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Museo de Historia Natural,

Washington DC. Miércoles, 10.49

El jaguar de piedra contemplaba a los espectadores con sus redondos ojos de jade. Su boca abierta revelaba unos afilados colmillos de pedernal, y la pintura escarlata de su estilizado cuerpo casi había desaparecido con el paso de los siglos. Un letrero identificaba la estatua como una reliquia procedente de la tumba de un importante rey maya en la ciudad de Uxmal.

—Me recuerda a un gato que tenían mis vecinos —dijo Mulder.

Un grupo de escolares guiado por un profesor de aspecto desolado irrumpió en la sala donde se exponían los tesoros precolombinos, gritando y persiguiéndose los unos a los otros a pesar de los arduos esfuerzos del profesor por mantenerlos callados y respetuosos.

Frente a unas coloridas pinturas que mostraban unas altas pirámides escalonadas con un fondo de selva, había varios maniquíes ataviados con vistosos tocados de plumas. Otro mural representaba a los conquistadores españoles, que parecían astronautas con sus brillantes armaduras plateadas.

Por los altavoces montados dentro de los dioramas retumbaban metálicos toques de tambor grabados, sonidos de flautas y cantos indios, así como el eco de los pájaros e insectos de la selva. Hebras de luz simulaban puestas de sol centroamericanas.

—En el medio de la sala una estela esculpida de piedra caliza —o tal vez se tratara de una reproducción en yeso se elevaba casi hasta las vigas del techo. Varios focos estratégicamente dispuestos iluminaban los bajorrelieves y las tallas que representaban el calendario maya y los mapas astronómicos.

Scully se inclinó para escudriñar una extraña escultura de piedra que se hallaba en el interior de una vitrina rectangular de plexiglás; se trataba de una figura en cuclillas, con el mentón alargado y una nariz ganchuda, que llevaba sobre la cabeza lo que parecía ser un brasero. Scully echó un vistazo a su reloj, luego a su compañero, y arqueó las cejas.

—Los arqueólogos cuentan el tiempo por siglos —dijo Mulder—. Para ellos llegar diez minutos tarde a una cita no significa nada.

Como atraído por aquellas palabras, un hombre delgado y curtido apareció detrás de ellos y se asomó por encima del hombro de Scully para observar la figura de nariz ganchuda.

—Ah, ése es Xiuhtecuhtli, el dios maya del fuego. Es una de las deidades más antiguas del Nuevo Mundo. —Los ojos asombrosamente azules del hombre reflejaban auténtica sorpresa, como si supiese qué decir pero no encontrase el modo de hacerlo. Un par de gafas colgaba de una cadena alrededor de su cuello. Hizo una pausa y prosiguió—: Este personaje era el señor del paso del tiempo; las ceremonias que se celebraban en su nombre eran particularmente importantes, pues constituían la culminación del ciclo de cincuenta y dos años. Esa noche, los mayas extinguían sus fuegos en toda la ciudad, dejándola fría y a oscuras. Entonces el sumo sacerdote encendía una llama completamente nueva. —Arqueó las cejas y esbozó una sonrisa diabólica—. Ese fuego tan especial se encendía… sobre el pecho de un prisionero. La víctima se hallaba atada a un altar, y el fuego consumía su corazón, que aún latía. Los mayas creían que la ceremonia hacía que el tiempo siguiera avanzando.

—Muy interesante —dijo Scully.

El hombre tendió la mano.

—Ustedes deben de ser los agentes del FBI. Mi nombre es Vladimir Rubicon. Siento llegar tarde.

Mulder estrechó la mano que el individuo les ofrecía y halló el apretón del viejo arqueólogo fuerte y firme, como si se hubiese pasado la vida moviendo pesados bloques de piedra.

—Soy el agente especial Fox Mulder. Ella es mi compañera, Dana Scully.

Scully estrechó la mano de Rubicon mientras Mulder estudiaba el porte y los rasgos del eminente arqueólogo. Tenía la barbilla estrecha y acentuada por una delgada perilla. El largo cabello despeinado, canoso pero no totalmente blanco, le cubría las orejas.

—Les agradezco que se hayan reunido conmigo. —Parecía nervioso, como si no supiera de qué modo ir al grano—. Si pudiesen hacer algo para ayudar a encontrar sana y salva a mi hija Cassandra, me sentiría siempre en deuda con ustedes.

—Haremos cuanto podamos, señor Rubicon —aseguró Scully.

Él señaló la sala con ademán cansado, triste y preocupado. Parecía estar evitando una conversación a la que temía.

—Por las tardes trabajo como voluntario en el museo, pues los cursos que imparto este semestre me lo permiten. La verdad es que no tengo tiempo, pero alimentar el interés de los nuevos estudiantes es una inversión en nuestro futuro. Es la única forma de que nosotros, los viejos arqueólogos, podamos conservar una cierta seguridad en nuestros empleos. —Sonrió forzadamente, y Mulder tuvo la sensación de que hacía ese comentario a menudo.

—Necesitaremos más información sobre su hija, doctor Rubicon —dijo Mulder—. ¿Podría decirnos qué había descubierto exactamente en ese nuevo emplazamiento? ¿Buscaba algo en concreto?

—Por supuesto. Veamos… —Rubicon abrió los ojos de par en par, como un búho—. A juzgar por las fotografías que Cassandra me envió, Xitaclán es una magnífica ciudad antigua. El hallazgo de la década en lo que a objetos precolombinos se refiere. Desearía haber estado allí.

—Si se trataba de un descubrimiento tan importante, doctor Rubicon, ¿por qué se le asignó a un equipo tan pequeño? —preguntó Scully—. La expedición de la Universidad de San Diego no parece que estuviera demasiado bien equipada o financiada.

Rubicon suspiró y dijo:

—Agente Scully, sobreestima la importancia que las universidades confieren a investigar los testimonios del pasado. ¿Le sorprendería saber que en el Yucatán, Guatemala y Honduras aún hay unos mil yacimientos arqueológicos todavía sin excavar? Esa parte del mundo fue el centro de la cultura maya, donde se construyeron las ciudades más impresionantes del Nuevo Mundo. Podríamos decir que el Yucatán es como la Grecia antigua, pero prácticamente inexplorada. En Grecia ya no hay nada por descubrir. En cambio, en la mayor parte de América Central la selva es aún la reina suprema. La jungla lo invade todo, se ha tragado todas las ciudades antiguas ocultándolas a los ojos de los hombres.

—Doctor Rubicon —dijo Mulder—, tengo entendido que entre los indios de la zona corren extrañas leyendas y supersticiones acerca de la antigua ciudad abandonada. He oído hablar de maldiciones y avisos sobrenaturales. ¿Cree posible que su hija haya descubierto en sus excavaciones algo… fuera de lo corriente? ¿Algo que podría haberla metido en líos? ¿Está al corriente de las numerosas desapariciones que se han producido en esa zona del Yucatán?

Scully suspiró y se guardó sus comentarios, pero Mulder miró al viejo arqueólogo con sumo interés.

Vladimir Rubicon tragó saliva y respiró hondo, como si hiciese acopio de fuerzas.

—Sí, estoy perfectamente al corriente de las numerosas desapariciones… y me horroriza la posibilidad de que mi Cassandra haya sido víctima de un destino espantoso. He visto muchas cosas extrañas en este mundo, agente Mulder, pero me inclino a creer que Cassandra ha tenido la desgracia de topar con traficantes de objetos. El mercado negro de antigüedades es muy activo. Supongo que el que mi hija y su equipo estuvieran excavando en un yacimiento arqueológico sin explotar, debió de atraer a los traficantes como la miel a las moscas. —Rubicon se rascó la perilla y miró a Mulder con expresión preocupada—. Me causan más miedo los hombres armados que cualquier mito.

Cerca del mural que representaba a los conquistadores españoles, uno de los niños abrió una puerta lateral en que se leía «Salida exclusiva de emergencia», lo cual activó la alarma contra incendios. El profesor se apresuró a arrastrar lejos de allí al niño, que se había puesto a llorar, mientras las sirenas comenzaban a sonar. Los demás escolares se apresuraron a reunirse alrededor del profesor, asustados. Un guardia de seguridad llegó corriendo.

—A veces creo que para un viejo arqueólogo sería más tranquilo trabajar de nuevo sobre el terreno —dijo Vladimir Rubicon, jugueteando con las gafas que colgaban de su cuello. Esbozó una sonrisa y miró alternativamente a Scully y a Mulder—. Bien, entonces… ¿Cuándo nos marchamos? Desearía llegar a Xitaclán cuanto antes. Estoy ansioso por encontrar a mi hija.

—¿Nos marchamos? —inquirió Scully.

Mulder le puso una mano sobre el brazo y dijo:

—Ya lo he arreglado, Scully. Él conoce esa región a la perfección y sabe dónde estaba trabajando Cassandra. Ni el mejor guía podría sernos de tanta ayuda.

—Tengo dinero ahorrado. Pagaré mi viaje —dijo el arqueólogo sin poder evitar cierto tono de desesperación—. Necesito saber qué ha sido de mi hija, si está viva o… muerta…

Mulder miró a Scully, quien lo observaba con atención. De repente ella comprendió que su compañero simpatizaba con el anciano arqueólogo y su búsqueda de la desaparecida Cassandra. Muchos años atrás, Mulder también había perdido a alguien muy allegado…

—Sí, doctor Rubicon —dijo el agente—. Puede que no me crea, pero comprendo exactamente por lo que está pasando.