que no pertenece a nadie. Pero, verdaderamente, aquél fue un hecho triste. No cabe duda.

—Seguramente fue por eso por lo que la señora Murrow no quería que Bill hablara del tema —observó Honey.

—¡Ay, ay, ay! No se te habrá ocurrido mencionar al fantasma delante de la señora Murrow, ¿eh? —preguntó Gus—. Apuesto a que casi le da un ataque, ¿no?

—Casi —reconoció Trixie.

—Esas historias de fantasmas la sacan de quicio. Le preocupa lo que la gente pueda pensar. Los ricos, ya sabéis, son los que se pueden permitir el lujo de comprar caballos. ¿Y si se enteran de que sus caballos vienen de un rancho maldito? Ah, pero a Bill le da lo mismo. Él deja que la gente diga lo que quiera: sus caballos hablan por sí mismos. Pero con la señora Murrow es distinto. No, señor. No se os ocurra hablar de fantasmas delante de ella.

—Ya nos hemos dado cuenta, ya —dijo Honey, arrepentida—. Entonces no teníamos ni idea, pero ahora ya lo sabemos. Gracias —añadió mientras Trixie guardaba el cepillo en el cuarto de los trastos.

Después, salieron las dos de las cuadras.

—¿No te parece fascinante esa historia? —preguntó Honey.

—Sí —dijo Trixie rotundamente—. Estoy deseando contársela a Wilhelmina James.

—Pues tendrás que esperar. Todavía faltan unas horas para que acuda a su puesto —le dijo Honey.

—Tienes razón. Además, tendremos que pensar en alguna buena excusa para salir las dos solas, porque es preciso no delatarla. ¡A ver si se te ocurre alguna de tus brillantes ideas! —dijo Trixie.

Fue Honey la que inventó la excusa, y así lo expuso durante la cena, esa misma noche:

—Trixie y yo todavía no hemos visto el río por la otra parte. Hemos pensado ir a dar un paseo por allí después de ayudarle a lavar los platos, señora Murrow.

Ha hablado con toda naturalidad… y en el momento apropiado —juzgó Trixie— pero sin tener en cuenta los instintos maternales de la señora Murrow.

—Ese río es muy traicionero —dijo la mujer—. Y con el viento que hace, cualquiera podría caerse dentro. Y hay unas corrientes fortísimas; además, ahora viene crecido, por el deshielo, y las aguas están heladitas, hasta el punto de que, si te caes, se te corta hasta la respiración.

Toda aquella retahíla de advertencias la dejó extenuada. En ese momento Bill preguntó:

—¿Vosotras tenéis algún río por donde vivís?

—El río Hudson pasa por nuestra ciudad —se apresuró a decir Trixie—. Por eso se llama Sleepyside del Hudson.

—¿Y vuestros padres os sueltan todo este rollo cada vez que os apetece dar un paseo por el río? —preguntó Bill.

Las chicas se miraron, esforzándose por reprimir la risa.

—Pues ahí lo tienes, Charlene —dijo Bill—. Son demasiado listas como para responder a una pregunta así. De forma que también serán lo bastante listas como para pasear junto al río sin caerse dentro y ahogarse.

—Bueno, está bien, podéis ir —dijo Charlene dando un profundo suspiro—. Pero volved antes de que oscurezca.

—Sí, señora, gracias —dijo Trixie mirando de reojo a Bill que, en ese momento, le estaba guiñando el ojo.

Tal y como hicieron la noche anterior, las chicas fueron campo a través, siguiendo río abajo hasta el escondite de Wilhelmina. Como aún era de día, no quisieron ir por la arboleda. En vez de eso, tuvieron que meterse en la espesura del bosque, en medio de la maleza, hasta la orilla del río, y luego continuar río arriba hasta el puesto de observación de Wilhelmina.

El río venía crecido, con un enorme caudal, debido a las lluvias primaverales y a la nieve derretida. Las chicas descubrieron que había zonas en la orilla donde era fácil resbalar, por el barro.

—¡Mira dónde pisas! —dijo Trixie—. No sabría cómo explicárselo a la señora Murrow si volvemos de nuestro paseo con lodo hasta las rodillas.

—Peor sería que nos ahogáramos —dijo Honey, cruzando los dedos. Se agarró a la rama de un árbol y saltó un tramo que el río había cubierto completamente.

Trixie se alegró de haber salido tan pronto. Así podrían también regresar temprano como habían prometido.

—Espero que Wilhelmina ya esté allí esperándonos —dijo.

En efecto, la extraña mujer estaba en su pequeña choza cuando las chicas llegaron. Esta vez, a la luz del día, Trixie se dio cuenta de que Wilhelmina se había rodeado de unas cuantas comodidades. Había puesto una lona impermeable en el suelo, con una manta roja extendida encima. Había un termo y una taza, una bolsa marrón con la merienda o algo así, y una pequeña radio portátil. Muy cerca tenía una mochila de color naranja en la que había algunas cosas dentro.

También Trixie y Honey pudieron examinar más de cerca a la propia Wilhelmina. Trixie no había notado, por ejemplo, que había diamantes falsos en la montura de sus grotescas gafas, y unas arrugas permanentes en los pómulos de la mujer, debidas al constante esfuerzo por sujetarlas.

Wilhelmina llevaba puestos sus típicos pantalones exageradamente anchos. Esta noche, sin embargo, el diseño de los pantalones consistía en unas franjas amplísimas de color calabaza y marrón, colores que, combinados con la blusa a cuadros azules y verdes, hacían daño a la vista.

Cuando se siente en esa manta a cuadros rojos, ¡menuda pinta! Parecerá que ha explotado una fábrica de pinturas —pensó Trixie.

La idea le hizo reír, pero se mordió los labios, al percatarse de lo grosera que estaba siendo. Wilhelmina está demasiado pendiente de las apariciones como para preocuparse de su apariencia —reflexionó Trixie—. Pero al fijarse en ella de nuevo, le entraron ganas de reírse otra vez. Para evitarlo, dijo en voz alta:

—Tenemos unas cuantas noticias de interés.

Entre ella y Honey contaron la historia de Gunnar Bjorkland, tal y como Gus se la había contado.

Wilhelmina había sacado un cuadernillo y un lápiz del bolsillo, y estaba escribiendo sin parar mientras las chicas hablaban. A veces las interrumpía con alguna pregunta, para aclarar algún punto del relato. A Trixie le avergonzó que en varias ocasiones no pudieran responderle correctamente.

Por ejemplo, había preguntado:

—¿Y ese Gunnar era culpable, con seguridad, de haber robado la vaca? ¿Le sorprendieron con ella? ¿Se demostró su culpabilidad?

—Pues… pues no lo sé —dijo Trixie—. ¿Es importante?

—Para Gunnar, seguro que lo fue —dijo Wilhelmina, dando muestra de un desacostumbrado sentido del humor—. Tened en cuenta que, de haber sido inocente el tal Gunnar, la teoría que atribuye las apariciones al sentimiento de culpabilidad cobraría fuerza.

Honey se cruzó de brazos, estremeciéndose de miedo.

—Ni siquiera se me había ocurrido que Gunnar pudiese ser inocente —dijo con voz grave.

La historia ya era lo bastante horrible considerando que era culpable.

—Por desgracia, el sacar conclusiones sin tener pruebas suficientes ha sido siempre una mala costumbre de los hombres —dijo Wilhelmina—. Y lo normal es que esta costumbre dé malos frutos. Por eso nosotros, en el Instituto, trabajamos con tanto empeño… para paliar este vicio.

Luego, cerró su cuaderno de golpe y dijo con énfasis:

—¡Muy bien, chicas! ¡Os felicito! En un día os habéis enterado de la vida y milagros de todo el pueblo. ¿Sospechará alguien de mí, después de tantas preguntas?

—Sólo le hemos preguntado a Gus, y a él pareció gustarle contarnos la historia —dijo Trixie.

—Bien. Si averiguáis alguna otra cosa, me avisáis, por favor —dijo Wilhelmina guardándose el cuadernillo y cogiendo en sus manos los binoculares, que colgaban de un cordel que tenía en torno a su cuello. Todo ello daba la impresión de ser una despedida; las chicas le estorbaban para seguir buscando al fantasma.

—Tenemos que irnos —dijo Honey por cortesía—. Prometimos llegar a casa antes de que oscureciese, y si no cumplimos la promesa, ya no nos dejarán salir solas nunca más. Adiós. Volveremos para darle más noticias.

Wilhelmina asintió y les dijo adiós con la mano, distraídamente, como si tuviera la mente muy lejos de allí.

Las sombras se iban alargando formando siluetas fantasmagóricas. Trixie y Honey fueron por la orilla hasta un punto seguro para poder atravesar el campo situado detrás de las cuadras de los Murrow. Trixie, de pronto, tuvo miedo. En un mundo en el que a un hombre podían ahorcarlo por la mera sospecha de haber robado una vaca, cualquier cosa podría ocurrir.

Por el modo en que Honey se arrimaba a ella, Trixie presintió que su amiga estaba pensando lo mismo.

—Claro, que no hay razón para afirmar que Gunnar fuese inocente —dijo Trixie.

—Eso es verdad. Quiero decir que Wilhelmina quiere saber las cosas con tanta precisión que busca explicación a todo y a todo le saca punta —explicó Honey quien, por el tono de su voz, parecía como si intentara convencerse a sí misma de sus propias palabras.

No hablaron mucho más durante el camino. Tenían demasiadas ganas de alejarse de la orilla del río como para entretenerse a charlar. Al cruzar el campo hasta llegar a la casa, evitaron hablar del tema así como mirar el viejo roble carcomido.

Cuando ya estaban cerca de las cuadras, se percataron de que dentro había gente que estaba discutiendo acaloradamente.

—Bueno, ¿y por qué no enciendes una cerilla y quemas todo esto de una vez, si tantas ganas tienes de destruirlo? —dijo un hombre.

—Yo jamás haría una cosa así, y tú lo sabes —contestó la otra voz.

Trixie miró a Honey desconcertada, pero ésta se limitó a encogerse de hombros. Tampoco estaba segura de haber reconocido las voces. No hay tantas posibilidades —pensó Trixie—. Resultaría extraño que Regan entablara una discusión con ninguno de sus anfitriones. Cualquiera reconocería, por otro lado, el acento de Gus. Deben de ser Pat y Bill —dedujo.

—Si nos vamos del Rancho del Buen Refugio, todo esto acabará perdiéndose —dijo uno de ellos.

—¿Y qué? No es más que un grupo insignificante de casas edificadas sobre un trozo de tierra. Madera y polvo, nada más. Y eso lo podemos encontrar en cualquier otro sitio —repuso el otro.

—No sería lo mismo.

—Puede que fuera aún mejor. Tú eres muy joven todavía y un poco romántico. Crees que aquí nunca ha sucedido nada malo, y que todo seguirá igual por los siglos de los siglos. Pero las cosas no son así. Aquí habrá problemas, como en todas partes.

—¡Pero si los dos hemos nacido aquí!

—¿Y eso quiere decir que tenemos que morir aquí?

Hubo una larga pausa; el otro no quiso contestar a algo que no tenía respuesta. Entonces con una voz más calmada, menos colérica, continuó diciendo:

—Mira, yo no estoy hablando de firmar los documentos de venta mañana mismo. Sólo quiero saber cuánto dinero nos ofrece Burke. Si no es bastante, rechazaré su oferta.

—Pues habla con él. Ésta es tu casa. Nadie puede detenerte.

En aquel momento se oyó el ruido de las botas subiendo las escaleras y acto seguido un portazo. Pat Murrow, obviamente, había dado por concluida la conversación con su padre.

Las chicas se dieron cuenta de que habían estado cotilleando. Y ahora corrían el riesgo de que Bill Murrow las sorprendiera. Rápidamente, se levantaron, doblaron la esquina de los establos… y estuvieron a punto de darse de bruces con Gus, que venía en sentido contrario.

El viejo parecía triste. Tenía las mejillas hundidas y la boca torcida. Sin dirigirles ni una palabra a ellas, se alejó de allí.

—Parece que Gus también lo ha oído todo —dijo Trixie.

—Qué pena —dijo Honey—. Bill y Pat deben ser para él como su hijo y su nieto.

—Y también le dolerá que Bill hable de vender esto —dijo Trixie—. Lleva trabajando en este rancho más de medio siglo.

—Es Pat el que se lo ha tomado más a pecho —señaló Honey.

—Es cierto, pero Bill no es el que tiene todas las de perder; si destruyen el rancho, no se quedará solo —dijo Trixie.

—¡Es verdad! —exclamó Honey, comprendiendo lo que su amiga quería decir—. ¡Pobre Gus!

—Más vale que entremos enseguida en casa, antes de que alguien nos sorprenda aquí fuera, porque entonces sería «pobres de nosotras» —dijo Trixie. Y las dos amigas se encaminaron hacia la casa con paso ligero.